CHARLES DICKENS
CUENTO DE NAVIDAD
PREFACIO
Con este fantasmal librito he
procurado despertar al espíritu de una idea sin que provocara en mis lectores
malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmigo. Ojalá
encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.
Su
fiel amigo y servidor,
Diciembre
de 1843
CHARLES DICKENS
PRIMERA
ESTROFA
EL
FANTASMA DE MARLEY
Marley
estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El
clérigo, el funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el
duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había firmado,
y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía
valor en cualquier papel donde apareciera. El viejo Morley estaba tan muerto
como el clavo de una puerta.
¡Atención!
No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de
una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd
como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se
contiene el buen juicio de nuestros ancestros, y no serán mis manos impías las
que lo alteren. Por consiguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley
estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía
Scrooge que estaba muetto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él
habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea
testamentario, su único administrador, su único asignatario, su único heredero
residual, su único amigo y el único que llevó luto por él. Y ni siquiera
Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió siendo un
excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemnizado
por él a precio de ganga.
La
mención del funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No
cabe duda de que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda
claridad, pues de otro modo no habría nada prodigioso en la historia que voy a
relatar. Si no estuviésemos completamente convencidos de que el padre de Hamlet
ya había fallecido antes de levantarse el telón, no habría nada notable en sus
paseos nocturnos por las murallas de su propiedad, con viento del Este, como
para causar asombro ‑en sentido literal‑ en la mente enfermiza de su hijo;
sería como si cualquier otro caballero de mediana edad saliese irreflexivamente
tras la caída de la noche a un lugar oreado, por ejemplo, el camposanto de
Saint Paul.
Scrooge
nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años después, allí seguía sobre la
entrada del almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era conocida por
«Scrooge y Marley». Algunas personas,
nuevas en el negocio, algunas veces llamaban a Scrooge, «Scrooge», y otras,
«Marley», pero él atendía por los dos nombres; le daba lo mismo.
¡Ay,
pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba,
tergiversaba, usurpaba, rebañaba, apresaba! Duro y agudo como un pedemal al
que ningún eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto,
reprimido y solitario como una ostra. La frialdad que tenía dentro había
congelado sus viejas facciones y afilaba su nariz puntiaguda, acartonaba sus
mejillas, daba rigidez a su porte; había enrojecido sus ojos, azulado sus finos
labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante. Había escarcha
canosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida
temperatura; él hacía que su despacho estuviese helado en los días más calurosos
del verano, y en Navidad no se deshelaba ni un grado.
Poco
influían en Scrooge el frío y el calor externos. Ninguna fuente de calor
podría calenta.rle, ningún frío invernal escalofriarle. El era más cortante que
cualquier viento, más pertinaz que cualquier nevada, más insensible a las
súplicas que la lluvia torrencial. Las inclemencias del tiempo no podían
superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y neviscas podrían presumir
de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas «se desprendían» con
generosidad, cosa que Scrooge nunca hacía.
Jamás
le paraba nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido
Scrooge, ¿cómo está usted? ¿Cuándo vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le
pedía limosna; ningún niño le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le
había preguntado por una dirección ni una sola vez en su vida. Hasta los perros
de los ciegos parecían conocerle; al verle acercarse, arrastraban
precipitadamente a sus dueños hasta los portales y los patios, y después daban
el rabo, como diciendo: «¡Es mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo
ciego!»
Pero
a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso era preicsamente lo que le gustaba. Para él
era una «gozada» abrirse camino entre los atestados senderos de la vida
advirtiendo a todo sentimiento de simpatía humana que guardase las distancias.
Erase
una vez ‑concretamente en los días mejores del año, la víspera de Navidad, el
día de Nochebuena‑ en que el viejo Scrooge estaba muy atareado sentado en su
despacho. El tiempo era frío, desapacible y cortante; además, con niebla. Se
podía oír el ruido de la gente en el patio de fuera, caminando de un lado a
otro con jadeos, palmeándose el pecho y pateando el suelo para entrar en
calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya casi había
oscurecido; no había habido luz en todo el día y las velas brillaban en las
ventanas de las oficinas cercanas como manchas rojizas en la espesa atmósfera
parda. Bajó la niebla y fluyó por todas las junturas, resquicios, ojos de
cerradura, y en el exterior era tan densa que, aunque el patio era de los más
estrechos, las casas de enfrente no eran más que sombras. Al ver como caía
desmayadamente la sucia nube oscureciendo todo, se hubiera pensado que la
Naturaleza vivía cerca y estaba elaborando cerveza en gran escala.
La
puerta del despacho de Scrooge permanecía abierta de modo que pudiera atisbar a
su empleado que estaba copiando cartas en una deprimente y pequeña celda, una
especie de cisterna. Scrooge tenía un fuego muy escaso, pero la lumbre del
empleado era todavía mucho más pequeña: parecía un solo tizón. Pero no podía
recargar la estufa porque Scrooge guardaba el carbón en su propio cuarto, y
seguro que si el empleado entraba con la pala su jefe anticiparía que tenían
que marcharse ya. Por consiguiente, el empleado se arropó con su bufanda blanca
a intentó calentarse con la vela; no era hombre de gran imaginación y
fracasaron sus esfuerzos.
«¡Feliz
Navidad, tío; que Dios lo guarde!», exclamó una alegre voz. Era la voz del
sobrino de Scrooge, que apareció ante él con tal rapidez que no tuvo tiempo a
darse cuenta de que venía.
«¡Bah!
‑dijo Scrooge‑. ¡Tonterías!»
El
sobrino de Scrooge estaba todo acalorado por la rápida caminata bajo la niebla
y la helada; tenía un rostro agraciado y sonrosado; sus ojos chispeaban y su
aliento volvió a condensarse cuando dijo:
«¿Navidad
una tontería, tío? Seguro que no lo dices en serio.»
«Sí
que lo digo. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a ser feliz? ¿Qué motivos
tienes para estar feliz? Eres pobre de sobra.»
«Vamos, vamos»‑respondió el sobrino cordialmente‑.«¿Qué
derecho tienes a estar triste? ¿Qué motivos tienes para sentirte desgraciado?
Eres rico de sobra.
Scrooge
no supo repentizar una respuesta mejor y dijo otra vez: «¡Bah!» ‑y siguió con‑
«¡Tonterías!».
«No
te enfades, tío», dijo el sobrino.
«¿Cómo
no me voy a enfadar» ‑respondió el tío‑, «si vivo en un mundo de locos como
éste? ¡Felices Pascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! ¿Qué son las Pascuas sino
el momento de pagar cuentas atrasadas sin tener dinero; el momento de darte
cuenta de que eres un año más viejo y ni una hora más rico; el momento de hacer
el balance y comprobar que cada una de las anotaciones de los libros te resulta
desfavorable a lo largo de los doce meses del año? Si de mí dependiera ‑dijo
Scrooge con indignación‑, a todos esos idiotas que van por ahí con el Felices
Navidades en la boca habría que cocerlos en su propio pudding y enterrarlos con una estaca de acebo clavada en el
corazón. Eso es lo que habría que hacer».
«¡Tío!»,
imploró el sobrino.
«¡Sobrino!»,
replicó el tío secamente, «celebra la Navidad a tu modo, que yo la celebraré al
mío».
«¡Celebraré!»,
repitió el sobrino de Scrooge. «Pero si tú no celebras nada...»
«Entonces
déjame en paz», dijo Scrooge. «¡Que te aprovechen! ¡Mucho te han aprovechado!»
«Puede
que haya muchas cosas buenas de las que no he sacado provecho», replicó el
sobrino, «entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que al llegar la Navidad
‑aparte de la veneración debida a su sagrado nombre y a su origen, si es que
eso se puede apartar‑ siempre he pensado que son unas fechas deliciosas, un
tiempo de perdón, de afecto, de caridad; el único momento que concozo en el
largo calendario del año, en que hombres y mujeres parecen haberse puesto de
acuerdo para abrir libremente sus cerrados corazones y para considerar a la
gente de abajo como compañeros de viaje hacia la tumba y no como seres de otra
especie embarcados con otro destino. Y por tanto, tío, aunque nunca ha puesto
en mis bolsillos un gramo de oro ni de plata, creo que sí me ha aprovechado y
me seguirá aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!»
El
escribiente de la cisterna aplaudió involuntariamente; se dio cuenta en el acto
de su inconveniencia, se puso a hurgar en la lumbre y se apagó del todo el
último rescoldo.
«Que
oiga yo otro ruido de usted», dijo Scrooge, «y va a celebrar la Navidad con la
pérdida del empleo. Es usted un orador convincente, señor», agregó volviéndose
hacia su sobrino. «Me pregunto por qué no está en el Parlamento».
«No
te enfades, tío. ¡Vamos! Cena con nosotros mañana».
Scrooge
dijo que le acompañaría ‑sí, de veras que lo dijo‑. Pero completó la frase
diciendo que le acompañaría antes en la calamidad.
«Pero
¿por qué?», exclamó el sobrino de Scrooge. «¿Por qué?»
«¿Por
qué te casaste?», dijo Scrooge.
«Porque
me enamoré».
«¡Porque
te enamoraste!», gruñó Scrooge, como si fuese la única cosa en el mundo más
ridícula que una feliz Navidad. «¡Buenas tardes!»
«No,
tío, tú nunca venías a verme antes de hacerlo. ¿Por qué lo pones como excusa
para no venir ahora?»
«Buenas
tardes», dijo Scrooge.
«No
quiero nada de ti; no te estoy pidiendo nada; ¿por qué no podernos ser amigos?»
«Buenas
tardes», dijo Sctooge.
«Lamentó
de todo corazón verte tan inflexible. Tú y yo no hemos tenido ninguna querella,
al menos por mi parte; pero he hecho esta prueba en honor a la Navidad y mantendré
el espíritu de la Navidad hasta el final. Así, pues, ¡Felices Pascuas, tío?»
«Buenas
tardes», dijo Scrooge.
A
pesar de todo, el sobrino salió del cuarto sin una palabra de enfado. Se
detuvo para felicitar al escribiente, quien, frío como estaba, fue más afable
que Scrooge y devolvió cordialmente la salutación.
«Otro
que tal baila», murmuró Scrooge que le había oído. «Mi escribiente, con quince
chelines semanales, esposa y familia, hablando de Felices Pascuas. Es para
meterse en un manicomio».
Aquel
lunático, al acompañar al sobrino de Scrooge hasta la puerta, dejó entrar a
otras dos personas. Eran unos caballeros corpulentos, de agradable presencia,
y ahora estaban de pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge. Llevaban en la
mano libros y papeles, y le saludaron con una inclinación de cabeza.
«De
Scrooge y Marley, creo», dijo uno de los caballeros comprobando su lista.
«¿Tengo el placer de dirigirme a Mr. Scrooge o a Mr. Marley?»
«Mr.
Marley lleva muerto estos últimos siete años», repuso Scrooge. «Murió hace
siete años, esta misma noche».
«No
nos cabe duda de que su generosidad está bien representada por su socio
supérstite», dijo el caballero presentando sus credenciales.
Y
era cierto porque ellos habían sido dos almas gemelas. Al oír la ominosa
palabra «generosidad», Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y devolvió
las credenciales.
«En
estas festividades, Mr. Scrooge», dijo el caballero tomando una pluma, «es más
deseable que nunca que hagamos alguna ligera provisión para los pobres y
menesterosos, que sufren muchísimo en estos momentos. Muchos miles carecen de
lo más indispensable y cientos de miles necesitan una ayuda, señor».
«¿Ya
no hay cárceles?», preguntó Scrooge.
«Está
lleno de cárceles», dijo el caballero volviendo a posar la pluma.
«¿Y
los asilos de la Unión?», inquirió Scrooge. «¿Siguen en activo?»
«Sí,
todavía siguen», afirmó el caballero, «y desearía poder decir que no».
«Entonces,
¿están en pleno vigor la Ley de Pobres y el Treadmill?», dijo Scrooge.
«Los
dos muy atareados, señor».
«¡Ah!
Me temía, con lo que usted dijo al principio, que hubiera ocurrido algo que les
impidiera seguir su beneficioso derrotero», dijo Scrooge. «Me alegro mucho de
oírlo».
«Teniendo
la impresión de que esas instituciones probablemente no proporcionan a las
masas alegría cristiana de mente ni de cuerpo», respondió el caballero, «unos
cuantos de nosotros estamos intentando reunir fondos para comprar a los pobres
algo de comida y bebida y medios de calentarse. Hemos elegido estas fechas
porque es cuando la necesidad se sufre con mayor intensidad y más alegra la
abundancia. ¿Con cuánto le apunto?»
«¡Con
nada!», replicó Scrooge.
«¿Desea
usted mantener el anonimato?»
«Deseo
que me dejen en paz», dijo Scrooge. «Ya que me preguntan lo que deseo,
caballeros, esa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo
permitirme el lujo de que genre ociosa la celebre a mi costa. Colaboro en el
sostenimiento de los establecimientos que he mencionado; ya me cuestan bastante,
y quienes están en mala situación deben ir a ellos».
«Muchos
no pueden ir; y muchos preferirían la muerte antes de ir».
«Si
preferirían morirse, que lo hagan; es lo mejor. Así descendería el exceso de
población. Además, y ustedes perdonen, a mí no me consta».
«Pero
usted tiene que saberlo», observó el caballero.
«No
es asunto mío», respondió Scrooge. «A un hombre le basta con dedicarse a sus
propios asuntos sin interferir en los de los demás. Los míos me tienen a mí
continuamente ocupado. ¡Buenas tardes, caballeros!»
Viendo
claramente que sería inútil seguir insistiendo, los caballeros se retiraron.
Scrooge reanudó sus ocupaciones con una opinión de sí mismo muy mejorada y
mejor humor del que en él era habitual.
Entretanto
la niebla y la oscuridad se habían intensificado de tal modo que unas cuantas
personas corrían de un lado a otro con resplandecientes hachas de viento,
ofreciendo sus servicios para ir delante de los coches de caballos hasta su
destino. Se hizo invisible la antigua torre de una iglesia cuya vieja y ronca
campana siempre estaba espiando sigilosamente en dirección a Scrooge por un
ventanal gótico del muro, y daba las horas y los cuartos en las nubes con
trémulas vibraciones posteriores, como si allí arriba le castañeasen los dientes
en su cabeza helada. El frío se extremó. En la calle principal, hacia la
esquina del patio, unos obreros estaban reparando la conducción del gas y
habían encendido una gran hoguera en un brasero; en torno al fuego se había
reunido un grupo de hombres y muchachos andrajosos que, en éxtasis, se
calentaban las manos y guiñaban los ojos ante las llamaradas. La llave del agua
había quedado abierta y, al rebosar, se congelaba en rencoroso silencio hasta
convertirse en hielo misantrópico. La brillantez de los escaparates, donde al
calor de las lámparas crujían las ramitas y bayas de acebo, volvía rojizos los
pálidos rostros al pasar. Los comercios de pollería y ultramarinos ofrecían una
espléndida escena; resultaba casi imposible creer que allí pintasen algo unos
prïncipios tan tediosos como los de la compraventa. El lord mayor, en su
baluarte de la magnífica Mansion House, daba órdenes a sus cincuenta mayordomos
y cocineros para celebrar las Navidades como correspondía a la casa de un lord
mayor; y hasta el sastrecillo, a quien él había multado con cinco chelines el
lunes pasado por andar borracho y pendenciero por las calles, estaba en su
buhardilla revolviendo la masa del pudding del día siguiente, mientras su flaca
esposa y el bebé habían salido a comprar carne de ternera.
¡Todavía
más niebla y más frío! Un frío punzante, penetrante, mordiente. Si el buen San
Dunstan, en vez de utilizar sus armas habituales, hubiera pinzado la nariz del
Espíritu Maligno con solo un toque de semejante clima, seguro que éste habría
proferido los mejores propósitos. El poseedor de una joven y escasa nariz,
roída y mascullada por el hambriento
frío como un hueso roído por los perros, se encorvó ante el ojo de la cerradura
de Scrooge para deleitarle con un villancico. Pero a los primeros sones de
«¡Dios
bendiga al jubiloso caballero!
¡Que
nada le traiga el desaliento!»
Scrooge
agarró la vara con tal energía que el cantor huyó despavorido, dejando el ojo
de la cerradura para la niebla y para la todavía más amable escarcha.
Por
fin llegó la hora de cerrar el despacho. Con muy mala voluntad, Scrooge
desmontó de su taburete y, tácitamente, admitió el hecho ante el expectante
empleado de la Cisterna, que sopló la vela al instante y se puso el sombrero.
«Supongo
que usted querrá libre todo el día de mañana», dijo Scrooge.
«Si
le parece conveniente, señor».
«No
me parece conveniente», dijo Scrooge, «y no es razonable. Si por ello le
descontara media corona, usted se sentiría maltratado, ¿me equivoco?»
El
escribiente esbozó una tímida sonrisa.
«Y
sin embargo», dijo Scrooge, «no cree usted que el maltratado sea yo cuando
pago un jornal sin que se trabaje».
El
escribiente comentó que sólo se trataba de una vez al año.
«Es
una excusa muy pobre para saquear el bolsillo de un hombre cada 25 de
diciembre», dijo Scrooge abotonándose el abrigo hasta la barbilla. «Pero
supongo que deberá tener el día completo. ¡A la mañana siguiente preséntese
aquí lo antes posible!»
El
escribiente prometió que así lo haría y Scrooge salió gruñendo. En un abrir y
cerrar de ojos quedó clausurado el establecimiento; el escribiente, con los
largos extremos de la bufanda colgando por debajo de su cintura (no lucía
abrigo) se lanzó veinte veces por un tobogán en Cornhill, a la cola de una fila
de chicos, en honor de la Nochebuena; luego corrió a su casa, en Camdem Town,
lo más deprisa que pudo, para jugar a la «gallina ciega».
Scrooge
tomó su triste cena en su habitual triste taberna; leyó todos los periódicos y
se entretuvo el resto de la velada con su libro de cuentas; después se marchó a
su casa para acostarse. Vivía en unas habitaciones que habían pertenecido a su
difunto socio. Era una lóbrega serie de cuartos en un desvencijado edificio
aplastado en el fondo de un patio, donde desentonaba tanto que uno podía
fácilmente imaginar que había corrido hacia allí cuando era una casa jovencita,
jugando al escondite con otras casas, y había olvidado el camino de salida.
Ahora ya era lo bastante vieja y lo bastante lúgubre para que nadie viviese en
ella, salvo Scrooge; todas las demás habitaciones estaban alquiladas para
oficinas. El patio estaba tan oscuro que el mismo Scrooge, que conocía cada
piedra, no dudó en ir tanteando con las manos. La niebla y la escarcha pendían
sobre el negro y viejo portón de la casa; parecía que el Genio del Tiempo
estaba sentado en el umbral, en dolientes meditaciones.
Ahora
bien, es una realidad que el aldabón no tenía nada especial excepto que era muy
grande. También es cierto que Scrooge lo había visto noche y día durante todo
el tiempo que llevaba residiendo en aquel lugar. Cierto también que Scrooge
tenía tan poco de eso que se llama fantasía como cualquier hombre en la City de
Londres, incluyendo ‑que ya es decir‑ la corporación municipal, los concejales
electos y los miembros de la Cámara de Gremios. Téngase también en cuenta que
Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que había
mencionado aquella tarde el fallecimiento de su socio siete años atrás. Y entonces
que alguien me explique, si es que puede, cómo ocurrió que al meter la llave en
la cerradura de la puerta, y sin que se diera un proceso intermedio de cambio,
Scrooge no vio un aldabón, sino el rostro de Marley en el aldabón.
El
rostro de Marley. No era una sombra impenetrable como los demás objetos del
patio, sino que tenía una luz mortecina a su alrededor, como una langosta
podrida en una despensa oscura. No mostraba enfado ni ferocidad, pero miraba a
Scrooge como Marley solía hacerlo: con fantasmagóricos lentes colocados hacia
arriba, sobre su frente fantasmal. Sus cabellos se movían de una manera
extraña, como si alguien los soplara o les aplicara un chorro de aire
caliente; y aunque tenía los ojos muy abiertos, mantenían una inmovilidad
perfecta. Esto y su coloración lívida le hacían horripilante; pero a pesar del
rostro y de su control, el horror parecía ser algo más que una parte de su
propia expresión.
Cuando
Scrooge miraba fijamente este fenómeno, volvió nuevamente a ser un aldabón.
No
sería cierto afirmar que no estaba sobresaltado, o que sus venas no notaban una
sensación terrible que no había vuelto a experimentar desde su infancia. Pero
puso la mano en la llave que había soltado, la hizo girar con energía, entró y
encendió la vela.
Con
una indecisión momentánea, antes de cerrar la puerta hizo una pausa y miró
cautelosamente hacia atrás, como si esperase el susto de ver la coleta de
Marley asomando por el lado del recibidor. Pero en el otro lado de la puerta no
había más que los tomillos y las tuercas que sujetaban el aldabón, de manera
que dijo: «¡Bah, bah!», y la cerró de un portazo.
