.

.

search google

.

.

¡Gana Dinero con MePagan.com!

viernes, 3 de junio de 2011

Julio Verne Miguel Strogoff 1ªparte


Julio Verne
Miguel Strogoff


PRIMERA PARTE




5
UN DECRETO EN DOS ARTíCULOS
Nijni-Novgorod, o Novgorod la Baja, situada en la confluencia del Volga y del Oka,
es la capital del gobierno de este nombre. Era allí donde Miguel Strogoff debía
abandonar la línea férrea, que en esta época no se prolongaba más alláde esta ciudad.
Así pues, a medida que avanzaba, los medios de comunicacion se volvían menos
rápidos, a la vez que más inseguros.
Nijni-Novgorod, que en tiempqs ordinarios no contaba más que de treinta a treinta y
cinco mil habitantes, albergaba ahora más de trescientos mil, o sea, que su población se
había decuplicado. Este crecimiento era debido a la célebre feria que se celebraba dentro
de sus muros durante un período de tres semanas. En otros tiempos había sido
Makariew quien se había beneficiado de esta concurrencia de comerciantes; pero desde
1817, la feria había sido trasladada a Nijni-Novgorod.
La ciudad, bastante triste habitualmente, presentaba entonces una animación
extraordinaria. Diez razas diferentes de comerciantes, europeos o asiáticos,
confraternizaban bajo la influencia de las transacciones comerciales.
Aunque la hora en que Miguel Strogoff salió de la estación era ya avanzada, se velan
aun grandes grupos de gente en estas dos ciudades que, separadas por el curso del
Volga, constituyen Nijni-Novgorod, la más alta de las cuales, edificada sobre una roca
escarpada, está defendida por uno de esos fuertes llamados kreml en Rusia.
Si Miguel Strogoff se hubiese visto obligado a permanecer en Nijni-Novgorod,
difícilmente hubiera encontrado hotel o ni siquiera posada un tanto conveniente porque
todo estaba lleno. Sin embargo, como no podía marchar inmediatamente porque le era
necesario tomar el buque a vapor del Volga, debía encontrar cualquier albergue. Pero
antes quería conocer la hora exacta de salida del vapor, por lo que se dirigió a las
oficinas de la compañía propietaria de los buques que hacen el servicio entre Nijni-
-Novgorod y Perm.
Allí, para su disgusto, se enteró de que el Cáucaso -éste era el nombre del buque- no
salía hacia Perrn hasta el día siguiente al mediodía. ¡Tenía que esperar diecisiete horas!
Era desagradable para un hombre con tanta prisa, pero no tuvo más remedio que
resignarse. Y fue lo que hizo, porque él no se disgustaba jamás sin motivo.
Además, en las circunstancias actuales, ningún coche, talega o diligencia, berlina o
cabriolé de posta ni veloz caballo, le hubiera conducido tan rápido, bien sea a Perm o a
Kazan. Por ello más valía esperar la partida del vapor, que era más rápido que ningún
otro medio de transporte de los que podía disponer y que le haría recuperar el tiempo
perdido.
He aquí, pues, a Miguel Strogoff, paseando por la ciudad y buscando, sin
impacientarse demasiado, un albergue donde pasar la noche. Pero no se hubiera
preocupado mucho si no fuera por el hambre que le pisaba los talones, y
probablemente hubiera deambulado hasta la mañana siguiente por las calles de
Nijni-Novgorod. Por eso, lo que se proponía encontrar era, más que una cama, una
buena cena, pero encontró ambas cosas en la posada Ciudad de Constantinopla.
El posadero le ofreció una habitación bastante aceptable, no muy llena de muebles,
pero en la que no faltaban ni la imagen de la Virgen ni las de algunos iconos,
enmarcadas en tela dorada. Inmediatamente le fue servida la cena, teniendo suficiente
con un pato con salsa agria y crema espesa, pan de cebada, leche cuajada, azúcar en
polvo mezclado con canela y una jarra de kwass, especie de cerveza muy comun en
Rusia. No le hizo falta más para quedar saciado. Y, por supuesto, se sació mucho más
que su vecino de mesa que en su calidad de «viejo creyente» de la secta de los
Raskolniks, con voto de abstinencia, apartaba las patatas de su plato y se guardaba
mucho de ponerle azúcar a su té.
Terminada su cena, Miguel Strogoff, en lugar de subir a su habitacion, reemprendió
maquinalmente su paseo a través de la ciudad. Pero pese a que el largo crepúsculo se
prolongaba todavía, las calles iban quedándose, poco a poco, desiertas, reintegrándose
cada cual a su alojamiento.
¿Por qué Miguel Strogoff no se había metido en la cama como era lo lógico después
de toda una jornada pasada en el tren? ¿Pensaba en aquella joven livoniana que durante
algunas horas había sido su compañera de viaje? No teniendo nada mejor que hacer,
pensaba en ella. ¿Creía que, perdida en esta tumultuosa ciudad, estaba expuesta a
cualquier insulto? Lo temía, y tenía sus razones para temerlo. ¿Esperaba, pues,
encontrarla y, en caso necesario, convertirse en su protector? No. Encontrarla era
difícil y en cuanto a protegerla... ¿Con qué derecho?
« ¡Sola -se decía-, sola en medio de estos nómadas! ¡Y los peligros presentes no son
nada comparados con los que le esperan! ¡Siberia! ¡Irkutsk! Lo que yo voy a intentar
por Rusia y por el Zar ella lo va a hacer por... ¿Por quién? ¿Por qué? ¡Y tiene
autorización para traspasar la frontera! ¡Con todo el país sublevado y bandas tártaras
corriendo por las estepas ... !»
Miguel Strogoff se detuvo para reflexionar durante algunos instantes.
«Sin duda -pensó- la intención de viajar la tuvo antes de la invasión. Puede ser que
ignore lo que está pasando... Pero no; los mercaderes comentaron delante de ella los
disturbios que hay en Siberia y ella no pareció asombrarse... Ni siquiera ha pedido una
explicación... Lo sabía y sin embargo continúa... ¡Pobre muchacha! ¡Ha de tener
motivos muy poderosos! Pero por valiente que sea -y lo es mucho, sin duda-, sus
fuerzas la traicionarán durante el viaje porque, aun sin tener en cuenta los peligros y
las dificultades, no podrá soportar las fatigas y nunca conseguirá llegar a Irkutsk ... »
Mientras reflexionaba, Miguel Strogoff no cesaba de caminar al albur, pero como
conocía perfectamente la ciudad, no tendría dificultad alguna en encontrar el camino de
la pensión.
Después de haber deambulado durante una hora fue a sentarse en un banco adosado a
la fachada de una gran casa de madera que se levantaba en medio de otras muchas que
rodeaban una vasta plaza.
Estaba sentado hacía unos cinco minutos cuando una mano se apoyó fuertemente en
su hombro.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó con voz ruda un hombre de elevada estatura al que no
había visto venir.
-Estoy descansando -le respondió Miguel Strogoff.
-¿Es que tienes la intención de pasar aquí la noche? -replicó el hombre.
-Sí, si ello me interesa -contestó Miguel Strogoff con un tono demasiado acre para
pertenecer a un simple comerciante, que es lo que él debía ser.
-Acércate para que te vea -dijo el hombre.
Miguel Strogoff, acordándose que debía ser prudente antes que nada, retrocedió
instintivamente.
-No hay ninguna necesidad de que me veas -respondió.
Y con toda su sangre fría, interpuso entre él y su interlocutor una distancia de unos
diez pasos.
Observándolo bien, le pareció entonces que se las había con uno de esos bohemios
que uno se encuentra en todas las ferias y con los cuales hay que evitar cualquier tipo
de relación. Después, mirándolo más atentamente a través de las sombras que
comenzaban a espesarse, distinguió cerca de la casa un gran carretón, morada habitual
y ambulante de los cíngaros o gitanos que acuden en Rusia como un hormiguero allá
donde hay algunos kopeks a ganar.
Mientras tanto, el bohemio había dado dos o tres pasos adelante y se preparaba para
interpelar más directamente a Miguel Strogoff, cuando se abrió la puerta de la casa y
apareció una mujer, apenas visible entre las sombras, la cual avanzó vivamente y, en
un lenguaje rudo que Miguel Strogoff identificó como una mezcolanza de mongol y
siberiano, dijo:
-¿Otro espía? Déjalo y vente a cenar. El papluka está esperando.
Miguel Strogoff no pudo evitar sonreírse por la calificación que le aplicaba la mujer,
precisamente a él, que temía sobremanera a los espías.
El hombre, en el mismo lenguaje, pero empleando un acento muy distinto al de la
mujer, respondió algunas palabras que venían a decir, poco más o menos:
-Tienes razón, Sangarra. Por lo demás, mañana nos habremos ido.
-¿Mañana? -replicó a media voz la mujer, con un tono que denotaba cierta sorpresa.
-Sí, Sangarra, mañana -respondió el bohemio- y es el mismo Padre el que nos envía...
adonde queremos ir.
Y después de esto, hombre y mujer entraron en la casa, cerrando cuidadosamente la
puerta tras ellos.
«¡Bueno! -se dijo Miguel Strogoff-. Si estos bohemios tienen interés en que no les
entienda, tendría que aconsejarles que empleasen otra lengua para hablar delante de mí!
»
En su calidad de siberiano y por haber pasado toda su infancia en la estepa, Miguel
Strogoff -como queda dicho- comprendía casi todos los idiomas empleados desde
Tartaria al océano Glacial. En cuanto al preciso significado de las palabras de los
bohemios, no se preocupó demasiado por avenguarlo. ¿Qué interés podía tener para
él?
Como era ya hora avanzada, Miguel Strogoff decidió volverse al albergue con la
intención de descansar un poco. Siguiendo el curso del Volga, en donde las aguas
desaparecen bajo las sombras de innumerables embarcaciones, encontró fácilmente la
forma de orientarse para volver a la pensión. Aquella aglomeración de carretones y
casas ocupaba, precisamente, la vasta plaza donde se celebraba cada año el principal
mercado de Nijni-Novgorod, lo cual explicaba la afluencia de tal cantidad de saltimbanquis
y bohemios que acudían de todas partes del mundo.
Una hora más tarde, Miguel Strogoff dormía con sueño algo agitado, en una de esas
camas rusas que tan duras parecen a los extranjeros. El día siguiente, 17 de julio, sería
su gran día.
Las cinco horas que le quedaban aún por pasar en Nijni-Novgorod le parecían un
siglo. ¿Qué podía hacer para ocupar la mañana, como no fuese deambular por las calles
como la víspera? Una vez tomado su desayuno, arreglado el saco y visado su
podaroshna en la oficina de policía, no tenía nada más que hacer hasta la hora de la
partida. Pero como no estaba acostumbrado a levantarse después que el sol, se vistió,
colocó cuidadosamente la carta con las armas imperiales en el fondo de un bolsillo
practicado en el forro de la túnica, apretó el cinturón sobre ella, cerró el saco de viaje y
echándoselo sobre los hombros salió de la posada. Como no quería volver a la Ciudad
de Constantinopla, liquidó su cuenta, contando con almorzar a orillas del Volga, cerca
del embarcadero.
Para mayor seguridad, Miguel Strogoff volvió a presentarse en las oficinas de la
compañía para reafirmarse de que el Cáucaso partía a la hora que le habían anunciado.
Un pensamiento le vino entonces a la mente por primera vez. Ya que la joven livoniana
había de tomar la ruta de Perm, era muy posible que tuviera el proyecto de embarcar
también en el Cáucaso, con lo que no tendrían más remedio que hacer el viaje juntos.
La ciudad alta, con su kremln, cuyo perímetro medía dos verstas y era muy parecido
al de Moscú, estaba muy abandonada en aquella ocasión; ni siquiera el gobernador
vivía allí. Sin embargo, la ciudad baja estaba excesivamente animada.
Miguel Strogoff, después de atravesar el Volga por un puente de madera guardado
por cosacos a caballo, llegó al emplazamiento en donde la víspera se había tropezado
con el campamento de bohemios. La feria de Nijni-Novgorod se montaba un poco en
las afueras de la ciudad y ni siquiera la feria de Leipzig podía rivalizar con ella. En una
vasta explanada situada más allá del Volga se levanta el palacio provisional del
gobernador general, que tiene la orden de residir allí mientras dura la feria, ya que a
causa de la variada gama de elementos que a ella concurrian, necesitaba una vigilancia
especial.
Esta explanada estaba ahora llena de casas de madera, simétricamente dispuestas, de
forma que dejaban entre ellas avenidas bastante amplias como para que pudiera circular
libremente la multitud. Una aglomeración de casas de todas formas y tamaños
constituía un barrio aparte y en cada una de estas aglomeraciones se practicaba un
género determinado de comercio. Había el barrio de los herreros, el de los cueros, el de
la madera, el de las lanas, el de los pescados secos, etc. Algunas de estas casas estaban
construidas con materiales de alta fantasía, como ladrillos de té, bloques de carne
salada, etc., es decir, con las muestras de aquellos artículos que los propietarios
ofrecían a los compradores con esa singular forma de reclamo tan poco americana.
En esas avenidas bañadas en toda su extensión por el sol, que había salido antes de
las cuatro, la afluencia de gente era ya considerable. Rusos, siberianos, alemanes,
griegos, cosacos, turcos, indios, chinos; mezcla extraordinaria de europeos y asiáticos
comentando, discutiendo, perorando y traficando. Todo lo que se pueda comprar y
vender parecía estar reunido en esa plaza. Porteadores, caballos, camellos, asnos,
barcas, carros, todo vehículo que pudiera servir para el transporte estaba acumulado
sobre el campo de la feria. Cueros, piedras preciosas, telas de seda, cachemires de la
India, tapices turcos, armas del Cáucaso, tejidos de Esmirna o de Ispahan, armaduras
de Tiflis, té, bronces europeos, relojes de Suiza, terciopelos y sedas de Lyon,
algodones ingleses, artículos para carrocerías, frutas, legumbres, minerales de los
Urales, malaquitas, lapizlázuli, perfumes, esencias, plantas medicinales, maderas,
alquitranes, cuerdas, cuernos, calabazas, sandías, etc. Todos los productos de la India,
de China, de Persia, los de las costas del mar Caspio y mar Negro, de América y de
Europa, estaban reunidos en aquel punto del globo.
Había un movimiento, una excitación, un barullo y un griterío indescriptibles y la
expresividad de los indígenas de clase inferior iba pareja con la de los extranjeros, que
no les cedían terreno sobre ningun punto. Había allí mercaderes de Asia central que habían
empleado todo un año para atravesar tan inmensas llanuras escoltando sus
mercancías, y los cuales no volverían a ver sus tiendas o sus despachos hasta dentro de
otro año. En fin, la importancia de la feria de Nijni-Novgorod era tal que la cifra de las
transacciones no bajaba de los cien millones de rublos.
Aparte, en las plazas de los barrios de esta ciudad improvisada, había una
aglomeración de vividores de toda clase: saltimbanquis y acróbatas, que ensordecían
con el ruido de sus orquestas y las vociferaciones de sus reclamos; bohemios llegados
de las montañas que decían la buenaventura a los bobalicones de entre un público en
continua renovacion; cingaros o gitanos -nombre que los rusos dan a los egipcios, que
son los antiguos descendientes de los coptos-, cantando sus más animadas canciones y
bailando sus danzas más originales; actores de teatrillos de feria que representaban
obras de Shakespeare, muy apropiadas al gusto de los espectadores, que acudían en
tropel. Después, a lo largo de las avenidas, domadores de osos que paseaban en plena
libertad a sus equilibristas de cuatro patas; casas de fieras que retumbaban con los
roncos rugidos de los animales, estimulados por el látigo acerado o por la vara del
domador; en fin, en medio de la gran plaza central, rodeados por un cuádruple círculo
de desocupados admiradores, un coro de «remeros del Volga», sentados en el suelo
como si fuera el puente de sus embarcaciones simulaban la acción de remar bajo la
batuta de un director de orquesta, verdadero timonel de su buque imaginario.
Por encima de la multitud, una nube de pájaros se escapaba de las jaulas en que
habían sido transportados. ¡Costumbre bizarra y hermosa! Según una tradición muy
arraigada en la feria de Nijni-Novgorod, a cambio de algunos kopeks caritativamente
ofrecidos por buenas personas, los carceleros abrían las puertas a sus prisioneros y
éstos volaban a centenares, lanzando sus pequeños y alegres trinos.
Tal era el aspecto que ofrecía la explanada y así permanecería durante las seis
semanas que ordinariamente duraba la feria de Nijni-Novgorod. Después de este
ensordecedor período, el inmenso barullo desaparecería como por encanto, y la ciudad
alta reemprendería su carácter oficial, la ciudad baja volvería a su monotonía ordinaria
y de esta enorme afluencia de comerciantes pertenecientes a todos los lugares de
Europa y Asia central, no quedaría ni un solo vendedor con algo que vender, ni un solo
comprador que buscase alguna cosa que comprar.
Conviene precisar que, esta vez al menos, Francia e Inglaterra estaban cada una
representada en el gran mercado de Nijni-Novgorod por uno de los productos más
distinguidos de la civilizacion moderna: los señores Harry Blount y Alcide Jolivet.
En efecto, los dos corresponsales habían venido en busca de impresiones que
pudieran servirles en provecho de sus lectores y ocupaban de la mejor forma las horas
que les quedaban libres, ya que ellos también embarcaban en el Cáucaso.
En el campo de la feria se encontraron precisamente uno y otro, pero no se
mostraron muy sorprendidos, ya que un mismo instinto debía conducirles tras la
misma pista; pero esta vez no entablaron conversación y limitáronse a cruzar un
saludo bastante frío.
Alcide Jolivet, optimista por naturaleza, parecía creer que todo iba sobre ruedas y,
como el azar le había proporcionado por suerte para él mesa y albergue, había anotado
en su bloc algunas frases particularmente favorables para la ciudad de Nijni-Novgorod.
Por el contrario, Harry Blount, después de haber buscado inútilmente un sitio para
cenar, había tenido que dormir a la intemperie, por lo que su apreciación de las cosas
tenía un muy distinto punto de vista y trenzaba un artículo demoledor contra una
ciudad en la cual los hoteles se niegan a recibir a los viajeros que no piden otra cosa que
dejarse despellejar «moral y materialmente».
Miguel Strogoff, con una mano en el bolsillo y sosteniendo con la otra su larga pipa
de madera de cerezo, parecía el más indiferente y el menos impaciente de los hombres.
Sin embargo, en una cierta contracción de sus músculos superficiales, un observador
hubiera reconocido fácilmente que tascaba el freno.
Desde hacía unas dos horas deambulaba por las calles de la ciudad para volver,
invariablemente, al campo de la feria. Circulando entre los diferentes grupos, observó
que una real inquietud embargaba a todos los comerciantes llegados de los lugares vecinos
de Asia. Las transacciones se resentían visiblemente. Que los bufones,
saltimbanquis y equilibristas hicieran gran barullo frente a sus barracas se comprendía,
ya que estos pobres diablos no tenían nada que perder en ninguna operación comercial,
pero los negociantes dudaban en comprometerse con los traficantes de Asia central,
sabiendo a todo el país turbado por la invasión tártara.
También había otro síntoma que debía ser señalado. En Rusia el uniforme militar
aparece en cualquier ocasión. Los soldados se mezclan voluntariamente entre el gentío
y, precisamente en Nijni-Novgorod durante el período de la feria, los agentes de la
policía están ayudados habitualmente por numerosos cosacos que, con la lanza sobre
el hombro, mantienen el orden en esta aglomeración de trescientos mil extranjeros.
Sin embargo, aquel día, los cosacos u otras clases de militares, estaban ausentes del
gran mercado. Sin duda, en previsión de una partida inmediata, estaban concentrados
en sus cuarteles.
Pero, mientras no se veía un soldado por ninguna parte, no ocurría así con los
oficiales ya que, desde la víspera, los ayudas de campo con destino en el Palacio del
gobernador se habían lanzado en todas direcciones, todo lo cual constituía un
movimiento desacostumbrado que sólo podía explicarse dada la gravedad de los
acontecimientos. Los correos se multiplicaban por todos los caminos de la provincia,
ya hacia Wladimir, ya hacia los montes Urales. El cambio de despachos telegráficos
entre Moscú y San Petersburgo era incesante. La situación de Nijni-Novgorod, no lejos
de la frontera siberiana, exigla evidentemente serias precauciones. No se podía olvidar
que en el siglo XIV la ciudad había sido tomada dos veces por los antecesores de estos
tártaros que ahora la ambición de Féofar-Khan lanzaba a través de las estepas
kirguises.
Un alto personaje, no menos ocupado que el gobernador general, era el jefe de
policía. Sus agentes y él mismo, encargados de mantener el orden, de atender las
reclamaciones, de velar por el cumplimiento de los reglamentos, no descansaban un
instante. Las oficinas de la administración, abiertas día y noche, se veían asediadas
incesantemente, tanto por los habitantes de la ciudad como por los extranjeros, europeos
o asiáticos.
Miguel Strogoff se encontraba precisamente en la plaza central cuando se extendió el
rumor de que el jefe de policía acababa de ser llamado urgentemente al palacio del
gobernador general. Un importante mensaje, se decía, había motivado esta llamada.
El jefe de policía se presentó, pues, en el palacio del gobernador y enseguida, como
por un presentimiento general, la noticia circulaba entre la gente; contra toda previsión
y contra toda costumbre, iba a ser tomada una medida grave.
Miguel Strogoff escuchaba cuanto se decía para, en caso de necesidad, sacar
provecho de las noticias.
-¡Se va a cerrar la frontera! -gritaba uno.
-¡El regimiento de Nijni-Novgorod acababa de recibir orden de marcha! -respondía
otro.
-¡Se dice que los tártaros amenazan Tomsk!
-¡Aquí llega el jefe de policía! -se oyó gritar por todas partes.
Súbitamente se produjo un gran barullo que fue disminuyendo poco a poco hasta que
fue sustituido por un silencio absoluto. Todos presentían que el gobernador iba a dar
algún comunicado grave.
El jefe de policía, precedido por sus agentes, acababa de abandonar el palacio del
gobernador general. Un destacamento de cosacos le acompañaba e iba abriendo paso
entre la multitud a fuerza de golpes, violentamente dados y pacientemente recibidos.
El jefe de policía llegó al centro de la plaza y todo el mundo pudo ver que tenía un
despacho en la mano.
«DECRETO DEL GOBERNADOR DE NIJNI-NOVGOROD.
»Artículo primero. Prohibido a todo individuo de nacionalidad rusa abandonar la
provincia, bajo ningún concepto.
»Artículo segundo. Se da la orden a todos los extranjeros de origen asiático de
abandonar la provincia en el plazo máximo de veinticuatro horas.»
6
HERMANO Y HERMANA
Estas medidas, tan funestas para los intereses privados, estaban justificadas por las
circunstancias.
«Prohibido a todo individuo de nacionalidad rusa abandonar la provincia bajo ningun
concepto.» Si Ivan Ogareff se encontraba aún en la provincia, esto le impediría, o le
impondría serias dificultades al menos, reunirse con Féofar-Khan, con lo que el terrible
jefe tártaro contaría con un gran auxiliar.
« Orden a todos los extranjeros de origen asiático de abandonar la provincia en el
plazo máximo de veinticuatro horas.» Esto significaba alejar en bloque a los traficantes
venidos de Asia central, así como a las tribus de bohemios, egipcios y gitanos, que
tienen más o menos afinidad con las poblaciones tártaras o mongoles y a los cuales
había reunido la feria. Por cada persona era de temer un espia, por lo que su expulsión
era aconsejable, dado el estado de cosas.
Pero se comprende fácilmente que estos dos artículos hicieron el efecto de dos rayos
abatiéndose sobre la ciudad de Nijni-Novgorod, necesariamente más amenazada y más
perjudicada que ninguna otra.
Así pues, los nacionales que tenían negocios que les reclamaban más allá de la
frontera siberiana no podían dejar la provincia, momentáneamente al menos. El tono
del primer artículo era serio. No admitía excepciones. Todo interés privado debía
sacrificarse ante el interés general. En cuanto al segundo artículo del decreto, la orden
de expulsión era, asimismo, inapelable. No concernía a otros extranjeros que a los de
origen asiático, pero éstos no tenían más remedio que empaquetar sus mercancias y
reemprender la ruta que acababan de recorrer. En cuanto a todos los saltimbanquis,
cuyo número era considerable, tenían cerca de mil verstas que recorrer antes de llegar a
la frontera mas proxima y para ellos esto significaba la miseria a corto plazo.
Inmediatamente se elevó un clamor de protesta contra esta insólita medida, un grito
de desesperación que fue prontamente reprimido por los cosacos y los agentes de
policía. Casi al instante comenzó el desmantelamiento de la vasta explanada. Se
plegaron las telas tendidas delante de las barracas; los teatrillos de feria se desarmaron;
cesaron los bailes y las canciones; se desmontaron los tenderetes; se apagaron las
fogatas; se descolgaron las cuerdas de los equilibristas; los viejos caballos que
arrastraban aquellas viviendas ambulantes fueron sacados de las cuadras para ser
enjaezados a las mismas. Agentes y soldados, con el látigo o la fusta en la mano,
estimulaban a los rezagados y derribaban algunas de las tiendas, incluso antes de que
los pobres bohemios hubieran tenido tiempo de abandonarlas. Evidentemente, bajo la
influencia de tales medidas, antes de la llegada de la tarde, la plaza de Nijni-Novgorod
estaría totalmente evacuada y al tumulto del gran mercado le sucedería el silencio del
desierto.
Es preciso repetir todavía, porque se trataba de una agravación obligada de las
medidas, que a estos nómadas a los que les afectaba directamente el decreto de
expulsión, les estaban también prohibidas las estepas siberianas y no tendrían más
remedio que dirigirse hacia el sur del mar Caspio, bien a Persia, a Turquía o a las
planicies del Turquestán.
Los puestos del Ural y de las montañas que forman como una prolongación de este
río sobre la frontera rusa, no podían traspasarlos. Tenían, pues, ante ellos, un millar de
verstas que se verían obligados a atravesar, antes de pisar suelo libre.
En el momento en que el jefe de policía acabó la lectura del decreto, por la mente de
Miguel Strogoff cruzó instintivamente un pensamiento:
«¡Singular coincidencia -pensó- entre este decreto que expulsa a los extranjeros
originarios de Asia y las palabras que se cruzaron anoche entre los dos bohemios de
raza gitana! “Es el Padre mismo quien nos envía adonde queremos ir”. dijo el hombre.
Pero “el Padre” ¡es el Emperador! ¡No se le designa de otra forma entre el pueblo!
¿Cómo estos bohemios podían prever la medida tomada contra ellos?, ¿cómo la conocían
con anticipación y dónde quieren ir? ¡He aquí gente sospechosa a la cual el decreto
del gobernador parece serle más útil que perjudicial! »
Pero estas reflexiones, seguramente exactas, fueron cortadas por otra que ocuparía
todo el ánimo de Miguel Strogoff. Y olvidó a los gitanos, sus sospechosos propósitos
y hasta la extraña coincidencia que resultaba de la publicación del decreto... El recuerdo
de la joven livoniana se le presentó súbitamente.
-¡Pobre niña! -exclamo como a pesar suyo no podrá atravesar la frontera...
En efecto, la joven había nacido en Riga, era livoniana y, por consecuencia, de
nacionalidad rusa y no podía, por tanto, abandonar el territorio ruso. El permiso que se
le había extendido antes de las nuevas medidas, evidentemente ya no era válido. Todos
los caminos de Siberia le estaban inexorablemente cerrados y, cualquiera que fuese el
motivo que la conducía a Irkutsk, ahora le estaba totalmente prohibido.
Este pensamiento preocupó vivamente a Miguel Strogoff, el cual se decía, aunque
muy vagamente al principio, que sin descuidar nada de lo que su importante misión
exigía de él, quizá le fuera posible servir de alguna ayuda a esta valiente muchacha. La
idea le agradó. Conocedor de los peligros que él mismo, siendo hombre enérgico y
vigoroso, tenía personalmente que afrontar en un país del cual conocía perfectamente
todas las rutas, no tenía más remedio que pensar en que estos peligros serían infinitamente
más temibles para una joven. Ya que iba a Irkutsk, tenía que seguir su misma
ruta, viéndose obligada a atravesar las hordas de invasores, como él mismo iba a
intentar conseguir. Si. por otra parte, ella no tenía a su disposición más que los
recursos necesarios para un viaje en circunstancias ordinarias, ¿cómo podría llevarlo a
cabo en unas condiciones que las circunstancias habían hecho, no solamente peligrosas,
sino tan costosas?
«¡Pues bien! -se dijo, ya que toma la ruta de Perm, es casi imposible que no la
encuentre. Así podré velar por ella sin que se dé cuenta, y como me da la impresión de
que tiene tanta prisa como yo por llegar a Irkutsk, no,me ocasionará ningun retraso.»
Pero un pensamiento sugiere otro y no había pensado hasta entonces que en la
hipótesis de que pudiera realizar esta buena acción, recibiría un buen servicio. Una idea
nueva acababa de nacer en su mente y la cuestión se presentó ante él bajo otro aspecto.
«De hecho -se dijo- yo puedo tener más necesidad de ella que ella de mí. Su
presencia no me será perjudicial y me servirá para alejar de mí las sospechas, ya que
un hombre corriendo solo a través de la estepa puede fácilmente ser tenido por un correo
del Zar. Si, por el contrario, me acompaña esta joven, puedo tranquilamente pasar
ante los ojos de todos como el Nicolás Korpanoff de mi podaroshna. Es, pues,
necesario que me acompañe. ¡Es preciso encontrarla! ¡No es probable que desde ayer
por la tarde haya conseguido encontrar un coche para abandonar Nijni-Novgorod! ¡A
buscarla, pues, y que Dios me guíe! »
Miguel Strogoff abandonó la gran plaza de Nijni-Novgorod, en donde el tumulto
provocado por la ejecución de las medidas prescritas había llegado a su punto álgido.
Recriminaciones de los extranjeros proscritos, gritos de los agentes y cosacos que la
emprendían a golpes con ellos... Era un barullo indescriptible. La joven que buscaba no
podía estar allí. Eran las nueve de la mañana. El vapor no partía hasta el mediodía, por
tanto, Miguel Strogoff disponía de unas dos horas para encontrar a aquella que quería
convertir en su compañera de viaje.
Atravesó de nuevo el Volga y recorrió otra vez los barrios de la otra orilla, donde la
multitud era bastante menos considerable. Puede decirse que revisó calle por calle de la
ciudad alta y baja, entró en las iglesias, refugio natural de todo aquel que llora, de todo
el que sufre y en ninguna parte encontró a la joven livoniana.
-Y, sin embargo -se repetía- no puede haber abandonado todavía Nijni-Novgorod.
¡Continuemos buscando!
Miguel Strogoff continuó errando durante dos horas sin pararse en ninguna parte ni
sentir la fatiga; obedecía a un sentimiento imperioso que no le permitía reflexionar.
Pero fue en vano.
Le pasó entonces por la imaginación que podía ser que la joven no conociera el
decreto, circunstancia improbable, ya que un golpe como ése no podía asestarse sin ser
conocido por todo el mundo. Además, interesada evidentemente por conocer cualquier
noticia proveniente de Siberia, ¿cómo podía ignorar las medidas tomadas por el
gobernador y que tan directamente la afectaban?
Pero, en fin, si ella las desconocía, estaría a aquellas horas en el embarcadero y allí,
cualquier insoportable agente le negaría sin miramientos el pasaje. Era necesario verla
antes a cualquier precio, para que gracias a él evitara tal contrariedad.
Pero fueron vanos todos sus esfuerzos y estaba perdiendo toda esperanza de
encontrarla. Eran entonces las once. Miguel Strogoff, aunque en cualquier otra
circunstancia no era necesario, fue a presentar su podaroshna a la oficina del jefe de
policía. El decreto no podía, evidentemente, afectarle, ya que esta circunstancia estaba
prevista, pero quería asegurarse de que nada se opondría a su partida de la ciudad.
Tuvo, pues, que volver a la otra orilla del Volga, en donde se encontraban las oficinas
del jefe de policía. Allí había gran afluencia de gente porque aunque los extranjeros
tenían que abandonar el país, estaban igualmente sometidos a las formalidades de rigor.
Sin esta precaución cualquler ruso mas o menos comprometido en el movimiento
tártaro hubiera podido, gracias a cualquier ardid, pasar la frontera, lo que pretendía
evitar el decreto. Se les expulsaba, pero necesitaban un permiso de salida.
Así, pues, saltimbanquis, bohemios, cingaros, gitanos, mezclados con los
comerciantes persas, turcos, hindúes, turquestanos y chinos, llenaban el patio y las
oficinas de la policía.
Todos se apresuraban, ya que los medios de transporte iban a estar singularmente
solicitados por tal multitud de expulsados y los que llegasen tarde corrían el riesgo de
no poder cumplir con el plazo fijado, lo cual les expondría a la brutal intervención de
los agentes del gobernador.
Miguel Strogoff, gracias al vigor de sus codos, pudo atravesar el patio, aunque entrar
en la oficina y llegar hasta la ventanilla de los empleados era una hazaña realmente
difícil. Sin embargo, unas palabras dichas al oído de un agente y la entrega de unos
oportunos rublos fueron suficientes para abrirle paso.
El agente, después de introducirle a la sala de espera, fue a avisar a un funcionario de
más categoria. No tardaría, pues, Miguel Strogoff, en estar en regla con la policía y
libre de movimientos.
Mientras esperaba, miró a su alrededor y... ¿qué vio? Allí, sobre un banco, echada
más que sentada, una joven, presa de muda desesperación, aunque no pudo apenas
distinguir su rostro porque unicamente su perfil se dibujaba sobre la pared.
Miguel Strogoff no se había equivocado. Acababa de reconocer a la joven livoniana.
Desconociendo el decreto del gobernador, había venido a la oficina del jefe de policía
para hacerse visar su permiso... Pero se le había negado el visado. Sin duda estaba
autorizada para ir a Irkutsk, pero el decreto era formal y anulaba todas las autorizaciones
anteriores, por lo que los caminos de Siberia se le habían cerrado.
Miguel Strogoff, dichoso por haberla encontrado al fin, se acercó a ella.
La joven lo miró un instante y sus ojos brillaron por un momento al volver a ver a su
compañero de viaje. Se levantó instintivamente de su asiento y, como un náufrago que
se agarra a su única tabla de salvación, iba a pedirle ayuda...
En aquel momento, el agente tocó la espalda de Miguel Strogoff.
-El jefe de policía le espera -dijo.
-Bien -respondió Miguel Strogoff.
Y, sin dirigir una sola palabra a la que tanto había estado buscando, sin prevenirla
con algún gesto que podría haberlos comprometido a los dos, siguió al agente a través
de los grupos compactos de gente.
La joven livoniana, viendo desaparecer al único que podía acudir en su ayuda, se dejó
caer nuevamente sobre el banco.
Aún no habían transcurrido tres minutos cuando reapareció Miguel Strogoff
acompañado por un agente. Llevaba en la mano su podaroshna que le franqueaba las
rutas de Siberia.
Se acercó entonces a la joven livoniana y, tendiéndole la mano, le dijo:
-Hermana...
¡Ella comprendió y se levantó, como si una súbita inspiración no le hubiera
permitido dudar!
-Hermana -prosiguió Miguel Strogoff- tenemos autorización para continuar nuestro
viaje a Irkutsk. ¿Vienes conmigo?
-Te sigo, hermano -respondió la joven enlazando su mano con la de Miguel Strogoff.
Y juntos abandonaron las oficinas de la policía.
7
DESCENDIENDO POR EL VOLGA
Poco antes del mediodía, la campana del vapor atraía al embarcadero a una gran
cantidad de gente, ya que allí acudieron los que partian y los que hubieran querido
partir. Las calderas del Cáucaso tenían la presión suficiente. Su chimenea dejaba escapar
una ligera columna de humo, mientras que el extremo del tubo de escape y las
tapaderas de las válvulas se coronaban de vapor blanco.
No es necesario decir que la policía vigilaba la partida del Cáucaso y se mostraba
implacable con aquellos viajeros que no reunían las condiciones exigidas para
abandonar la ciudad.
Numerosos cosacos iban y venían por el muelle, prestos para acudir en ayuda de los
agentes, aunque no tuvieron necesidad de intervenir, ya que las cosas se desarrollaron
sin incidentes.
A la hora fijada sonó el último golpe de campana, se largaron amarras, las poderosas
ruedas del vapor golpearon el agua con sus palas articuladas y el Cáucaso navegó entre
las dos ciudades que constituyen Nijni-Novgorod.
Miguel Strogoff y la joven livoniana habían tomado pasaje en el Cáucaso,
embarcando sin ninguna dificultad. Ya se sabe que el podaroshna librado a nombre de
Nicolás Korpanoff autorizaba a este negociante a hacerse acompañar durante su viaje a
Siberia. Eran un hermano y una hermana los que viajaban bajo la garantía de la policía
imperial.
Ambos, sentados a popa, miraban alejarse la ciudad, tan agitada por el decreto del
gobernador.
Miguel Strogoff no había dicho ni una palabra a la joven y ella tampoco le había
preguntado nada. Él esperaba a que hablase ella si lo creía conveniente. Ella tenía
deseos de abandonar la ciudad en la que, sin la intervención de su providencial
protector, hubiera quedado prisionera. No decía nada, pero su mirada reflejaba su
agradecimiento.
El Volga, el Rha de los antiguos, está considerado como el río más caudaloso de toda
Europa y su curso no es inferior a las cuatro mil verstas (4.300 kilómetros). Sus aguas,
bastante insalubres en la parte superior, quedan purificadas en Nijni-Novgorod gracias
a las del Oka, afluente que procede de las provincias centrales de Rusia.
Se ha comparado justamente el conjunto de canales y ríos rusos a un árbol gigantesco
cuyas ramas se extienden por todas las partes del Imperio. El Volga forma el tronco de
este árbol, el cual tiene sus raíces en las setenta desembocaduras que se extienden sobre
el litoral del mar Caspio. Es navegable desde Rief, ciudad del gobierno de Tver, es
decir, a lo largo de la mayor parte de su curso.
Los buques de la compañía que hacía el servicio entre Perm y Nijni-Novgorod
recorren bastante rápidamente las trescientas cincuenta verstas (373 kilómetros) que
separan esta última ciudad de Kazan. Es cierto que estos buques sólo tienen que descender
la corriente del Volga, la cual aumenta en unas dos millas por hora la velocidad
propia del vapor. Pero cuando se llega a la confluencia del Kama algo más abajo de
Kazan, se ven obligados a remontar la corriente de aquel afluente hasta la ciudad de
Perm. Por ello, aunque las máquinas del Cáucaso eran poderosas, su velocidad no
llegaba más que a las dieciséis verstas por hora y contando con una hora de parada en
Kazan, el viaje de Nijni-Novgorod a Perm duraría alrededor de sesenta a sesenta y dos
horas.
El buque de vapor estaba en buenas condiciones y los pasajeros, según sus recursos,
ocupaban tres clases diferentes de pasaje. Miguel Strogoff había podido conseguir dos
de primera clase para que la joven pudiera retirarse a la suya y aislarse cuando quisiera
El Cáucaso iba atestado de pasajeros de todas las categorías. Había entre ellos un
cierto número de traficantes asiáticos que habían considerado que lo más prudente era
salir cuanto antes de Nijni-Novgorod. En la parte del buque reservada a primera clase
iban armenios con sus largos vestidos, tocados con una especie de mitra; judíos
identificables por sus bonetes cónicos; acomodados chinos con sus trajes tradicionales,
largos y de color azul, violeta o negro, abiertos por delante y por detrás y cubiertos
por una túnica de anchas mangas, cuyo corte es parecido al de las que usan los popes;
turcos portando todavía su turbante nacional; hindúes, con su bonete cuadrado y un
cordón en la cintura (algunos de los cuales se designaban con el nombre de
shikarpuris), que tenían en sus manos todo el tráfico de Asia central; en fin, los
tártaros, calzando botas adornadas con cintas multicolores y el pecho lleno de bordados.
Todos estos negociantes habían tenido que dejar en la bodega y en el puente sus
abultados bagajes, cuyo transporte les debía de costar caro ya que, según el
reglamento, cada persona no tenía derecho más que a un peso de veinte libras.
En la proa del Cáucaso se agrupaban los pasajeros en mayor número, no solamente
extranjeros, sino también aquellos rusos a los que el decreto no prohibía trasladarse a
otras ciudades de la provincia.
Allí había mujiks, tocados con gorros o casquetes y portando camisas a cuadros
pequeños bajo sus bastas pellizas; campesinos del Volga, con pantalón azul metido
dentro de las botas, camisa de algodón de color rosa atada por medio de un cordón y
casquete chato o bonete de fieltro. Se veían también mujeres vestidas con ropas de
algodón floreado, con delantales de vivos colores y pañuelos de seda roja sobre la
cabeza. Éstos constituían principalmente el pasaje de tercera clase a los que, por suerte
para ellos, la perspectiva de un largo viaje de retorno no preocupaba demasiado. Esta
parte del puente estaba muy concurrida y por eso los pasajeros de popa no se
aventuraban demasiado a transitar entre aquellos grupos tan heterogéneos que tenían
señalado su sitio delante de los tambores.
Entretanto, el Cáucaso desfilaba a toda máquina entre las orillas del Volga,
cruzándose con numerosos buques que los remolcadores arrastraban remontando la
corriente del Volga y que transportaban toda clase de mercancías con destino a
Nijni-Novgorod. Pasaban trenes cargados de madera, largos como esas interminables
hileras de sargazos del Atlántico y chalanas cargadas a tope con el agua llegándoles
hasta la borda. Todos ellos hacían un viaje inútil ya que la feria acababa de ser
suspendida en sus comienzos.