El
ruido retumbó por toda la casa como un trueno. Todas las habitaciones de arriba
y todos los barriles de la bodega del vinatero, abajo, parecían tener una
escala propia y distinta de ecos. Scrooge no era hombre que se asustara con
los ecos. Aseguró el cierre de la puerta, atravesó el recibidor y comenzó a
subir las escaleras, pero lentamente y despabilando la vela.
Se
podría hablar por hablar sobre la manera de conducir una diligencia de seis caballos
por un buen tramo de viejas escaleras o a través de una mala y reciente Ley del
Parlamento, pero sí digo de veras que se podría subir por aquellas escaleras
con una carroza fúnebre y ponerla a lo ancho, con el balancín hacia la pared y
la puerta hacia la balaustrada; y se podría hacer con facilidad. Había anchura
suficiente y aun sobraría sitio; tal vez por esta razón, Scrooge pensó que veía
moverse delante de él, en la penumbra, un coche de pompas fúnebres. Media
docena de lámparas de gas del alumbrado público no hubieran sido excesivas para
iluminar la entrada de la casa, de manera que se puede imaginar la oscuridad
que había con la vela de sebo de Scrooge.
Siguió
subiendo sin importarle un comino: la oscuridad es barata y a Scrooge le
gustaba. Pero antes de cerrar su pesada puerta recorrió las habitaciones para
ver si todo estaba en orden; deseaba hacerlo porque seguía recordando el
rostro.
Cuarto
de estar, dormitorio, trastero. Todo como debía estar. Nadie bajo la mesa,
nadie bajo el sofá; una pequeña lumbre en la parrilla de la chimenea; cuchara y
bol preparados; y sobre la repisa de la chimenea el cacillo de las gachas
(Scrooge estaba resfriado). Nadie bajo la cama; nadie dentro del armario;
nadie metido en su bata, que colgaba contra la pared en actitud sospechosa. El
trastero, como de costumbre; el viejo guardafuegos, zapatos viejos, dos cestas
de pesca, un palanganero de tres patas y un atizador.
Bastante
satisfecho, cerró su puerta y se atrancó por dentro echando un doble cierre,
cosa que no solía hacer. Así, a salvo de sorpresas, se quitó la corbata, se
puso la bata y las zapatillas, el gorro de dormir y se sentó junto al fuego
para tomarse las gachas.
Era
una lumbre muy débil para una noche tan cruda. No tuvo más remedio que
arrimarse a ella como si estuviera incubando, para sacar de aquel puñadito de
combustible la mínima sensación de calor. La chimenea era antigua, construida
hacía mucho tiempo por algún comerciante holandés, y todo su contorno estaba
alicatado con pintorescos azulejos holandeses que ilustraban las Sagradas
Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del Faraón, reinas de Saba,
mensajeros angélicos descendiendo por el aire sobre nubes como colchones de
plumas, Abrahanes, Baltasares, Apóstoles zarpando en barcos de mantequilla,
cientos de imágenes para distraer sus pensamientos; sin embargo, aquel rostro
de Marley, muerto siete años antes, venía como el antiguo callado del Profeta y
se lo tragaba todo. Si cada uno de los lisos azulejos hubiese estado en blanco
y Scrooge hubiese tenido la facultad de representar en su superficie alguna
figura extraída de los dispersos fragmentos de su pensamiento, en cada uno de
ellos habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley.
«¡Tonterías!»,
dijo Scrooge, y empezó a caminar por la habitación. Dio varias vueltas y
volvió a sentarse. Al apoyar la cabeza en el respaldo de la butaca, su mirada
fue a posarse sobre una campanilla, una campanilla fuera de use que colgaba en
el cuarto y, con algún propósito ahora olvidado, comunicaba con un aposento
situado en el piso más alto del edificio. Con gran sorpresa y con un miedo
extraño, inexplicable, cuando la estaba mirando vio que la campanilla comenzaba
a oscilar. Al principio se balanceaba tan poco que apenas hacía ruido, pero pronto
repicó fuerte, y también lo hicieron todas las demás campanillas de la casa.
La
cosa debió durar medio minuto, tal vez un minuto, pero pareció una hora. Las
campanillas enmudecieron igual que habían sonado: a la vez. Luego siguió un
ruido estridente que venía de muy abajo, como si una persona estuviese
arrastrando una pesada cadena sobre los barriles de la bodega del vinatero.
Entonces Scrooge recordó hacer oído que en las casas embrujadas los fantasmas
arrastraban cadenas.
La
puerta de la bodega se abrió de repente con un estruendo, y Scrooge oyó aquel
ruido con más claridad en los pisos de abajo; luego, subiendo por las escaleras
y, seguidamente, aproximándose directamente hacia su puerta.
«¡Siguen
siendo tonterías!», dijo Scrooge. «¡No me lo puedo creer! »
No
obstante, se le demudó el color cuando, sin pausa, aquello atravesó la pesada
puerta y se quedó en la habitación ante sus ojos. Cuando estaba entrando, las
mortecinas llamas saltaron como si exclamasen: «¡Le conocemos! ¡Es el fantasma
de Marley!», y volvieron a decaer.
El
mismo rostro, el mismísimo. Marley como siempre, con su coleta, chaleco, calzas
y botas; las borlas de las botas tiesas y erectas, al igual que la coleta, los
faldones de la levita y los caballos. La cadena que arrastraba la ceñía por
medio cuerpo; era larga y se le enroscaba como una cola; estaba hecha (Scrooge
la observó atentamente) con arquillas para dinero, llaves, candados, libros de
contabilidad, escrituras de compraventa y pesadas talegas de acero. Su cuerpo
era tan transparente que al observarlo y mirar a través de su chaleco, Scrooge
podía ver los dos botones de la espalda de la levita.
Scrooge
había oído decir frecuentemente que Marlcy no tenía entrañas, pero nunca se lo
había creído hasta ahora.
No,
ni siquiera ahora se lo creía. Aunque miraba al fantasma de arriba abajo y la
veía de pie ante él; aunque percibía el escalofriante influjo de sus ojos,
mortalmente fríos; aunque observó incluso la textura del paño doblado que le
enmarcaba la cara, desde la barbilla hasta la cabeza, envoltura que no había
notado antes..., aún seguía incrédulo y luchaba contra sus propios sentidos.
«¿Qué
significa esto?», dijo Scrooge, caústico y frío como nunca. «¿Qué se lo ha
perdido aquí?»
«¡Mucho!»
Era la voz de Marley, sin la menor duda.
«¿Quién
eres tú?»
«Prcgúntame
quién fui».
«Pues
¿quién fuiste?», dijo Scrooge alzando
la voz. «Eres puntilloso... como sombra». Iba a decir «para ser una sombras, pero le pareció más apropiado lo otro.
«En
vida yo fui tu socio: Jacob Marley».
«¿Puedes...
puedes sentarte?», preguntó Scrooge, mirándole dubitativamente.
«Sí
puedo».
«Entonccs,
hazlo».
Scrooge
había formulado la pregunta porque no sabía si un fantasma tan transparente
podía estar en condiciones de tomar asiento; presentía que, en caso de que le
resultara imposible, tal vez se haría necesaria una explicación embarazosa.
Pero el fantasma se sentó al otro lado de la chimenea como si estuviera
acostumbrado.
«Tú
no crees en mí», observó el fantasma.
«No,
yo no», dijo Scrooge.
«¿Qué
otra demostración quieres de mi existencia, además de la de tus sentidos?»
«No
lo sé», dijo Scrooge.
«¿Por
qué dudas de tus sentidos?»
«Porque»,
dijo Scrooge, «cualquier cosa les afecta. Un ligero desarreglo intestinal les
hace tramposos. Puede que tú seas un trocito de carne indigestada, o un
chorrito de mostaza, una migaja de queso, un fragmento de patata medio cruda.
¡Hay en ti más salsa de carne que carne de tumba, seas quien seas!».
Scrooge
no tenía mucha costumbre de hacer chistes y en modo alguno se sentía gracioso
entonces. La verdad es que intentaba estar ingenioso para distraerse y dominar
el terror que le invadía; la voz del espectro le removía hasta la médula de
los huesos.
Scrooge
presentía que iba a desmoronarse si seguía sentado en silencio, sin apartar la
mirada de aquellos ojos inmóviles, vítreos. También había algo muy espantoso
en el halo infernal que envolvía al espectro. Scrooge no podía verlo, pero se
notaba claramente, pues aunque el fantasma estaba sentado en perfecta
inmovilidad, su cabello, faldones y borlas seguían agitándose como por el
vapor caliente de un horno.
«¿Ves
este palillo de dientes?», dijo Scrooge volviendo con rapidez a la carga por el
motivo ya señalado y deseando apartar de sí, aunque fuera tan sólo un segundo,
la petrificada mirada de la aparición.
«Lo
veo», replicó el fantasma.
«No
lo estás mirando», dijo Scrooge.
«Pero
lo veo», dijo el fantasma, «de todos modos».
«¡Bueno!»,
prosiguió Scrooge. «Sólo tengo que tragármelo y el resto de mis días me veré
perseguido por una legión de diablos, todos de mi propia creación. ¡Tonterías!
Eso es lo que te digo, ¡tonterías!»
En
ese momento el espíritu lanzó un espeluznante quejido y sacudió la cadena con
un ruido tan lúgubre y aterrador que Scrooge tuvo que agarrarse a los brazos
del sillón para no caer desvanecido. Pero el espanto fue todavía mayor cuando
al quitar el fantasma la venda que enmarcaba su rostro, como si dentro de la
casa le sofocara el calor, ¡se le desmoronó la mandíbula inferior sobre el
pecho!
Scrooge
cayó de rodillas y, con manos entrelazadas, imploró ante él:
«¡Piedad!»,
exclamó. «Horrenda aparición, ¿por qué me atormentas?»
«¡Materialista!»,
replicó el fantasma. «¿Crees o no crees en mí?»
«Sí,
sí», dijo Scrooge. «Por fuerza. Pero ¿por qué los espíritus deambulan por la
tierra y por qué tienen que aparecerse a mí?»
«Está
ordenado para cada uno de los hombres que el espíritu que habita en él se
acerque a sus congéneres humanos y se mueva con ellos a lo largo y a lo ancho;
y si ese espíritu no lo hace en vida, será condenado a hacerlo tras la muerte.
Quedará
sentenciado a vagar por el mundo ‑¡ay de mí! y ser testigo de situaciones en
las que ahora no puede participar, aunque en vida debió haberlo hecho para
procurar felicidad.
El
espectro volvió a lanzar otro alarido, sacudió la cadena y se retorció con
desesperación sus manos espectrales.
«Estás
encadenado», dijo Scrooge tembloroso. «Cuéntame por qué».
«Arrastro
la cadena que en vida me forjé», repuso el fantasma. «Yo la hice, eslabón a
eslabón, yarda a yarda; por mi propia voluntad me la ceñí y por mi propia
voluntad la llevo. ¿Te resulta extraño el modelo?»
Scrooge
cada vez temblaba más.
«¿O
ya conoces», prosiguió el fantasma, «el peso y la longitud de la apretada
espiral que tú mismo arrastras? Hace siete Navidades ya era tan pesada y tan
larga como ésta. Desde entonces, has trabajado en ella aún más. ¡Tienes una
cadena impresionante!»
Scrooge
miró de reojo a su alrededor como si esperase encontrarse rodeado por
cincuenta o sesenta brazas de cadenas, pero no vio nada.
«Jacob»,
dijo implorante. «Querido Jacob Marley, cuéntame más. Dime algo
tranquilizador, Jacob».
«No
puedo», contestó el fantasma. «Eso tiene que venir de otras regiones, Ebenezer
Scrooge, y son otros ministros quienes lo aplican a otra clase de personas.
Tampoco puedo decirte todo lo que quisiera; sólo un poquito más me está
permitido. Yo no tengo reposo, no puedo quedarme en ninguna parte, no puedo
demorarme. Mi espíritu nunca salió de nuestra contaduría ‑¡óyeme bien!‑, en vida
mi espíritu jamás se aventuró más allá de los mezquinos límites de nuestro
tugurio de cambistas. ¡Y ahora me esperan jornadas agotadoras! »
Siempre
que se ponía meditabundo, Scrooge tenía la costumbre de meter las manos en los
bolsillos de los pantalones. Así lo hizo ahora, pero sin alzar la mirada y sin
ponerse en pie, mientras ponderaba las palabras del fantasma.
«Has
debido estar un poco torpe, Jacob, comentó Scrooge con tono de negociante
profesional, aunque con humildad y deferencia.
«¡Torpe!»,
repitió el fantasma.
«Siete
años muerto», musitó Scrooge, «¿y viajando todo el tiempo?>
«Todo
el tiempo», dijo el fantasma. «Sin descanso, sin paz, con la incesante tortura
de los remordimientos»
«¿Viajabas
rápido?», dijo Scrooge.
«En
las alas del viento», contestó el fantasma.
«Has
debido pasar por encima de muchos terrenos en siete años», dijo Scrooge.
Al
oír esto el fantasma dio otro alarido y restalló la cadena en el silencio de
muerte de la noche, con tal estrépito que la Patrulla Nocturna habría tenido
toda la razón si le hubiera denunciado por escándalo público.
«¡Oh!
cautivo, preso, aherrojado», gimió el fantasma, «¡sin saber que son necesarios
años y años de incesante labor de criaturas inmortales para que esta tierra
entre en la eternidad después de haber hecho en ella todo el bien que sea posible.
Sin saber que todo espíritu cristiano, actuando caritativamente en su pequeña
esfera, sea la que sea, se encontrará con que su vida mortal es demasiado breve
para sus grandes posibilidades de servicio. Sin saber que ninguna clase de arrepentimiento
podrá enmendar la oportunidad perdida en vida! ¡Y ése fui yo! ¡Ay, eso me
sucedió!»
«Pero
tú siempre fuiste un buen hombre de negocios, Jacob, balbuceó Scrooge, que
ahora empezaba a aplicarse el cuento.
«¡Negocios!»,
exclamó el fantasma entrelazando otra vez las manos. «El género humano era
asunto mío. El bienestar general era negocio mío; la caridad, compasión,
paciencia y benevolencia eran todas de mi incumbencia. Mis relaciones
comerciales no eran más que una gota de agua en el anchuroso océano de mis
asuntos».
Levantó
la cadena con el brazo extendida, como si ella fuera la causa de su irreparable
dolor, y la tiró con violencia contra el suelo.
«En
esta época del año es cuando sufro más», dijo el espectro. «¿Por qué habré
andado entre la multitud de mis semejantes con la mirada baja, sin alzar nunca
mis ojos hacia esa bendita Estrella que guió a los Santos Reyes hasta el
humilde portal? ¡Como si no existieran hogares a los que me hubiera podido conducir
su luz!»
Al
oír al espectro expresarse en aquellos términos, Scrooge se sentía sumamente
acongojado y empezó a temblar como una hoja.
«¡Escúchame!»,
exclamó el fantasma. «Mi tiempo se acaba».
«Lo
haré», dijo Scrooge, «¡pero no seas cruel! ¡No te pongas poético, Jacob! ¡Te
lo suplico!»
«No
podría decirte cómo me aparezco ante ti de manera visible, pero he estado
sentado a tu lado, invisible, durante días y días».
No
era una idea muy agradable. Scrooge se estremeció y enjugó el sudor de su
frente.
«Y
no es una parte ligera de mi penitencia», prosiguió el fantasma. «Esta noche
estoy aquí para advertirte que aún te queda una oportunidad para escapar a un
destino como el mío. Una oportunidad, una esperanza que yo te he conseguido,
Ebenezer».
«Siempre
fuiste un buen amigo», dijo Scrooge. «¡Gracias!>
«Vas
a ser hechizado por Tres Espíritus», continuó el fantasma.
El
semblante de Scrooge se quedó casi tan desencajado, como el del fantasma.
«¿Era
eso la oportunidad y la esperanza que mencionaste, Jacob?», preguntó con voz
quebrada.
«Lo
es».
«Yo...,
yo casi estoy pensando que mejor no», dijo Scrooge.
«Sin
esas visitas», dijo el fantasma, «no tendrás esperanza de evitar un destino
como el mío. El primero vendrá mañana, cuando las campanas den la una».
«¿No
podrían venir los tres y acabar de una vez, Jacob?», insinuó Scrooge.
«Espera
al segundo a la noche siguiente a la misma hora. El tercero, a la siguiente
noche, cuando se extinga la vibración de la última campanada de las doce. No
volverás a verme y, por la cuenta que te sigue, ¡recuerda todo lo que ha
sucedido entre nosotros!»
Tras
pronunciar estas palabras, el espectro recogió el pañuelo de encima de la mesa
y se lo volvió a enrollar bajo la mandíbula, tal como lo tenía antes. Scrooge
supo que así lo había hecho por el sonido de los dientes al chocar cuando el
vendaje volvió a juntar las mandíbulas. Se atrevió a levantar la mirada otra
vez y se encontró con el visitante sobrenatural encarándole en actitud
erguida, con la cadena enroscada al brazo.
La
aparición se ajejó retrocediendo y a cada paso que daba la ventana se iba
abriendo poco a poco, de manera que al llegar el espectro estaba abierta de par
en par. Le hizo señas a Scrooge para que se aproximase y éste así lo hizo.
Cuando estaba a dos pasos de distancia, el fantasma de Marley levantó la mano
para advertirle que no siguiera acercándose. Scrooge se detuvo. Se detuvo más
por miedo y sorpresa que por obediencia: nada más levantar la mano comenzaron a
oírse extraños ruidos; sonidos incoherentes de lamentación y pesar; quejidos de
indecible arrepentimiento y compunción. El espectro, tras escuchar por un
momento, se unió al macabro gorigori y salió flotando hacia la negra y
siniestra noche.
Scrooge
continuó hasta la ventana con desesperada curiosidad. Se asomó.
Por
el aire se movían sin descanso, de un lado a otro, numerosísimos fantasmas que
gemían al pasar. Todos llevaban cadenas como las del fantasma de Marley; unos
cuantos (tal vez gobiernos culpables) iban encadenados en grupo; ninguno
estaba libre de cadenas. Scrooge había conocido en vida a muchos de ellos.
Había tenido bastante relación con un viejo fantasma que llevaba un chaleco
blanco y una monstruosa caja de caudales atada al tobillo, que lloraba compungido
porque le era imposible auxiliar a una desdichada mujer con un hijito, a la
que estaba viendo allá abajo apoyada en el quicio de la puerta. Claramente se
percibía que el tormento de todos ellos consistía en que deseaban intervenir,
para bien, en situaciones humanas, pero habían perdido para siempre la
capacidad de hacerlo.
Scrooge
no sabría decir si aquellas criaturas se disolvieron en la niebla o si la
niebla les ocultó, pero ellos y sus voces espectrales desaparecieron a la vez.
La noche volvió a ser como cuando él llegó a su casa.
Cerró
la ventana y examinó la puerta que había cruzado el fantasma. Seguía con el
doble cierre que había echado con sus propias manos y los cerrojos estaban
intactos. Intentó decir «¡Tonterías!», pero se quedó en la primera sílaba.
Estaba extenuado y, ya sea por las emociones vividas, las fatigas del día, los
atisbos del Mundo Invisible, la sombría conversación con el fantasma o lo
tardío de la hora, se fue directamente a la cama, sin desvestirse, y se quedó
dormido al instante.
SEGUNDA
ESTROFA
EL
PRIMERO DE LOS TRES ESPIRITUS
Cuando
Scrooge se despertó, la oscuridad era tan intensa que al mirar desde la cama
apenas podía diferenciar la trasparencia de la ventana de las paredes opacas
de su aposento. Cuando estaba intentando traspasar la oscuridad con sus ojos de
gavilán, las campanas de una iglesia cercana dieron los cuatro cuartos; él
permaneció atento a la hora.
Para
su gran sorpresa, la campana mayor pasó de las seis a las siete, de las siete a
las ocho, y así sucesivamente hasta las doce; luego dejó de sonar. ¡Las doce!
Cuando se acostó eran mas de las dos. El reloj no funcionaba bien. Tal vez se
le había incrustado un carámbano en la maquinaria. ¡Las doce!
Apretó
el resorte de su reloj repetidor para comprobar el error del otro reloj
enloquecido, pero su pequeña pulsación acelerada latió doce veces y se detuvo.
«Pero,
¿qué está pasando? ¡Es imposible!», dijo Scrooge. «No es posible que haya
estado durmiendo un día completo hasta la noche siguiente ¡Y es imposible que
le haya sucedido algo al sol y sean las doce del mediodía!
La
idea no dejaba de ser alarmante; saltó de la cama y se fue acercando a tientas
hasta la ventana. Para poder ver algo tuvo que frotar la escarcha con la maga
de la bata; aún así, logró ver muy poco. Sólo consiguió comprobar que continuaba
una niebla y un frio muy intensos y que no se oía ruido de actividad de gente
alarmada, como se habría escuchado ineludiblemente si la Noche hubiese
derrotado al claro Día, tomando posesión del mundo. Era un gran alivio porque
sino hubiera días que contar lo de «a tres días de esta primera de cambio,
pagaré al señor Ebenezer Scrooge o a su orden...etc.» se habría convertido en
papel mojado, como los pagarés de los Estados Unidos.