Las orillas del Volga, salpicadas por la estela del buque, coronábanse con numerosas
bandadas de patos salvajes que huían lanzando gritos ensordecedores. Un poco más
lejos, sobre aquellas secas llanuras bordeadas de alisos, sauces y tilos, se esparcían algunas
vacas de color rojo oscuro, rebaños de ovejas de lana parda y piaras de cerdos
blancos y negros. Algunos campos, sembrados de trigo y centeno, se extendían hasta
los últimos planos de ribazos a medio cultivar pero que, en suma, no ofrecían ninguna
particularidad digna de atención. En estos paisajes monótonos, el lápiz de un dibujante
que hubiera buscado algún motivo pintoresco, no habría encontrado nada digno de
reproducir.
Dos horas después de la partida del Cáucaso, la joven livoniana se dirigió a Miguel
Strogoff, diciéndole:
-¿Tú vas a Irkutsk, hermano?
-Sí, hermana -respondió el joven-. Llevamos la misma ruta y, por tanto, por donde
yo pase, pasaras tu.
-Mañana, hermano, sabrás por qué he dejado las orillas del Báltico para ir mas allá de
los Urales.
-No te pregunto nada, hermana.
-Lo sabrás todo -respondió la joven, cuyos labios esbozaron una triste sonrisa-. Una
hermana no debe ocultar nada a su hermano. Pero hoy no podría... La fatiga y la
desesperación me tienen destrozada.
-¿Quieres descansar en tu camarote? -preguntó Miguel Strogoff.
-Sí... sí... hasta mañana...
-Ven, pues...
Dudaba en terminar la frase, como si hubiera querido acabarla con el nombre de su
compañera, el cual ignoraba todavía.
-Nadia -le dijo la muchacha tendiéndole la mano.
-Ven, Nadia -respondió Miguel Strogoff- y dispón con entera libertad de tu hermano
Nicolás Korpanoff.
Y la condujo al camarote que había reservado para ella, situado en el salón de popa.
Miguel Strogoff volvió al puente, ávido de noticias que pudieran modificar su
itinerario y se mezcló entre los grupos de pasajeros, escuchando pero sin tomar parte
en las conversaciones. Aparte de que si el azar quería que alguien le preguntase y se
viera en la obligación de responder, se identificaría como el comerciante Nicolás
Korpanoff, al que el Cáucaso llevaba en viaje de vuelta a la frontera, porque no quería
que nadie sospechase que tenía un permiso especial para viajar por Siberia.
Los extranjeros que el vapor transportaba no podían, evidentemente, hablar de los
acontecimientos del día, del decreto y sus consecuencias, porque aquellos pobres
diablos, apenas recuperados de las fatigas de un viaje a través de Asia central, no
osaban exteriorizar de ninguna manera su cólera y su desespero. Un miedo con mezcla
de respeto los enmudecía. Además, era probable que hubieran embarcado secretamente
en el Cáucaso inspectores de policía encargados de vigilar a los pasajeros y, por tanto,
más valía contener la lengua. La expulsión, después de todo, siempre era mejor que el
confinamiento en una fortaleza. Así pues, entre aquellos grupos, o se guardaba
silencio, o se hablaba con tanta prudencia que no se podía sacar de ellos nada
provechoso.
Pero si Miguel Strogoff no tenía nada que aprender en aquel sitio ya que, como no lo
conocían, hasta algunas bocas se cerraban al verle pasar, sus oídos recibieron los ecos
de una voz poco preocupada de ser o no ser oída.
El hombre que tan alegremente se expresaba hablaba en ruso, pero con acento
extranjero, y su interlocutor le respondía en la misma lengua, pero notándose
claramente que tampoco era su propio idioma.
-¿Cómo? -decía el primero-. ¿Usted, en este barco, mi querido colega? ¿Usted, a
quien vi en la fiesta imperial en Moscú y sólo entreví en Nijni-Novgorod?
-Yo mismo -respondió secamente el segundo personaje.
-Pues bien, francamente, no esperaba verme seguido por usted tan pronto ni tan de
cerca.
-¡Yo no le sigo a usted, señor, le precedo!
-¿Me precede? ¡Me precede! Digamos que marchamos paralelamente, llevando el
mismo paso, como soldados en una parada militar y que, si usted quiere podemos
convenir, provisionalmente al menos, que ninguno de los dos adelantará al otro.
-Todo lo contrario. Pasaré delante de usted.
-Eso lo veremos allá, cuando estemos en el escenario de la guerra; pero hasta
entonces ¡qué diablos!, seamos amigos de ruta. Más tarde tendremos muchas
ocasiones de ser rivales.
-Enemigos.
-¡Sea, enemigos! ¡Tiene usted, querido colega, tal precisión al hablar que me es
particularmente agradable! ¡Con usted sabe, al menos, a qué atenerse uno!
-¿Hay algo de malo en ello?
-Nada hay de malo. Pero a mi vez, le quiero pedir permiso para precisar nuestra
reciproca situacion.
-Precise.
-Usted va a Perm... como yo.
-Como usted.
-Y, probablemente, desde Perm se dirigirá a Fkaterinburgo, ya que ésta es la mejor
ruta y la más segura para franquear los montes Urales.
-Probablemente.
-Una vez traspasada la frontera, estaremos en Siberia, es decir, en plena invasión.
-Estaremos.
-Pues bien, entonces y solamente entonces será el momento de decir: «Cada uno para
sí, y Dios para ... »
-Dios para mí.
-¡Dios sólo para usted! ¡Muy bien! Pero ya que tenemos a la vista unos ocho días
neutros y como no lloverán noticias durante el viaje, seamos amigos hasta el momento
de convertirnos en rivales.
-Enemigos.
-¡Sí! ¡Justamente, enemigos! Pero hasta entonces, pongámonos de acuerdo y no nos
devoremos mutuamente. Yo le prometo guardar para mí todo lo que pueda ver...
-Y yo todo lo que pueda oír.
-¿Está dicho?
-Dicho está.
-Hela aquí.
Y la mano del primer interlocutor, es decir, cinco dedos ampliamente abiertos,
estrecharon vigorosamente los dos dedos que flemáticamente le tendió el segundo.
-A propósito -dijo el primero-, esta mañana he podido telegrafiar a mi prima hasta el
texto del decreto, después de las diez y diecisiete.
-Y yo lo he mandado a mi Daily Telegraph después de las diez y trece.
-¡Bravo, señor Blount!
-¡Muy bien, señor Jolivet!
-Me tomaré la revancha.
-Será difícil.
-Lo intentaré, al menos.
Diciendo esto, el corresponsal francés saludó farniliarmente al corresponsal inglés, el
cual, inclinando la cabeza, le devolvió el saludo con toda su ritual seriedad británica.
A estos dos cazadores de noticias, el decreto del gobernador no les afectaba, ya que
no eran ni rusos ni extranjeros de origen asiático. Si habían dejado Nijni-Novgorod,
continuando adelante, era porque les impulsaba el mismo instinto; de ahí que hubieran
tomado idéntico medio de locomoción y siguieran la misma ruta hasta las estepas
siberianas. Companeros de viaje, amigos o enemigos, tenían por delante ocho días
antes de que se «levantase la veda» Y entonces, que ganara el más hábil. Alcide Jolivet
había hecho los primeros avances y, aunque a regañadientes, Harry Blount los había
aceptado. Sea como fuere, aquel día el francés, siempre abierto y algo locuaz, y el inglés,
siempre cerrado, comieron juntos en la misma mesa y bebieron un Cliquot
auténtico a seis rublos la botella, generosamente elaborado con la savia fresca de los
abedules de las cercanías.
Miguel Strogoff, al oír hablar de esta forma a Alcide Jolivet y Harry Blount, pensó:
-He aquí dos curiosos e indiscretos personajes a los que probablemente volveré a
encontrar por el camino. Me parece prudente mantenerlos a distancia.
La joven livoniana no fue a comer. Dormía en su camarote y Miguel Strogoff no
quiso despertarla. Llegó la tarde y aún no había reaparecido sobre el puente del
Cáucaso.
El largo crepúsculo impregnó toda la atmósfera de un frescor que los pasajeros
buscaban ávidamente, después del agobiante calor del día. Con la tarde bien avanzada,
la mayor parte de los pasajeros aún no deseaban volver a los salones o camarotes y tendidos
en los bancos respiraban con delicia un poco de la brisa que levantaba la
velocidad del buque. El cielo, en esta época del año y en estas latitudes, apenas se
oscurecía entre la tarde y la mañana, y dejaba al timonel la luz suficiente para orientar
el barco entre las numerosas embarcaciones que descendían o remontaban el Volga.
Sin embargo, como había luna nueva, entre las once y las dos de la madrugada,
oscureció un poco más y casi todos los pasajeros dormían entonces, reinando un
silencio roto únicamente por el ruido de las paletas que golpeaban el agua a intervalos
regulares.
Una cierta inquietud mantenía desvelado a Miguel Strogoff, el cual iba y venía por la
popa del vapor. Sin embargo, una de las veces llegó más allá de la sala de máquinas,
donde se encuentra la parte del barco reservada a los pasajeros de segunda y tercera
clase.
Allí dormían no solamente sobre los bancos, sino también sobre los fardos, cajas y
hasta sobre las planchas del puente. Los marineros de la sala de máquinas eran los
únicos que estaban despiertos y se mantenían de pie sobre el puente de proa. Dos
luces, una verde y otra roja, proyectadas por los faroles de situación del buque,
enviaban por babor y estribor algunos rayos oblicuos sobre los flancos del vapor.
Era necesaria cierta atención para no pisar a los durmientes, caprichosamente
tendidos aquí y allá. Para la mayor parte de los mujiks, habituados a acostarse sobre el
duro suelo, las planchas del puente debían serles más que suficientes, pero habrían
acogido de mala manera a quien les despertase con un puntapié o un pisotón.
Miguel Strogoff, pues, ponía toda su atención en no molestar a nadie y, mientras iba
hacia el otro extremo del buque, no tenía otra idea que la de combatir el sueño con un
paseo un poco más largo.
Había llegado ya a la parte anterior del puente y subía por la escalerilla del puente de
proa, cuando oyó voces cerca de él que le hicieron detenerse. Las voces parecían venir
de un grupo de pasajeros que estaban envueltos en mantas y chales, por lo que era
imposible reconocerlos en la sombra, pero a veces ocurría que la chimenea del vapor,
en medio de las volutas de humo, se empenachaba de llamas rojizas cuyas chispas
parecían correr entre el grupo, como si millares de lentejuelas quedaran súbitamente
alumbradas por un rayo de luz.
Miguel Strogoff iba a continuar cuando distinguió más claramente algunas palabras,
pronunciadas en aquella extraña lengua que había oído la noche anterior en el campo de
la feria.
Instintivamente pensó escuchar, protegido por la sombra del puente que le impedía
ser descubierto. Pero era imposible que pudiera distinguir a los pasajeros que sostenían
la conversación. Por tanto, se dispuso a aguzar el oído.
Las primeras palabras que captó no tenían ninguna importancia, al menos para él,
pero le permitieron reconocer precisamente las dos voces del hombre y la mujer que
había conocido en Nijni-Novgorod, por lo que multiplicó su atención. No era de
extrañar, en efecto, que estos gitanos a los que había sorprendido en plena
conversación, expulsados como todos sus congéneres, viajaran a bordo del Cáucaso.
Fue un acierto el ponerse a escuchar, porque hasta sus oídos llegaron claramente esta
pregunta y esta respuesta, hechas en idioma tártaro:
-Se dice que ha salido un correo de Moscú a Irkutsk.
-Eso se dice, Sangarra, pero ese correo llegará demasiado tarde o no llegará.
Miguel Strogoff tembló imperceptiblemente al oír esta respuesta que le aludía tan
directamente. Intentó asegurarse de si el hombre y la mujer que acababan de hablar eran
los que él suponía, pero las sombras eran entonces demasiado espesas y no los pudo
reconocer.
Algunos instantes después, Miguel Strogoff, sin ser descubierto, volvió a popa y
cogiéndose la cabeza entre las manos trató de reflexionar. Se hubiera podido creer que
estaba soñando.
Pero no dormía ni tenía intención de dormir. Reflexionaba sobre esto con viva
aprensión:
-¿Quién sabe mi partida y quién tiene, por tanto, interés por conocerla?
8
REMONTANDO EL KAMA
Al día siguiente, 18 de julio, a las seis y cuarenta de la mañana, el Cáucaso llegaba al
embarcadero de Kazan, separado siete verstas (siete kilómetros y medio) de la ciudad.
Kazan, situada en la confluencia del Volga y del Kazanka, es una importante capital
del gobierno y del arzobispado griego, al mismo tiempo que gran centro universitario.
La variada población de esta ciudad estaba compuesta por cheremisos, mordvianos,
chuvaches, volsalcos, vigulitches y tártaros, entre los cuales estos últimos eran los que
habían conservado más especialmente su carácter asiático.
A pesar de que la ciudad estaba bastante alejada del desembarcadero, una multitud se
apretujaba sobre el muelle a la espera de noticias. El gobernador de la provincia había
publicado un decreto idéntico al de su colega de Nijni-Novgorod. Se veían tártaros
vestidos con su caftán de mangas cortas y tocados con sus tradicionales bonetes de
largas borlas que recuerdan las de Pierrot; otros, envueltos en una larga hopalanda y
cubiertos con un pequeño casquete, parecían judíos polacos y mujeres con el pecho
cubierto de baratijas, la cabeza coronada por diademas en forma de media luna,
formaban diversos grupos que discutían entre sí.
Oficiales de policía mezclados entre la multitud y algunos cosacos con su lanza a
punto guardaban el orden y se encargaban de hacer sitio a los pasajeros que descendían
y a los que embarcaban, no sin antes haber examinado minuciosamente a ambas categorías
de pasajeros, que estaban compuestos, por una parte, por los asiáticos afectados
por el decreto de expulsión y, por la otra, mujiks que con sus familias se detenían en
Kazan.
Miguel Strogoff miraba con aire indiferente ese ir y venir propio de todos los
embarcaderos a los que se aproxima cualquier vapor. El Cáucaso haría escala en Kazan
durante una hora, que era el tiempo necesario para proveerse de combustible. La idea
de desembarcar no pasó por su imaginación, ya que no quería dejar sola a la joven
livoniana, que aún no había reaparecido sobre el puente.
Los dos periodistas se habían levantado con el alba, como correspondía a todo
diligente cazador, y bajaron a la orilla del río mezclándose entre la multitud, cada uno
por su lado. Miguel Strogoff vio, por una parte a Harry Blount, con el bloc en la mano,
dibujando algunos tipos y tomando nota de algunas observaciones; por la otra, Alcide
Jolivet se contentaba con hablar, seguro de que su memoria no podía fallarle nunca.
Por toda la frontera oriental de Rusia había corrido el rumor de que la sublevación y
la invasión tomaban caracteres considerables. Las comunicaciones entre Siberia y el
Imperio eran ya extremadamente difíciles. Esto fue lo que Miguel Strogoff, sin haberse
movido del puente, oyó decir a los nuevos pasajeros.
Estas noticias le causaban verdadera inquietud y excitaban el imperioso deseo que
tenía de estar más allá de los Urales para juzgar por sí mismo la gravedad de la
situación y tomar las medidas necesarias para hacer frente a cualquier eventualidad. Iba
ya a pedir más precisos detalles a cualquiera de los indígenas de Kazan, cuando su
mirada fue a fijarse de golpe en otro punto.
Entre los viajeros que abandonaban el Cáucaso Miguel Strogoff reconoció a la tribu
de gitanos que la víspera se encontraba todavía en el campo de la feria de
Nijni-Novgorod. Sobre el puente del vapor se encontraban el viejo bohemio y la mujer
que le había calificado de espía. Con ellos, y sin duda bajo sus órdenes, desembarcaban
también una veintena de bailarinas y cantantes, de quince a veinte años, envueltas en
unas malas mantas que cubrían sus carnes llenas de lentejuelas.
Estas vestimentas, iluminadas entonces por los primeros rayos de sol, le hicieron
recordar aquel efecto singular que había observado durante la noche. Era toda esta
lentejuela bohemía lo que brillaba en la sombra, cuando la chimenea del vapor vomitaba
sus llamaradas.
«Evidentemente -se dijo- esta tribu de gitanos, después de permanecer bajo el puente
durante el día, han ido a agazaparse bajo el puente durante la noche. ¿Pretendían pasar
lo más desapercibidos posible? Esto no entra, desde luego, entre las costumbres de su
raza. »
Miguel Strogoff no dudó ya de que aquellas palabras que tan directamente le
aludieron habían partido de este grupo invisible, iluminado de vez en cuando por las
luces de a bordo, y que las habían cambiado el hombre y la mujer, a la que él había
dado el nombre mongol de Sangarra.
Con movimiento instintivo se acercó al portalón del vapor, en el instante en que la
tribu de bohemios iba a desembarcar para no volver.
Allí estaba el vicio bohemio, en una humilde actitud, poco en consonancia con la
desvergüenza natural en sus congéneres. Se hubiera dicho que intentaba evitar hasta las
miradas más que atraerlas. Su lamentable sombrero, tostado por todos los soles del
mundo, inclinábase profundamente sobre su arrugado rostro. Su encorvada espalda se
cubría con una vieja túnica en la que se arrebujaba, pese al calor que hacía. Bajo aquel
miserable atuendo hubiera sido muy difícil apreciar su talla y su figura.
Cerca de él, la gitana Sangarra, exhibiendo una soberbia pose, morena de piel, alta,
bien formada, con magníficos ojos y cabellos dorados, aparentaba tener unos treinta
años.
Varias de las jóvenes bailarinas eran francamente bonitas y tenían el aspecto
característico de su raza netamente acusado. Las gitanas son generalmente atrayentes y
más de uno de esos grandes señores rusos, que se dedican a rivalizar en extravagancias
con los ingleses, no han dudado en escoger esposa entre estas bohemías.
Una de las cantantes tarareaba una canción de ritmo extraño, cuyos primeros versos
podían traducirse asi:
El coral brilla sobre mi piel morena.
Y la aguja de oro en mi moño.
Voy a buscar fortuna
Al país de...
La alegre joven continuó su cancion, pero Miguel Strogoff ya no pudo oír nada más.
Parecióle entonces que la gitana Sangarra lo miraba de una forma especialmente
insistente. Se hubiera dicho que quería grabar sus rasgos en la memoria, de forma que
ya no se le borraran.
«¡He aquí una gitana descarada! -se dijo Miguel Strogoff-. ¿Me habrá reconocido
como el hombre al que calificó de espía en Nijni-Novgorod? Estos condenados gitanos
tienen ojos de gato. Ven claramente a través de la oscuridad y bien podría saber ... »
Miguel Strogoff estuvo a punto de seguir a Sangarra y su tribu, pero se contuvo.
«No -pensó-, nada de imprudencias. Si hago detener a ese viejo decidor de
buenaventuras y su banda, me expongo a revelar mi incógnito. Además, ya han
desembarcado y antes de que hayan traspasado la frontera yo ya estaré lejos de los
Urales. Bien pueden tomar la ruta de Kazan a Ichim, pero no ofrece ninguna seguridad,
aparte de que una tarenta tirada por buenos caballos siempre adelantará al carro de
unos bohemios. ¡Entonces, tranquilízate, amigo Korpanoff ! »
En aquel momento, además, Sangarra y el viejo gitano acababan de desaparecer entre
la multitud.
Si a Kazan se la llama justamente «la puerta de Asia» y esta ciudad está considerada
como el centro de todo el tránsito comercial con Siberia y Bukhara es porque de allí
parten las dos rutas que atraviesan los montes Urales. Miguel Strogoff había elegido
muy juiciosamente la que pasa por Perm, Ekaterinburgo y Tiumen, que es la gran ruta
de postas, mantenidas a costa del Estado, y que se prolonga desde Ichim a Irkutsk.
Existía una segunda ruta -la que Miguel Strogoff acababa de aludir-, que evita el
pequeño rodeo por Perm, que unía igualmente Kazan con Ichim, pasando Porjelabuga,
Menzelinsk, Birsk, Zlatouste, en donde abandona Europa, Chelabinsk, Chadrinsk y
Kurgana. Puede que esta ruta fuera un poco mas corta que la otra, pero su pequeña
ventaja quedaba notablemente disminuida por la ausencia de paradas de posta, el mal
estado del terreno y la escasez de pueblos. Miguel Strogoff pensaba con razón que no
podía haber hecho mejor elección y si, como parecía probable, los bohemios seguían
esta segunda ruta de Kazan a Ichim, tenía todas las probabilidades de llegarantes que
ellos.
Una hora después, la campana anunciaba la salida del Cáucaso, llamando a los
nuevos pasajeros y avisando a los que ya viajaban en él. Eran las siete de la mañana y
el barco ya había concluido la carga de combustible; las planchas de las calderas
vibraban bajo la presión del vapor. El buque estaba preparado para largar amarras y los
viajeros que iban de Kazan a Perm ocupaban ya sus respectivos lugares a bordo.
En aquel momento, Miguel Strogoff observó que de los dos periodistas únicamente
Harry Blount se encontraba a bordo.
¿Iba, pues, Alcide Jolivet a quedarse en tierra?
Pero en el instante mismo en que se soltaban las amarras, apareció Alcide Jolivet a
todo correr. El buque había comenzado la maniobra y la pasarela estaba quitada y
puesta sobre el muelle, pero el periodista francés no se arredró y, sin dudarlo un
instante, saltó con la ligereza de un clown, yendo a parar sobre la cubierta del
Cáucaso, casi en brazos de su colega.
-Ya creí que el Cáucaso iba a partir sin usted -le dijo éste, mitad en serio, mitad en
broma.
-¡Bah! -respondió Alcide Jolivet-. Les hubiera alcanzado aunque para ello tuviera
que fletar un buque a expensas de mi prima, o correr de posta en posta a veinte kopeks
por versta y por caballo. ¿Qué quiere usted? El telégrafo está lejos del muelle.
-¿A ido usted a telégrafos? -preguntó Harry Blount apretando los labios.
-Sí; he ido -respondió Alcide Jolivet con su más amable sonrisa.
-¿Y funciona todavía hasta Kolivan?
-Esto lo ignoro, pero puedo asegurarle, por ejemplo, que funciona de Kazan a París.
-¿Ha mandado usted un telegrama... a su prima?
-Con todo entusiasmo.
-¿Es que ha sabido usted algo?
-Escuche, padrecito, por hablar como los rusos -respondió Alcide Jolivet-, soy un
buen muchacho y no quiero ocultarle nada. Los tártaros, con Féofar-Khan a la cabeza,
han traspasado Semipalatinsk y descienden por el curso del Irtiche. ¡Aproveche la
noticia!
¡Cómo! Una noticia tan grave y Harry Blount la desconocía. Sin embargo, su rival,
que la había captado probablemente de alguno de los habitantes de Kazan, la había
transmitido ya a París. ¡El periódico inglés estaba atrasado de noticias! Harry Blount,
cruzando sus manos en la espalda, fue a sentarse a popa del buque, sin decir ni una
sola palabra.
Hacia las diez de la mañana, la joven livoniana abandonó su camarote para subir a
cubierta.
Miguel Strogoff se dirigió hacia ella con la mano extendida.
-Mira, hermana -le dijo, después de haberla conducido hasta la proa del barco.
Y, efectivamente, el lugar valía la pena ser contemplasdo con atención.
En aquel momento, el Cáucaso llegaba a la confluencia del Volga con el Kama y era
allí donde abandonaban el gran río, después de descender su curso durante más de
cuatrocientas verstas, para remontar el importante afluente a lo largo de un recorrido
de cuatrocientas sesenta verstas (490 kilómetros).
En aquel lugar se mezclaban las aguas de las dos corrientes, que tenían distinta
tonalidad, y el Kama prestaba desde la orilla izquierda el mismo servicio que el Oka
desde la derecha cuando atravesaba Nijni-Novgorod, desinfectándolo con sus limpias
aguas.
Allí se ensanchaba ampliamente el Kama, y sus orillas, llenas de bosques, eran
realmente bellas. Algunas velas blancas animaban sus aguas, impregnadas de rayos
solares. Las costas, pobladas de alisos, de sauces y, a trechos, de grandes encinas,
cerraban el horizonte con una línea armoniosa, que la resplandeciente luz del mediodía
hacía confundir con el cielo en ciertos puntos.
Pero las bellezas naturales no parecían distraer, ni por un instante, los pensamientos
de la joven livoniana. No tenía más que una preocupación: finalizar el viaje; y el Kama
no era más que un camino para llegar a ese final. Sus ojos brillaban extraordinariamente
mirando hacia el este, como si con su mirada quisiera atravesar ese impenetrable
horizonte.
Nadia había dejado su mano en la de su compañero, volviéndose de repente hacia él,
para decirle:
-¿A qué distancia nos encontramos de Moscú?
-A novecientas verstas -le respondió Miguel Strogoff.
-¡Novecientas sobre siete mil! -murmuró la joven.
Unos toques de campana anunciaron a los pasajeros la hora del desayuno. Nadia
siguió a Miguel Strogoff al restaurante, pero no toco siquiera los entremeses que les
sirvieron aparte, consistentes en caviar, arenques cortados a trocitos y aguardiente de
centeno anisado, que servían para estimular el apetito, siguiendo la costumbre de los
países del norte, tanto en Rusia como en Suecia y Noruega. Nadia comio poco, como
una joven pobre cuyos recursos son muy limitados y Miguel Strogoff creyó que debía
contentarse con el mismo menú que iba a comer su compañera, es decir, un poco de
kulbat, especie de pastel hecho con yemas de huevos, arroz y carne picada; lombarda
rellena con caviar y té por toda bebida.
La comida no fue, pues, ni larga ni cara y antes de veinte minutos se habían
levantado ambos de la mesa, volviendo juntos a la cubierta del Cáucaso.
Se sentaron en la popa y Nadia, bajando la voz para no ser oída más que por él, le
dijo sin más preámbulos:
-Hermano; me llamo Nadia Fedor y soy hija de un exiliado político. Mi madre murió
en Riga hace apenas un mes y voy a Irkutsk para unirme a mi padre y compartir su
exilio.
-También yo voy a Irkutsk -respondió Miguel Strogoff- y consideraré como un
favor del cielo el dejar a Nadia Fedor, sana y salva, en manos de su padre.
-Gracias, hermano -respondió Nadia.
Miguel Strogoff le explicó entonces que él había obtenido un podaroshna especial
para ir a Siberia y que por parte de las autoridades rusas, nada dificultaría su marcha.
Nadia no le preguntó nada más. Ella no veía más que una cosa en aquel encuentro
providencial con el joven bueno y sencillo: el medio de llegar junto a su padre.
-Yo tenía -le dijo ella- un permiso que me autorizaba ir a Irkutsk; pero el decreto del
gobernador de Nijni-Novgorod lo anuló y sin ti, hermano, no hubiera podido dejar la
ciudad en la que me encontraste y en la cual, con toda seguridad, hubiera muerto.
-¿Y sola, Nadia, sola te aventurabas a atravesar las estepas siberianas?
-Era mi deber, hermano.
-¿Pero no sabes que el país está sublevado e invadido y queda convertido casi en
infranqueable?
-Cuando dejé Riga no se tenían aún noticias de la invasión tártara -respondió la
joven-. Fue en Moscú donde me puse al corriente de los acontecimientos.
-¿Y, a pesar de ello, continuaste el viaje?
-Era mi deber.
Esta frase resumía todo el valeroso carácter de la muchacha. Era su deber y Nadia no
vacilaba en cumplirlo.
Después le habló de su padre. Wassili Fedor era un médico muy apreciado en Riga
donde ejercía con éxito su profesión y vivía dichoso con los suyos. Pero al ser
descubierta su asociación a una sociedad secreta extranjera, recibió orden de partir
hacia Irkutsk y los mismos policías que le comunicaron la orden de deportación, le
condujeron sin demora más allá de la frontera.
Wassili Fedor no tuvo más que el tiempo necesario para abrazar a su esposa, ya
bastante enferma por entonces, y a su hija, que iba a quedar sin apoyo, y partió,
llorando por los dos seres que amaba.
Desde hacía dos años, vivía en la capital de la Siberia oriental y allí, aunque casi sin
provecho, había continuado ejerciendo su profesión de médico. No obstante, hubiera
sido todo lo dichoso que puede ser un exiliado, si su esposa y su hija hubieran estado
cerca de él. Pero la señora Fedor, ya muy debilitada, no pudo abandonar Riga; veinte
meses después de la marcha de su marido, moría en brazos de su hija, a la que dejaba
sola y casi sin recursos. Nadia Fedor solicitó y obtuvo fácilmente la autorización del
gobernador ruso para reunirse con su padre en Irkustk y escribió al autor de sus días
comunicándole su partida. Apenas tenía con qué subsistir durante el viaje, pero no
dudó en emprenderlo. Ella haría lo que pudiera... y Dios haría el resto.
Mientras tanto, el Cáucaso remontaba la corriente del río. Llegó la noche y el aire se
impregnó de un delicioso frescor. La chimenea del vapor lanzaba millares de chispas de
madera de pino y el murmullo de las aguas, rotas por la quilla del barco, se mezclaba
con los aullidos de los lobos que infestaban las sombras de la orilla derecha del Kama.
9
EN TARENTA NOCHE Y DíA
Al día siguiente, 19 de julio, el Cáucaso llegaba al desembarcadero de Perm, última
estación de su servicio por el Kama.
Este gobierno, cuya capital es Perm, es uno de los más vastos del Imperio ruso,
penetrando en Siberia después de atravesar los Urales. Canteras de mármol, salinas,
yacimientos de platino y de oro, minas de carbón, se explotan en gran escala en su territorio.
Aunque se espera que Perm, por su situación, se convierta en una ciudad de
primer orden, ahora es poco atrayente, sucia y fangosa y ofrece pocos recursos. Para
aquellos que van de Rusia a Siberia, esta falta de confort les es indiferente, porque van
provistos con todo lo necesario; pero aquellos que llegan de los territorios de Asia
central, después de un largo y agotador viaje, agradecerían, sin duda, que la primera
ciudad europea del Imperio estuviese mejor aprovisionada.
Los viajeros que llegan a Perm venden sus vehículos, más o menos deteriorados por
la larga travesía a través de las planicies siberianas. Y es allí también en donde los que
van de Europa a Asia compran su coche si es verano o sus trineos en invierno, antes de
emprender un viaje de varios meses a través de las estepas.
Miguel Strogoff había planeado ya su programa de viaje y sólo tenía que ejecutarlo.
Existe un servicio de correos que franquea con bastante rapidez la cordillera de los
Urales, pero dadas las circunstancias, este servicio estaba desorganizado. De todos
modos, Miguel Strogoff, que quería hacer un viaje rápido sin depender de nadie, no hubiera
tomado el correo y hubiese comprado un coche, corriendo con él de posta en
posta, activando por medio de na vodku suplementarios el celo de los postillones que
en el país eran llamados yemschiks.
Desgraciadamente, a causa de las medidas tomadas contra los extranjeros de origen
asiático, un gran número de viajeros había abandonado ya Perm y, por consiguiente,
los medios de transporte eran extremadarnente escasos. Miguel Strogoff no tuvo más
remedio que contentarse con lo que los demás habían desechado. En cuanto a conseguir
caballos, el correo del Zar, mientras no llegase a Siberia, podía tranquilamente exhibir
su podaroshna y los encargados de las postas le atenderían con preferencia; pero una
vez fuera de la Rusia europea, no podía contar más que con el poder de los rublos.
Pero ¿en qué clase de vehículo iba a enganchar los caballos? ¿A una telega o a una
tarenta?
La telega no es más que un auténtico carro descubierto, de cuatro ruedas, en cuya
confección no interviene ningún otro material más que la madera. Ruedas, ejes,
tornillos, caja y varas, eran de madera de los vecinos bosques y para el ajuste de las
diversas piezas de que se compone la telega se emplean gruesas cuerdas. Nada más
primitivo, ni más incómodo, pero también nada más fácil de reparar si se produce
algún accidente en ruta, ya que los abetos son abundantes en la frontera rusa y los ejes
pueden encontrarse ya cortados prácticamente en cualquier bosque. Es con telegas
como se hace el correo extraordinario conocido con el nombre de perekladnoï, para las
cuales cualquier camino es bueno, aunque a veces ocurre que se rompen las ligaduras
que unen las distintas piezas y, mientras el tren trasero queda atascado en cualquier
bache de la carretera, el delantero continúa adelante sobre las otras dos ruedas. Pero
este resultado se considera poco satisfactorio.
Miguel Strogoff se hubiera visto obligado a viajar con una telega, si no hubiese tenido
la suerte de encontrar una tarenta.
Este vehículo no es que sea el último grito del progreso de la industria carrocera;
como a la telega, le faltan las ballestas; la madera, en sustitución del hierro, no escasea;
pero sus cuatro ruedas, separadas ocho o nueve pies, le aseguran cierta estabilidad en
aquellas carreteras llenas de baches y a menudo desniveladas. Un guardabarro protege a
los viajeros del lodo del camino y una capota, que puede cerrarse hermeticamente,
convierte el vehículo en un agradable protector contra el riguroso calor y las borrascas
violentas del verano. La tarenta es, además, tan sólida y fácil de reparar como la telega
y no está tan expuesta a dejar su tren trasero en el camino.
A pesar de todo, para descubrir esta tarenta, Miguel Strogoff tuvo que buscar
minuciosamente, y era probable que en toda la ciudad no hubiera otra, pero no por eso
dejó de regatear el precio, por pura fórmula, para mantenerse en su papel de Nicolás
Korpanoff, simple comerciante de Irkutsk.
Nadia había seguido a su compañero en esta carrera a la búsqueda de un vehículo
porque, pese a que los fines de sus respectivos viajes eran diferentes, ambos tenían los
mismos deseos de llegar y, por tanto, de partir de Perm. Se hubiera dicho que estaban
animados por una misma voluntad.
-Hermana -dijo Miguel Strogoff-, hubiera querido encontrar para ti algún vehículo
más confortable.
-¡Y me dices esto a mí, hermano, que hubiera ido a pie si hubiese sido necesario, para
reunirme con mi padre!
-No dudo de tu coraje, Nadia, pero hay fatigas físicas que una mujer no puede
soportar.
-Las soportaré sean cuales fueren -respondió la joven-. Y si oyes escaparse de mis
labios una sola queja, déjame en el camino y sigue solo tu viaje.
Media hora más tarde, tras la presentación de su podaroshna, tres caballos de posta
estaban enganchados a la tarenta. Estos animales, cubiertos de pelo, parecían osos
levantados sobre sus patas. Eran pequeños y nerviosos, de pura raza siberiana.
El postillón los había enganchado colocando el más grande entre dos largas varas que
llevaban en su extremo anterior un cerco llamado duga, cargado de penachos y
campanillas, y los otros dos sujetos simplemente con cuerdas a los estribos de la
tarenta, sin arneses, y por toda rienda unos bramantes.
Ni Miguel Strogoff ni la joven livoniana llevaban equipajes. Las exigencias de rapidez
en uno y los modestos recursos en la otra les impedían cargarse de bultos. En estas
condiciones esto era una gran ventaja, porque la tarenta no hubiera podido con los equipajes
o con los viajeros, porque no estaba construida más que para llevar dos
personas, sin contar el yemschik, quien tendría que sostenerse en su asiento por un
milagro de equilibrio.
El yemschik se relevaba en cada parada. El que les tenía que conducir durante la
primera etapa del viaje era siberiano, como sus caballos, y no menos peludo que ellos,
con cabellos largos cortados a escuadra sobre la frente, sombrero de alas levantadas,
cinturon rojo y capote con galones cruzados sobre botones en los que tenía grabada la
marca imperial.
Al llegar con sus atalaj es había lanzado una mirada inquisidora sobre los viajeros de
la tarenta. ¡Sin equipaje! «¿Dónde diablos lo habrían puesto?», pensó, al ver su
apariencia tan poco acomodada, haciendo un gesto muy significativo.
-¡Cuervos! -dijo, sin preocuparse de ser oído o no-. ¡Cuervos a seis kopeks la versta!
-¡No! ¡águilas! -respondió Miguel Strogoff, que comprendía perfectamente el argot
de los yemschiks- ¡águilas, comprendes, a nueve kopeks por versta y la propina!
Les respondió un alegre restallído de látigo. El «cuervo», en el argot de los
postillones rusos es el viajero tacaño o indigente, que en las paradas no paga los
caballos más que a dos o tres kopeks por versta; el «águila» es el viajero que no
retrocede ante los precios elevados y que da generosas propinas. Por eso el cuervo no
podía tener la pretensión de volar tan rápidamente como el ave imperial.
Nadia y Miguel Strogoff ocuparon inmediatamente sus sitios en la tarenta, llevando
un paquete con provisiones que ocupaba poco sitio y que les permitiría, en caso de
retraso, aguantar hasta su llegada a la casa de posta, que, bajo la vigilancia del Estado,
eran muy bien atendidas. Bajaron la capota para preservarse del insoportable calor y,
al mediodía, la tarenta, tirada por sus tres caballos, abandonaba Perm en medio de una
nube de polvo.
La manera de sostener el ritmo de las caballerías adoptada por el postillón, hubiera
llamado la atención de cualquier otro viajero que, sin ser ruso o siberiano, no estuviera
acostumbrado a esta forma de conducir. Efectivamente, el caballo del centro, regulador
de la marcha, un poco más grande que los otros dos, sostenía imperturbablemente,
cualesquiera que fuesen las irregularidades del terreno, un trote largo y de una perfecta
regularidad. Los otros dos animales parecían no conocer otro tipo de marcha que el
galope, meneándose con mil fantasías muy divertidas. El yemschik no los castigaba,
únicamente los estimulaba con los restallídos de su látigo en el aire. ¡Pero qué epítetos
les prodigaba cuando se comportaban como bestias dóciles y concienzudas! ¡Cuántos
nombres de santos les aplicaba! El bramante que le servía de guía no le hubiera sido de
mucha utilidad con animales medio fogosos, pero las palabras na pravo, a la derecha, y
na levo, a la izquierda, dichas con voz gutural, producían mejores efectos que la brida o
el bridón.
¡Y qué amables interpelaciones surgían en tales ocasiones!
-¡Caminad palomas mías! ¡Caminad, gentiles golondrinas! ¡Volad, mis pequeños
pichones! ¡ánimo, mi primito de la izquierda! ¡Empuja, mi padrecito de la derecha!
Pero cuando el ritmo de la marcha descendía, ¡qué expresiones insultantes les dirigia
y que parecían ser comprendidas por los susceptibles animales!
-¡Camina, caracol del diablo! ¡Maldita seas, babosa! ¡Te despellejaré viva, tortuga, y
te condenarás en el otro mundo!
Sea como fuere, con esta manera de conducir, que exigla más solidez de garganta que
vigor en los brazos del yemschik, la tarenta volaba sobre la carretera y devoraba de
doce a catorce verstas por hora.
A Miguel Strogoff, habituado a esta clase de vehículos y a esta forma de conducir, no
le molestaban ni los sobresaltos ni los vaivenes. Sabía que un vehículo ruso no evita los
guijarros, ni los hoyos, ni los baches, ni los árboles derribados sobre la carretera, ni las
zanjas del camino. Estaba hecho a todo esto. Pero su compañera corría el peligro de
lastimarse con los golpes de la tarenta, pero no se quejaba.
Durante los primeros instantes del viaje, Nadia, llevada así a toda velocidad,
permanecia callada. Después, obsesionada siempre con el mismo pensamiento, dijo:
-He calculado que debe de haber una distancia de trescientas verstas entre Perm y
Ekaterinburgo, hermano. ¿Me equivoco?
-Estás en lo cierto, Nadia -respondió Miguel Strogoff- y cuando hayamos llegado a
Ekaterinburgo nos encontraremos al pie mismo de los Urales en su vertiente opuesta.
-¿Cuánto durará la travesía de las montañas?
-Cuarenta y ocho horas, ya que viajaremos noche y día. Y digo noche y día, Nadia,
porque no puedo pararme ni un solo instante y es preciso que marche a Irkutsk sin
descanso.
-Yo no te retrasaré ni una hora, hermano. Viajaremos noche y día.
-Bien, Nadia. Entonces, si la invasión tártara nos deja libre el paso, antes de veinte
días habremos llegado.
-¿Tú has realizado ya antes este viaje? -preguntó Nadia.
-Varias veces.
-En invierno hubiéramos llegado con más rapidez y con mayor seguridad. ¿No es así?
-Sí, sobre todo, con mucha más rapidez. Pero habrías sufrido mucho con el frío y la
nieve.
-¡Qué importa! El invierno es el amigo de los rusos.
-Sí, Nadia, pero hace falta un temperamento a toda prueba para resistir tal y tanta
amistad. Yo he visto muchas veces, en las estepas siberianas, llegar la temperatura a
más de cuarenta grados bajo cero. He sentido, pese a mi vestido de piel de reno, que se
me helaba el corazón, mis brazos se retorcían, mis pies se helaban bajo mis triples
calcetines de lana. He visto los caballos de mi trineo cubiertos por un caparazón de
hielo y fijárseles el vaho de su respiración en las narices. He visto el aguardiente de mi
cantimplora convertido en una piedra tan dura que mi cuchillo no podía cortar... Pero
mi trineo volaba como un huracán; no había obstáculos en la llanura nivelada y blanca
en todo lo que podía abarcar la vista. Ningún curso de agua en el que tuviera que buscar
un vado. Ningún lago que hubiera que atravesar en barca. Por todas partes hielo duro,
camino libre y paso asegurado. ¡Pero a costa de cuántos sufrimientos, Nadia! ¡Sólo
podrían decirlo aquellos que no han vuelto y cuyos cadáveres están cubiertos por la
nieve!
-Sin embargo, tú has vuelto, hermano --dijo Nadia.
-Sí, pero yo soy siberiano y desde niño, cuando acompañaba a mi padre en sus
cacerías, me acostumbré a estas duras pruebas. Pero tú, Nadia, cuando me has dicho
que el invierno no te habría detenido, que irías sola, dispuesta a luchar contra las terribles
inclemencias del clima siberiano, me ha parecido verte perdida en la nieve y caída
para no levantarte más.