Scrooge
se volvió a la cama, pensó y repensó pero no se le ocurria ninguna explicación.
Cuando más pensaba, más perplejo estaba, y cuanto más procuraba no pensar, más
pensaba en ello. El fantasma de Marley le había trastomado profundamente.
Cada vez que, tras madura reflexión, llegaba a la conclusión de que todo era un
sueño, sus pensamientos, al igual que un fuerte muelle tensado, volvían a la
posición inicial y replanteaban el mismo problema: «¿era o no era un sueño?».
Scrooge
permaneció en tal estado hasta que las campanas dieron otros tres cuartos de
hora y entonces, súbitamente, recordó que el fantasma le había anunciado una
aparición cuando la campana diera la una. Decidió permanecer alerta hasta que
pasase ese tiempo. Y considerando que tenía tanta posibilidad de dormirse como
de ir al cielo, tal vez aquella fuese la resolución más prudente que podía
haber adoptado.
El
cuarto de hora se le hizo tan largo que en más de una ocasión tuvo la impresión
de haberse adormecido sin oír el reloj. Al fin, un repique llegó a sus oídos
atentos.
«Ding,
dong»
«Y
cuarto», dijo Scrooge, contando.
«¡Ding,
dong!»
«¡Y
media!», dijo Scrooge.
«¡Ding,
dong! »
«Menos
cuarto», dijo Scrooge.
«¡Ding,
dong! »
«La
hora», dijo Scrooge triunfalmente, «¡y nada de nada! »
Había
hablado antes de que sonase la campana de las horas, que lo hizo a
continuación con una profunda, triste, cavernosa y melancólica U N A . Al
instante, la habitación quedó inundada de luz y se corrieron los cortinajes de
su cama.
Las
cortinas de la cama fueron descorridas ‑lo aseguro- por una mano. No las
coronas de la cabecera ni de los pies, sino las del lado hacia el que miraba.
Las cortinas de la cama fueron descorridas; Scrooge se incorporó
precipitadamente y, en postura semi‑recostada, se encontró cara a cara con el
visitante ultraterrenal que las había descorrido. Estaba tan cerca de él como
yo lo estoy de ti, lector, y en espíritu estoy a tu lado.
Era
un extraño personaje, como un niño, y sin embargo parecía un anciano visto a
través de una cierta áurea sobrenatural que le daba el aspecto de haber ido
retrocediendo del campo visual hasta quedar reducido a las proporciones de un
niño. El cabello le caía hasta los hombros y era blanco; como el de un
anciano, sin embargo, no había arrugas en su rostro sino la más aterciopelada
lozanía. Tenía unos brazos muy largos y musculosos, igual que las manos, dando
una impresión de fuerza excepcional. Sus piernas y pies, al igual que los
miembros superiores, estaban desnudos y maravillosamente conformados. Vestía
una túnica inmaculadamente blanca y ceñía su cintura un lustroso cinturón con
hermoso brillo. En la mano llevaba una rama verde de acebo y, en extraña
contradicción con tal invemal emblema, su ropaje estaba salpicado de flores
estivales. Pero lo más sorprendente era el chorro de luz fulgente que le
brotaba de la coronilla y hacía visibles todas estas cosas. También tenía un
gorro con forma de gran matacandelas, que ahora llevaba bajo el brazo, pero sin
duda utilizaría en los momentos de apagamiento.
Con
todo, no era esto lo más extraordinario. Cuando Scrooge le miró con creciente
atención vio que el cinturón destellaba y titilaba ora en un punto, ora en
otro, y donde en un instante había luz, en otro momento estaba apagado, de
manera que fluctuaba la propia imagen del personaje: ahora era una cosa con un
brazo, ahora con una pierna, después con veinte piernas, o un par de piernas
sin cabeza, o una cabeza sin cuerpo. Las partes que se disolvían estaban fundidas
con las densas tinieblas de modo que nada de ellas se podía vislumbrar. Y lo
maravilloso es que reaparecía nuevamente con más claridad y nitidez que antes.
«¿Es
usted, señor, el espíritu cuya llegada se me anunció?», preguntó Scrooge.
«Yo
soy».
La
voz era suave y afable, curiosamente apagada, como si en vez de estar tan
cerca, hablase desde lejos.
«¿Quién
y qué es usted!», preguntó Scrooge.
«Soy
el fantasma de la Navidad del Pasado».
«¿Pasado
lejano?», inquirió Scrooge mientras observaba su estatura minúscula. .
«No.
Tu pasado».
Si
alguien le hubiera preguntado, Scrooge tal vez no habría sabido explicar la
razón, pero sentía un deseo especial de ver al espiritu con el gorro puesto y
le rogó que se cubriera.
«¡Qué
dices!», exclamó el fantasma, «¿ya quieres apagar, con tus manos mundanas, la
luz que te doy? ¿No te basta con ser uno de esos cuyas pasiones hicieron este
gorro y me han obligado a llevarlo encasquetado hasta las cejas durante años y
años?».
Con
la mayor reverencia, Scrooge negó cualquier intención de ofender y todo
conocimiento de haber «encapotado» voluntariamente al espíritu en ningún momento
de su vida.
Luego
le preguntó abiertamente qué asuntos le habían llevado allí.
«¡Tu
propio bien!», dijo el fantasma.
Scrooge
expresó sus agradecimientos, pero sin dejar de pensar que para alcanzar esa
finalidad hubiera sido preferible dejarle descansar toda la noche, sin
sobresaltos. El espíritu debió de leer su pensamiento porque dijo de inmediato:
«¡Y
todavía te quejas! ¡Ten cuidado!
Y
al decir esto, extendió su poderosa mano y le agarró por brazo con suavidad.
«¡Levántate
y ven conmigo!»
De
nada habría servido que Scrooge arguyera que ni el clima ni la hora resultaban
los más adecuados para sus propósitos peatonales, ni que la cama estaba
caliente y el termómetro muy por debajo del punto de congelación; ni que iba
muy ligero de ropa, en zapatillas, bata y gorro de dormir, o que estaba
sufriendo un resfriado. El apretón, aunque suave como el de una mano femenina,
era ineludible. Scrooge se levantó, pero al ver que el espíritu se dirigía a la
ventana se colgó de su túnica y suplicó:
«Yo
soy hombre mortal y podría caerme».
«Basta
un simple toque de mi mano ahí», dijo
el espíritu posándola sobre su corazón, «y quedarás salvo para esto y más aún».
Tras
pronunciar estas palabras, atravesaron la pared y fueron a dar a una carretera
en plena campiña, con campos de labor a ambos lados. La ciudad se había
desvanecido por completo, hasta el último vestigio. La oscuridad y la bruma habían
desaparecido con la ciudad, dando paso a un día invernal, claro y con nieve
cubriendo el suelo.
«¡Cielo
Santo!», dijo Scrooge enlazando sus manos y observando el entorno. «¡Yo nací
en este lugar! ¡Aquí pasé mi infancia! ».
El
espíritu le miró de soslayo con indulgencia. El suave toquecito, aunque ligero
y breve, parecía seguir afectando a las sensaciones del anciano, percibía mil
olores flotando en el aire, cada cual relacionado con mil recuerdos, ilusiones
y preocupaciones, olvidados largo, largo tiempo atrás.
«Te
tiemblan los labios», dijo el fantasma. «Y ¿qué tienes en la mejilla?»
Scrooge
musitó, con inusual vacilación en la voz, que era un grano, y rogó al fantasma
que le llevara a donde tuviera que llevarle.
«¿Recuerdas
el camino?», interrogó el espíritu.
«¡Que
si lo recuerdo!», exclamó Scrooge con fervor. «Podría reconocerlo a ciegas».
«Es
raro que te hayas olvidado durante tantos años», observó el fantasma.
«Vámonos».
Echaron
a andar por la carretera. Scrooge iba reconociendo cada portilla, cada poste,
cada árbol, hasta que apareció en la lejanía un pueblecito con su puente,
iglesia y serpenteante río. Ahora veían trotar, en dirección a ellos, unos
cuantos caballitos peludos, montados por chicos que llamaban a otros chicos
subidos en carretas y carros conducidos por granjeros. Todos manifestaban gran
animación y el ancho campo terminó llenándose de una música tan alegre que
hasta el aire fresco se reía al escucharla.
«Solamente
son las sombras de lo que ha sido», dijo el fantasma. «No son conscientes de
nuestra presencia».
La
bulliciosa comitiva se iba acercando; Scrooge sabía los nombres de todos. ¡Cómo
disfrutó al verlos! ¡Qué brillo tenían sus fríos ojos y qué palpitaciones en
su corazón mientras pasaban! Se sintió inundado de gozo cuando les oyó felicitarse
la Navidad, al despedirse en los cruces de los caminos para ir cada cual a su
hogar ¿Qué era para Scrooge la Feliz Navidad? ¡Y dale con feliz Navidad! ¿Qué
bien le había proporcionado a él?
«La
escuela no está vacia del todo», dijo el fantasma. «Aún queda allí un niño
solitario, abandonado por sus compañero».
Scrooge
dijo que ya lo sabía. Y sollozó.
Dejaron
la carretera principal para continuar por un sendero, bien recordado y
enseguida llegaron a una mansión de ladrillo rojo deslucido, con una cúpula en
el tejado coronada por una veleta de gallo y una campana. Era una gran casa,
pero venida a menos. Las espaciosas dependencias se utilizaban muy poco y las
paredes estaban húmedas y enmohecidas, las ventanas rotas, las puertas
vencidas. Por los establos se contoneaban y cacareaban las aves de corral. La
hierba invadía cocheras y cobertizos. El interior de la casa no había
conservado mejor su antiguo esplendor; cuando penetraron en el sombrío
vestíbulo y dieron un vistazo por las puertas abiertas de numerosas
habitaciones, las encontraron pobremente amuebladas, frías y destartaladas.
Había algo en el aire, en la desolada desnudez del lugar, que de alguna manera
se asociaba al hecho de madrugar demasiado y comer muy poco.
El
fantasma y Scrooge atravesaron el vestíbulo hasta llegar a una puerta en la
parte trasera de la casa. Se abrió y dio paso a un cuarto largo, melancólico y
desnudo, desnudez aún más acentuada por las sencillas alineaciones de bancos y
pupitres. En uno de ellos, un muchacho solitario leía cerca de un fuego
exiguo. Scrooge se sentó en un banco y se le cayeron las lágrimas al ver su pobre
y olvidada persona tal y como había sido.
El
eco latía en la casa, chilliditos y carreras de ratones tras el entarimado, un
goteo de la fuente semicongelada del deslucido patio trasero, un susurro entre
las ramas sin hojas de un álamo desesperado, el inútil balanceo de una puerta
de despensa vacía, el chisporroteo del fuego, llegaron al corazón de Scroope
con su influjo enternecedor y dieron rienda suelta a sus lágrimas.
El
espiritu le tocó en el brazo y señaló hacia su joven persona, absorta en la
lectura. De pronto, apareció tras la ventana un hombre maravillosamente real y
visible, exóticamente ataviado, con una segur en su cinturón y llevando de la
brida un asno cargado de leña.
«¡Es
Alí Babá!», exclamó Scrooge extasiado. «¡Es mi querido y honrado Alí Babá!
¡Sí, sí, yo lo se! Una Navidad, cuando aquel niño solitario tuvo que quedarse
aquí completamente solo, él vino, por primcra vez, igual que ahora. ¡Pobre
muchacho! ¡Y Valentine y su hermano salvaje Orson, ahí van! ¡Y ese otro, ¿cómo
se llama?, al que pusieron en calzoncillos, dormido, en la puerta de Damasco.
¿No lo ves! ¡Y el caballerizo del Sultán colocado por los Genios boca abajo,
ahí está de cabeza! ¡Se lo merecía; me alegro, ¿quién le mete a casarse con la
princesa?!.
Los
hombres de negocios que conocían a Scrooge se habrían llevado una sorpresa
mayúscula si le hubiesen visto gastar toda su energía en tales asuntos, con un
tono de voz de lo más singular, a medio camino entre la risa y el llanto, y si
hubiesen observado su rostro excitado y acalorado.
«¡Ahí
está el Loro!», exclamó Scrooge. «El cuerpo verde y la cola amarilla, con algo
parecido a una lechuga saliéndole de lo alto de la cabeza. ¡Ahí está! Pobre
Robin Crusoe, le dijo cuando volvió a casa tras navegar alrededor de la isla.
"Pobre Robin Crusoe, ¿dónde has estado Robin Crusoe?". El hombre
pensó que soñaba, pero no. Era el loro, ¿verdad?. ¡Allá va Viernes, corriendo
hacia la pequeña ensenada para salvarse! ¡Vámos! ¡Corre!».
Después,
con una repentina transición, muy lejana a su habitual carácter, dijo
compadeciéndose de su pasado: «¡Pobre muchacho!», y volvió a llorar.
«Desearía...»,
murmuró metiendo la mano en el bolsillo y mirando alrededor, tras secar los
ojos con la manga, «pero ahora ya es demasiado tarde».
«¿De
qué se trata», preguntó el espíritu.
«Nada»,
contestó Scrooge, «nada. Anoche, un chico estuvo cantando un villancico en mi
puerta. Desearía haberle dado algo; eso es todo».
El
fantasma sonrió pensativamente a hizo un ademán con la mano mientras decía:
«¡Veamos otra Navidad!».
Con
estas palabras, la persona del Scrooge juvenil se hizo mayor y la estancia se
volvió un poco más oscura y más sucia. Los paneles encogidos, las ventanas
rotas; fragmentos de yeso se habían desprendido del techo dejando a la vista
las rasillas. Pero Scrooge no sabía cómo se habían producido estos cambios; no
sabía más que tú, lector. Lo único que sabía es que era cierto, así había
sucedido; y sabía que él estaba allí, otra vez solo, cuando todos los demás
chicos se habían ido a casa a pasar las festivas vacaciones.
Ahora
no estaba leyendo sino dando pasos arriba y abajo, desesperado. Scrooge miró al
fantasma y con un dolorido movimiento de negación con la cabeza, dirigió una
mirada llena de ansiedad hacia la puerta. La puerta se abrió y una niñita, de
edad mucho menor que el muchacho, entró como una exhalación, le echó los brazos
al cuello y le besaba repetidamente llamándole «Querido, querido hermano».
«¡He
venido para llevarte a casa, querido hermano!», decía la niña palmoteando con
sus manos pequeñas y encogida por las risas. ¡Para llevarte a casa, a casa, a
casa!
«¿A
casa, mi pequeña Fan?», contestó el muchacho.
«¡Sí!»,
dijo la niña desbordante de felicidad. «A casa, a casa para siempre. Ahora
Padre está mucho más amable, nuestra casa parece el cielo. Una bendita noche,
cuando me iba a la cama, me habló tan cariñoso que me atreví a preguntarle una
vez más si tú podrías volver; y dijo que sí, que era lo mejor, y me mandó en un
coche a buscarte. ¡Ya vas a ser un hombre», dijo la niña, abriendo los ojos, «y
nunca vas a volver aquí; estaremos juntos toda la Navidad y será lo más
maravilloso del mundo!»
«¡Eres
toda una mujer, Fan!», exclamó el chico.
Ella
palmoteaba, reía a intentó llegarle a la cabeza, pero era demasiado pequeña y
reía otra vez, y se puso de puntillas para abrazarle. Luego empezó a
arrastrarle, con infantil impaciencia, hacia la puerta, y él de muy buen grado
la acompañó.
Una
voz terrible gritó en el vestíbulo «¡Bajad el baúl del Sr. Scrooge, aquí!». Y
en el vestíbulo apareció el director de la escuela en persona, observó al Sr.
Scrooge con feroz condescendencia y le estrechó las manos, sumiéndole en un estado
de terrible confusión. A continuación condujo a Scrooge y su hermana hasta la
sala de visitas más estremecedora que se haya visto, donde los mapas en la
pared y los globos terráqueos y celestes en las ventanas estaban cerúleos por
el frio. Allí sacó una licorera de vino sospechosamente claro, y un bloque de
pastel sospechosamente denso, y administró a los jóvenes «entregas» de tales
exquisiteces. Al mismo tiempo, envió fuera a un enflaquecido sirviente para
que ofreciese un vaso de «algo» al chico de la posta, quien respondió que daba
las gracias al caballero, pero si lo que le iban a dar salía del mismo barril
que ya había probado anteriormente, prefería no tomarlo. El baúl del señor
Scrooge ya estaba amarrado en el carruaje; los niños se despidieron gustosos
del director de la escuela, se acomodaron en él y rodaron alegremente hacia la
curva del parque, las veloces ruedas pulverizaban y rociaban de escarcha y de
nieve las oscuras hojas perennes de los arbustos.
«Fue
siempre una criatura tan delicada que podía caerse con un soplo. ¡Pero qué gran
corazón tenía!», dijo el fantasma.
«¡Sí
que lo tenía!», lloró Scrooge. «Tienes razón. No seré yo quien lo niegue,
espíritu. ¡Dios me libre!».
«Murió
cuando ya era una mujer», dijo el espíritu, «y tenía, creo, hijos».
«Un
hijo», puntualizó el fantasma. «¡Tu sobrino!».
Scrooge
sintió malestar y contestó solamente «sí».
Aunque
sólo hacía un momento que había dejado atrás la escuela, ahora se encontraban
en la bulliciosa arteria de una ciudad, donde sombras de transeúntes pasaban y
volvían a pasar, donde sombras de carruajes y coches luchaban por abrirse
paso, y donde se producía todo el tumulto y estrépito de una ciudad real. Por
el adorno de las tiendas se notaba claramente que también allí era el tiempo de
la Navidad. Pero era una tarde y las calles ya estaban alumbradas.
El
fantasma se detuvo en la puerta de cierto almacén y preguntó a Scrooge si lo
conocía.
«¡Conocerlo!»,
dijo, «¿Acaso no me pusieron de aprendiz aquí?».
Ante
la visión de un viejo caballero con peluca galesa, sentado tras un pupitre tan
alto que si él hubiese sido dos pulgadas más alto su cabeza habría chocado
contra el techo, Scrooge exclamó con gran excitación:
«¡Pero
si es el viejo Fezziwig!, ¡Dios mio, es Fezziwig vivo otra vez!».
El
viejo Fezziwig posó la pluma y miró el reloj de la pared, que señalaba las
siete. Se frotó las manos, se ajustó el amplio chaleco, se rió con toda su
persona, desde la punta del zapato hasta el órgano de la benevolencia y gritó
con una voz consoladora, profunda, rica, sonora y jovial:
«¡Eh,
vosotros! ¡Ebenezer! ¡Dick!».
El
Scrooge del pasado, ahora ya un hombre joven, apareció con prontitud
acompañado por su compañero aprendiz.
«¡Dick
Wilkins, claro está!», dijo Scrooge al fantasma. «Sí. Es él. Me quería mucho,
Dick, ¡Pobre Dick! ¡Señor, señor!». «¡Hala, chicos! », dijo Fezziwig, «se acabó
el trabajo por hoy. ¡Nochebuena, Dick! ¡Navidad, Ebenezer! ¡A echar el cierre!
», exclamó Fezziwig con una sonora palmada,¡sin esperar un momento! ».
¡No
se podría creer la rapidez con que los chicos se pusieron manos a la obra!
Cargaron a la calle con los cierres ‑uno, dos, tres‑, los colocaron en su sitio
‑cuatro, cinco, seis‑, echaron las barras y los pasadores ‑siete, ocho, nueve‑
y volvieron antes de poder contar doce, trotando como caballos de carreras.
«¡Vamos
allá!», exclamó Fezziwig resbalando desde el alto pupitre con pasmosa agilidad.
«¡Despejad todo, muchachos, aquí hay que hacer mucho sitio! ¡Venga Dick!
¡Muévete, Ebenexer! ».
¡Despejad!
No había nada que no quisiesen o pudiesen despejar bajo la mirada del viejo
Fezziwig. Quedó listo en un minuto. Se apartaron todos los muebles como si se
desechasen de la vida pública para siempre. El suelo se barrió y fregó. Se
adornaron las lámparas y se amontonó combustible junto al hogar, y el almacén
se convertió en un salón de baile tan acogedor, caliente, seco y brillante como
uno desearía ver en una noche de invierno.
Llegó
un violinista con un libro de partituras y se encaramó al excelso pupitre
convirtiéndolo en escenario, y al afinar sonaba como un dolor de estómago.
Entró la señora Fezziwig, sólida y consistente, toda sonrisas. Entraron las
tres señoritas Fezziwig, radiantes y adorables. Entraron los seis jóvenes
pretendientes cuyos corazones ellas habían roto. Entraron todos los hombres y
mujeres jóvenes empleados en el negocio. Entró la criada, con su primo el panadero.
Entró la cocinera con el amigo de su hermano, el lechero. Entró el chico de
enfrente, del cual se sospechaba que su patrón no le daba comida suficiente;
entró disimuladamente tras la chica de la puerta siguiente a la de al lado, de
la que se había comprobado que su señora le daba tirones de orejas. Todos
entraron, uno tras otro. Algunos tímidamente, otros descaradamente; unos con
gracia, otros desmañados; unos tirando, otros empujando. De una a otra forma,
entraron todos. Y allí estaban veinte parejas a la vez, de las manos media
vuelta y de espalda para atrás; juntos en el medio y otra vez adelante; gira y
gira en diversas figuras de afectuosa agrupación; la vieja pareja de cabeza,
girando siempre hacia el lado equivocado; la nueva pareja de cabeza a empezar
otra vez cuando les tocaba el tumo; todos parejas de cabeza y ninguna de cola.
Cuando se vio el resultado, el viejo Fezziwig, dando palmadas para detener la
danza, gritó: ¡Muy bien!, y el violinista hundió su rostro acalorado en un gran
tanque de cerveza, especial para la ocasión. Sin querer más descanso, volvió a
empezar al instante, aunque todavía no tenía bailarines, como si al violinista
anterior lo hubiesen tenido que llevar a su casa agotado. Ahora parecía un
hombre nuevo, dispuesto a vencer o morir.
Hubo
más danzas; luego, juego de prensas y más danzas; había tarta, sangría
caliente, un gran pedazo de asado frío y un gran pedazo de hervido frío,
pastelillos de carne y abundante cerveza. Pero el gran efecto de la velada se
produjo tras el asado y el hervido, cuando el violinista (un perro viejo; la
clase de persona que sabía lo que hacía mejor que nadie) atacó los acordes de
«Sir Roger de Coverley». El viejo Fezziwig sacó a bailar a la señora Fezziwig,
encabezando la danza otra vez frente a unas parejas que no se achicaban fácilmente,
gente capaz de danzar aunque no tuviesen noción de andar.
Pero
aunque hubiesen sido muchas más parejas, el viejo Fezziwig habría podido medir
fuerzas con todos, y lo mismo la señora Fezziwig. Por lo que a ella respecta,
merecía emparejarse con él en todos los sentidos de la palabra, y si ésta no es
alabanza suficiente, digaseme otra y la utilizaré. Ellas brillaban como lunas
en todas las fases de la danza. No se podía predecir qué harían al momento
siguiente. Y cuando el viejo Fezziwig y señora realizaron todas las figuras de
la danza ‑avance y retirada, sujetando a la pareja de las manos, inclinación y
reverencia; movimiento en espital; «enebra la aguja y vuelve a tu sitio»‑,
Fezziwig «cortó»; cortó tan gallardamente que pareció parpadear con las piernas
en el aire antes de caer de pie sin una vacilación.
Este
baile doméstico se dio por terminado cuando sonaron las once. El señor y
señora Fezziwig tomaron posiciones a ambos lados de la puerta y fueron dando la
mano a todos, uno por uno, a medida que salían, y al mismo tiempo les desearon
Felices Navidades. Lo mismo hicieron con los dos aprendices; se fueron apagando
las voces alegres y los dos chicos se dirigieron a sus camas, situadas bajo un
mostrador de la trastienda.
Durante
todo este tiempo Scrooge actuó como un hombre fuera de sus cabales. Su corazón
y su alma estaban puestos en la escena con su antiguo ser. Lo corroboraba
todo, recordaba todo, disfrutaba con todo, y era presa de la más extraña agitación.
Hasta que los iluminados rostros de Dick y su yo anterior quedaron fuera de la
vista, no se había acordado del fantasma, y ahora fue consciente de que éste
le miraba intensamente mientras la luz de su cabeza iluminaba con brillante
claridad.
«Con
qué poca cosa», dijo el fantasma, «se sienten llenos de gratitud esos dos
tontos».
«¡Poca
cosa!», repitió Scrooge.
El
espiritu le hizo seña de que escuchase a los dos aprendices, que se deshacían
en alabanzas de Fezziwig. Después dijo:
«¡Pero
si es cierto! No ha hecho más que gastarse unas pocas libras de tu dineto
mortal, tal vez tres o cuatro. ¿Merece por eso tal gratitud?».
«No
es así», dijo Scrooge irritado con la observación y hablando sin querer como
su yo pasado y no como el actual.
«No
se trata de eso, espíritu. Tenía la facultad de hacernos felices o
desgraciados, de hacer nuestro trabajo agradable o pesado, un placer o un
tormento. Su facultad estaba en las palabras y en las miradas, en cosas tan
insignificantes y sutiles que resulta imposible valorarlas. La felicidad que
proporciona vale más que una fortuna».
Percibió
la mirada del espíritu y se calló.
«¿Qué
sucede? », preguntó el espíritu.
«Nada
de particular», dijo Scrooge.
«Yo
pienso que sí», insistió el fantasma.
«No»,
dijo Scrooge, «No. Me gustaría tener la oportunidad de decirle un par de cosas
a mi escribiente ahora mismo. Eso es todo».
Mientras
formulaba este deseo, su ser del pasado apagaba las lámparas. Scrooge y el
fantasma volvieron a quedar al aire libre.
«Me
queda poco tiempo, observó el espítitu. «¡Rápido!».
No
se dirigía a Scrooge ni a nadie visible, pero produjo un efecto inmediato.
Scrooge volvió a contemplarse otra vez. Ahora tenía más edad, un hombre en
plenitud de vigor. Su rostro no presentaba los agrios y rígidos rasgos de años
posteriores, pero empezaba a mostrar signos de preocupación y avaricia. Sus
ojos tenían una movilidad ansiosa, codiciosa, incesante, que indicaba la pasión
que en él se había enraizado y seguiría creciendo.
No
estaba solo. Una joven rubia y vestida de luto estaba sentada junto a él; en
sus ojos había lágrimas que brillaban a la luz del fantasma de la Navidad del
pasado.
«¿Qué
ídolo te ha desplazado?», replicó él.
«Uno
de oro».
«¡Pero
si es la actividad más imparcial del mundo!», dijo él. «Nada hay peor que la
pobreza y no hay por que condenar con tal severidad la búsqueda de la
riqueza».
«Tienes
demasiado miedo al mundo», dijo ella dulcemente. «Todas las demás ilusiones
las has sepultado con la ilusión de quedar fuera del alcance de los sórdidos reproches
del mundo. He visto sucumbir, una tras otra, tun más nobles aspiraciones hasta
quedar devorado por la pasión principal, el Lucro. ¿No es cierto?».
«¿Y
qué? », replicó él. «¡Y qué si ahora soy mucho más listo?. Contigo nada ha
cambiado».
Ella
negó con la cabeza.
«¿En
que he cambiado?', preguntó él.
«Nuestro
compromiso fue hace tiempo. Se hizo cuando ambos éramos pobres y conformes con
serlo hasta que, con mejores tiempos, pudiéramos mejorar de fortuna con paciente
labor. Tú eres lo que ha cambiado. Cuando non comprometimos eras otro hombre.
«Era
un muchacho», dijo él con impaciencia.
«Tu
propio sentido lo dice que no eres el mismo», replicó ella. «Yo sí. Aquella que
prometió felicidad cuando no éramos más que un solo corazón, está abrumada por
el dolor ahora que somos dos. No sabes cuán a menudo y con qué profundidad lo
he pensado. Me basta con haberlo tenido que pensar para que te libere de tu
compromiso».
«¿Acaso
te lo he pedido? ».
«Con
palabras, no. Nunca».
«Entonces,
¿cómo? ».
«Con
una naturaleza cambiada, con un espíritu alterado, otra atmosfera vital, otra
Ilusión como gran meta. Con todo aquello que había hecho mi amor valioso a tun
ojos. Si entre nosotros no hubiera existido esto», dijo la joven mirándole
dulcemente pero con fijeza, «contéstame, ¿me habrías buscado y habrías
intentado conquistarme? ¡Ah, no! ».
El,
sin poderlo evitar, pareció rendirse a la justicia de sus suposiciones. Pero
hizo un esfuerzo para decir: «No pienses así».
«Con
mucho gusto pensaría de otro modo si pudiera», respondió, «¡bien lo sabe Dios!
Tras haber constatado una verdad como ésta, sé lo fuerte a irresistible que
debe ser. Pero si hoy, mañana, ayer, estuvieses libre de compromisos, ¿podría
yo creerme que ibas a elegir a una chica sin dote ‑tú, que todo lo mides por el
rasero del Lucro? O si la eligieses, traicionando tun propios principios, sé
que pronto te arrepentirías y lo lamentarías. Por eso te devuelvo tu libertad.
De todo corazón, por el amor de aquel que fuiste un día».
El
estaba a punto de decir algo, pero ella prosiguió apartando su mirada:
«Es
posible que te duela, casi lo deseo en memoria de nuestro pasado.
Transcurriría un tiempo muy, muy corto y lo olvidarás todo, gustosamente, como
si te despertases a tiempo de un sueño improductivo. ¡Que seas feliz con la
vida que has elegido! ».
Ella
le dejó y se separaron.
«¡Espíritu,
no quiero ver más! », dijo Scrooge. Llévame a casa. ¿Por qué te complaces
torturándome? ».
«¡Sólo
una imagen más! », exclamó el fantasma.
«¡Ni
una más! », gritó Scrooge. «¡Basta! ¡No quiero verlo! ¡No me muestres más! »
Pero
el implacable fantasma le aprisionó entre sun brazos y le obligó a observar lo
que sucedió a continuación.
Era
otra escena y otro lugar: una habitación no muy grande ni elegante, pero llena
de confort. junto a la chimenea invérnal se hallaba sentada una bella joven tan
parecida a la anterior que Scrooge creyó que era la misma hasta que la vió a
ella, ahora matrona atractiva, sentada frente a su hija. En aquella estancia el
ruido era completo tumulto pues había más niños allí de los que Scrooge, con
su agitado estado mental, podía contar. Y, al contrario que en el celebrado
rebaño del poema, no se trataba de cuarenta niños comportándose como uno solo,
sino que cada uno de los niños se comportaba como cuarenta. Las consecuencias
eran tumultuosas hasta extremos increíbles, pero no parecía importarle a
nadie; por el contrario, la madre y la hija se reían con todas las ganas y lo
disfrutaban. La hija pronto se incorporó a los juegos y fue asaltada por los
jóvenes bribones de la manera más despiadada. ¡Lo que yo habría dado por ser
uno de ellos! ¡Claro que yo nunca habría sido tan bruto, no, no! Por nada del
mundo habría despachurrado aquel cabello trenzado ni le habría arrancado de un
tirón el precioso zapatito. ¡De ninguna manera! Lo que sí habría hecho, como
hizo aquella intrépida y joven nidada, es tantear su cintura jugando; me
habría gustado que, como castigo, mi brazo hubiera crecido en torno a su
cintura y nunca pudiera volver a enderezarse. Y también me habrá encantado
tocar sus labios y haberle hecho preguntas para que los abriese; haber mirado
las pestañas de sus ojos bajos sin provocar un rubor; haber soltado las. ondas
de su pelo y conservar un mechón como recuerdo de valor incalculable; en suma:
me habría gustado, lo confieso, haberme tomado las libertades de un niño
siendo un hombre capaz de conocer su valor.
Pero
ahora se escuchó una llamada en la puerta, inmediatamente seguida de tales
carreras que ella, con un rostro risueño y el vestido arrebatado, fue
arrastrada hacia el centro de un acalorado y turbulento grupo justo a tiempo
para saludar al padre que llegaba al hogar, auxiliado por un hombre cargado
de juguetes navideños y regalos. Luego todo fue vocear, luchar y asaltar
violentamente al indefenso porteador. Le escalaron con sillas, bucearon en sus
bolsillos, le expoliaron los paquetes envueltos en papel marrón, le sujetaron
por la corbata, se le colgaron del cuello, aporrearon su espalda, y le dieron
patadas en las piernas con un amor irreprimible. ¡Las exclamaciones de
admiración y contento que siguieron a cada apertura de paquete! ¡La terrible
noticia de que habían sorprendido al bebé en el momento de llevarse a la boca
una sartén de juguete, y se sospechaba con mucho fundamento que se había
tragado un pavo pegado a una planchita de madera! ¡El alivio inmenso al
descubrir que era una falsa alarma! ¡El gozo, la gratitud, el éxtasis! No es posible
describirlos. Baste decir que, por orden de gradación, los niños y sus
emociones salieron del salón y, de uno en uno, se fueron por una escalera a la
parte más alta de la casa; allí se metieron en la cama y, por consiguiente, se
apaciguaron.
Y
ahora Scrooge miró con mayor atención que nunca, cuando el señor de la casa,
con su hija cariñosamente apoyada en él, se sentó con ella y con la madre en
su sitio junto al fuego. A Scrooge se le nubló la vista cuando pensó que una
criatura tan grácil y llena de promesas como aquella podría haberle llamado
«padre» y ser una primavera en el macilento invierno de su vida.
«Belle»,
dijo el marido volviéndose sonriente hacia su mujer, «esta tarde he visto a un
viejo amigo tuyo».
«¿Quién
era?».
«No
sé... ¡Ya lo sé!», añadió de un tirón, riendo sin Parar. «El señor Scrooge».
«Era
el señor Scrooge. Pasé por delante de su despacho y como tenía encendida la
luz, casi no pude evitar el verle. He oído decir que su socio se está muriendo
y allí estaba él solo, sentado. Solo en la vida, creo yo».
«¡Espíritu!»,
dijo Scrooge con la voz quebrada, «sácame de aquí».
«Te
he dicho que éstas eran sombras de las cosas que han sido», dijo el fantasma.
«Son lo que son ¡No me eches la culpa! »
«¡Sácame!»,
exclamó Scrooge. «¡No lo resisto!».
Se
giró hacia el fantasma y viendo que le contemplaba con un rostro en el que, de
cierto modo extraño, había fragmentos de todos los rostros que le había
mostrado, forcejeó con él.
«¡Déjame!
¡Llévame de vuelta! ¡No sigas hechizándome!».
En
el forcejeo, si se puede llamar forcejeo aunque el fantasma, sin resistencia
notaria por su parte, no parecía afectado por los esfuerzos de su adversario,
Scrooge observó que su luz era intensa y brillante; vagamente asoció este hecho
con el influjo que sobre él ejercía, y agarró el gorro‑apagador y, con un
movimiento repentino, se le incrustó en la cabeza.
El
espíritu cayó debajo, de manera que el apagador le cubrió totalmente. Pero
aunque Scrooge lo presionaba con todas sus fuerzas, no pudo apagar la luz, que
salía por debajo en chorro uniforme sobre el suelo.
Se
sentía agotado y vencido por un irresistible sopor; también se dio cuenta de
que estaba en su propio dormitorio. Dio un último empujón al gorro y su mano se
relajó; apenas tuvo tiempo de llegar tambaleante a la cama antes de hundirse
en un sueño profundo.
TERCERA
ESTROFA
EL SEGUNDO DE LOS
TRES ESPIRITUS
Cuando
se despertó en medio de un prodigioso ronquido y se sentó en la cama para
aclarar sus ideas, nadie podía haver avisado a Scrooge de que estaba a punto
de dar la una. Supo que había recobrado la conciencia justo a tiempo para mantener
una entrevista con el segundo mensajero, que se le enviaba por mediación de
Jacob Marley. Pero sintió un frío desagradable cuando empezó a preguntarse qué
cortina descorrefia el nuevo espectro; por eso las recogió todas él mismo, se
tumbó de nuevo y dirigió una cortante ojeada en torno a su cama. Quería
plantar cara al espíritu cuando apareciera y no deseaba que le cogiera
desprevenido porque se pondría nervioso.
Los
caballeros del tipo poco ceremonioso, que se jactan de conocer bien la aguja de
marear a cualquier hora del día o de la noche, expresan su amplia capacidad
para la aventura diciendo que son buenos para cualquier cosa, desde jugar a
«cara o cruz» hasta cometer un asesinato; entre estas dos actividades extremas,
qué duda cabe, hay toda una amplia gama. Sin atteverme a decir otro tanto de
Scrooge, no es equivocado pensar que estaba preparado para recibir una gran
variedad de extrañas apariciones y que nada, desde un bebé hasta un
rinoceronte, le habría cogido muy de sorpresa.
Ahora
bien, al estar preparado para casi todo, en modo alguno estaba preparado para
nada. Por consiguiente, cuando la campana dio la una y no apareció ninguna
forma, Scrooge fue presa de violentos temblores. Cinco minutos, diez, un
cuarto de hora, una hora... y nada. Todo ese tiempo permaneció tendido encima
de la cama, que se había convertido en origen y centro del resplandor de luz
rojiza que había fluido sobre ella cuando el reloj proclamó la hora; al no ser
más que luz resultaba más alarmante que una docena de fantasmas porque él era
incapaz de adivinar su significación y su propósito. En algunos momentos,
Scrooge temió hallarse en el momento culminante de un interesante caso de combustión
espontána, sin tener el consuelo de saberlo. Sin embargo, al final acabó
pensando ‑como usted o yo hubiéramos pensado desde el principio, pues la
persona que no está metida en el problema es quien mejor sabe lo que se debe
hacer‑, al final, como decía, acabó pensando que tal vez encontraría la fuente
y el secreto de esta luz fantasmal en la habitación de al lado, donde parecía
resplandecer. Cuando esta idea acaparó toda su mente, se levantó sin ruido y
se deslizó en sus zapatillas hasta la puerta.
En
el momento de asir la manilla de la puerta, una voz le llamó por su nombre y le
ordenó entrar. Scrooge obedeció.
Era
su propio salón, sin duda alguna, pero había sufrido una transformación
sorprendente. El techo y las paredes estaban tan cubiertos de vegetación que
parecía un bosquecillo donde brillaban por todos lados bayas chispeantes. Las
frescas y tersas hojas de acebo, muérdago y yedra reflejaban la luz como si se
hubiesen esparcido allí y allá numerosos espejitos, y en la chimenea rugían
tales llamaradas como nunca había conocido aquel triste hogar petrificado en
vida de Scrooge, de Marley, ni en muchos, muchísimos inviernos atrás. En el
suelo, amontonados en forma de trono, había pavos, ocas, caza, pollería, adobo,
grandes pemiles, lechones, largas ristras de salchichas, pastelillos de carne,
tartas de ciruela, cajas de ostras, castañas de color rojo intenso, manzanas de
rojo encendido, naranjas jugosas, deliciosas peras, inmensos pasteles de Reyes
y burbujeantes boles de ponche que empañaban la estancia con sus efluvios
deliciosos. Cómodamente instalado sobre todo ello, estaba sentado un Gigante
festivo, de esplendoroso aspecto, que sostenía una antorcha encendida, parecida
a un cuerno de la Abundancia; la sostenía muy alta para que la luz cayera
sobre Scrooge cuando cruzó la puerta y miró de hito en hito.
«¡Entra!»,
exclamó el fantasma. «¡Entra y me reconocerás mejor!»
Scrooge
avanzó tímidamente a inclinó la cabeza ante el espíritu. Ya no era el obstinado
Scrooge de antes, y aunque los ojos del espíritu eran francos y amables, no le
gustó encontrarse con aquella mirada.
«Soy
el fantasma de la Navidad del Presente», dijo el espíritu. «¡Mírame!»
Scrooge
lo hizo reverentemente. Estaba vestido con una simple túnica, o manto, de color
verde oscuro, ribeteado con piel blanca. Esta prenda le quedaba muy holgada,
dejando al descubierto su ancho pecho como si desdeñara protegerse u ocultarse
con cualquier artificio. Sus pies, visibles bajo los amplios pliegues del
manto, también estaban desnudos, y en la cabeza no llevaba más cobertura que
una guirnalda de acebo salpicada de brillantes carámbanos. Sus bucles, de color
castaño oscuro, eran largos y caían libremente, libres como su rostro cordial;
su chispeante mirada, su mano generosa, su animada voz, sus ademanes
espontáneos y su aire festivo. Ceñía su cintura una antigua vaina, pero sin
espada, y la antigua funda estaba herrumbrosa.
«¡Nunca
habías visto nada como yo!», exclamó el espíritu.
«Jamás»,
logró responder Scrooge.
«¿Nunca
has salido con los miembros más jóvenes de mi familia; quiero decir ‑porque yo
soy muy joven‑ mis hermanos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió
el fantasma. manos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el
fantasma.
«Creo
que no», dijo Scrooge. «Me temo que no. ¿Tienes muchos hermanos, espíritu?»
«Más
de mil ochocientos», dijo el fantasma.
«¡Familia
tremenda de mantener! », murmuró Scrooge.
El
fantasma de la Navidad del Presente se levantó.
«Espíritu»,
dijo Scrooge sumisamente, «condúceme a donde desees. Anoche me llevaron a la
fuerza y aprendí una lección que ahora estoy aprovechando. Este noche, si
tienes algo que enseñarme, lo aprenderé con provecho».
«¡Toca
mi manto!»
Scrooge
hizo lo que se le indicó con mano firme.