-¿Cuántas veces has atravesado la estepa durante el invierno?
-Tres veces, Nadia, cuando iba a Omsk.
-¿Y qué ibas a hacer en Omsk?
-Ver a mi madre, que me esperaba.
-¡Y yo voy a Irkutsk, en donde me espera mi padre! Voy a llevarle las últimas
palabras de mi madre, lo cual quiere decir, hermano, que nada me hubiera impedido
partir.
-Eres una muchacha muy valiente, Nadia -le respondió Miguel Strogoff-, y el mismo
Dios te hubiera guiado.
Durante esta jornada la tarenta fue conducida con rapidez por los yemschiks que se
iban relevando en cada posta. Las águilas de las montañas no hubieran encontrado su
nombre deshonrado por estas «águilas» de las carreteras. El alto precio pagado por
cada caballo y la largueza de las propinas recomendaban especialmente a los viajeros.
Es probable que los encargados de las postas encontrasen extraño que, después de la
publicación de los decretos, un joven y su hermana, evidentemente rusos los dos,
pudieran correr libremente a través de Siberia, cerrada a todos los demás, pero cuyos
papeles estaban en regla y, por tanto, tenían derecho a pasar. Así pues, los mojones
iban quedando rápidamente tras de la tarenta.
Miguel Strogoff y Nadia no eran los unicos que seguían la ruta de Perm a
Ekaterinburgo, ya que desde las primeras paradas, el correo del Zar había observado
que un coche les precedía; pero como los caballos no les faltaban, no se preocupó
demasiado.
Durante aquella jornada, las pocas paradas que hizo la tarenta se realizaron
únicamente para que los viajeros comieran. En las paradas de posta se encuentra
alojamiento y comida, pero, además, cuando faltan las paradas, las casas de los
campesinos rusos ofrecen siempre hospitalidad. En esas aldeas, casi todas iguales, con
su capilla de paredes blancas y techumbre verde, el viajero puede llamar a cualquier
puerta y todas le serán abiertas. Aparecerá el mujik sonriente, y tenderá la mano a su
huésped; le ofrecerá el pan y la sal y pondrá el somovar al fuego; el viajero se
encontrará como en su casa. Si es necesario, el resto de la familia se mudará de casa
para hacerle sitio. Cuando llega un extranjero, es pariente de todos, porque es «aquel
que Dios envía».
Al llegar la noche, Miguel Strogoff, guiado por un cierto instinto, preguntó al
encargado de la posta cuántas horas de ventaja les llevaba el vehículo que les precedía.
-Dos horas, padrecito -respondió el encargado.
-¿Es una berlina?
-No, una telega.
-¿Cuántos viajeros?
-Dos.
-¿Van a buena marcha?
-¡Como águilas!
-¡Que enganchen enseguida!
Miguel Strogoff y Nadia, decididos a no detenerse ni un momento, viajaron toda la
noche.
El tiempo continuaba apacible, pero se notaba que la atmósfera iba volviéndose
pesada y cargándose de electricidad. Ninguna nube interceptaba la luz de las estrellas,
pero parecía que una especie de bochorno empezaba a levantarse del suelo. Era de temer
que alguna tempestad se desencadenase en las montañas, y allí son terribles.
Miguel Strogoff, habituado a reconocer los síntomas atmosféricos, presentía una
próxima lucha de los elementos que le tenía preocupado.
La noche transcurrió sin incidentes y pese a los saltos que daba la tarenta, Nadia
pudo dormir durante algunas horas. La capota, a medio levantar, permitía respirar un
poco de aire que los pulmones buscaban ávidamente en aquella atmósfera asfixiante.
Miguel Strogoff veló toda la noche, desconfiando de los yemschiks que se dormían
muy a menudo sobre sus asientos, y ni una hora se perdió entre las paradas y la
carretera.
Al día siguiente, 20 de julio, hacia las ocho de la mañana, los primeros perfiles de los
montes Urales se dibujaron hacia el este.
Sin embargo, esta importante cordillera que separa la Rusia europea de Siberia se
encontraba todavía a una distancia bastante considerable y no podían contar con llegar
allí antes del fin de la jornada. El paso de las montañas deberían hacerlo, necesariamente,
durante la noche.
El cielo estuvo cubierto durante todo el día y la temperatura fue, por consiguiente,
bastante más soportable, pero el tiempo se presentaba extremadamente borrascoso.
En aquellas condiciones hubiera sido quizá más prudente no aventurarse por las
montañas durante la noche, y es lo que hubiera hecho Miguel Strogoff de haber podido
detenerse; pero cuando en la última parada el yemschik le hizo observar los truenos
que resonaban en el macizo montañoso, se limitó a decirle:
-Una telega nos precede siempre, ¿verdad?
-Sí.
-¿Qué ventaja lleva ahora sobre nosotros?
-Alrededor de una hora.
-Adelante, pues, y habrá triple propina si llegamos a Ekaterinburgo mañana por la
mañana.
10
UNA TEMPESTAD EN LOS MONTES URALES
Los montes Urales se extienden sobre una longitud de más de tres mil verstas (3.200
kilómetros), entre Europa y Asia. Tanto la denominación de Urales, que es de origen
tártaro, como la de Poyas, que es su nombre en ruso, ambas son correctas ya que estas
dos palabras significan «cintura» en las lenguas respectivas. Naciendo en el litoral del
mar ártico, van a morir sobre las orillas del Caspio.
Tal era la frontera que Miguel Strogoff debía franquear para pasar de Rusia a Siberia
y, como se ha dicho, tomando la ruta que va de Perm a Ekaterinburgo, situada en la
vertiente oriental de los Urales, había elegido la más adecuada, por ser la más fácil y
segura y la que se emplea para el tránsito de todo el comercio con el Asia central.
Era suficiente toda una noche para atravesar las montañas, si no sobrevenía ningún
accidente. Desgraciadamente, los primeros fragores de los truenos anunciaban una
tormenta que el estado de la atmósfera daba a entender que sería temible. La tensión
eléctrica era tal que no podía resolverse mas que por un estallído violento de los
elementos.
Miguel Strogoff procuró que su compañera se instalase lo mejor posible, por lo que
la capota, que podría ser arrancada fácilmente por una borrasca, fue asegurada más
sólidamente por medio de cuerdas que se cruzaban por encima y por detrás. Se reforzaron
los tirantes de los caballos y, para mayor precaución, el cubo de las ruedas se
rellenó de paja, tanto para asegurar su solidez como para reducir los choques, difíciles
de evitar en una noche oscura. Los ejes de los dos trenes, que iban simplemente sujetos
a la caja de la tarenta por medio de clavijas, fueron empalmados por medio de un
travesaño de madera que aseguraron con pernos y tornillos. Este travesaño hacía el
papel de la barra curva que sujeta los dos ejes de las berlinas suspendidas sobre cuellos
de cisne.
Nadia ocupó su sitio en el fondo de la caja y Miguel Strogoff se sentó cerca de ella.
Delante de la capota, completamente abatida, colgaban dos cortinas de cuero que, en
cierta medida, debían proteger a los viajeros contra la lluvia y el viento. Dos grandes faroles
lucían fijados en el lado izquierdo del asiento del yemschik, y lanzaban
oblicuamente unos débiles haces de luz muy poco apropiados para iluminar la ruta.
Pero eran las luces de posición del vehículo, y si no disipaban la oscuridad, al menos
podían impedir el ser abordados por cualquier otro carruaje que circulara en dirección
contraria.
Como se ve, habían tornado todas las precauciones, pues cualquiera que fuese, toda
medida de seguridad era poca ante aquella noche tan amenazadora.
-Nadia, ya estamos preparados -dijo Miguel Strogoff.
-Partamos, pues -respondió la joven.
Se dio la orden al yemschik y la tarenta se puso en movimiento, remontando las
primeras pendientes de los Urales. Eran las ocho de la tarde y el sol iba a ocultarse.
Pese a que el crepúsculo se prolonga mucho en esas latitudes, había ya mucha
oscuridad. Enormes masas de nubes parecían envolver la bóveda celeste, pero ningún
viento las desplazaba. Sin embargo, aunque parecían inmóviles desde un extremo al
otro del horizonte, no ocurría lo mismo respecto al cénit y nadir, pues la distancia que
las separaba del suelo iba disminuyendo visiblemente. Algunas de sus bandas
resplandecían con una especie de luz fosforescente, describiendo aparentes arcos de
sesenta a ochenta grados, cuyas zonas parecían aproximarse poco a poco al suelo,
como una red que quisiera cubrir las montañas. Parecía como si un huracán más fuerte
las lanzase desde lo alto hacia abajo.
La ruta ascendía hacia aquellas grandes nubes, muy densas, y que estaban ya
llegando a su grado máximo de condensación. Dentro de poco, ruta y nubes se
confundirían y si entonces no se resolvían en lluvia, la niebla sería tan densa que la
tarenta no podría avanzar sin riesgo de caer en algún precipicio.
Sin embargo, la cadena de los Urales no tiene una altitud media muy notable, ya que
su pico más alto no sobrepasa los cinco mil pies. Las nieves eternas son inexistentes,
ya que las que el invierno siberiano deposita en sus cimas se funden totalmente
durante el sol del verano. Las plantas y los árboles llegan a todas partes de la
cordillera. La explotación de las minas de hierro y cobre y los yacimientos de piedras
preciosas necesitan la intervención de un número considerable de obreros, por lo que
se encuentran frecuentemente poblaciones llamadas zavody, y el camino, abierto a
través de los grandes desfiladeros, es bastante practicable para los carruajes de posta.
Pero lo que es fácil durante el buen tiempo y a pleno sol, ofrece dificultades y peligros
cuando los elementos luchan violentamente entre sí y el viajero se ve envuelto en la
lucha. Miguel Strogoff sabía, por haberlo ya comprobado, qué era una tormenta en
plena montaña, y con razón consideraba que es tan temible como las ventiscas que
durante el invierno se desencadenan con incomparable violencia.
Como no llovía aún, Miguel Strogoff había levantado las cortinas que protegían el
interior de la tarenta y miraba ante él, observando los lados de la carretera, que la luz
vacilante de los faroles poblaba de fantásticas siluetas. Nadia, inmóvil, con los brazos
cruzados, miraba también, pero sin inclinarse, mientras que su compañero, con medio
cuerpo fuera de la caja, interrogaba a la vez al cielo y a la tierra.
La atmósfera estaba absolutamente tranquila, pero con una calma amenazante. Ni
una partícula de aire permitía alentar. Se hubiera dicho que la naturaleza, medio
sofocada, había dejado de respirar, y que sus pulmones, es decir esas nubes lúgubres y
densas, atrofiados por alguna causa, no iban a funcionar más. El silencio hubiera sido
absoluto de no ser por los chirridos de las ruedas de la tarenta, que aplastaban la grava
del camino; el gemido de los cubos y ejes del vehículo; la respiración fatigada de los
caballos, a los que faltaba el aliento, y el chasquido de sus herraduras sobre los
guijarros, a los que sacaban chispas en cada golpe. El camino estaba absolutamente
desierto. La tarenta no se había cruzado con ningún peatón, caballísta ni vehículo en
aquellos estrechos desfiladeros de los Urales, a causa de esta noche tan amenazante. Ni
un fuego de carbonero en los bosques, ni un campamento de mineros en las canteras en
explotación, ni una cabaña perdida entre la espesura. Era preciso tener razones
poderosas que no permiten vacilación ni retraso, para atreverse a emprender la travesía
de la cordillera en esas condiciones. Pero Miguel Strogoff no había dudado. No le
estaba permitido vacilar porque empezaba a preocuparle seriamente quiénes serían los
viajeros que ocupaban la telega que les precedía y qué grandes razones podían tener
para comportarse tan imprudentemente.
Miguel Strogoff quedó a la expectativa durante algún tiempo. Hacia las once, los
relámpagos comenzaron a iluminar el cielo y ya no cesaron de hacerlo. A la luz de los
rápidos resplandores se veían aparecer y desaparecer las siluetas de los pinos, que se
agrupaban en diversos puntos de la ruta. Cuando la tarenta bordeaba el camino,
profundas gargantas podían percibirse a uno y otro lado, iluminadas por la luz de las
descargas eléctricas. De vez en cuando, un deslizamiento más grave de la tarenta
indicaba que estaban atravesando un puente construido con maderos apenas
encuadrados, tendido sobre algún barranco, en cuyo fondo parecía retumbar el trueno.
Además, el espacio no tardó en llenarse de monótonos zumbidos que se volvían más
graves a medida que subían cada vez más hacia las alturas. A estos ruidos diversos se
mezclaban los gritos y las interjecciones del yemschzk, tan pronto alabando como
insultando a las pobres bestias, más fatigadas por la pesadez del aire que por la
pendiente del camino. Las campanillas de las varas no podían animarles ya mas y por
momentos se les doblaban las patas.
-¿A qué hora llegaremos a la cima? -Preguntó Miguel Strogoff al yemschik.
-A la una de la madrugada... ¡si llegamos! -respondió éste moviendo la cabeza.
-Dime, amigo, no es ésta tu primera tormenta en la montaña, ¿verdad?
-No, ¡y quiera Dios que no sea la última!
-¿Tienes miedo?
-No tengo miedo, pero te repito que has cometido un error al querer partir.
-Mayor error hubiera cometido de haberme quedado.
-¡Vamos, pues, pichones míos! -replicó el yemschik, como hombre que no estaba allí
para discutir, sino para obedecer.
En aquel momento se dejó oír un estruendo lejano, como si un millar de silbidos
agudos y ensordecedores atravesaran la atmósfera calmada hasta aquel momento. A la
luz de un relámpago deslumbrador, al que siguió el estallído de un terrible trueno,
Miguel Strogoff vio grandes pinos que se torcian en una cima. El viento empezaba a
desatarse, pero no agitaba todavía más que las altas capas de la atmósfera. Algunos
ruidos secos indicaban que ciertos árboles, viejos o mal enralzados, no habían podido
resistir los primeros ataques de la borrasca. Un alud de troncos arrancados atravesó la
carretera, rebotando formidablemente en las rocas y perdiéndose en las profundidades
del abismo de la izquierda, unos doscientos pasos delante de la tarenta.
Los caballos se detuvieron momentáneamente.
-¡Adelante, mis hermosas palomas! -gritó el yemschik, mezclando los estallídos de su
látigo con los ruidos de la tormenta.
Miguel Strogoff tomó la mano de Nadia y le preguntó:
-¿Duermes, hermana?
-No, hermano.
-¡Estate dispuesta a todo. He aquí la tormenta!
-Estoy dispuesta.
Miguel Strogoff no tuvo más que el tiempo justo para cerrar las cortinas de cuero de
la tarenta. La tormenta llegaba como una furia.
El yemschik, saltando de su asiento, se lanzó a la cabeza de los caballos para
mantenerlos firmes, porque un inmenso peligro amenazaba todo el atelaje.
En efecto, la tarenta, inmóvil, se encontraba en una curva del camino por la que
desembocaba la borrasca y era preciso mantenerla de cara al huracán para que no
volcase y cayera al precipicio que franqueaba la izquierda de la carretera. Los caballos,
rechazados por las ráfagas del viento, se encabritaban, sin que el conductor pudiera
calmarlos. A las interpelaciones amigables les sucedían las calificaciones insultantes.
Nada se conseguía. Las desgraciadas bestias, cegadas por las descargas eléctricas y
espantadas por el estallído incesante de los rayos, comparable a las detonaciones de la
artillería, amenazaban con romper las cuerdas y escapar. El yemschik no era ya dueño
de la situación.
En aquel momento, Miguel Strogoff se lanzó de un salto fuera de la tarenta,
acudiendo en su ayuda. Dotado de una fuerza poco comun, se hizo con el gobierno de
los caballos, no sin un gran esfuerzo.
Pero el huracán redoblaba entonces su furia. La ruta, en aquel lugar, se ensanchaba en
forma de embudo y hacía que la borrasca se arremolinara con mayor violencia, como
hubiera penetrado en las mangas de ventilación de los barcos. Al mismo tiempo, un
alud de piedras y troncos de árboles comenzaba a rodar desde lo alto de los taludes.
-¡No podemos quedarnos aquí! -dijo Miguel Strogoff.
-¡No nos quedaremos por mucho tiempo! -gritó el yemschik, asustado, recurriendo a
todas sus fuerzas para compensar la violencia del viento-.¡El huracán nos enviará
pronto a la falda de la montaña por el camino más corto!
-¡Sujeta el caballo de la derecha, cobarde! -respondió Miguel Strogoff-. ¡Yo respondo
del de la izquierda!
Un nuevo asalto de la borrasca le interrumpió y él y el conductor tuvieron que
arrojarse al suelo para no ser arrastrados, pero el vehículo, pese a sus esfuerzos y los
de los caballos que se mantenían cara al viento, retrocedió vanas varas y, sin duda, se
hubiera precipitado fuera del camino de no ser por un tronco que lo frenó.
-¡No tengas miedo, Nadia! -le gritó Miguel Strogoff.
-No tengo miedo -respondió la muchacha, sin que su voz reflejase la menor emoción.
Las ráfagas de la tormenta habían cesado un instante y el fragor de los truenos,
después de haber franqueado aquel recodo, se perdía en las profundidades del
desfiladero.
-¿Quieres volver atrás? -preguntó el yemschik.
-¡No; es preciso continuar la subida! ¡Hay que atravesar este recodo! ¡Más arriba
tendremos el abrigo del talud!
-¡Pero los caballos se niegan a continuar!
-¡Haz como yo y empújales hacia delante!
-¡Va a volver la borrasca!
-¿Vas a obedecer?
-¡Tú lo quieres!
-¡Es el Padre quien lo ordena! -respondio Miguel Strogoff, quien invocó por primera
vez el nombre del Emperador, ese nombre todopoderoso en tres partes del mundo.
-¡Vamos, pues, mis golondrinas! -gritó el yemschik, sujetando el caballo de la
derecha, mientras Miguel Strogoff hacía otro tanto con el de la izquierda.
Los caballos, así sujetos, reemprendieron penosamente la marcha. No podían
inclinarse hacia los costados, y el caballo de varas, no estando empujado por los
flancos, podía conservar el centro del camino; pero hombres y bestias, bajo la fuerza
de las ráfagas de aire, no podían dar tres pasos adelante sin retroceder uno o dos.
Resbalaban, caían, se levantaban. De este modo, el vehículo estaba en continuo peligro
de volcar. Y si la capota no hubiera estado tan sólidamente sujeta, la tarenta se hubiera
desrnantelado al primer golpe.
Miguel Strogoff y el yemschik emplearon más de dos horas en lograr remontar
aquella parte del camino, que tendría media versta de largo como máximo, y que estaba
tan directamente expuesta a la furia de la borrasca. El peligro entonces no estaba
solamente en el formidable huracán que luchaba contra e atelaje y sus dos conductores,
sino que, sobre todo estaba en los aludes de piedras y troncos derribados que la
montaña despedía y arrojaba sobre ellos. De pronto, bajo el resplandor de un
relámpago, se percibió uno de esos bloques de granito, moviéndose con creciente
rapidez y rodando en la dirección de la tarenta.
El yemschik lanzó un grito.
Miguel Strogoff, con un vigoroso golpe de látigo, quiso hacer avanzar a los caballos,
pero éstos no respondieron. ¡Unos pasos solamente y el alud pasaría por detrás del
vehículo!
Miguel Strogoff, en una fracción de segundo, vio la tarenta deshecha y a su
compañera aplastada. Comprendió que no tenía tiempo de arrancarla del vehículo!
Entonces, arrojándose a la parte trasera, colocó la espalda bajo el eje y afirmó los pies
en el suelo y en aquel instante de inmenso Peligro encontró fuerzas sobrehumanas para
hacer avanzar algunos pies el pesado coche.
La enorme piedra, al pasar, rozó el pecho del joven cortándole la respiración, como si
hubiera sido una bala de cañón, y machacó las piedras de la carretera, arrancándoles
chispas con el bloque.
-¡Hermano! -gritó Nadia, espantada, al ver la escena a la luz de los relámpagos.
-¡Nadia! -respondió Miguel Strogoff-. ¡Nadia, no temas nada ... !
-¡No es por mí por quien podría temer!
-¡Dios está con nosotros, hermana!
-¡Conmigo, hermano, bien seguro, porque te ha puesto en mi camino! -susurró la
joven.
El avance de la tarenta, debido al esfuerzo de Miguel Strogoff, no debía
desaprovecharse. Fue este descanso dado a los caballos lo que permitió que éstos
reemprendieran de nuevo la dirección. Arrastrados, por así decirlo, por los dos
hombres, remontaron la ruta hasta una estrecha garganta, orientada de norte a sur, en
donde quedaba al abrigo de los asaltos directos de la tormenta. El talud de la derecha
hacía una especie de codo, debido al saliente de una enorme roca que ocupaba el centro
de un ventisquero. El viento, pues, no formaba remolinos, y el sitio era sostenible,
mientras que en la circunferencia de aquel centro, ni hombres ni bestias hubieran
podido resistir. Y, en efecto, algunos abetos cuya extremidad superior sobrepasaba la
altura de la roca, fueron arrancados en un abrir y cerrar de ojos, como si una gigantesca
guadaña hubiera nivelado el talud a ras de las ramas. La tormenta estaba entonces en
toda su furia. Los relámpagos iluminaban el desfiladero y los estallídos de los truenos
eran continuos. El suelo, estremecido por aquellos golpes de borrasca, parecía temblar,
como si el macizo de los Urales estuviera sometido a una trepidación general.