Acebo,
muérdago, bayas rojas, yedra, pavos, ocas, caza, pollos, adobo, ternera,
lechones, salchichas, ostras, pastelillos, tartas; fruta y ponche
desaparecieron instantáneamente. También desapareció la habitación, el fuego,
el rojizo resplandor, la hora de la noche, y ellos estaban en las calles de la
ciudad en la mañana del día de Navidad. El tiempo era crudo y la gente hacía
una especie de música chocante, pero viva y nada desagradable, al quitar la
nieve de la acera de sus casas y de los tejados; para los chicos era una
delicia total ver cómo caía la nieve explotando en la calle y salpicando con
pequeños aludes artificiales.
En
contraste con la blanca y lisa capa de nieve de los tejados y con la nieve más
sucia del suelo, las fachadas de las casas parecían negras y las ventanas
todavía más negras. En la calle, las pesadas ruedas de coches y carros habían arado
con profundas rodadas la última nieve caída, y esos surcos se cruzaban y
entrecruzaban cientos de veces en las intersecciones de las grandes atterias y
formaban intrincados canales, difíciles de rastrear, en el espeso lodo
amarillo y agua helada. El cielo estaba oscuro y las calles más cortas taponadas
por una neblina negruzca, medio derretida, medio helada, cuyas partículas más
pesadas caían cual ducha de átomos de hollín; parecía que todas las chimeneas
de Gran Bretaña se habían puesto de acuerdo para encenderse a la vez y
estuviesen disparando a discreción para satisfacción de sus queridos fogones.
En el clima de la ciudad no había nada alegre; no obstante, flotaba en el aire
un júbilo muy superior al que podría producir el sol más brillante y el aire
más límpido del verano.
La
gente que paleaba la nieve en los tejados estaba llena de jovialidad y
cordialidad; se llamaban unos a otros desde los parapetos y, de vez en cuando,
intercambiaban bolazos de nieve ‑proyectil bastante más inofensivo que muchos
comentarios jocosos‑, riendo con todas las ganas si daba en el blanco y con no
menos ganas si fallaba. Las tiendas de los polleros todavía estaban medio
abiertas y las de los fruteros irradiaban sus glorias. Allí había grandes
cestos de castañas redondos, panzudos como viejos y alegres caballeros, recostados
en las puertas y desbordando hacia la calle en su apoplética opulencia. Había
rojizas cebollas de España, de rostro moreno y amplio contorno, de gordura
reluciente como frailes españoles que, desde los estantes, guiñaban el ojo con
irresponsable malicia a las chicas que pasaban y luego elevaban la mirada
serena al muérdago colgado. Había peras y manzanas, apiladas en espléndidas
pirámides. Había racimos de uvas colgando de ganchos conspicuos por la buena
intención de los tenderos, para que a la gente se le hiciera la boca agua,
gratis, al pasar; también había pilas de avellanas, marrones, aterciopeladas,
con una fragancia que evocaba los paseos por los bosques y el agradable
caminar hundido hasta los tobillos entre las hojas secas; había manzanas de
Norfolk, regordetas y atezadas, resaltando entre el amarillo de naranjas y
limones y, con la gran densidad de sus cuerpos jugosos, pidiendo a gritos que
se las llevasen a casa en bolsas de papel para comerlas después de la cena.
Hasta los peces dorados y plateados, desde una pecera expuesta entre los
exquisitos frutos, y a pesar de pertenecer a una especie sosa y aburrida,
parecían saber que algo estaba sucediendo y daban vueltas y más vueltas en su
pequeño mundo con la excitación lenta y desapasionada propia de los peces. ¡Y
en las tiendas de ultramarinos! ¡Ah, los ultramarinos! A punto de cerrar, con
uno o dos cierres ya echados, pero ¡qué visiones por los huecos! Los platillos
de las balanzas golpeaban el mostrador con alegre sonido; el rollo de bramante
desaparecía con rapidez; los enlatados tableteaban arriba y abajo como en manos
de un malabarista; los mezclados aromas del té y el café eran una delicia para
el olfato; estaba lleno de pasas extrañas, almendras blanquísimas, largos y derechos
palos de canela y otras especias delicadas, y los frutos confitados, bien
cocidos y escarchados con azúcar, hacían sentir desvanecimientos, y después
una sensación biliosa, incluso a los espectadores más fríos. Los higos estaban
húmedos y pulpusos, las ciruelas francesas se ruborizaban con modesta acrimonia
desde sus cajas tan ornamentadas. Todos los comestibles eran magníficos y bien
presentados para la Navidad. Pero eso no era todo. Los clientes estaban tan
apresurados y agitados con la esperanzadora promesa del día que tropezaban
unos con otros en la puerta, entrechocaban sus cestos, olvidaban la compra en
el mostrador y volvían corriendo a recogerla, cometiendo cientos de
equivocaciones de esa clase con el mejor humor. El especiero y sus dependientes
eran tan campechanos y bien dispuestos que los pulidos corazones con que
ataban sus mandilones por detrás podrían haber sido sus propios corazones,
llevados por fuera para inspección general y para ser picoteados por cuervos
navideños si así lo prefiriesen.
Pero
pronto los campanarios llamaron a la oración en iglesias y capillas, y allá se
fue la buena gente en multitud por las calles, con sus mejores galas y su más
jubilosa expresión. Y al mismo tiempo, desde muchas callejuelas, pasadizos y
bocacalles sin nombre, emergieron innumerables personas que llevaban su cena a
asar en las panaderías. El espíritu parecía estar muy interesado por estos
pobres festejadores, pues se detuvo con Scrooge junto a la entrada de una
panadería para levantar las cubiertas de las cenas que transportaban y las
rociaba de incienso con su antorcha. La antorcha era de una clase muy poco
corriente, pues en una o dos ocasiones en que algunos de los que acarreaban las
cenas tropezaron con otros y hubo palabras mayores, el espíritu los roció con
unas gotas de agua de la antorcha, y de inmediato recuperaron el buen humor;
decían que era una vergüenza disputar en el día de Navidad. ¡Y era muy cierto!
Las
campanas dejaron de sonar y se cerraron las panaderías, pero permaneció una
confortante y vaga representación de todas esas cenas en el derretido manchón
de humedad sobre cada horno de panadero, donde el suelo todavía humeaba como
si se estuvieran cociendo las losas.
«¿Tiene
algún sabor especial eso que salpicas con la antorcha?», preguntó Scrooge.
«Sí
lo tiene. Mi propio sabor».
«¿Serviría
para cualquier cena de hoy?», preguntó Scrooge.
«Para
cualquiera que se celebre con afecto. Pero más para una cena pobre».
«¿Por
qué más para una pobre?», preguntó Scrooge.
«Porque
lo necesita más».
«Espíritu»,
dijo Scrooge tras un momento de vacilación, «de todos los seres que hay en los
muchos mundos que nos rodean, me asombra que seas tú el que más desea
restringir las oportunidades de esa gente para disfrutar inocentemente».
«¡Yo!»,
exclamó el espíritu.
«Les
quitarías sus medios para poder cenar cada séptimo día, a menudo el único día
en que se puede decir que cenan», dijo Scrooge, «¿verdad?:..
«¡Yo!
», exclamó el espíritu.
«¿No
quieres que se cierren estos locales los días del Señor?», dijo Scrooge. «Pues
llegas al mismo resultado».
«
¡Que yo quiero! », exclamó el fantasma.
«Perdóname
si me equivoco. Se ha hecho en tu nombre o, al menos, en el de tu familia»,
dijo Scrooge.
«En
esta tierra tuya hay algunos», replicó el espíritu; «que pretenden conocernos y
que cometen sus actos de pasión, orgullo, mala voluntad, odio, envidia,
beatería y egoísmo en nuestro nombre; pero son tan ajenos a nosotros y nuestro
género como si nunca hubieran vivido. Recuerda esto y échales la culpa a
ellos, no a nosotros».
Scrooge
prometió que así lo haría y se marcharon, invisibles igual que antes, hacia
los suburbios de la ciudad. Una notable cualidad del fantasma (Scrooge la había
observado en la panadería) consistía en que, pese a su talla gigantesca, podía
acoplarse a cualquier sitio fácilmente, y mantenía su gracia de criatura
sobrenatural tanto si el techo era muy bajo como si se encontraba en un
grandioso vesti'bulo.
Y
tal vez por el placer que el buen espíritu encontraba en demostrar esa
facultad, o bien por su propia naturaleza generosa, afable, cordial, y su
simpatía por los pobres, condujo a Scrooge asido a su manto directamente a
casa de su escribiente. En el umbral, el espíritu sonrió y se detuvo para
bendecir el hogar de Bob Cratchit con las aspersiones de su antorcha.
¡Imagínate! Bob sólo ganaba quince «pavos» a la semana; los sábados no se
embolsaba más que quince copias de su propio nombre, ¡y a pesar de todo el
fantasma de la Navidad del Presente bendijo su casa de cuatro habitaciones!
La señora Cratchit, esposa de Bob
Cratchit, engalanada pobremente con un vestido al que ya le había dado la
vuelta dos veces, pero esplendoroso en cintas (baratas y muy lucidas por
cuatro perras), se levantó y puso el mantel ayudada por Belinda Cratchit, la
segunda de sus hijas, igualmente aderezada con lazos. Mientras tanto, el
señorito Peter Cratchit hundía un tenedor en la cazuela de las patatas y se
metía en la boca los picos de su monstruoso cuello de camisa (propiedad
privada de Bob, transferida a su hijo y heredero en honor a la festividad del
día), encantado de encontrarse tan elegantemente ataviado y ansioso por
exhibirse en los parques y paseos de moda. Y ahora dos pequeños Cratchit, niño
y niña, llegaron corriendo precipitadamente y gritando que habían olido la oca
fuera de la panadería y que sabían que era la suya; entre placenteros
pensamientos de cebolla y salvia, estos jóvenes Cratchit bailaban en torno a la
mesa y ensalzaban al señorito Peter Cratchit mientras él (sin orgullo, aunque
el cuello casi le estrangulaba) atizaba el fuego hasta que el lento hervor de
las patatas sonó fuerte al chocar con la tapadera y quedaron listas para sacar
y pelar.
«¿Qué
estará haciendo vuestro dichoso padre?», decía la señora Cratchit. «Y vuestro
hermano, Tiny Tim; ¡y Martha ya había llegado hace media hora, el año pasado!»
«¡Aquí
está Martha, madre! », dijo una chica apareciendo por la puerta.
«¡Aquí
está Martha, madre!», gritaron los dos Cratchit pequeños. «¡Hurra! ¡Martha,
hay una oca...! »
«¡Ay,
mi niña querida, qué tarde vienes!», dijo la señora Crarchit besándola una y
otra vez, y quitándole el chal y el sombrerito con celo oficioso.
«Anoche
tuvimos que terminar un montón de trabajo», respondió la chica, «y esta mañana
despacharlo, madre». «¡Bueno! Ahora ya estás aquí y eso es lo que importa»,
dijo la señora Cratchit. «Siéntate junto al fuego para entrar en calor,
cariño».
«¡No,
no! ¡Ya viene padre!», gritaron los dos jóvenes Cratchit que estaban en todo.
«¡Escóndete, Martha, escóndete!»
Martha
así lo hizo antes de que entrase Bob, el padre, con tres pies de bufanda,
cuando menos, por todo abrigo, colgándole por delante, y su gastada
indumentaria bien remendada y cepillada para guardar una apariencia adecuada, y
en sus hombros Tiny Tim. ¡Ay, Tiny Tim!: llevaba una pequeña muleta y sus
piernas enfundadas en armazones de hierro.
«¿Dónde
está Martha?», exclamó Bob Cratchit mirando alrededor.
«No
va a venir», dijo la señora Cratchit.
«¡Que
no va a venir!», dijo Bob con súbito desánimo, pues había traído a Tim a
caballo todo el trayecto desde la iglesia y había llegado a casa desenfrenado.
«¡No venir el día de Navidad?»
Martha
no quería verle disgustado, ni siquiera por broma, de manera que salió antes
de tiempo de su escondite tras la puerta del armario y corrió a sus brazos,
mientras los dos pequeños Cratchit se apoderaron de Tiny Tim y le arrastraron
hasta el lavadero para que pudiera escuchar el sonido del pudding de Navidad
metido en el barreño.
«¿Y
qué tal se portó Tiny Tim?», preguntó la señora Cratchit cuando Bob ya se
había recuperado del susto y, muy contento, había estrechado a su hija entre
sus brazos.
«Tan
bueno como un santo o más», dijo Bob. «Al estar sentado solo tanto tiempo, se
vuelve pensativo y piensa las cosas más extrañas que se puedan imaginar. Cuando
volvíamos a casa me dijo que esperaba que la gente se fijase en él en la
iglesia porque está tullido, y para ellos sería agradable recordar en el día
de Navidad a quien hizo andar a los mendigos cojos y ver a los ciegos».
La
voz de Bob era trémula al contarlo, y todavía tembló más cuando dijo que Tiny
Tim estaba creciendo fuerte y sano.
Antes
de que se hablase otra palabra, se oyeron los golpes de la activa muletita
contra el suelo y Tiny Tim regresó escoltado por su hermano y su hermana hasta
su taburete junto a la chimenea; mientras tanto, Bob, recogiendo las mangas ‑como
si, ¡pobre hombre! , pudieran quedar todavía más raídas‑ preparó un brebaje
caliente de ginebra y limones en una jarra, lo revolvió a conciencia y lo puso
a calentar en la chapa de la cocina. El señorito Peter y los dos ubicuos Cratchit
pequeños se fueron a recoger la oca y con ella regresaron pronto en animada
procesión.
Sobrevino
una excitación tal que cualquiera hubiera creído que una oca era la más rara
de las aves, un fenómeno plumoso, a cuyo lado un cisne negro resultaría de lo
más vulgar; y en realidad, en aquella casa era algo así. La señora Cratchit
puso la salsa (preparada de antemano en una pequeña salsera) casi hirviente; el
señorito Peter hizo puré las patatas con incteíble energía; la señorita Belinda
endulzó la salsa de manzana; Martha limpió las fuentes; Bob puso a su lado a
Tiny Tim en una esquina de la mesa; los dos jóvenes Cratchit colocaron sillas
para todo el mundo, sin olvidarse de sí mismos, y montando guardia en sus
puestos mantenían la cuchara en la boca para no chillar pidiendo oca antes de
que les llegara el turno de servirse. Por fin se trajeron las fuentes y se
bendijo la mesa. Luego siguió una pausa en la que no se les oía ni respirar,
mientras la señora Cratchit, mirando lentamente a lo largo del trinchante, se
preparaba para hincarlo en la pechuga; pero en cuanto lo hizo, cuando brotó el
esperado borbotón del relleno, se alzó un clamor de delectación por toda la
mesa, a incluso Tiny Tim, excitado por los dos Cratchit pequeños, golpeó el
tablero con el mango del cuchillo y gritó débilmente: «¡Hurra!»
Nunca
hubo una oca como aquélla. Bob decía que no podía creer que se hubiera
cocinado jamás una oca como aquélla. Su sabor, ternura, tamaño y bajo precio
fueron temas de universal admiración. Acompañada por la salsa de manzana y el
puré de patata, fue cena suficiente para toda la familia; y más aún, como dijo
muy contenta la señor Cratchit supervisando una pequeña partícula de hueso en
una fuente, ¡no se la habían acabado! El hecho es que cada cual tomó lo
suficiente, y en especial los pequeños Cratchit se habían atiborrado de cebolla
y salvia hasta las cejas. Pero ahora la señorita Belinda cambió los platos
mientras la señora Cratchit salía del cuarto sola ‑demasiado nerviosa para
soportar testigos‑ para sacar el pudding y
traerlo a la mesa.
¡Supongamos
que no esté bien cocido! ¡Supongamos que se rompa al sacatlo! ¡Supongamos que
alguien haya saltado la pared del patio y lo haya robado mientras festejábamos
la oca! ‑suposición que puso lívidos a los dos jóvenes Cratchit‑. Toda clase de
horrores fueron supuestos.
¡Vaya!
¡Mucho vapor! El pudding se sacó del
barreño. ¡Un olor como el de los días de hacer colada! Era el paño. Un olor
como el de un restaurante situado al lado de una confitería y una lavandería.
Era el pudding. La señora Cratchit
volvió en medio minuto, acalorada pero sonriendo con orgullo, con un pudding como una bala de cañón moteada,
denso y firme, flambeado con la mitad de medio cuartillo de brandy y omado de
acebo en la parte superior.
Bob
Cratchit dijo que era un pudding maravilloso
y que lo consideraba lo mejor que la señora Cratchit había hecho desde que se
habían casado. La señora Cratchit dijo que, ahora que ya se le había quitado
el peso de encima, confesaría que había tenido sus dudas sobre la cantidad de
la harina. Todos tenían algo que decir sobre el pudding, pero nadie dijo, ni pensó, que era pequeño para una
familia tan grande; hacerlo hubiera sido como una blasfemia. Todos ellos
habrían enrojecido ante una insinuación semejante.
Al
terminar la cena se despejó el mantel, se barrió la zona de la chimenea y se
recompuso el fuego. Se probó la mezcla de la jarra y se consideró perfecta, se
trajeron a la mesa manzanas y naranjas y se metió al fuego una paletada de
castañas. Luego toda la familia Cratchit se agrupó en tomo a la chimenea, en
lo que Bob Cratchit llamaba «círculo» queriendo indicar medio círculo; y al
lado de Bob Cratchit se desplegaba la cristalería de la familia: dos vasos y
un recipiente para natillas, sin mango, que sirvieron para el líquido caliente
de la jarra tan bien como si hubieran sido copas de oro. Bob lo escanció con
expresión radiante, mientras las castañas en el fuego chascaban y se
resquebrajaban ruidosamente. Luego Bob brindó:
«Felices
Pascuas a todos nosotros, queridos. ¡Que Dios nos bendiga!
Toda
la familia lo repitió.
«¡Dios
bendiga a cada uno de nosotros! », dijo Tiny Tim en último lugar. Estaba
sentado muy cerca de su padre, en su pequeño escabel. Bob sostenía en su mano
la manita marchita del niño, como si le amase, como si quisiera tenerle muy
cerca de sí y temiera que se lo arrebatasen.
«Espíritu»,
dijo Scrooge con un interés que nunca antes había sentido, «dime si Tiny Tim
vivirá».
«Veo
un sitio vacante», contestó el fantasma, «en ese pobre rincón de la chimenea,
y una muleta sin dueño amorosamente conservada. Si esas sombras permanecen sin
cambios en el futuro, el niño morirá».
«No,
no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíritu! Dime que se salvará».
«Si
esas sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi especie»,
replicó el fantasma, «le encontrara aquí. ¿Y qué más da? Si se tiene que morir,
lo mejor es que así lo haga y disminuya el exceso de población».
Scrooge
hundió su cabeza al oír al espíritu citar sus propias palabras, y se sintió
abrumado por el arrepentimiento y la pena.
«Hombre»,
dijo el fantasma, «si tienes corazón humano, no de piedra dura, olvida esa
malvada jerga hasta que hayas descubierto qué es el exceso y dónde está el
exceso. ¿Quién eres tú para decidir qué hombres deben morir y qué hombres
deben vivir? Es posible que a los ojos del cielo tú seas menos valioso y menos
merecedor de vivir que millones, como el hijo de ese pobre hombre. ¡Oh Dios! ,
¡tener que escuchar al insecto en la hoja disertando sobre lo demasiado que viven
sus hambrientos hermanos en el suelo!»
Scrooge
se encogió ante la reprobación del fantasma y, tembloroso, hincó la mirada en
el suelo, pero la levantó rápidamente al escuchar su nombre.
«¡El
señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el señor Scrooge, Fundador de la Fiesta.
«¡El
Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamó la señora Cratchit enrojeciendo. «Me
gustaría tenerle aquí. Para festejarlo le diría cuatro cosas y espero que
tenga buenas tragaderas».
«Querida
mía», dijo Bob; «los niños: es Navidad».
«Tiene
que ser Navidad, estoy segura, dijo ella, «para beber a la salud de un hombre
tan odioso, tacaño, duro a insensible como el señor Scrooge. ¡Sabes que es
cierto, Robert! ¡Nadie lo sabe mejor que tú, pobre mío!
«Querida,
es Navidad», fue la tranquila respuesta de Bob.
«Bebo
a su salud porque tú me lo piedes y por el día que es», dijo la señora
Cratchit, «no por él. ¡Por muchos años! ¡Alegre Navidad y feliz Año Nuevo! El
va a sentirse muy alegre y muy feliz, ¡no me cabe la menor duda!»
Los
niños bebieron detrás de ella. Era la primera de sus acciones que no tenía
sinceridad. Tiny Tim bebió el último, pero le importaba un comino. Scrooge era
el ogro de la familia. La sola mención de su nombre arrojó sobre la reunión
una negra sombra que no se disipó hasta cinco minutos más tarde. Pasada la
sombra, estaban diez veces más contentos que antes por el mero alivio de haber
acabado con el Malvado Scrooge. Bob Cratchit les habló de la situación que
tenía en perspectiva para el señorito Peter, que, si se conseguía, supondría
unos ingresos semanales de cinco chelines y medio. Los dos jóvenes Cratchit se
desternillaban de risa ante la idea de Peter convertido en hombre de negocios;
el propio Peter miraba pensativamente al fuego entre sus cuellos como si
meditara sobre las especiales inversiones que debería decidir cuando entrase
en posesión de un ingreso tan apabullante. Martha, que era una pobre aprendiza
en un taller de sombrerera, les contó la clase de trabajo que tenía que
realizar, las muchas horas seguidas que debía trabajar y cómo estaba deseando
tomarse un largo descanso en cama a la mañana siguiente, pues el día siguiente
era festivo y lo pasaba en casa. También les contó que había visto a una
condesa y a un lord unos días antes, y que el lord «era de alto como Peter»,
ante lo cual Peter se subió los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza.
Todo este rato, las castañas y la jarra hacían ronda, y después escucharon una
canción sobre un niño perdido en la nieve; la cantaba Tiny Tim con una vocecita
quejumbrosa, y la cantó realmente muy bien.
No
había nada de alta categoría en lo que hacían. No eran una familia distinguida;
no iban bien vestidos; sus zapatos estaban lejos de ser impermeables; sus ropas
eran escasas, y Peter podría haber conocido, y es muy probable que así fuera,
el interior de una casa de empeños. Pero estaban felices, agradecidos y
satisfechos unos de otros, y contentos con el presente. Cuando empezaron a
perderse de vista, todavía parecían más felices, con el brillante chisporroteo
de la antorcha del espíritu que se marchaba, y hasta el último instante
Scrooge no apartó de ellos sus ojos, sobre todo de Tiny Tim.
En
aquellos momentos comenzaba a oscurecer y nevaba intensamente. Scrooge y el
espíritu se fueron por las calles; era maravilloso el resplandor de los fuegos
rugientes en las cocinas, salones y toda clase de habitaciones. Aquí, el revoloteo
de las llamas dejaba ver los preparativos para una agradable cena, con platos
calentándose junto a la lumbre y cortinas de color rojo oscuro a punto de ser
corridas para aislar del frío y la oscuridad. Allá, todos los niños de la casa
salían corriendo en la nieve para recibir a sus hermanas casadas, hermanos,
primos, tíos, tías... , y ser el primero en felicitarles. Aquí se reflejaban
en las celosías las sombras de los invitados reuniéndose, y allá un grupo de
chicas guapas, todas con capucha y botas de piel y parloteando a la vez, se
dirigían a paso rápido hacia la casa de algún vecino donde, ¡ay del soltero
que las viera entrar arreboladas ‑bien lo sabían ellas, astutas hechiceras!
Pero
a juzgar por el número de personas que se encaminaban a reuniones amistosas,
cualquiera diría que en las casas no habría nadie para dar la bienvenida; sin
embargo, en todas se esperaba compañía y se avivaban las lumbres hasta la
altura de media chimenea. ¡Cómo exultaba el fantasma! ¡Cómo henchía su desnudo
pecho la respiración! ¡Cómo abría la palma de su mano libre y regaba a chorros
generosos todo lo que quedaba a su alcance con inofensivo regocijo! El mismo
farolero, que corría antes de puntear con motas de luz la calle lúgubte, iba
arreglado para pasar la noche en alguna parte y, sin más compañía que la
Navidad, se rió sonoramente cuando pasó el espíritu.
Y
ahora, sin una sola palabra de advertencia del fantasma, se detuvieron en un
hostil y desierto páramo, con monstruosas masas pétreas diseminadas como si
fuera un cementetio de gigantes. El agua corría por todas panes ‑al menos así
lo habría hecho si la helada no tuviera prisionera‑, y sólo crecían musgos,
tojos y densas matas de burda hierba. Hacia el Oeste, el sol poniente había
dejado una banda de rojo ardiente que iluminó la desolación durante unos instantes,
como un ojo rencoroso, y se fue cerrando, cerrando cada vez más, hasta perderse
en las espesas tinieblas de la noche más negra.
«¿Qué
sitio es éste?», preguntó Scrooge.
«Un
lugar donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra»,
contestó el espíritu. «Pero me conocen. ¡Mira!»
Se
encendió una luz en una cabaña y ellos se aproximaron rápidamente. Atravesaron
la pared de piedra y barro y encontraron una animada reunión en torno a una
cálida lumbre. Un hombre muy viejo y una mujer, con sus hijos y los hijos de
sus hijos, y otra generación posterior, todos engalanados con sus ropas de
fiesta. El viejo, con una voz que apenas sobrepasaba el ulular del viento en
la yerma extensión, les cantaba un villancico que ya era muy antiguo cuando él
había sido niño, y de vez en cuando todos le acompañaban a coro. Cuando los
demás unían sus voces, la del viejo se volvía más alegre y potente, y cuando
se callaban, él bajaba el tono.
El
espíritu no se demoró allí; indicó a Scrooge que se sujetase al manto y,
pasando sobre el páramo, se dirigió rápidamente... ¿adónde? ¡No al mar? Sí, al
mar. Para espanto de Scrooge, al mirar hacia atrás vio al final de la tierra
firme una temible alineación de rocas; sus oídos quedaron ensordecidos por el
retumbar del agua que se desmoronaba rugiendo y se estrellaba con furia contra
las siniestras cavernas que había ido socavando, y con fiereza intentaba
perforar la tierra.
A
una legua aproximadamente de la costa se alzaba un faro solitario construido
sobre un siniestro arrecife de hundidas rocas, azotadas y arañadas por el
oleaje. En la base colgaban grandes aglomeraciones de algas y las aves marinas
‑se diría que nacían del viento, como las algas del agua‑ se elevaban y caían
a su alrededor como las olas que peinaban.
Pero
incluso aquí los dos hombres que atendían las señales habían encendido una
lumbre que, a través del portillo abierto en los gruesos muros de piedra,
arrojaba un rayo de luz sobre el mar tenebroso. Estrechando sus encallecidas manos
por encima de la mesa basta donde estaban sentados, se desearon una Feliz
Navidad con sus jarras de grog. Uno de ellos, el más viejo, con un rostro
marcado por la inclemencia del tiempo como el mascarón de proa de un viejo
navío, entonó una canción tan vigorosa como una tempestad.
Una
vez más, el fantasma se fue apresuradamente sobre el negro y agitado mar lejos,
muy lejos; tan lejos de cualquier costa, como le dijo a Scrooge, que
descendieron sobre un barco. Permanecieron al lado del timonel, del vigía de
proa, de los oficiales de guardia, fantasmales y oscuras sombras en sus
puestos, pero todos ellos tarareaban música navideña o tenían el pensamiento
puesto en la Navidad, o hablaban a sus compañeros de alguna Navidad pasada con
añoranza del hogar. Y todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo,
había tenido una palabra más amable para los demás en ese día que en cualquier
otro día del año; y había compattido en alguna medida el festejo; y había recordado
a los seres queridos, y había sabido que ellos se acordaban de él.
Mientras
escuchaba el aullido del viento y pensaba qué cosa tan grande es moverse a
través de solitarias tinieblas sobre un abismo desconocido, cuyos secretos son
tan profundos como la muerte, para Scrooge constituyó una gran sorpresa oír
una sonora carcajada. Y la sorpresa todavía fue mayor cuando reconoció que la
había proferido su propio sobrino, y se encontró en una estancia cálida y
resplandeciente, con el espíritu sonriendo a su lado y mirando al sobrino con
aprobadora afabilidad.
«¿Ja,
ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja, ja!»
Si
por una improbable casualidad el lector conociera a un hombre con una risa más
feliz que la del sobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es que también a
mí me gustaría conocerle. Preséntemelo y yo cultivaré su amistad.
Es
una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así como hay
contagio en la enfermedad y las penas, nada en el mundo resulta más contagioso
que la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se reía sujetándose
los costados, girando la cabeza y arrugando el rostro con las más extravagantes
contorsiones, la sobrina de Scrooge ‑por matrimonio‑ reía con tantas ganas
como él. Y el grupo de sus amigos no se quedaba atrás y todos se desterniIlaban.
«¿Ja,
ja! ¿Ja, ja, ja, ja!»
«¡Dijo
que las Navidades eran tonterías, os lo juro!», exclamó el sobrino de Scrooge.
«¡Y además se lo creía!»
«Más
vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indignada la sobrina de Scrooge. Esas
benditas mujeres nunca hacen nada a medias. Se lo toman todo muy en serio.
Era
muy atractiva, sumamente atractiva. Tenía un rostro encantador, con hoyuelos en
las mejillas y expresión de sorpresa; una boquita roja y suave que parecía
estar hecha para ser besada ‑lo era, sin duda‑; todo tipo de pequitas junto a
su barbilla, que se mezclaban unas con otras al reírse; y el par de ojos más
luminoso que se haya visto. Al mismo tiempo, era del tipo que se podría
describir como provocativa, ya me entienden, pero de una manera adecuada. ¡Ah,
sí, perfectamente adecuada!
«Es
un viejo tipo cómico», dijo el sobrino de Scrooge, «es la verdad; y no tan
agradable como podría ser. Sin embargo, en su pecado lleva la propia
penitencia, y no quiero decir nada contra él».
«Estoy
segura de que es muy rico, Fred», apuntó la sobrina. «Al menos eso es lo que
siempre me has dicho».
«¡Y
eso que importa, querida!», dijo el sobrino. «La riqueza no le sirve de nada.
No hace con ella nada bueno. No la utiliza para su bienestar. Ni siquiera tiene
la satisfacción de pensar. Ja, ja, ja, que algún día nosotros la disfrutaremos».
«Acaba
con mi paciencia», observó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina y
todas las demás señoras expresaron igual opinión.
«Yo
sí tengo paciencia», dijo el sobrino. «Me da lástima; no puedo enfadarme con
él. El que sufre por sus manías es siempre él mismo. Le da por rechazarnos y no
querer venir a cenar con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? No tiene mucho
que perder con una cena. »
«Yo
pienso que se pierde una cena muy buena», interrumpi6 la sobrina. Todos
asistieron, y eran jueces competentes puesto que acababan de cenar y, con el
postre sobre la mesa, estaban apiñados junto al fuego, a la luz de la lámpara.
«¡Bueno!
Me alegra mucho escucharos», dijo el sobrino de Scrooge, «porque no tengo mucha
fe en estas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Topper? »
Estaba
claro que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la sobrina,
pues respondió que un soltero no era más que un pobre proscrito sin derecho a
expresar una opinión sobre la materia. Ante lo cual la hermana de la sobrina ‑la
rellenita con la pañoleta de encaje, no la de las rosas‑ se ruborizó.
«Vamos,
Fred, continúa», dijo la sobrina de Scrooge palmoteando. «¡Nunca termina lo
que empieza a contar! ¡Qué hombre más absurdo!»
Al
sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risa y como era imposible evitar el
contagio, aunque la hermana rellenita lo intentó de veras con vinagre
aromático, su ejemplo fue seguido por unanimidad.
«Iba
a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «que la consecuencia de su displicencia
hacia nosotros, y el no querer celebrar nada con nosotros es, pienso yo, que
se pierde buenos ratos que no le harían ningún daño. Estoy seguro de que se
pierde compañías más agradables que las que pueda encontrar en sus
pensamientos, metido en esa oficina enmohecida o en su polvorienta vivienda.
Todos los años quiero darle la oportunidad, tanto se le gusta como si no,
porque me da lástima. Puede que reniegue de la Navidad hasta que se muera, pero
siempre tendrá mejor opinión si ve que voy de buen humor, año tras años, para
decirle ¿cómo estás, tío Scrooge? Aunque sólo sirviera para que se acordara de
dejarle cincuenta libras a ese pobre escribiente suyo, ya habría merecido la
pena; y pienso que ayer le conmoví.
Ahora
les tocaba reírse a los demás con la mención de haber conmovido a Scrooge.
Pero el sobrino tenía muy buen carácter, no le importaba que se rieran ‑se iban
a reír de cualquier modo‑ y les fomentó la diversión pasando la botella
alegremente.
Tras
el té, disfrutaron con un poco de música. Era una familia aficionada a la
música, y puedo asegurar que sabían lo que se traían entre manos cuando
cantaban un solo, o a varias voces; sobre todo Topper, que podia gruñir como un
auténtico bajo sin que se le hincharan las venas de la frente ni ponerse
colorado. La sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa y, entre otras piezas, tocó
una ligera tonada (insignificante, cualquiera podría aprender a silbarla en
dos minutos) que había sido muy familiar para la niña que había recogido a
Scrooge en el internado, como le había hecho recordar el Fantasma de la Navidad
del Pasado. Al sonar esa musiquilla, le volvieron a la mente todas las cosas
que le había mostrado el fantasma; se fue enterneciendo cada vez más, y pienso
que si años atrás hubiera escuchado esa música a menudo, tal vez habría
cultivado con sus propias manos las cosas buenas de la vida para su propia
felicidad, sin recurrir a la pala de enterrador que sepultó a Jacob Marley.
No
se dedicaron a la música toda la velada. Después de un rato jugaron a las
prendas. Es buena cosa volverse niños algunas veces, y nunca mejor que en
Navidad, cuando se hizo Niño el Fundador todopoderoso. ¡Un momento! Anteriormente
hubo un juego a la gallina ciega. Por supuesto que lo hubo. Y yo no me creo que
Topper estuviese realmente a ciegas ni que tuviera ojos en las botas. Mi
opinión es que todo lo habían tramado él y el sobrino de Scrooge, y el Fantasma
de la Navidad del Presente lo sabía. Su manera de perseguir a aquella hermana
rellenita, de la toca de encaje, era un ultraje a la credulidad del género
humano. Daba topetazos a los hierros de la chimenea, derribaba sillas, se
estrellaba contra el piano, se asfixiaba entre los cortinajes, pero a donde
iba ella, él iba detrás. Siempre sabía dónde estaba la hermana rellenita. No
quería agarrar a nadie más. Si alguien tropezaba contra él, como algunos
hicieron, y se quedaba quieto, fingía que fallaba al procurar atraparle, de manera
afrentosa para el humano entendimiento, y acto seguido se deslizaba en
dirección a la hermana rellenita. Ella gritó varias veces que era trampa, y con
razón. Pero cuando al fin la atrapó, cuando pese a los sedosos rozamientos y
rápidas ondulaciones de ella logró arrinconarla en una esquina sin escapatoria,
entonces su conducta fue de lo más execrable. Simulaba no saber que era ella;
simulaba que era necesario tocar su peinado, y para cerciorarse bien de su
identidad tanteó una determinada sortija en sus dedos y una determinada cadena
en su cuello; ¡fue vil, monstruoso! Sin duda ella le hizo saber su opinión
cuando otro hacía de gallina ciega y ellos estaban juntos, muy confidenciales,
detrás de los cortinajes.
La
sobrina de Scrooge no estaba jugando, sino sentada cómodamente en un gran
butacón, con los pies sobre un escabel, en un atopadizo rincón, y el fantasma
y Scrooge estaban detrás de ella. Pero se incorporó al juego de prendas y
obtuvo resultados admirables con todas las letras del alfabeto. También lo hizo
muy bien en el juego «Cómo, cuándo y dónde», y para secreto regocijo del
sobrino de Scrooge, sacó mucha ventaja a sus hermanas, que también eran chicas
sagaces, como Topper podría confirmar. Allí habría unas veinte personas,
jóvenes y viejos, pero todos estaban jugando, y también jugaba Scrooge;
olvidando por completo los motivos por los que estaba allí y que los demás no
podía oírle, algunas veces daba las respuestas en voz alta y casi siempre
acertaba, pues la aguja más aguda, la mejor Whitechapel, y con el ojo bien
abierto, no superaba en agudeza a Scrooge, aunque él se empeñaba en ser terco.
Al
fantasma le agradó mucho verle con aquella actitud y le miró con tal
benevolencia que Scrooge le suplicó como un niño que le permitiera quedarse
hasta que los invitados se despidieran. El espíritu le dijo que no era posible.
«Van
a empezar otro juego», dijo Scrooge. «¡Sólo media hora, espíritu; sólo media!»
Era
el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino de Scrooge tenía que pensar en una
cosa y los demás descubrir lo que era haciéndole preguntas que únicamente podía
responder con un «sí» o un «no». Del continuo bombardeo de preguntas a que fue
sometido se deducía que había pensado en un animal, un animal vivo, un animal
bastante desagradable, un animal salvaje, un animal que a veces rugía y gruñía,
y otras veces hablaba, y vivía en Londres, y andaba por la caIle, y no se le
exhibía al público, y nadie le llevaba atado, y no vivía en un zoológico, y
nunca le mataron en un mercado, y no era un caballo, asno, vaca, toro, tigre,
perro, cerdo, gato no oso. Cada nueva pregunta provocaba en el sobrino un
ataque de risa tan irrefrenable que le obligaba a levantarse del sofá y dar
patadas al suelo. Finalmente, la hermana rellenita, que había caído en un
ataque similar, exclamó: «¡Ya lo tengo! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya sé lo que
es!»
«¿Qué
es?», gritó Fred.
«¡Es
tu tío Scro‑o‑o‑o‑oge!»
Así
era, ciertamente. Hubo un sentimiento general de admiración, aunque algunos
objetaron que la respuesta a «¿Es un oso?» debió haber sido «Sí», puesto que la
respuesta contraria era suficiente para desviar el pensamiento del señor
Scrooge, suponiendo que alguna vez se les hubiera ocurrido pensar en él.
«Gracias
a él hemos tenido un buen rato», dijo Fred, «y sería ingratitud no beber a su
salud. Aquí tenemos preparadas copas de vino caliente y brindo por tío
Scrooge».
«¡Bueno!
¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.
«¡Feliz
Navidad y próspero Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea!», dijo el sobrino.
«El no me lo aceptaría, pero da lo mismo. ¡Por tío Scrooge!
Tío
Scrooge se había ido poniendo imperceptiblemente tan contento y animado que
habría correspondido bebiendo a la salud de la inconsciente reunión, y les
habría dado las gracias con palabras inaudibles si el fantasma le hubiera dado
tiempo. Pero toda la escena se esfumó con el hálito de las últimas palabras del
sobrino, y él y el espíritu emprendieron nuevos viajes.
Vieron
mucho, fueron muy lejos, visitaron muchos hogares, pero siempre con un
desenlace feliz. El espíritu permaneció junto al lecho de los enfermos y ellos
se animaban; junto a los que estaban en tierra extraña y se sentían más cerca
de la patria; junto a los hombres que luchaban, y les daba paciencia para
alcanzar su mayor aspiración; junto a la pobreza y la convertía en riqueza. En
hospicios, hospitales, cárceles, en todos los refugios de la miseria donde la
pequeña y vana autoridad del hombre no había hecho cerrar las puertas para
dejar al espíritu fuera, les dejó su bendición y a Scrooge el ejemplo.
Era
una noche muy larga, si es que era solamente una noche, cosa que Scrooge
dudaba puesto que las fiestas navideñas parecían haberse condensado en el
período de tiempo que pasaron juntos. También era extraño que mientras la forma
externa de Scrooge no se había alterado, el fantasma había envejecido, había
envejecido a ojos vista. Scrooge observó el cambio pero no habló de ello hasta
que salieron de un festejo infantil de víspera de Reyes y al mirar al espíritu
cuando salieron al exterior observó que se le había encanecido el cabello.
«¿Es
tan breve la vida de los espíritus?», preguntó.
«Mi
vida en este globo es muy corta», respondió el fantasma. «Se termina esta
noche».
«¡Esta
noche!», exclamó Scrooge.
«A
medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».
En
aquel momento las campanas del reloj daban las doce menos cuarto.
«Perdóname
si me equivoco», dijo Scrooge mirando con inquietud el manto del espíritu,
«pero estoy viendo algo raro que te asoma por el ropaje. ¡Es un pie o una
garra!»
«Por
la carne que tiene encima, podría ser una garra», fue la respuesta, cargada de
tristeza, del espíritu. «Mira esto».
De
los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos, abyectos,
temibles, espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus plantas y se colgaron
del manto.
«¡Hombre!
¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», exclamó el fantasma.
Eran
un niño y una niña. Amarillos, flacos, mugrientos, malencarados, lobunos, pero
también prosternados en su humildad. Donde la gracia de la juventud debió
haberles perfilado los rasgos y retocado con sus más frescas tintas, una mano
marchita y seca, como la de la vejez, les había atormentado, retorcido y hecho
trizas. Donde podrían haberse entronizado los ángeles, acechaban los demonios
echando fuego por sus ojos amenazadores. Monstruos tan horribles y temibles
como aquellos no se han dado en ningún cambio, degradación o perversión de la
humanidad a lo largo de toda la historia de la maravillosa Creación.
Aterrado,
Scrooge se echó atrás. Intentó decir que eran unos niños agradables, pero su
lengua se negó a pronunciar una mentira de tal magnitud.
«¿Son
tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudo decir.
«Son
del hombre», dijo el espíritu mirándolos. «Y se agarran a mí apelando contra
sus progenitores. Este chico es la Ignorancia. Esta chica es la Necesidad.