Afortunadamente, la tarenta había quedado protegida en una profunda sinuosidad
que la borrasca no podía atacar directamente. Pero no estaba tan bien defendida como
para que algunas contracorrientes oblicuas, desviadas por algunos salientes del talud,
no la empujaran con violencia, haciéndola golpearse contra la pared rocosa, con peligro
de quebrarse en mil pedazos.
Nadia tuvo que abandonar el sitio que ocupaba y Miguel Strogoff, después de buscar
a la luz de uno de los faroles, descubrió una excavación, debida al pico de algún minero,
en donde pudo refugiarse la joven en espera de poder reemprender el viaje.
En ese momento -era la una de la madrugada-, comenzó a caer la lluvia, y las ráfagas,
hechas de agua y viento, adquirieron una violencia extrema, que no apagaron, sin
embargo, los fuegos del cielo. Esta complicación hacía imposible continuar la marcha.
Cualquiera que fuese, pues, la impaciencia de Miguel Strogoff, y era muy grande, no
tuvo más remedio que dejar transcurrir lo más duro de la tormenta. Habían llegado ya a
la garganta misma que franquea la ruta de Perm a Ekaterinburgo; no había otra cosa que
hacer más que descender; pero descender las estribaciones de los Urales, en aquellas
condiciones, sobre un suelo cruzado por mil torrentes bajando de la montaña, en medio
de los torbellinos de aire y agua, era sencillamente jugarse la vida y precipitarse al
abismo.
-Esperar es grave -dijo Miguel Strogoff- pero significa, sin duda, evitar más largos
retrasos. La violencia de la tormenta me hace pensar que no durará ya mucho. Hacia las
tres comenzará a clarear el día y la bajada, que no podemos arriesgarnos a hacer en la
oscuridad, será, si no fácil, al menos posible después de la salida del sol.
-Esperemos, hermano -respondió Nadia-; pero si retrasas la partida que no sea por
evitar una fatiga o un peligro.
-Nadia, ya sé que estás decidida a todo, pero al comprometernos ambos, yo arriesgo
algo más que mi vida y la tuya; faltaría a la misión, al deber que tengo que cumplir
antes que nada.
-¡Un deber ... ! -murmuró Nadia.
En aquel momento un violento relámpago desgarró el cielo y pareció, por decirlo así,
que la lluvia se volatilizaba; se oyó un golpe seco; el aire se impregnó de un olor
sulfuroso, casi asfixiante, y un grupo de grandes pinos, alcanzados por la descarga
eléctrica, se inflamaban como una antorcha gigantesca a veinte pasos de la tarenta.
El yemschik, arrojado al suelo por una especie de choque en retroceso, se levantó
afortunadamente sin heridas.
Después, cuando los primeros estampidos del trueno se fueron perdiendo en las
profundidades de la montaña, Miguel Strogoff sintió la mano de Nadia apretar
fuertemente la suya y oyo que murmuraba estas palabras en su oído:
-¡Gritos, hermano! ¡Escucha!
11
VIAJEROS EN APUROS
Efectivamente, durante aquel breve intervalo de calma, oyéronse gritos hacia la parte
superior del camino y a una distancia bastante próxima de la sinuosidad que protegía la
tarenta.
Era como una llamada desesperada, evidentemente lanzada por algún pasajero en
peligro.
Miguel Strogoff escuchó con atención.
El yemschik escuchó tambien, pero moviendo la cabeza, como si le pareciera
imposible responder a esa llamada.
-¡Son viajeros que piden socorro! -gritó Nadia.
-¡Si no cuentan mas que con nosotros ... ! -respondió el yemschik.
-¿Por qué no? -gritó Miguel Strogoff-. ¿No debemos hacer nosotros lo que ellos
harían en parecidas circunstancias?
-¡Pero no irá usted a arriesgar el carruaje y los caballos ... !
-¡Iré a pie! -respondió Miguel Strogoff interrumpiendo al yemschik.
-Yo te acompañaré, hermano --dijo la joven livoniana.
-No, Nadia, quédate aquí; el yemschik permanecerá a tu lado. No quiero dejarlo
solo...
-Me quedaré -respondió Nadia.
--Ocurra lo que ocurra, no abandones este refugio.
-Me encontrarás donde estoy.
Miguel Strogoff apretó la mano de su compañera y, franqueando la vuelta del talud,
desapareció en seguida entre las sombras.
-Tu hermano ha cometido un error --dijo el yemschzk a la joven.
-Mi hermano tiene razón -respondió simplemente Nadia.
Mientras tanto, Miguel Strogoff remontaba el camino con rapidez. Si tenía grandes
deseos de socorrer a los que así gritaban, también tenía gran impaciencia por conocer a
aquellos viajeros a los que la tormenta no les había impedido aventurarse por las
montañas, y estaba seguro de que se trataba de la telega que les había precedido desde
el principio.
La lluvia había cesado, pero la borrasca redoblaba su violencia. Los gritos, llevados
por las corrientes de aire, se distinguían cada vez más. Desde el sitio donde Miguel
Strogoff había dejado a Nadia, no se podía ver lo sinuoso que era el camino porque la
luz de los relámpagos sólo iluminaba los salientes del talud, que tapaban el camino. Las
ráfagas, chocando bruscamente con todos aquellos ángulos, formaban remolinos
difíciles de atravesar, por lo que era necesaria la fuerza poco común de Miguel Strogoff
para resistirlas.
Pero era evidente que los viajeros que hacían oír sus gritos no estaban muy lejos,
aunque el correo del Zar todavía no podía distinguirlos, sea porque habían ido a parar
fuera de la carretera o porque la oscuridad lo impedía, pero las palabras llegaban con
bastante claridad a sus oídos.
He aquí lo que oyó y que no dejó de producirle cierta sorpresa:
-¡Zopenco! ¿Vas a volver?
-¡Te haré azotar en la próxima parada!
-¿Oyes, postillón del diablo? ¡Eh!
-¿Así es como le conducen a uno en este país?
-¿Y eso es lo que llaman una telega?
-¡Eh! ¡Triple bruto! ¡Sigue marchando y no se para! ¡Aún no se ha dado cuenta de
que nos ha dejado en el camino!
-¡Tratarme así, a mí, un inglés acreditado! ¡Me quejaré a la embajada y haré que lo
encierren!
El que así hablaba estaba verdaderamente encolerizado pero, de golpe, le pareció a
Miguel Strogoff que el segundo interlocutor tomaba partido por la situación y estalló
en carcajadas, inesperadas en medio de aquella escena, a las que siguieron estas palabras:
-¡Decididamente esto es demasiado chistoso!
-¡Se atreve usted a reírse! -exclamó agriamente el ciudadano del Reino Unido.
-Cierto, querido colega, y de todo corazón. ¡Y le invito a usted a que haga otro tanto!
¡Palabra de honor que no había visto esto jamás! ¡Es demasiado chistoso ... ! ¡Nunca lo
había visto...!
En aquel momento, un violento trueno retumbó en el desfiladero con un estruendo
espantoso, que venía multiplicado por los ecos de las montañas en una grandiosa
proporción. Después, cuando el ruido se extinguió, la voz alegre continuó diciendo:
-¡Sí, extraordinariamente chistoso! ¡Esto, desde luego, no ocurriría en Francia!
-¡Ni en Inglaterra! -respondió el inglés.
Sobre el camino, iluminado entonces por los relámpagos, Miguel Strogoff vio a dos
viajeros, a unos veinte pasos de él, sentados uno junto al, otro en el banco trasero de
un singular vehículo, que parecia profundamente atascado en algún bache.
Se acercó a ellos, mientras uno reía y el otro rezongaba, y reconoció a los dos
corresponsales de periódicos que habían embarcado en el Cáucaso y viajado con él
desde Nijni-Novgorod a Perm.
-¡Eh, buenos días, señor! -gritó el francés-. ¡Encantado de verle, en estas
circunstancias! Permítame presentarle a mi íntimo enemigo, el señor Blount.
El reportero inglés saludó y parecía que iba, a su vez, a presentar a su colega, Alcide
Jolivet, conforme a las reglas de la etiqueta, pero Miguel Strogoff dijo:
-Es inútil, señores, ya nos conocemos. Hemos ya viajado juntos por el Volga.
-¡Ah, muy bien! ¡Perfectamente, señor...
-Nicolás Korpanoff, comerciante de Irkutsk -respondió Miguel Strogoff-. Pero
¿quieren ponerme al corriente sobre la aventura que les ha ocurrido, tan chistosa para
uno y tan lamentable para el otro?
-Le hago a usted juez, señor Korpanoff -respondió Alcide Jolivet-. Imagínese usted
que nuestro postillón ha seguido la ruta con el tren delantero de su infernal vehículo,
dejándonos plantados sobre el tren trasero de ese absurdo carruaje. ¡La peor mitad de
una telega para dos, sin guía y sin caballos! ¡No es absoluta y superlativamente
chistoso!
-¡No del todo! -respondió el inglés.
-¡Sí, colega! ¡Usted no sabe tomarse las cosas por su lado bueno!
-¿Y cómo, quiere decirnos, podremos continuar el viaje? -preguntó Harry Blount.
-Nada más fácil -respondió Alcide Jolivet-. Va usted a engancharse a lo que nos
queda del carruaje; yo tomaré las riendas, le llamaré mi pequeño pichón como un
verdadero yemschik, y usted marchará como un verdadero caballo de posta.
-Señor Jolivet -respondió el inglés-, esta broma ya se pasa de la raya y...
-Tenga calma, colega. Cuando se canse yo le reemplazaré y usted tendrá derecho a
llamarme caracol asmático y tortuga pesada, si no le conduzco a velocidad infernal.
Alcide Jolivet decía todas estas cosas con tan buen humor que Miguel Strogoff no
pudo reprimir una sonrisa.
-Señores -les dijo- hay algo mejor que hacer. Nosotros hemos llegado hasta aquí, la
garganta superior de la cordillera de los Urales y, por consiguiente, no nos queda más
que descender las pendientes de las montañas. Mi carruaje está a unos quinientos
pasos más atrás; les prestaré uno de mis caballos, lo engancharán a la caja de su telega
y mañana, si no se produce ningún accidente, llegaremos juntos a Ekaterinburgo.
-¡Señor Korpanoff -respondió Alcide Jolivet-, esa es una proposicion que parte de
un corazon generoso!
-Agrego, señores, que si no les invito a que suban a mi tarenta es porque sólo tiene
dos plazas y están ya ocupadas por mi hermana y por mi -aclaró Miguel Strogoff.
-Nuevamente gracias, señor -respondió Alcide Jolivet-, pero mi colega y yo iríamos
hasta el fin del mundo con su caballo y nuestra media telega.
-¡Señor -continuó Harry Blount-, aceptamos su generosa oferta! ¡En cuanto a ese
yemschik ... !
-¡Oh! Crea que no es ésta la primera vez que ocurre semejante cosa -respondió
Miguel Strogoff.
-¿Pero por qué no vuelve? Él sabe perfectamente que nos ha dejado atrás. ¡El
miserable!
-¿Él? ¡Ni se ha enterado!
-¿Cómo? ¿Ignora que su telega se ha partido en dos?
-Sí. Y conducirá su tren delantero con la mejor buena fe del mundo hasta
Ekaterinburgo.
- ¡Cuando yo le decía, colega, que esto era de lo más chistoso!... -exclamó Alcide
Jolivet.
-Señores, si quieren seguirme -dijo Miguel Strogoff-, nos reuniremos con mi carruaje
y...
-Pero, ¿y la telega? -observó el inglés.
-No tema usted que eche a volar, querido Blount -replicó Alcide Jolivet-. Mírela qué
bien arraigada está en el suelo. Tanto, que si la dejamos aquí en la primavera próxima le
saldrán hojas.
-Vengan, pues, señores, y traeremos aqui la tarenta -dijo Miguel Strogoff.
El francés y el inglés descendieron de la banqueta del fondo, convertida de esa forma
en asiento delantero, y siguieron a Miguel Strogoff.
Mientras caminaban, Alcide Jolivet, siguiendo su costumbre, iba conversando con
todo su buen humor, que ningun contratiempo podía alterar.
-A fe mía, señor Korpanoff, que nos saca usted de un buen atolladero.
-Yo no he hecho más de lo que hubiera hecho cualquier otro en mis circunstancias,
señores. Si los viajeros no nos ayudáramos entre nosotros, no habría más remedio que
eliminar las rutas.
-Como compensacion, señor, si va usted lejos en la estepa, es posible que nos
encontremos de nuevo y...
Alcide Jolivet no preguntaba de una manera formal a Miguel Strogoff adónde iba,
pero este, no queriendo disimular, respondió con rapidez:
-Voy a Omsk, señores.
-Pues el señor Blount y yo -prosiguió Alcide Jolivet- vamos un poco adelante, allá
donde puede ser que encontremos una bala, pero también, con toda seguridad, noticias
que atrapar.
-¿Van a las provincias invadidas? -preguntó Miguel Strogoff con cierto
apresuramiento.
-Precisamente, señor Korpanoff, y es probable que no volvamos a encontrarnos.
-En efecto, señor -respondió Miguel Strogoff-, yo soy muy poco amante de los tiros
de fusil y golpes de lanza y de naturaleza demasiado pacífica para aventurarme por los
sitios donde se combate.
-Desolador, señor, desolador. Y, verdaderamente, no podremos sino lamentar el
separarnos tan pronto. Pero al dejar Ekaterinburgo puede ser que nuestra buena
estrella quiera que viajemos todavía juntos durante algunos días.
-¿Se dirigen ustedes a Omsk? -preguntó Miguel Strogoff, después de reflexionar unos
instantes.
-Todavía no sabemos nada -replicó Alcide Jolivet-. Pero lo más probable es que
vayamos directamente hasta Ichim y, una vez allí, obraremos según los
acontecimientos.
-Pues bien, señores -dijo Miguel Strogoff-, iremos juntos hasta Ichim.
Miguel Strogoff hubiera preferido, evidentemente, viajar solo, pero no podía hacerlo
sin que se hiciera sospechoso al buscar separarse de dos viajeros que iban a seguir la
misma ruta que él. Por tanto, ya que Alcide Jolivet y su compañero tenían intención de
pararse en Ichim sin continuar inmediatamente hasta Omsk, no había ningún
inconveniente en que hicieran juntos esta parte del viaje.
-Así pues, queda convenido -repitió Miguel Strogoff-. Haremos juntos el viaje.
Después, con tono más indiferente, preguntó:
-¿Saben con certeza hasta dónde han llegado los tártaros? -preguntó.
-Le aseguro, señor, que no sabemos más que lo que se decía en Perm, -respondió
Alcide Jolivet-. Los tártaros de Féofar-Khan han invadido toda la provincia de
Semipalatinsk y hace algunos días que están descendiendo el curso del Irtyche a
marchas forzadas. Será preciso que se dé prisa si quiere llegar a Omsk antes que ellos.
-En efecto -respondió Miguel Strogoff.
-Se decía también que el coronel Ogareff había conseguido pasar la frontera
disfrazado y que no podía tardar en reunirse con el jefe tártaro en el mismo centro del
país sublevado.
-Pero ¿cómo lo han sabido? -preguntó Miguel Strogoff-, ya que todas estas noticias,
más o menos verídicas, le interesaban directamente.
-Como se saben todas las cosas -respondió Alcide Jolivet-, las trae el aire.
-¿Pero tiene serios motivos para pensar que el coronel Ogareff está en Siberia?
-Hasta he oído decir que había debido de tomar la ruta de Kazan a Ekaterinburgo.
-¡Ah! ¿Sabía todo eso, señor Jolivet? -preguntó entonces Harry Blount, al cual sacó
de su mutismo la observación del corresponsal francés.
-Lo sabía -respondió Alcide Jolivet.
-¿Y sabía también que iba disfrazado de bohemio? -preguntó de nuevo el inglés.
-Lo sabía exactamente al mandar el mensaje a mi prima -respondió sonriente Alcide
Jolivet.
-¿De bohemio? -había repetido casi involuntariamente Miguel Strogoff, que se
acordó de la presencia del viejo gitano en Nijni-Novgorod, su viaje a bordo del
Cáucaso y su desembarco en Kazan.
-No ha perdido su tiempo en Kazan -hizo observar el inglés a Alcide Jolivet con
tono seco.
-No, querido colega, y mientras el Cáucaso se aprovisionaba, yo hacía lo mismo.
Miguel Strogoff ya no escuchaba las réplicas que se daban entre sí Harry Blount y
Alcide Jolivet; recordaba la tribu de bohemios, al viejo gitano, al que no había podido
ver la cara; a la extraña mujer que le acompañaba; la mirada tan singular que había lanzado
sobre él; intentaba rememorar todos los detalles de aquel encuentro, cuando se oyó
una detonación cerca de ellos.
-¡Adelante, señores! -gritó Miguel Strogoff.
-¡Cáscaras! Para ser un digno negociante que huye de las balas, corre muy aprisa al
lugar de donde salen -se dijo Alcide Jolivet.
Y, seguido de Harry Blount, que no era hombre de los que se quedan atrás, se
precipitó tras los pasos de Miguel Strogoff.
Algunos instantes después los tres hombres estaban en el saliente bajo el cual se
abrigaba la tarenta en una vuelta del camino.
El grupo de pinos incendiados por un rayo ardía todavía. El camino estaba desierto,
pero Miguel Strogoff no se había equivocado. Hasta él había llegado el disparo de un
arma de fuego.
De pronto, un formidable rugido se dejó oír y una segunda detonación estalló en la
otra parte de talud.
-¡Un oso! -gritó Miguel Strogoff, que no podía confundir el rugido de estos animales-
¡Nadia! ¡Nadia!
Desenvainando el puñal que llevaba bajo el cinturón, Miguel Strogoff dio un
formidable salto, precipitándose en la gruta donde la joven había prometido
permanecer.
Los pinos, devorados por el fuego, iluminaban la escena con toda claridad. En el
momento en que llegó Miguel Strogoff al lugar en que estaba la tarenta, una enorme
masa retrocedía hacia él.
Era un oso de gran tamaño al cual la tempestad, sin duda, había expulsado de los
bosques que erizaban esta parte de los Urales y había venido a buscar refugio en
aquella excavacion, que era seguramente su retiro habitual, ocupado ahora por Nadia.
Dos de los caballos, espantados por la presencia de la enorme bestia, habían roto las
cuerdas emprendiendo la huida, y el yemschik, sin pensar en otra cosa que en sus
caballos, se lanzó en su persecución, dejando a la joven sola en presencia del oso.
La valiente Nadia no había perdido la cabeza. El animal, que no la había visto aún,
atacó al tercer caballo del atelaje y Nadia, abandonando la sinuosidad en la que se había
agazapado, corrió hacia la tarenta y tomando uno de los revólveres de Miguel Strogoff
se fue valientemente sobre el oso haciendo fuego a bocajarro.
El animal, ligeramente herido en la espalda, se revolvió contra la joven, la cual
intentaba evitarlo dando vueltas a la tarenta, en donde el caballo intentaba romper sus
ligaduras. Pero con los caballos perdidos en las montañas, el viaje estaba
comprometido, por lo que Nadia se fue de cara al oso y, con una sangre fría
sorprendente, en el mismo momento en que las garras del animal se iban a abatir sobre
ella, hizo fuego por segunda vez.
Ésta era la segunda detonación que acababa de escuchar Miguel Strogoff a algunos
pasos de él. Pero ya estaba allí y de un salto se interpuso entre el oso y la joven. Su
brazo no hizo mas que un solo movimiento de abajo arriba y la enorme bestia, abierta
en canal, cayó al suelo como una masa inerte.
Aquélla fue una buena demostración del famoso golpe de cuchillo de los cazadores
siberianos, que tienen especial cuidado en no estropear las preciosas pieles de oso,
pues tienen un precio muy alto.
-¿No estás herida, hermana? -dijo Miguel Strogoff, precipitándose hacia la muchacha.
-No, hermano -respondió Nadia.
En aquel momento aparecieron los dos periodistas.
Alcide Jolivet se lanzó a la cabeza del caballo y es preciso creer que tenía una
muñeca sólida, porque consiguió dominarlo. Su compañero y él habían presenciado la
rápida maniobra de Miguel Strogoff.
-¡Diablos! -gritó Alcide Jolivet-. Para ser un simple negociante, señor Korpanoff,
maneja usted primorosamente el cuchillo de cazador.
-Muy primorosamente -agregó Harry Blount.
-En Siberia, señores -respondió Miguel Strogoff- nos vemos obligados a hacer un
poco de todo.
Alcide Jolivet miró entonces al joven.
Visto a plena luz, con el cuchillo sangrante en la mano, con su alta talla, su aire
resuelto, el pie puesto sobre el oso que acababa de despellejar, Miguel Strogoff era una
imagen realmente hermosa.