Guárdate de los dos y de todos los de su género, pero guárdate sobre todo de
este chico porque en la frente lleva escrita la Condenación, a menos que se
borre lo que lleva escrito. ¡Niégalo!», exclamó el espíritu señalando con la
mano hacia la ciudad. «¡Difama a quienes te lo dicen! Admítelo para tus
propósitos tendenciosos y empeóralo todavía más. ¡Y aguarda el final!»
«¿No
tienen refugio ni salvación?», gimió Scrooge.
«¿No
están las cárceles?», dijo el espíritu devolviéndole por última vez sus propias
palabras. «¿No hay casas de misericordia?»
La
campana dio las doce.
Scrooge
miró a su alrededor y ya no vio al fantasma. Al cesar la vibración de la última
campanada recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, elevando la mirada,
vio cómo se acercaba hacia él un fantasma solemne, envuelto en ropas y
encapuchado, deslizándose como la niebla sobre el suelo.
CUARTA ESTROFA
EL
ULTIMO DE LOS ESPIRITUS
El
fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosamente. Cuando estuvo cerca,
Scrooge cayó de rodillas porque hasta el mismo aire en que el espíritu se
movía parecía emanar desolación y misterio.
Iba
envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocultaba la cabeza, el
rostro, las formas, y sólo dejaba a la vista una mano extendida, de no ser por
ella, habría sido difícil vislumbrar su figura en la noche y diferenciarle de
la oscuridad que le rodeaba.
Scrooge
notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le llenaba de
grave temor. Nada más podía discernir pues el espíritu ni hablaba ni se movía.
«¿Me
hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo.
El
espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.
«Has
venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero sucederán
más adelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así, espíritu?»
Los
pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un instante, como
si el espíritu hubiera inclinado la cabeza. Esa fue la única respuesta.
Aunque
por entonces ya estaba muy habituado a la compañía espectral, Scrooge tenía
tanto miedo a la silenciosa figura que sus piernas le temblaban y se dio
cuenta de que apenas lograba mantenerse en pie cuando se dispuso a seguirle. El
espíritu hizo una pausa, como si hubiera observado su condición y le
concediera tiempo para recuperarse.
Para
Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecerse al saber que unos ojos
fantasmales estaban fijamente clavados en él mientras sus propios ojos,
forzados all máximo, no podían ver más que una mano espectral y un bulto negro.
«¡Fantasma
del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera de los
espectros que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme el bien y como
tengo la esperanza de vivir para convertirme en una persona muy distinta de la
que fui, estoy dispuesto para soportar tu compañía y hacerlo con el corazón
agradecido. ¿No vas a hablarme?»
No
hubo contestación. La mano señalaba hacia delante.
«¡Dirígeme!
», dijo Scrooge. «¡Dirígeme! Cae la noche y yo sé que el tiempo apremia. ¡Condúceme,
espíritu! »
El
fantasma se movió igual que se le había acercado. Scrooge le siguió a la
sombra de su ropaje, que le sostenía ‑pensó‑ y le llevaba en volandas.
Casi
no parecía que hubiesen entrado en la city,
sino que la city parecía haber brotado por su cuenta para circundarles. Y allí
estaban, en el mismo corazón de la city,
en la Bolsa, entre los hombres de negocios que se apresuraban de aquí para
allá, hacían tintinear las monedas en sus bolsillos, conversaban en grupos,
miraban sus relojes, jugueteaban con sus grandes sellos de oro, tal como
Scrooge les había visto hacer con mucha frecuencia.
El espíritu se detuvo al lado de un
grupito de negociantes. Al observar que les estaba señalando con la mano,
Scrooge avanzó para oír su conversación.
«No»,
decía un hombre muy gordo con una papada monstruosa, «no estoy muy enterado.
Lo único que sé es que está muerto».
«¿Cuándo
murió?», preguntó otro.
«Anoche,
creo. »
«¿De
qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mientras sacaba una gran cantidad
de rapé de una caja enorme. «Pensé que no se iba a morir nunca. »
«Sabe
Dios», dijo el primero dando un bostezo.
«¿Qué
ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro enrojecido y con una
penduleante excrecencia en la punta de la nariz que temblequeaba como el moco
de un pavo.
«No
he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bostezando de nuevo. «Tal vez
lo ha dejado a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es todo lo que sé».
Esta
gracia fue recibida con una carcajada general.
«Seguramente
tendrá un funeral muy barato», dijo el mismo, «porque os aseguro que no
conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una partida de voluntaríos?
»
«No
me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de la
excrecencia en la nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer. »
Más
carcajadas.
«Bueno,
después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer interlocutor,
«pues nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo. Pero yo me ofrezco a ir si
va alguien más. Cuando me pongo a pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo
su amigo más íntimo pues solíamos detenernos a charlas cuando nos
encontrábamos. ¡Adiós! »
Todos
se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía y miró al
espíritu pidiendo una explicación.
El
fantasma se deslizó hasta una calle. Señaló con los dedos a dos personas que
se encontraban. Scrooge volvió a prestar atención pensando que allí podría
estar la explicación.
También
conocía a esos dos hombres perfectamente. Eran hombres de negocios muy ricos e
importantes. Siempre había considerado esencial que le tuvieran en su estima
desde un punto de vista mercantil, claro está, exclusivamente desde el punto
de vista de los negocios.
«¿Cómo
está Vd.?», dijo uno.
«¿Qué
tal está Vd.?» respondió el otro.
«¡Bien!»
dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo, ¿eh?»
«Eso
me han dicho», contestó el segundo. «Hace frío ¿verdad?»
«Normal
para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?»
«No,
no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»
Ni
otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la despedida.
Al
principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que el espíritu concediera
importancia a conversaciones tan triviales, en apariencia. Pero tenía la
seguridad de que en ellas se ocultaba algún propósito y se puso a considerar
cuál sería. Difícilmente podrían tener alguna relación con la muerte de Jacob,
su antiguo socio, pues se había producido en el pasado y el campo de acción de
este fantasma era el futuro. Tampoco lograba relacionarlas con alguien muy
vinculado a él mismo. Pero no le cabía duda de que, quienquiera que fuese el
objeto de las conversaciones, éstas contenían una moraleja para su provecho;
por eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y cada cosa que viese, y
muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía la esperanza de que
encontraría en su conducta del futuro la clave que le faltaba para resolver
fácilmente los acertijos.
Miró
a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual estaba
otro hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él solía estar allí, no
vio rastro de su persona entre las multitudes que cruzaban el porche. Sin
embargo, no se sorprendió demasiado pues había tomado la resolución de cambiar
de vida y pensaba y deseaba que esa resolución ya se empezaba a llevar a la
práctica.
A
su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano extendida.
Cuando cesó la pensativa búsqueda, Scrooge creyó adivinar, por el giro de la
mano y su posición en relación a él, que los ojos invisibles le estaban mirando
inquisitavamente. Esto le hizo estremecerse y notar intenso frío.
Salieron
del ajetreado escenario para llegar a una tenebrosa zona de la ciudad, donde
nunca antes había penetrado Scrooge, aunque reconoció la localización y su
mala reputación. Los caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws
miserables, la gente medio desnuda, borracha, desaseada, repugnante. Callejones
y arcadas, como otros tantos pozos negros, vertían sus ofensivos olores,
suciedad y vida sobre las calles desparramadas, y el barrio entero apestaba a
crimen, a inmundicia y a miseria.
Muy
en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que sobresalía
bajo el tejado de un cobertizo y allí se compraba metal, trapos viejos,
botellas, huesos y grasientos despojos de carne. En el suelo del interior se
apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas, bisagras, limas, básculas,
pesos y chatarra de toda clase. En aquellas montañas de trapos inmundos,
montones de grasa putrefacta y sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban
secretos que pocas personas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de
unos setenta años, estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a una
estufa de carbón hecha de ladrillos viejos, se protegía del aire frío del
exterior con una miscelánea de guiñapos sucios colgados de una cuerda a modo
de cortina, y estaba fumando su pipa con todo el bienestar de un tranquilo
retiro.
Scrooge
y el fantasma llegaron junto al hombre en el momento en que se introducía
subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado fardo. Apenas acababa de
entrar cuando otra mujer, igualmente cargada, también se metió. Un hombre,
vestido de negro descolorido, las siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó
tanto como ellas se habían sobresaltado al reconocerse. Tras una corta pausa de
turbada consternación, en la cual se había acercado a ellos el viejo de la
pipa, los tres estallaron en una carcajada.
«¡Qué
sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en primer lugar. «La
segunda, la lavandera, y el empleado de la funeraria el tercero. ¡Viejo Joe,
mira que es casualidad encontrarnos aquí los tres sin querer!»
«No
hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la pipa de la
boca. «Vamos al salón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya lo sabes; y las
otras dos no son extrañas. Esperad a que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah,
cómo rechina! Creo que en este sitio no hay un metal más herrumbroso que esas
bisagras; y estoy seguro de que no hay aquí huesos más viejos que los mios.
¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el oficio, nos entendemos bien. Vamos a la
sala. Pasad a la sala.»
La
sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos. El viejo
atizó el fuego con una vieja varilla de alfombra de escalera, despabiló la
humeante lámpara (ya era de noche) con la boquilla de su pipa y la volvió a
meter en la boca. Mientras lo hacía, la mujer que había hablado antes arrojó su
fardo al suelo y se sentó en un taburete con ostensible complacencia cruzando
los codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros dos.
«¿Qué
pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mujer. «Todo el mundo tiene
derecho a cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!»
«¡Esa
es una gran verdad!» dijo la lavandera. «El más que nadie.»
«Bueno,
pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer; ¿quién es
el más precavido? Supongo que no vamos a andamos con miramientos.»
«¡Claro
que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre. «Esperemos que no.»
«Entonces,
¡muy bien!», exclamó la mujer. «Ya bastó. ¿A quién se perjudica con estas
cuatro cosas? Supongo que al muerto no.»
«Claro
que no», dijo la señora Dilber riendo.
«Si
quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y tacaño», prosiguió
la mujer, «por qué no fue una persona normal y corriente en vida? Si lo hubiera
sido, alguien se habría ocupado de él cuando estaba tocado de muerte en vez de
estar ahí tirado, solo, dando las últimas boqueadas. »
«Esa
es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber. «Fue un
castigo de Dios.»
«Lástima
qué no haya sido un castigo un poco más abundante», replicó la mujer, «y os
aseguro que lo hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas.
Abra el fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale. Hable claro. No me importa ser
la primera ni que éstos lo vean. Antes de encontrarnos aquí ya sabíamos de
sobra que nos estábamos socorriendo a nosotros mismos, creo yo. No es ningún
pecado. Abra el fardo, Joe».
Pero
la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hombre de negro desteñido
abrió la brecha el primero y exhibió su botín. No era muy copioso. Un par de
sellos, una caja de lapiceros, unos gemelos de camisa y un alfiler de corbata
sin gran valor. Eso era todo. El viejo Joe examinó y valoró los objetos
cuidadosamente y fue anotando con tiza en la pared las cantidades que estaba
dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo la suma total.
«Esta
es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me aspen. ¿Quién es el
siguiente?»
La
siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas prendas de
vestir, dos viejas cucharillas de plata, un par de pinzas para el azúcar y unas
cuantas botas. Su cuenta quedó expresada en la pared igual que la anterior.
«Siempre
pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es como me
arruino», dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me discute por un penique
más, me arrepentiré de ser tan generoso y rebajo media corona.»
«Y
ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer.
Joe
se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer muchísimos
nudos, arrastró un rollo grande y pesado de una cosa oscura.
«¿Qué
diréis que es ésto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!»
¡«Ay!»,
exclamó la mujer riendo y echándose hacia delante sobre sus brazos cruzados.
«¡Cortinajes de cama!»
«No
me irá a decir que las descolgó con anillas y todo mientras él estaba allí
acostado» dijo Joe.
«Sí,
lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacerlo?»
«Usted
ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. »
«Lo
que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy a soltar
por un hombre como era él, le doy mi palabrax, respondió la mujer fríamente.
«¡Cuidado!, que no se caiga el aceite en las mantas.»
«¿Eran
de él?» preguntó Joe.
«¿De
quién piensa usted, si no?» replicó la mujer. «Me atrevo a decir que no va a
coger frío sin ellas.»
«Supongo
que no habrá muerto de algo contagioso, ¿verdad?», dijo el viejo Joe
interrumpiendo el trabajo y mirando interrogativamente.
«No
tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto apego como pata andar
merodeando a su alrededor para quedarme con esas cosas si lo de él hubiera
sido contagioso. ¡Ah! , puede sacarse los ojos mirando la camisa que no
encontra.rá ni un agujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él tenía y además
es muy buena. De no ser por mi, la habrían desperdiciado».
«¿A
qué llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe.
«A
ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una risotada.
«Alguien fue tonto como para hacerlo, pero yo se la volví a quitar. Si el
percal no sirve para éso, no sirve para nada y al cadaver le sienta igual de
bien; no podía estar más feo que con la otra».
Scrooge
escuchaba este diálogo horrorizado. Se habían sentado agrupados en torno al
botín a la escasa luz de la lámpara del viejo, y Scrooge les contemplaba con
un aborrecimiento y una repugnancia tales que no habrían sido mayores aunque
hubiera tratado de demonios obscenos comerciando con el mismísimo cadaver.
«Ja,
ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de franela con
dinero y distribuyó en el suelo las diversas ganancias de cada uno. «¡Así se
acaba, ya ven! El espantaba a todos cuando estaba vivo para que nos aprovechásemos
nosotros cuando estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!»
«¡Espíritu!»,
dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo veo, ya me doy cuenta. El caso
de este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva ese camino hasta
ahora. ¡Cielo santo! ¡¿Qué es eso?!»
Retrocedió
aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama, una cama
desnuda, sin cortinas, y en ella, bajo una sábana andrajosa yacía algo tapado
que, aunque mudo, se anunciaba con espantoso lenguaje.
La
habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle aunque
Scrooge, obediciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de saber qué clase de
habitación era. Del exterior venía una pálida luz que caía directamente sobre
el lecho, y en éste yacía el cadaver de aquel hombre, despojado, desposeído,
sin que le velaran, sin que le lloraran, sin que le atendieran.
Scrooge
echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la cabeza. La
cobertura estaba colocada con tal descuido que la más ligera elevación, el
movimiento de un dedo de Scrooge, habría bastado para dejar el rostro al descubierto.
El lo pensó, sabía cuán fácil sería y estaba deseando hacerlo, pero para
retirar el velo no tenía más capacidad que para alejar al espectro de su lado.
¡Oh
muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo con esos
pavores que sólo a ti obedecen porque este es tu reino! Pero en tus terribles
propósitos no podrás volver odioso un solo rasgo ni tocar un solo cabello de
los rostros amados, honrados y reverenciados. Y no es porque la mano sea pesada
y se desplome al soltarla, ni porque se hayan parado los pulsos y el corazón,
sino porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un corazón
valiente, cálido y tierno; porque el pulso era un pulso de un hombre de
verdad. ¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo manan de la herida sus buenas
obras para sembrar en el mundo vida inmortal!
Ninguna
voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las escuchó cuando
estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera levantar ahora, pensó,
¿cuáles serían sus sentimientos? ¿La avaricia, el trato despiadado, la
intención de acaparar? ¡A buen fin le habían llevado, en verdad!
Allí
yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hombre, mujer o niño que le
dijera que había sido atento con él en esto o aquello, y que en memoria de una
palabra amable sería amable con él. Un gato arañaba la puerta y se escuchaba
un sonido de ratas royendo bajo la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar qué
buscaban en la habitación del muerto ni por qué estaban tan agitados a
impacientes.
«¡Espíritu»,
dijo él, «este lugar es horrible. Después de salir de aquí no olvidaré la
lección, creéme. ¡Vámonos!»
Pero
el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza.
«Te
comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no tengo fuerzas,
espíritu, no tengo valor.»
Otra
vez pareció que le miraba.
«Si
hay en la ciudad alguna persona que sienta emoción por la muerte de este
hombre», dijo Scrooge dolido, «muéstramela, espíritu, te lo suplico.»
El
fantasma desplegó su oscuro manto durante unos instantes, como si fuera un
ala, y al recogerlo dejó ver una estancia iluminada por la luz del día, donde
estaba una madre con sus hijos.
Ella
esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la habitación,
se asomaba a la ventana, miraba el reloj, intentaba ‑en vano‑ hacer labor con
la aguja y apenas podía soportar las voces de los niños que jugaban.
Al
fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó a abrir la
puerta para recibir a su marido, un hombre cuyo rostro reflejaba preocupación y
tristeza, aunque era joven. Ahora tenía una expresión extraña, una especie de
intenso regocijo que le hacía sentirse avergonzado y que procuraba reprimir.
Se
sentó a cenar lo que ella había reservado cuidadosamente para él junto al
fuego y, tras un largo silencio, ella le preguntó tímidamente qué noticias
había; él pareció incómodo al buscar una respuesta.
«¿Son
buenas o malas?», dijo ella para ayudarle.
«Malas»,
respondió él.
«No,
Caroline. Todavía hay esperanza.»
«¡Sólo
la hay si él se conmueve!», dijo ella
espantada. «Si ha ocurrido tal milagro aún nos queda una esperanza.»
«Ha
hecho algo más que conmoverse», dijo el marido. «Se ha muerto.»
Si
la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible pero al oírlo
se sintió agradecida en lo más profundo de su corazón y así lo expresó con las
manos entrelazadas. Al instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero
fue el sentimiento que le salió del alma.
«Resultó
bastante cierto lo que me dijo aquella mujer medio borracha, que te conté
anoche, cuando intenté verle para conseguir un aplazamiento de una semana; yo
pensé que era una excusa para no recibirme, pero entonces él no sólo estaba muy
enfermo sino que se estaba muriendo.»
'
«¿A quién se traspasará nuestra deuda?»
«No
sé, pero antes de que eso ocurra ya tendremos el dinero, y aunque no lo
tuviéramos sería muy mala suerte dar con un acreedor tan implacable. ¡Esta
noche podremos dormir sin congoja, Caroline!»
Sí.
Se les había quitado un peso de encima. A los niños, enmudecidos y apiñados
alrededor para oír algo que apenas comprendían, se les había iluminado la cara,
y el hogar era más feliz gracias a la muerte de aquel hombre. La única emoción
que el fantasma pudo mostrar a Scrooge fue una emoción plancetera.
«Permíteme
ver algo de cariño por un muerto», dijo Scrooge, «o jamás podré librarme,
espíritu, de la siniestra cámara que acabamos de dejar.»
El
fantasma le llevó por varias calles que ya conocía y mientras avanzaban
Scrooge miraba de un lado a otro buscándose, pero no se le veía. Entraron en
la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar que había visitado anteriormente, y
encontraron a la madre y a los hijos sentados cerca del fuego.
Silenciosos.
Muy silenciosos. Los ruidosos pequeños Cratchit estaban quietos como estatuas
en un rincón, sentandos mirando a Peter que tenía un libro. La madre y las
hijas estaban ocupadas en la costura, pero muy en silencio.
«Y
él puso a un niño en medio de ellos».
¡Dónde
había escuchado Scrooge aquellas palabras? No las había soñado. Tal vez las
había leído el muchacho en voz alta cuando él y el espíritu cruzaban el umbral.
¿Por qué no prosiguió?
La
madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó la mano al rostro.
«Me
duelen los ojos de colorear», dijo.
¿De
colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!
«Ahora
ya están mejor», dijo la esposa de Cratchit. «Me lloran con la luz de la vela y
no quiero, por nada del mundo, que vuestro padre los vea así cuando vuelva a
casa. Ya debe ser casi la hora».
«Más
bien pasa», respondió Peter cerrando el libro. «Pero creo que estas últimas
tardes viene andando más despacio que de costumbre, madre.»
Se
quedaron otra vez muy silenciosos. Finalmente, con una voz firme, animada, que
sólo se quebró una vez, ella dijo:
«Le
recuerdo andando con... le recuerdo andando con Tiny Tim en sus hombros muy
deprisa.»
«Y
yo también», exclamó Peter. «Con frecuencia.»
«¡Y
yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.
«Pero
él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta a la labor, «y su padre le amaba
tanto que no era una molestia, ninguna molestia. ¡Y ahí esta vuestro padre en
la puerta!»
Se
precipitó a su encuentro y el pobre Bob, con su bufanda de lana ‑la necesitaba
el buen hombre‑ entró en la casa. Ya tenía el té preparado en la chapa de la
cocina y todos procuraron anticiparse a los demás para servirle. Después, los
dos jóvenes Cratchit se sentaron en sus rodillas y apoyaron en su rostro una
pequeña mejilla como diciendo: «No te preocupes, padre. No estés triste.»
Bob
estuvo muy animado con ellos y muy agradable con toda la familia. Contempló la
labor que estaba sobre la mesa y alabó la habilidad y rapidez de la señora
Cratchit y las chicas. Quedaría terminada mucho antes del domingo, les dijo.
«¡Domingo!
Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijo su esposa.