-¡Gallardo mozo! -pensó Alcide Jolivet.
Y avanzando respetuosamente con su sombrero en la mano, fue a saludar a la joven.
Nadia hizo una ligera inclinación.
Alcide Jolivet, volviéndose hacia su compañero, dijo:
-¡Digna hermana de su hermano! ¡Si yo fuera oso no me enfrentaría a esta terrible y
encantadora pareja!
Harry Blount, estirado como un palo, permanecía, con el sombrero en la mano, a
cierta distancia. La desenvoltura de su colega tenía como efecto el remarcar todavía más
su rigidez habitual.
En ese momento reapareció el yemschik, que había logrado apoderarse de los dos
caballos y lanzó una mirada de sentimiento sobre el magnífico animal, tendido en el
suelo, que debía quedar abandonado a las aves de rapiña. Después fue a ocuparse de
reenganchar las caballerías.
Miguel Strogoff le puso en antecedentes de la situación de los dos viajeros y de su
proyecto de cederles un caballo de la tarenta.
-Como gustes -respondió el yemschik-. Sólo nos faltaba ahora dos coches en vez de
uno.
-¡Bueno, amigo -contestó Alcide Jolivet, que comprendió la insinuación-, se te
pagará el doble!
-¡Adelante, pues, tortolitos míos!
Nadia había subido de nuevo al carruaje y Miguel Strogoff y sus dos compañeros
seguían a pie.
Con las primeras luces del alba, la tarenta estaba junto a la telega, y ésta se
encontraba concienzudamente empotrada hasta la mitad de las ruedas. Se comprendía,
pues, que con semejante golpe se hubiera producido la separación de los dos trenes del
vehículo.
Eran las tres de la madrugada y la borrasca estaba ya menguando en intensidad, el
viento ya no soplaba con tanta violencia a través del desfiladero y así les sería posible
continuar el camino.
Uno de los caballos de los costados de la tarenta fue enganchado con la ayuda de
cuerdas a la caja de la telega, en cuyo banco volvieron a ocupar su sitio los dos
periodistas y los vehículos se pusieron en movimiento. El resto del camino no ofrecía
dificultad alguna, pues sólo tenían que descender las pendientes de los Urales.
Seis horas después, los dos vehículos, siguiéndose de cerca, llegaron a Ekaterinburgo,
sin que fuera de destacar ningún incidente en esta segunda parte del viaje.
Al primer individuo que vieron los dos periodistas en la casa de postas fue al
yemschik, que parecía esperarles.
Aquel digno ruso tenía, verdaderamente, una buena figura, y, sin embarazo ninguno,
sonriente, se acercó hacia los viajeros y les tendió la mano reclamando su propina.
La verdad obliga a decir que el furor de Harry Blount estalló con una violencia tan
británica, que si el yemschik no hubiera logrado retroceder prudentemente, un
puñetazo dado según todas las reglas del boxeo hubiera pagado su na vodku en pleno
rostro.
Alcide Jolivet, viendo la cólera de su compañero, se retorcía de risa, como quizá no
lo había hecho nunca.
-¡Pero si tiene razón, este pobre diablo! -gritó-. ¡Está en su derecho, mi querido
colega! ¡No es culpa suya si no hemos encontrado el medio de seguirle!
Y sacando algunos kopeks de su bolsillo, se los dio al yemschik diciéndole:
-¡Toma, amigo. Si no los has ganado no ha sido culpa tuya!
Esto redobló la indignación de Harry Blount, quien quería hacer procesar a aquel
empleado de postas.
-¡Un Proceso en Rusia! -exclamó Alcide Jolivet-. Si las cosas no han cambiado,
compadre, no verá usted el final. ¿No conoce la historia de aquella ama de cría que
reclamó doce meses de amamantamiento a la familia de su pupilo?
-No la conozco -respondió Harry Blount.
-¿Y no sabe qué era el bebé cuando terminó el juicio en el que ganó la causa el ama de
cría?
-¿Qué era, si puede saberse?
-Coronel de la guardia de húsares.
Al oír esta respuesta se pusieron todos a reír.
Alcide Jolivet, encantado de su éxito, sacó el carnet de notas de su bolsillo y,
sonriente, escribió esta anotación, destinada a figurar en el diccionario moscovita:
«Telega: carruaje ruso de cuatro ruedas a la salida y dos ruedas a la llegada. »
12
UNA PROVOCACION
Ekaterinburgo, geográficamente, es una ciudad asiática, porque está situada más allá
de los montes Urales, sobre las últimas estribaciones de la cordillera; sin embargo,
depende del gobierno de Perm y, por tanto, está comprendida dentro de una de las
grandes divisiones de la Rusia europea. Esta usurpación administrativa debía de tener
su razón de ser, porque es como un pedazo de Siberia que queda entre las garras rusas.
Ni Miguel Strogoff ni los dos corresponsales debían tener inconvenientes en encontrar
medios de locomoción en una ciudad tan importante, que había sido fundada en 1723.
En Ekaterinburgo se constituyó la primera casa de moneda del Imperio; allí está
concentrada la dirección general de las minas. Esta ciudad es, pues, un centro industrial
importante, en medio de un país en el que abundan las fábricas metalúrgicas y otras
explotaciones donde se purifican el platino y el oro.
En esta época había crecido mucho la población de Ekaterinburgo. Rusos o
siberianos, amenazados todos por la invasión de los tártaros, afluían a ella huyendo de
las provincias ya invadidas por las hordas de Féofar-Khan y, principalmente, de los
países kirguises, que se extienden del sudoeste del Irtyche hasta la frontera con el
Turquestán.
Si los medios de locomoción habían de ser escasos para llegar a Ekaterinburgo, por el
contrario, abundaban para abandonar la ciudad. En la coyuntura actual, los viajeros se
cuidarían mucho de aventurarse por las rutas de Siberia.
Con la ayuda de este concurso de circunstancias, a Harry Blount y Alcide Jolivet les
resultó fácil encontrar con qué reemplazar la media telega que, bien que mal, les había
traído hasta Ekaterinburgo. En cuanto a Miguel Strogoff, como la tarenta le pertenecía
y no había sufrido ningún desperfecto durante el viaje a través de los montes Urales, le
bastaba con enjaezar de nuevo tres buenos caballos para volver rápidamente sobre la
ruta de Irkutsk.
Hasta Tiumen y quizás hasta Novo-Zaimskoë, esta ruta debía de ser bastante
accidentada, ya que se desliza todavía sobre las caprichosas ondulaciones del terreno
que dan nacimiento a las primeras pendientes de los montes Urales. Pero después de la
etapa de Novo-Zaimskoë, comenzaba la inmensa estepa, que se extiende hasta las
proximidades de Krasnolarsk sobre un espacio de alrededor de mil setecientas verstas
(1.815 kilómetros).
Como se sabe, era en Ichim donde los dos corresponsales tenían la intención de
detenerse, es decir, a seiscientas verstas de Ekaterinburgo. Allí, según se desarrollasen
los acontecimientos, se internarían en las regiones invadidas, bien juntos o bien por
separado, siguiendo su instinto, que les iba a llevar sobre una u otra pista.
Ahora bien, este camino de Ekaterinburgo a Ichim, que se prolonga hacia Irkutsk, era
el único que podía tomar Miguel Strogoff, pero él no corría detrás de la noticia y, por
el contrario, quería evitar atravesar un país devastado por los invasores, por lo que estaba
dispuesto a no detenerse en ningún lugar.
-Señores -dijo a sus nuevos compañeros-, me satisface mucho hacer en su compañía
esta parte del viaje, pero debo prevenirles que me es extraordinariamente urgente
nuestra llegada a Omsk, ya que mi hermana y yo vamos a reunirnos con nuestra madre
y quién sabe si no llegaremos antes de que los tártaros hayan invadido la ciudad. No
me detendré, por tanto, más que el tiempo necesario para cambiar los caballos, y
viajaré noche y día.
-Nosotros nos proponemos también hacer lo mismo -respondió Harry Blount.
-Sea, pero no pierdan ni un instante. Alquilen o compren un carruaje...
-Cuyo tren trasero pueda llegar a Ichim al mismo tiempo que el de delante -precisó
Alcide Jolivet.
Media hora después, el diligente francés había encontrado, fácilmente por demás, una
tarenta, muy parecida a la de Miguel Strogoff, en la cual se instalaron enseguida su
compañero y él.
Miguel Strogoff y Nadia ocuparon los asientos de su vehículo y, al mediodía, los dos
carruajes abandonaban juntos Ekaterinburgo.
¡Nadia se encontraba, por fin, en Siberia, sobre la larga ruta que conduce a Irkutsk!
¿Cuáles debían ser entonces los pensamientos de la joven livoniana? Tres rápidos
caballos la conducían, a través de esta tierra de exilio hacia donde su padre estaba
condenado a vivir, puede que por mucho tiempo, tan lejos de su tierra natal. Apenas
veía circular por delante de sus ojos aquellas largas estepas que por unos momentos le
habían estado prohibidas, porque su mirada iba más allá del horizonte, tras el cual
buscaba la faz del exiliado. Nada observaba del paisaje que estaban atravesando a una
velocidad de quince verstas a la hora; nada de aquellas comarcas de la Siberia
occidental, tan diferentes de las comarcas del este. Aquí, en efecto, apenas había
campos cultivados; el suelo era pobre, al menos en su superficie, pero en sus entrañas
encerraba hierro, cobre, platino y oro. Por todas partes se veían instalaciones
industriales, pero ninguna granja agrícola. ¿Cómo iban a encontrar brazos para cultivar
el suelo, para arar los campos, para recoger las cosechas, cuando era más productivo
excavar en las minas a golpe de pico? Aquí el campesino ha dejado su sitio al minero.
El pico se ve por todas partes mientras que el arado no se ve en ninguna. El
pensamiento de Nadia, sin embargo, abandonó las lejanas provincias de lago Baikal y
se fijó entonces en su situación presente. Se desdibujó un poco la imagen de su padre y
vio la de su generoso compañero, a quien había conocido por primera vez sobre el
ferrocarril de Wladimir, donde un providencial designio había hecho que lo encontrara.
Se acordaba de sus atenciones durante el viaje, de su llegada a las oficinas de policía de
Nijni-Novgorod y la forma tan sencilla con que se había dirigido a ella llamándola
hermana; su dedicación a ella durante todo el viaje por el Volga y, en fin, todo lo que
había hecho en esa terrible noche de tormenta en los Urales, por defender su vida con
peligro de la propia.
Nadia pensaba en Miguel Strogoff y daba graclas a Dios por haberla puesto en la
ruta de aquel valiente protector, aquel amigo discreto y generoso. Se sentía segura cerca
de él, y bajo su mirada. Un verdadero hermano no hubiera hecho más por ella. Nadia
no temía ningún obstáculo y veía ahora con certeza la llegada a su destino.
En cuanto a Miguel Strogoff, hablaba poco y reflexionaba mucho. Por su parte, daba
gracias a Dios por haberle proporcionado este encuentro con Nadia; al mismo tiempo
que el medio para disimular su verdadera identidad tenía una buena acción que hacer.
La intrépida calma de la joven complacía a su alma generosa. ¿Que no era de verdad su
hermana? Sentía tanto respeto como afecto por su bella y heroica compañera y
presentía que era poseedora de uno de esos puros y extraños corazones con los cuales
siempre se puede contar.
Sin embargo, desde que pisaron el suelo siberiano, los verdaderos peligros habían
comenzado para Miguel Strogoff. Si los dos periodistas no se equivocaban, Ivan
Ogareff había ya traspasado la frontera, por tanto era necesario proceder con el
máximo de precauciones. Las circunstancias habían cambiado ahora, porque los espías
tártaros debían de inundar las provincias siberianas, y si desvelaban su incognito, si
reconocían su calidad de correo del Zar, significaría el final de su misión y de su propia
vida. Miguel Strogoff, al hacerse estas reflexiones, notaba el peso de la responsabilidad
que pesaba sobre él.
Mientras las cosas se desarrollaban así en el primer vehículo, ¿qué ocurría en el
segundo? Nada de extraordinario. Alcidejolivet hablaba en frases sueltas y Harry
Blount respondía con monosílabos. Cada uno enfocaba las cosas a su manera y tomaba
nota sobre los incidentes del viaje; incidentes que, por otra parte, fueron poco variados
durante esta primera parte de su marcha por Siberia.
En cada parada, los dos corresponsales descendían del vehículo e iban al encuentro
de Miguel Strogoff, pero Nadia no bajaba de la tarenta como no fuese para alimentarse;
cuando era preciso comer o cenar en una de las paradas de posta, la muchacha se sentaba
en la mesa y permanecía siempre en una actitud reservada, sin mezclarse en las
conversaciones.
Alcide Jolivet, sin salirse jamás de los límites de la cortesía, no dejaba de mostrarse
obsequioso con la joven livoniana, a la cual encontraba encantadora. Admiraba la
silenciosa energía que mostraba para sobrellevar las fatigas de un viaje hecho en tan
duras condiciones. Estas paradas forzosas no complacían demasiado a Miguel
Strogoff, que hacía todo lo posible por abreviarlas, excitando a los jefes de posta, estimulando
a los yemschiks y dando prisa para que el atelaje de los vehículos se hiciera
con rapidez. Terminada rápidamente la comida, demasiado para Harry Blount, que era
un comedor metódico, iniciaban de nuevo la marcha y los periodistas se deslizaban
como águilas, ya que pagaban principescamente y, como decía Alcide Jolivet, «en
águilas de Rusia».
No es necesario decir que Harry Blount no cruzaba una sola palabra directamente
con Nadia. Y éste era uno de los pocos temas de conversación que no buscaba discutir
con su compañero. Este honorable gentleman no tenía por costumbre hacer dos cosas
al mismo tiempo.
Habiéndole preguntado en cierta ocasión Alcide Jolivet cuál podría ser la edad de la
joven livoniana, respondió, con la mayor seriedad del mundo y entrecerrando los ojos:
-¿Qué joven livoniana?
-¡Pardiez! ¡La hermana de Nicolás Korpanoff
-¿Es su hermana?
-¡No! ¡Es su abuela! -replicó Alcide Jolivet, desarmado ante tanta indiferencia-. ¿Qué
edad le supone usted?
-Si la hubiera visto nacer, lo sabría -respondió Harry Blount simplemente, como
hombre que no quiere comprometerse.
El país que en aquellos momentos cruzaban las dos tarentas estaba casi desierto. El
tiempo era bastante bueno y como el cielo estaba semicubierto, la temperatura era más
soportable. Con dos vehículos mejor acondicionados, no hubieran podido lamentarse
del viaje, porque iban como las berlinas de posta en Rusia, es decir, con una
maravillosa velocidad.
Pero el abandono en que parecía el país era debido a las actuales circunstancias. En
los campos se veían pocos o ningún campesino siberiano, con sus rostros pálidos y
graves, a los cuales una viajera ha comparado acertadamente con los campesinos castellanos,
a los que se parecen en todo menos en el ceño. Aquí y allí se distinguían
algunos poblados ya evacuados, lo que indicaba la proximidad de las tropas tártaras.
Los habitantes, llevándose consigo los rebaños de ovejas, sus camellos y sus caballos,
habían ido a refugiarse en las planicies del norte. Algunas tribus nómadas kirguises de
la gran horda, que habían permanecido fieles, también habían trasladado sus tiendas
más allá del Irtyche o del Obi, para sustraerse a las depredaciones de los invasores.
Afortunadamente el cambio de posta continuaba haciéndose regularmente, igual que
el servicio telegráfico, hasta los puntos en que el cable había sido cortado. A cada
parada, los encargados de la posta enjaezaban los caballos en condiciones reglamentarias
y en cada estación telegráfica, los encargados del telégrafo, sentados frente a sus
ventanillas, transmitían los mensajes que se les confiaban sin más retraso que el que
provocaban los mensajes oficiales. Alcide Jolivet y Harry Blount pudieron transmitir
extensas crónicas a sus respectivos periódicos.
Hasta aquí, el viaje de Miguel Strogoff se llevaba a cabo en condiciones
satisfactorias, sin sufrir retraso alguno, y si lograba salvar la cabeza de puente que los
tártaros de Féofar-Khan habían establecido un poco antes de Krasnoiarsk, tenía
muchas probabilidades de llegar a Irkutsk antes que los invasores, empleando el
mínimo tiempo conocido hasta entonces.
Al día siguiente de haber abandonado Ekaterinburgo, las dos tarentas alcanzaron la
pequeña ciudad de Tuluguisk a las siete de la mañana, después de haber franqueado
una distancia de doscientas veinte verstas sin incidentes dignos de mención.
Allí, los viajeros consagraron media hora al desayuno. Una vez terminado,
reemprendieron la marcha con una velocidad que sólo podía explicar la promesa de un
puñado de kopeks.
El mismo día, 22 de julio, a la una de la tarde, las dos tarentas llegaban a Tiumen,
sesenta verstas mas allá de Tuluguisk. Tiumen, cuya población normal es de diez mil
habitantes, contaba a la sazón con el doble. Esta ciudad, primer centro industrial que
los rusos establecieron en Siberia, cuenta con notables fábricas metalúrgicas y de
fundición, y no había presentado jamás una animación como aquélla.
Los dos corresponsales fueron inmediatamente a la caza de noticias. Aquellas que
daban los fugitivos siberianos sobre el teatro de la guerra no eran precisamente
tranquilizadoras.
Se decía, entre otras cosas, que el ejército de Féofar-Khan se aproximaba
rápidamente al valle del Ichim y se confirmaba que el jefe tártaro se reuniría pronto con
el coronel Ivan Ogareff, si no había ya ocurrido, con lo cual se sacaba la conclusión de
que las operaciones en el este de Siberia tomarían mayor actividad. En cuanto a las
tropas rusas, había sido necesario llamarlas principalmente de las provincias europeas,
las cuales, encontrándose tan lejos, aún no habían podido oponerse a la invasión.
Mientras tanto, los cosacos del gobierno de Tobolsk se dirigian hacia Tomsk a marchas
forzadas, con la esperanza de cortar el avance de las columnas tártaras.
A las ocho de la tarde, llegaron a Yalutorowsk, después de que las dos tarentas
hubieran devorado setenta y cinco verstas más.
Se hizo rápidamente el cambio de caballos y, a la salida de la ciudad, viéronse
obligados a atravesar el río Tobol en un transbordador. Sobre aquel apacible curso era
fácil la operación, la cual tendrían que repetir más de una vez en su recorrido y,
seguramente, en condiciones mucho menos favorables.
A medianoche, después de otras cincuenta y cinco verstas de viaje, llegaron a
Novo-Saimsk, abandonando, por fin, el suelo ligeramente accidentado por montículos
cubiertos de árboles, que constituían las últimas estribaciones de los montes Urales.
Aquí comenzaba verdaderamente lo que se llama la estepa siberiana, que se prolonga
hasta los alrededores de Krasnoiarsk. Es una planicie sin límites, una especie de vasto
desierto herboso, en cuyo horizonte se confunde el cielo y la tierra en una circunferencia
tan perfecta que se hubiera dicho que estaba trazada a compás. Esta estepa
no presentaba a su mirada otros accidentes que el perfil de los postes telegráficos
situados a cada lado de la ruta y cuyos cables la brisa hacía vibrar como las cuerdas de
un arpa. La misma carretera no se distinguía del resto de la planicie más que por la
nube de ligero polvo que las tarentas levantaban a su paso. Sin esta cinta blanquecina,
que se prolongaba hasta perderse de vista, hubieran podido creerse en pleno desierto.
Miguel Strogoff y sus compañeros se lanzaron a través de la estepa con mayor
velocidad aún; los caballos, excitados por el yemschik y sin que ningún obstáculo se
interpusiera en su camino, devoraban las distancias. Las tarentas corrían directamente
hacia Ichim, en donde los dos corresponsales se detendrían si ningún inconveniente
modificaba su itinerario.
Alrededor de doscientas verstas separaban Novo-Saimsk de la ciudad de Ichim y, al
día siguiente, antes de las ocho de la tarde, podían haberla ya franqueado, a condición
de que no perdieran ni un solo instante. Los yemschiks pensaban que si los viajeros no
eran grandes señores o altos funcionarios, eran dignos de serlo, aunque sólo fuera por
las espléndidas propinas que entregaban.
Al día siguiente, 23 de julio, en efecto, las dos tarentas no se encontraban más que a
treinta verstas de Ichim. En aquel momento Miguel Strogoff distinguió sobre la ruta,
apenas visible a causa de las nubes de polvo, un vehículo que precedía al suyo. Pero
como sus caballos estaban menos fatigados, corrían con una velocidad mucho mayor y
no tardarían en darles alcance. No era una tarenta ni una telega, sino una poderosa
berlina de posta que debía de haber hecho ya un largo viaje. Su postillón no tenía más
remedio que mantener el galope de los caballos a fuerza de golpes de látigo y de
injurias. Aquella berlina no había pasado, ciertamente, por Novo-Saimsk, sino que
debía de haber seguido el camino de Irkutsk por cualquier ruta perdida en la estepa.