«Sí,
queridab, respondió Bob. «Me habría gustado que hubieras podido ir. Te habría
tranquilizado ver lo verde que es ese sitio. Pero ya lo verás con frecuencia.
Le prometí que iría andando un domingo. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró
Bob. «¡Mi niñito!»
Se
desmoronó de una vez. No podía evitarlo. Tal vez hubiera podido si él y su
hijo no hubiesen estado unidos tan estrechamente.
Salió
de la habitación y subió al cuarto de arriba, que estaba alegremente iluminado
y decorado con adornos navideños. Cerca del niño, había una silla y se notaba
que alguien había estado allí poco antes. El pobre Bob se sentó, y después de
meditar un momento se recuperó y besó aquella carita. Se sintió resignado con
lo sucedido y volvió a bajar bastante animado.
Se
agruparon junto al fuego y charlaron; las chicas y la madre continuaron
trabajando. Bob les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del
señor Scrooge, al que apenas había visto una sola vez y sin embargo, al
encontrárselo aquel día en la calle, se había dado cuenta de que Bob parecía
un poco ‑«sólo un poco apagado, ¿verdad?»‑ y le preguntó qué le sucedía. «Se
lo contés, dijo Bob, «porque es el caballero más amable que os podáis imaginar.
«Lo lamento de todo corazón, señor Cratchit», dijo, «y lo lamento de todo
corazón por su buena esposa. Por cierto, no se cómo podía saberlo.»
«¿Saber
qué, cariño?»
«Pues
eso, que tú eras una buena esposas, respondió Bob.
«¡Todo
el mundo lo sabe!», dijo Peter.
«¡Muy
bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob. ‑Eso espero‑. «Lo lamento de todo corazón»
‑dijo él‑, «por su buena esposa. Si de algo les puedo servir» ‑dijo él dándome
su tarjeta‑, «ahí es donde vivo. Le ruego que venga a verme, pero no se trata
de lo que hubiera podido hacer por nosotros; era consolador por la manera tan
afable de decirlo. Realmente parecía como si hubiese conocido a nuestro Tiny
Tim y sintiera nuestro dolor. »
«Tengo
la seguridad de que es un alma bondadosa», dijo la señora Cratchit. «Estarías
más segura, querida, si le hubieras visto y hablado con él. No me
sorprendería, escucha bien lo que te digo, si él consiguiera para Peter una
colocación mejor. »
«¿Has
oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.
«Y
entonces», dijo una de las chicas, «Peter se asociará con otro y se establecerá
por su cuenta. »
«¡Cállate
ya! », replicó Peter gesticulando.
«Es
probable que ocurra un día de éstos», dijo Bob, «aunque para eso hay tiempo de
sobra. Pero aunque nos separemos unos de otros, sea cuando sea, estoy seguro
de que ninguno se olvidará de Tiny Tim, ¿verdad?, la primera separación de uno
de nosostros».
«¡Jamás,
padre! », exclamaron todos.
«Y
ahora yo sé, queridos míos», dijo Bob, «yo sé que cuando recordemos lo
paciente y tranquilo que era, aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, no
reñiremos por naderías, olvidándonos así del pobre Tiny Tim».
«¡No,
jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoy muy contento! »
La
Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos jóvenes Cratchit le
besaron, y Peter y él se estrecharon las manos. ¡Espíritu de Tiny Tim, tu
infantil esencia procedía de Dios!
«Espectro»,
dijo Scrooge, «presiento que ha llegado el momento de separarnos. No se cómo,
pero lo sé. Dime quién era el hómbre muerto que vimos».
El
Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que en anterior ocasión, le trasladó ‑aunque
pensó que eran otros tiempos pues no parecía existir un orden en las últimas
visiones, si bien todas se desarrollaban en el futuro‑ a los lugars
frecuentados por los hombres de negocios, pero a él no se le vela por ninguna
parte. Además, el espíritu no se detenía sino que seguía directamente, como si
se encaminara a una meta ahora deseada, hasta que Scrooge le rogó que se detuviera
unos instantes.
«En
este patios, dijo Scrooge, «que estamos atravesando rápidamente es donde tengo
mi despacho y ahí he trabajado durante largo tiempo. Estoy viendo la casa.
Déjame contemplar cómo estaré en el futuro».
El
espíritu se detuvo pero la mano señalaba a otra parte.
«La
casa está por allá», exclamó Scrooge. «¿Por qué señalas a otro lado?»
El
dedo inexorable no cambió.
Scrooge
se precipitó hacia la ventana de su oficina y miró el interior. Seguía siendo
una oficina, pero no la suya. Los muebles no eran los mismos y el personaje
sentado no era él. El fantasma seguía señalando la misma dirección.
Scrooge
se volvió a unir a él y, deseando saber por qué razón y a dónde iban, le
acompañó hasta una verja. Antes de entrar se detuvo un momento para mirat a su
alrededor.
Un
cementerio parroquial. Así pues, aquí yacía bajo tierra el desdichado hombre
cuyo nombre iba a conocer ahora. ¡El sitio merecía la pena! Emparedado entre
edificios, cubierto de yerbajos ‑vegetación de la muerte, no de la vida‑,
demasiado atiborrado de enterramientos, inflado de voracidad satisfecha.
¡Bonito lugar!
El
espíritu se detuvo entre las rumbas y señaló una. Scrooge avanzó hacia ella
temblando. El fantasma estaba exactamente igual que antes, pero Scrooge tenía
miedo de ver una nueva significación en su solemne forma.
«Antes
de que siga acercándome a esa losa que señalass, dijo Scrooge, «respóndeme a
una pregunta. ¿Son las imágenes de cosas que van a suceder o solamente
imágenes de cosas que podrían suceder? »
Pero
el fantasma señalaba, con el dedo hacia abajo, la rumba que tenía delante.
«El
rumbo de la vida de un hombre presagia cierto final que se producirá si el
hombre perseverax, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo, el final
cambiará. ¡Dime que eso es lo que me estás enseñando!»
El
espíritu permaneció tan incomovible como siempre.
Tembloroso,
Scrooge se arrastró hacia él y, siguiendo la indicación del dedo, leyó en la
losa de la abandonada rumba su propio nombre, EBENEZER SCROOGE.
«¿Soy
yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado.
El
dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.
«¡No,
espíritu! ¡No, no, no!»
Allí
continuaba el dedo.
«¡Espíritu!',
gritó agarrándose con fuerza al manto, «¡escúchame! Ya no soy como antes.
Gracias a este encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Por qué me muestras
todo esto si ya no hay esperanza para mí»
Por
vez primera la mano pareció vacilar.
«
¡Espíritu bueno! », continuó diciendo postrado en el suelo. «Tu benevolencia
intercede en mi favor y me compadece. ¡Dime que todavía puedo modificar las
imágenes que me has mostrado si cambio de vida! »
La
mano benéfica temblaba.
«Haré
honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu a lo largo
de todo el año. Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro; los espíritus de
los tres me darán fuerza interior y no olvidaré sus enseñanzas. ¡Ay! ¡Dime que
podré borrar la inscripción de esta losa»
En
su agonía, se agarró a la mano espectral. La mano trató de soltarse pero
Scrooge la retuvo con fuerza implorante. El espíritu, aún con mayor fuerza, le
rechazó.
Alzando
sus manos en una postrer súplica para cambiar su destino, Scrooge vio una
alteración en la capucha y túnica del fantasma, que se encogió, se desmoronó y
se convirtió en la columna de una cama.
QUINTA
ESTROFA
DESENLACE
FINAL
¡Sí!,
y la columna era suya, de su propia cama, y suya era la habitación. ¡Pero lo
mejor de todo es que el tiempo que le quedaba por delante era su propio tiempo
y podía enmendarse!
Mientras
gateaba para salir de la cama, Scrooge repetía «Viviré en el Pasado, el
Presente y el Futuro. Los tres espíritus del tiempo me ayudarán. ¡Oh, Jacob
Marley! El Cielo y las Navidades sean loados! ¡Lo digo de rodillas, viejo
Jacob, de rodillas! »
Estaba
tan alterado y tan acalorado con sus buenos propósitos que su quebrada voz
apenas le salía. Durante un conflicto con el espíritu había sollozado
violentamente y su rostro aún seguía humedecido por las lágrimas.
«¡No
las han arrancado! », exclamó Scrooge acunando en los brazos una de las coronas
de su cama, «¡no las han arrancado con anillas y todo. Están aquí; yo estoy
aquí y se disiparán las sombras de las cosas que podrían haber sucedido. Sí,
se desvanecerán, lo sé!»
Todo
este tiempo tenía las manos ocupadas en hurgar sus ropas, volviéndolas al
revés, poniendo lo de arriba para abajo, arrancándolas, poniéndoselas mal y
haciendo con ellas toda clase de extravagancias.
«¡No
sé qué hacer!., decía Scrooge llorando y riendo al mismo tiempo, y haciendo con
sus calzas una perfecta representación de Laoconte. «Me siento tan ligero como
una pluma, tan feliz como un ángel, tan conrento como un colegial. Estoy tan
embriagado como un borracho. ¡Feliz Navidad a todos, feliz Año Nuevo para el
mundo entero! ¡Hola eh! ¡Yuupy! ¡Hola!»
Entró
en el salón brincando y allí se quedó de pie, completamente enredado.
«¡Ahí
está el bol de las gachas!», exclamó empezando nuevamente a brincar junto a la
chimenea. «¡La puerta por dónde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡La esquina
donde se sentó el fantasma de la Navidad del presente! ¡La ventana dónde vi a
los espíritus errantes! ¡Todo es verdad, todo ha sucedido de verdad. Ja, ja,
ja!»
Para
un hombre que llevaba sin practicar durante largos años, era realmente una risa
espléndida, una risa de lo más insigne. ¡La madre de una larga, larga
descendencia de radiantes carcajadas!
«¡No
sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sé cuanto tiempo he estado con los
espíritus. No sé nada. Estoy como un niño. Qué más da. No me importa. Es mejor
ser como un niño. ¡Hola! ¡Yuppy! ¡Hola eh!»
Su
paroxismo fue moderado por los repiques de campanas de iglesia más fragorosos
que había escuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán, ding, dong, tilín, tolón!
¡Ah, glorioso, glorioso!
Corrió
a la ventana, la abrió y asomó la cabeza. Ni bruma, ni niebla; claro,
despejado, alegre, estimulante, frío; frío como el sonido de una gaita que
invita a la sangre a bailar. Sol dorado, cielo azul, dulce aire fresco, alegres
campanadas. ¡Ah, glorioso, glorioso!
«¿Qué
día es hoy?», gritó Scrooge a un chico que estaba abajo muy endomingado y que
tal vez deambulaba por allí para fisgarle.
«¿Qué?»,
respondió el chico con el mayor asombro.
«Qué
día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.
«¡Hoy!»,
respondió el muchacho. «Bueno, NAVIDAD.»
«¡Es
el día de Navidad!», dijo Scrooge hablando consigo mismo. «No me lo he perdido.
Los espíritus lo hicieron todo en una sola noche. Pueden hacer lo que quieran.
Naturalmente. Claro que pueden. ¡Hola, amiguito!»
«Hola»,
replicó el chico.
«¿Conoces
la pollería que está a dos calles, en la esquina?», inquirió Scrooge.
«Desearía
haberla conocido», replicó el chaval.
«¡Qué
chico mas inteligente!», dijo Scrooge. «¡Un muchacho notable! ¿Sabes si han
vendido el pavo caro que tenían allí colgado? No digo el barato sino el pavo
grande.»
«¡Cuál?,
¿uno que es tan grande como yo?», dijo el muchacho.
«¡Qué
encanto de chico!», dijo Scrooge. «¡Da gusto hablar con él. Sí, caballerete!»
«Allí
está colgado ahora», respondió el chico.
«¿De
veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprarlo.»
«¡Amos
anda!», exclamó el muchacho.
«No,
no», dijo Scrooge, «hablo en serio. Vete y cómpralo y diles que lo traigan
aquí, que yo les daré la dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con el mozo
y te daré un chelín. ¡Si vuelves con él en menos de cinco minutos te daré
media corona! »
El
chico salió disparado, como si hubiera tenido una mano firme apretando un
gatillo.
«¡Se
lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!», musitó Scrooge, frotándose las
manos y desternillándose de risa. «No sabrá quién se lo manda. Es de un tamaño
doble que Tiny Tim. ¿Joe Miller nunca gastó una broma tan graciosa!»
No
estaba firme la mano con que escribió la dirección, pero la escribió como pudo
y bajó para abrir la puerta de la calle antes de que llegara el hombre de la
pollería. Cuando estaba esperando, la aldaba llamó su atención.
«¡La
amaré mientras viva!», exclamó dándole palmaditas. «Apenas me había fijado en
ella anteriormente. ¡Qué expresión tan honrada tiene en el rostro! ¡Es una
aldaba maravillosa! ¡Aquí está el pavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted?
¡Felices fiestas!»
¡Aquello
era un pavo! Aquel ave no podría haberse sostenido sobre sus patas; las habría
reventado en un momento como si fuesen palillos de lacre.
«Oiga,
es imposible cargar con esto hasta Camdem Town», dijo Scrooge. «Tendrá que ir
en coche.»
La
risa ahogada con que dijo eso, y la risa ahogada con que pagó el pavo, y la
risa ahogada con que pagó el coche, y la risa ahogada con que recompensó al
muchacho, solamente fue superada por la risa ahogada con que se sentó, sin
aliento, otra vez en su butaca, y continuó riéndose ahogadamente hasta que
lloró.
Afeitarse
no era una tarea fácil porque su mano seguía muy temblorosa y para afeitarse es
necesario prestar atención, incluso aunque no se esté bailando mientras uno se
afeita. Pero aunque se hubiera cortado la punta de la nariz, se habría puesto
un esparadrapo y seguiría tan satisfecho.
Se
vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, salió a la calle, llena de gente a
aquellas horas, tal como él había visto con el Fantasma del Presente. Caminando
con las manos a la espalda, Scrooge miraba a todos con sonrisa embelesada.
Ofrecía un aspecto tan entrañable que tres o cuatro personas simpáticas le
dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Que tenga feliz Navidad!» Y Scrooge solía decir
después que esos habían sido los sonidos más alegres que jamás había escuchado.
No
había llegado lejos cuando vio venir hacia él el caballero solemne que, el día
anterior, había entrado en su despacho diciendo: «De Scrooge y Marley, creo».
El corazón le latió con violencia al pensar cómo le miraría aquel viejo caballero
cuando se cruzasen; pero también sabía cuál era el paso a dar, y lo dio.
«Estimado
señor», dijo Scrooge acelerando el paso y asiendo al viejo caballero por ambas
manos. «¿Cómo está Ud.? Espero que haya tenido éxito ayer. Fue muy amable por
su parte. ¡Feliz Navidad, señor!»
«¿El
señor Scrooge?»
«Sí»,
dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me temo que no le resulte grato. Permítame
pedirle perdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge le murmuró algo al
oído.
«¡Dios
mío!», exclamó el caballero como si se le hubiera cortado la respiración. «Mi
estimado señor Scrooge, ¿lo dice en serio?»
«Se
lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo menos. Le aseguro que van incluidos
muchos atrasos. ¿Me hará Vd. este favor?»
«Mi
estimado señor», dijo el otro estrechándole las manos. «¡No sé qué decir ante
tal munifi...»
«No
diga nada, por favor, atajó Scrooge. «Venga a verme. ¿Vendrá a visitarme?»
«¡Lo
haré!», exclamó el caballero, y estaba claro que esa era su intención.
«Gracias»,
dijo Scrooge. «Muy agradecido. Un millón de gracias. ¡Adiós!»
Estuvo
en la iglesia, deambuló por las calles, contempló a la gente apresurándose de
un lado para otro, dio palmaditas en la cabeza de los niños, se interesó por
los mendigos, miró las cocinas de las casas, abajo, y las ventanas de arriba, y
descubrió que todo le resultaba un placer. Nunca había imaginado que un paseo
le pudiera reportar tanta felicidad. Por la tarde, encaminó sus pasos hacia la
casa de su sobrino.
Pasó
por delante de la puerta una docena de veces antes de acumular el valor
suficiente para subir y llamar. Peto tuvo el atranque y lo hizo.
«¿Está
el señor en casa, guapa?», dijo Scrooge a la chica. «¡Guapa chica, en verdad!»
«Sí,
señor»
«¿Dónde
está, cariño? », dijo Scrooge.
«Está
en el comedor, señor, con la señora. Le acompañaré arriba, por favor. »
«Gracias.
Ya me conoce», dijo Scrooge con la mano puesta en la manilla del comedor. «Voy
a entrar, guapa».
Abrió
la puerta suavemente y asomó la cara. Ellos estaban revisando la mesa
(magníficamente puesta), pues estas parejas jóvenes siempre se ponen nerviosos
con cosas así y les gusta que todo esté como es debido.
«¡Fred!,
dijo Scrooge.
«¡Ay,
Señor, qué susto se llevó la sobrina política! Scrooge había olvidado que
estaba sentada en el rincón, con el escabel, si no, por nada del mundo lo
habría hecho. »
«¡Válgame
Dios! ¿Quién es? », exclamó Fred.
«Soy
yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar. ¿Puedo quedarme, Fred? »
¡Que
si podía! Fue una suerte que no se le cayera el brazo con las sacudidas. En
cinco minutos se sentía como en su casa. Nada podía ser más entrañable. La
sobrina era igual que la había visto. Y Topper, cuando llegó. Y la hermana
rellenita, y todos los demás. ¡Maravillosa reunión, maravillosos juegos,
maravillosa concordia, ma‑ra‑vi‑llo‑sa felicidad!
Pero
a la mañana seguiente llegó temprano a la oficina. ¡Si pudiera ser el primero y
sorprender a Bob Cratchit llegando con retraso! En ello había puesto todo su
empeño.
¡Y
lo consiguió; sí, lo consiguió! En el reloj dieron las nueve. Bob sin
aparecer. Dieron las nueve y cuarto. Bob sin aparecer. Llegó con diciocho
minutos y medio de retraso. Scrooge se sentó con la puerta abierta para verle
entrar en la Cisterna.
Antes
de abrir la puerta ya se había quitado el sombrero y también la bufanda; en un
santiamén ya estaba en su taburete, trabajando intensamente con el lapicero
como si intentara dar marcha atrás al tiempo.
«¡Hola!
», gruñó Scrooge, fingiendo lo mejor que supo su voz habitual. «¿Qué significa
esto de llegar a estas horas? »
«Lo
siento mucho, señor», dijo Bob. «Me he retrasado» «¿Se ha retrasado?», repitió
Scrooge. «Sí. Eso creo. Haga el favor de venir».
«Es
la única vez en todo el año, señor», se excusó Bob saliendo de la Cisterna.
«No se volverá a repetir. Ayer tuvimos un poco de fiesta, señor».
«Pues
le diré una cosa, amigo mio», dijo Scrooge, «no voy a continuar consintiendo
cosas como ésta. Y por consiguiente», prosiguió, saltando de su asiento y
aplicando a Bob tal empujón en el chaleco que le hizo retroceder tambaleándose
hasta la Cisterna otra vez, «y por consiguiente ¡estoy a punto de subirle el
sueldo! »
Bob
temblaba y se acercó un poco más a la vara de medir. Por un instante, tuvo la
idea de pegar a Scrooge con ella, sujetarle y pedir ayuda a la gente del patio
y ponerle una camisa de fuera.
«¡Feliz
Navidad, Bob! » dijo Scrooge con inconfundible acento de sinceridad, al tiempo
que le daba palmadas en la espalda. «¡La más Feliz Navidad, Bob, mi buen
compañero, que yo le haya deseado en muchos años! Le aumento el sueldo y me
propongo auxiliar a su necesitada familia; ¡trataremos sus asuntos esta misma
tarde ante un bol navideño de «obispo» humeante, Bob! ¡Atice las estufas y
compre otro cubo de carbón antes de ponerse a escribir ni el punto de una «i»,
Bob Cratchit!»
Scrooge
cumplió más de lo prometido. Lo hizo todo y muchísimo más; fue un segundo
padre para Tiny Tim, que no murió. Se convirtió en el amigo, amo y hombre más
bueno que se conoció en la vieja y buena ciudad o en cualquier otra buena
ciudad, pueblo o parroquia del bueno y viejo mundo. Algunas personas se reían
al ver el cambio, pero él las dejaba reírse sin prestarles atención pues era lo
bastante sabio para darse cuenta de que nada bueno sucede en este globo sin que
determinadas personas se harten de reír al principio; sabía que tales personas
siempre estarían ciegas y consideraba el malicioso brillo y arrugas de sus
ojos como una enfermedad cualquiera, con manifestaciones menos atractivas. Su
propio corazón reía y con eso le bastaba.
No
volvió a tener trato con aparecidos, pero en adelante vivió bajo el Principio
de Abstinencia Total y siempre se dijo de él que sabía mantener el espíritu de
la Navidad como nadie. ¡Ojalá se pueda decir lo mismo de nosotros, de todos
nosotros! Y así, como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos, a cada uno
de nosostros!
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