Miguel Strogoff y sus compañeros, viendo aquella berlina que corría hacia Ichim, no
tuvieron más que un pensamiento: pasarle delante y llegar antes que ellos a la parada,
con el fin de asegurarse los caballos disponibles. Por tanto, dieron instrucciones a los
yemschiks y no tardaron en ponerse en línea con la berlina. Fue Miguel Strogoff quien
llegó primero a su altura, en el mismo momento en que una cabeza se asomó por la
portezuela del vehículo.
Miguel Strogoff no tuvo tiempo de observarla, pero al pasar, pese a la velocidad,
oyó claramente una palabra, pronunciada con una imperiosa voz que se dirigió a él:
-¡Deténgase!
No se paró, sino todo lo contrario, y la berlina fue dejada atrás por las dos tarentas.
Se produjo entonces una carrera de velocidad, porque los caballos de la berlina,
excitados sin duda por la presencia y el ritmo de los caballos que les adelantaban,
encontraron fuerzas para mantenerse a su ritmo durante algunos minutos. Los tres vehículos
estaban envueltos por nubes de polvo. De aquellas nubes blanquecinas se
escapaban, como una descarga de cohetes, los restallídos de los látigos, mezclados con
gritos de excitación y de cólera.
Pero pronto Miguel Strogoff y sus compañeros sacaron ventaja; una ventaja que
podía ser muy importante si la parada de postas estaba poco surtida de caballos,
porque era muy fácil que el encargado de la posta no pudiera suministrar caballos de
repuesto a tres vehículos en tan corto espacio de tiempo.
Media hora después, la berlina quedaba atrás, convertida en un punto apenas visible
en el horizonte de la estepa. Eran las ocho de la tarde cuando las dos tarentas llegaron a
la parada de posta, situada a la entrada de Ichim.
Las noticias de la invasión empeoraban por momentos. La ciudad estaba
directamente amenazada por la vanguardia de las columnas tártaras y, desde hacía dos
días, las autoridades habían tenido que replegarse sobre Tobolsk y en Ichim no había
quedado ni un funcionario ni un soldado.
Miguel Strogoff, en cuanto llegó a la parada, pidió rápidamente para él los caballos.
Había hecho bien en adelantar a la berlina, porque únicamente quedaban tres caballos
de refresco que fueron rápidamente enganchados. El resto de los caballos estaban
cansados a causa de algún largo viaje. El encargado de la posta dio la orden de enganchar
rápidamente.
En cuanto a los dos corresponsales, a los que pareció bien el quedarse en Ichim, no
tenían ya por qué preocuparse del medio de transporte e hicieron guardar su vehículo.
Diez minutos después de la llegada, Miguel Strogoff fue advertido de que la tarenta
estaba lista para partir.
-Bien -respondió.
Después, dirigiéndose a los dos periodistas les dijo-
-Señores, ya que se quedan en Ichim, ha llegado el momento de separarnos.
-¿Cómo, señor Korpanoff; no se quedan en Ichim ni siquiera una hora? --dijo Alcide
Jolivet.
-No, señor. Deseo abandonar la parada antes de la llegada de la berlina que hemos
adelantado.
-¿Teme que aquellos viajeros le disputen los caballos?
-Intento, sobre todo, evitar cualquier dificultad.
-Entonces, señor Korpanoff -continuó Alcide Jolivet- no nos queda más que darle las
gracias una vez más por el servicio que nos ha prestado y dejar constancia del placer
que ha significado viajar en su compañía.
-Es posible que nos encontremos en Omsk dentro de algunos días -precisó Harry
Blount.
-Es posible, en efecto, ya que voy allí directamente -respondió Miguel Strogoff.
-¡Pues bien! ¡Buen viaje, señor Korpanoff, y que Dios le guarde de las telegas! --dijo
entonces Alcide Jolivet.
Los dos corresponsales tendieron la mano hacia Miguel Strogoff con la intención de
estrechársela lo más cordialmente posible, cuando en aquellos momentos se oyó el
ruido de un carruaje.
Casi inmediatamente se abrió la puerta y apareció un hombre. Era el viajero de la
berlina, individuo de aspecto militar, de una cuarentena de años, alto robusto, de
poderosa cabeza, anchas espaldas y unos espesos mostachos que se unían a sus rojas
patillas. Llevaba un uniforme sin insignias, un sable de caballería cruzado a la cintura y
en la mano un látigo de mango corto.
-Caballos -pidió con el tono imperioso de un hombre acostumbrado a mandar.
-No tengo caballos disponibles -respondió e encargado de la posta, inclinándose.
-Los necesito inmediatamente.
-Es imposible.
-¿Qué caballos son esos que acaban de ser enganchados en la tarenta que he visto a la
puerta de la parada?
-Pertenecen a este viajero -respondió el encargado, señalando a Miguel Strogoff.
-¡Que los desenganchen ... ! -gritó el viajero con un tono que no admitía réplica.
Miguel Strogoff avanzó entonces, diciendo:
-Estos caballos han sido contratados por mí.
-¡Me importa poco! ¡Los necesito! ¡Venga, pronto, no tengo tiempo que perder!
-Yo tampoco tengo tiempo que perder -respondió Miguel Strogoff, que quería
mantener la calma y hacía esfuerzos por contenerse.
Nadia estaba cerca de él, calmada también, pero secretamente inquieta por aquella
escena que hubiera sido preferible evitar.
-¡Basta! -espetó el viajero y, después, dirigiéndose al encargado dijo, en tono
amenazante-: ¡Que los desenganchen y que los coloquen en mi berlina!
El encargado de la posta, muy embarazado, no sabía a quién obedecer y miraba a
Miguel Strogoff porque encontraba evidente que tenía el derecho a oponerse a las
injustas exigencias del viajero.
Miguel Strogoff dudó un instante. No quería hacer uso de su podaroshna porque
hubiera llamado la atención, pero tampoco quería ceder los caballos porque retrasaría
su viaje y, sin embargo, no podía enzarzarse en una pelea que podría comprometer su
misión.
Los dos periodistas lo miraban, prestos a intervenir si él pedía su ayuda.
-Mis caballos se quedarán en mi coche -dijo Miguel Strogoff sin elevar el tono de
voz, como convenía a un simple comerciante de Irkutsk.
El viajero avanzó hacia él, le puso rudamente la mano en el hombro y gritó:
-¡Cómo es eso! ¿No quieres cederme los caballos?
-No -respondió Miguel Strogoff.
-¡Está bien! ¡Serán para aquel de nosotros que quede en disposición de continuar el
viaje! ¡Defiéndete porque no te voy a dar cuartel!
Y diciendo esto, el viajero tiró de su sable, poniéndose en guardia.
Nadia se puso rápidamente delante de Miguel Strogoff y Harry Blount y Alcide
Jolivet avanzaron hacia él.
-No me batiré -dijo sencillamente Miguel Strogoff, el cual, para contenerse mejor,
cruzó los brazos sobre el pecho.
-¿No vas a batirte?
-No.
-¿Y después de esto? -gritó el viajero.
Y antes de que pudieran contenerlo golpeó el hombro de Miguel Strogoff con el
mango de su látigo.
Ante este insulto, Miguel Strogoff palideció horriblemente y sus manos se elevaron
completamente abiertas, como si quisiera triturar entre ellas a aquel brutal personaje.
Pero con un supremo esfuerzo, volvió a ser dueño de sí mismo. ¡Un duelo! ¡Era más
que un retraso! ¡Podía significar el fracaso de su misión! ¡Era mejor perder algunas
horas ... ! ¡Sí, pero tragarse tamaña afrenta!
-¿Te batirás ahora, cobarde? -repitió el viajero añadiendo la grosería a la brutalidad.
-¡No! -respondió Miguel Strogoff, sin moverse, mirando al viajero fijamente a los
ojos.
-¡Los caballos, al instante! -dijo éste entonces, saliendo de la sala.
El encargado de la posta le siguió rápidamente, encogiéndose de hombros, después de
haber examinado a Miguel Strogoff con aire poco aprobatorio.
El efecto que este incidente produjo en los periodistas no podía redundar en ventaja
de Miguel Strogoff. Su descontento era manifiesto. ¡Este robusto joven se dejaba
golpear de esa manera, sin intentar vengar tamaño insulto!
Limitáronse, pues, a saludar y se retiraron.
Alcide Jolivet le dijo a Harry Blount:
-Jamás hubiera creído eso de un hombre que se enfrenta tan valerosamente con un
oso de los Urales. ¿Será verdad que el valor se manifiesta en sus horas y con sus
formas? ¡No entiendo nada! ¡Quizá lo que nos hace falta a nosotros es haber sido
siervos alguna vez!
Un instante después, un ruido de ruedas y el estallído de un látigo indicaban que la
berlina, tirada por los caballos de la tarenta, dejaba rápidamente la parada de posta.
Nadia, impasible, y Miguel Strogoff, estremecido todavía por la cólera, se quedaron
solos en la sala de la parada de posta.
El correo del Zar, con los brazos siempre cruzados sobre el pecho, se sentó. Se
hubiera dicho que era una estatua. No obstante, un rubor que no debía de ser el de la
vergüenza, había reemplazado a la palidez de su rostro.
Nadia no dudó que tenían que existir grandes razones para que un hombre como
aquél soportara tal humillación.
Yendo hacia él, pues, como él fue hacia ella en las oficinas de la policía de
Nijni-Novgorod, le dijo:
-Tu mano, hermano.
Y, al mismo tiempo, con sus dedos, con un gesto casi maternal, le enjugó una lágrima
que estaba a punto de caer de los ojos de su compañero.
13
SOBRE TODO, EL DEBER
Nadia había adivinado que un móvil secreto dirigía todos los actos de Miguel
Strogoff y que éste, por razones que ella desconocía, no era dueño de su persona, que
no tenía el derecho de disponer de sí mismo y que, en estas circunstancias, acababa de
inmolarse heroicamente aguantando el resentimiento de una mortal injuria en aras de su
deber.
Nadia no pedía ninguna explicación a Miguel Strogoff. La mano que acababa de
tenderle, ¿no respondía a todo cuanto él hubiera podido decirle?
Miguel Strogoff permanecio mudo durante toda la tarde. El encargado de la posta no
podía proporcionarle caballos frescos hasta el día siguiente por la mañana y tenían que
pasar toda la noche entera en la parada. Nadia aprovechó la ocasion para reposar un
poco y le fue preparada una habitación.
La joven hubiera preferido, sin duda, no dejar a su compañero, pero presentía que él
tenía necesidad de estar solo y se dispuso a dirigirse a la habitación que le habían
preparado.
-Hermano... -murmuro.
Miguel Strogoff la interrumpio con un gesto. La joven, exhalando un suspiro, salió de
la sala.
Miguel Strogoff no se acostó. No hubiera podido dormir ni una sola hora.
En el sitio que había sido golpeado por el látigo del brutal viajero, sentía como una
quemadura.
Cuando terminó sus oraciones de la tarde, murmuró:
-¡Por la patria y por el Padre!
Entonces experimentó un insoportable deseo de saber quién era el hombre que le
había golpeado, de dónde venía y adónde iba. En cuanto a los rasgos de su rostro,
estaban tan bien grabados en su memoria que no los olvidarla jamas.
Miguel Strogoff llamó al encargado de la posta.
Éste era un siberiano chapado a la antigua que se presentó enseguida mirando al
joven un poco por encima del hombro y esperó a ser interrogado.
-¿Eres del país? -le preguntó Miguel Strogoff.
-Sí.
-¿Conoces al hombre que ha tomado mis caballos?
-No.
-¿No lo has visto jamás?
-Jamás.
-¿Quién crees tú que es?
-Un señor que sabe hacerse obedecer.
La mirada de Miguel Strogoff penetró como un puñal en el corazón del siberiano,
pero la vista del encargado de la posta no se bajó.
-¡Te permites juzgarme! -le gritó Miguel Strogoff.
-Sí -respondió el siberiano-, porque hay cosas que no se reciben sin devolverlas,
aunque uno sea un simple comerciante.
-¿Los latigazos?
-Los latigazos, joven. Tengo edad y fuerza para decírtelo.
Miguel Strogoff se acercó al encargado y le colocó sus poderosas manos en los
hombros.
Después, con una voz especialmente calmosa, le dijo:
-Vete, amigo mío, vete. Te mataría.
El encargado de la posta esta vez había comprendido.
-Me gusta más así -murmuró.
Y se retiró sin agregar una sola palabra.
Al día siguiente, 24 de julio, a las ocho de la mañana estaban enganchados a la tarenta
tres poderosos caballos. Miguel Strogoff y Nadia ocuparon su sitio y pronto
desaparecio en una curva de la ruta de la ciudad de Ichim, de la que ambos debían
guardar tan terrible recuerdo.
En las diversas paradas en donde tuvieron que detenerse, Miguel Strogoff comprobó
que la berlina les precedía siempre sobre la ruta de Irkutsk y que el viajero, con tanta
prisa como ellos, atravesaba la estepa sin perder ni un instante.
A las cuatro de la tarde, después de recorrer setenta y cinco verstas, llegaron a la
estación de Abatskaia, en donde tuvieron que atravesar el curso del río Ichim, uno de
los principales afluentes del Irtyche.
Este paso fue bastante más difícil que el del Tobol, porque la corriente del Ichim era
bastante rapida en aquel lugar.
Durante el invierno siberiano, todos los cursos de agua de la estepa, con una capa de
hielo de varios pies de espesor, eran fácilmente vadeables y los viajeros los
atravesaban casi sin darse cuenta, porque su lecho desaparece bajo el inmenso manto
blanco que recubre uniformemente la estepa, pero en verano, las dificultades para
franquear los ríos pueden ser grandes.
Efectivamente, tuvieron que emplear dos horas para atravesar el Ichim, lo cual
exasperó a Miguel Strogoff, tanto más cuanto que los bateleros le dieron inquietantes
noticias de la invasión tártara.
He aquí lo que decían:
Algunos exploradores de Féofar-Khan habían hecho su aparición sobre ambas orillas
del Ichim inferior, en las comarcas meridionales del gobierno de Tobolsk. Omsk estaba
muy amenazada. Se hablaba de un encuentro que había tenido lugar entre las tropas
siberianas y tártaras, sobre la frontera de las grandes hordas kirguises, el cual había
terminado con la derrota de los rusos, cuyas tropas eran demasiado débiles en ese
punto. A consecuencia de ello había tenido que replegarse el resto de las fuerzas Y, por
consiguiente, se había procedido a la evacuación general de los campesinos de la
provincia. Se relataban horribles atrocidades cometidas por los invasores: pillaje, robo,
incendios, asesinatos. Era el sistema de guerrear de los tártaros.
Las gentes iban huyendo a medida que avanzaba la vanguardia de Féofar-Khan. Ante
este abandono de los pueblos y, aldeas, el mayor temor de Miguel Strogoff era no
encontrar ningun medio de transporte. Tenía, pues, una extrema necesidad de llegar a
Omsk. Podía ser que a la salida de la ciudad consiguiera tomar la delantera a las tropas
tártaras que descendían por el valle del Irtyche y encontrar de nuevo la ruta libre hasta
Irkutsk.
En aquel mismo lugar donde la tarenta acababa de franquear el río es en donde se
termina lo que en el lenguaje militar se denomina «la cadena de Ichim», cadena de torres
o fortines de madera, que se extienden desde la frontera sur de Siberia sobre un espacio
de alrededor de cuatrocientas verstas (427 kilómetros). Antaño, estos fortines estaban
ocupados por destacamentos de cosacos que se encargaban de proteger aquellas
comarcas, tanto contra los kirguises como contra los tártaros. Pero, abandonados desde
que el gobierno moscovita creyó que estas hordas estaban reducidas a una sumisión
absoluta, ahora, cuando hubieran sido tan necesarias, no servían para nada. La mayor
parte de los fortines habían sido reducidos a cenizas y las humaredas, que los bateleros
hicieron observar a Miguel Strogoff, arremolinándose por encima del horizonte
meridional, indicaban la proximidad de la vanguardia tártara.
En cuanto el transbordador depositó la tarenta sobre la orilla opuesta del Ichim, el
vehículo reanudó su ruta por la estepa a toda velocidad.
Eran las siete de la tarde. El cielo estaba cubierto y ya habían caído varios
chaparrones que tuvieron la virtud de eliminar el polvo y hacer el camino más cómodo.
Miguel Strogoff, desde la parada de Ichim, estaba taciturno, sin embargo estaba
siempre atento para preservar a Nadia de esta carrera sin tregua ni reposo, pero la
joven no se lamentaba nunca. Hubiera querido darles alas a los caballos. Algo le decía
que su compañero tenía más urgencia aún que ella por llegar a Irkutsk. ¡Y cuántas
verstas les separaban aún de esta ciudad!
Le vino entonces al pensamiento que si Omsk estaba invadida por los tártaros, la
madre de Miguel Strogoff, que vivía en esta ciudad, corría grandes peligros que debían
inquietar extremadamente a su hijo, lo cual era más que suficiente para explicar su impaciencia
por llegar a su lado.
Nadia creyó, pues, que debía hablar de la vieja Marfa, de lo sola que debía
encontrarse en medio de tan graves acontecimientos.
-¿No has recibido ninguna noticia de tu madre desde el comienzo de la invasión? -le
preguntó.
-Ninguna, Nadia. La última carta que me escribió data ya de dos meses atrás, pero
me daba buenas noticias. Marfa es una mujer enérgica, una vieja siberiana. Pese a su
edad conserva toda su fuerza moral. Sabe sufrir.
-Yo iré a verla, hermano -dijo Nadia con viveza-. Ya que tú me das el nombre de
hermana, yo soy la hija de Marfa.
Y como Miguel Strogoff no respondiera, continuó:
-Puede ser que tu madre haya podido salir de Omsk...
-Es posible, Nadia -respondió Miguel Strogoff-, y hasta espero que haya llegado a
Tobolsk. La vieja Marfa aborrece a los tártaros, conoce la estepa y no tiene miedo; yo
espero que haya cogido su bastón para descender por la orilla del Irtyche. No hay un
lugar de la provincia que no conozca. ¡Cuántas veces ha recorrido el país con mi viejo
padre, y cuántas veces yo mismo, siendo niño, los he seguido en sus correrías a través
del desierto siberiano! Sí, Nadia, yo espero que mi madre haya abandonado Omsk.
-Y cuándo la verás?
-La veré... a la vuelta.
-Sin embargo, si tu madre está en Omsk, perderás alguna hora para ir a abrazarla,
supongo.
-No iré a abrazarla.
-¿No la verás?
-No, Nadia... -respondió Miguel Strogoff, suspirando, comprendiendo que no podía
continuar respondiendo a las preguntas de la joven.
-¡Y dices que no! ¡Ah, hermano! ¿Qué razones pueden hacer que renuncies a ver a tu
madre si está en Omsk?
-¿Qué razones, Nadia? ¡Tú me preguntas qué razones! -gritó Miguel Strogoff con
una voz profundamente alterada, que hizo estremecer a la joven-. Pues las mismas
razones que me han hecho pasar por cobarde ante aquel miserable que...
No pudo acabar la frase.
-Cálmate, hermano -dijo Nadia con su voz más dulce-, yo no sé más que una cosa. Y
ni siquiera la sé, ¡la siento! Y es que un sentimiento domina ahora toda tu conducta: un
sagrado deber, si es que puede haber alguno, más poderoso que el que ata a un hijo con
su madre.
Nadia se calló y, desde ese momento, evitó todo tipo de conversación que pudiera
referirse a la particular situación de Miguel Strogoff. Él tenía algún secreto que guardar
y ella lo respetaba.
Al día siguiente, 25 de julio, a las tres de la madrugada, la tarenta llegó a la parada de
posta de Tiukalinsk, después de haber franqueado una distancia de ciento veinte
verstas desde el paso del Ichim.
Se cambiaron rápidamente los caballos, pero, por primera vez, el yemschik puso
algunas dificultades para partir, afirmando que destacamentos de tártaros batían la
estepa y que tanto los viajeros como los caballos y el vehículo serían una buena presa
para esos saqueadores.
Miguel Strogoff no tuvo más remedio que aumentar el valor del yemschik a base de
dinero, ya que en esta ocasión, como en otras, no quiso hacer uso de su podaroshna.
Los últimos decretos habían llegado por telégrafo y eran conocidos en Siberia, por lo
que un ruso que estuviera tan especialmente dispensado de obedecer aquellas
disposiciones hubiera llamado la atención general, lo cual quería evitar el correo del Zar
a toda costa. En cuanto a las dudas del yemschik, puede que estuviera haciendo
comedia y especulando con la impaciencia de los viajeros, o puede que tuviera
realmente razón al temer que aquélla era una aventura arriesgada.
Al fin, la tarenta emprendió la marcha, y lo hizo con tanta diligencia que a las tres de
la tarde habían recorrido ochenta verstas y se encontraban en Kulatsinskoë. Una hora
despues se encontraban en la orilla del Irtyche, a sólo una veintena de verstas de
Omsk.
El Irtyche es un extenso rio que constituye una de las principales arterias siberianas
cuyas aguas atraviesa Asia hacia el norte. Nace en los montes Altai y se dirige
oblicuamente de sudeste a noroeste, yendo a desembocar en el Obi, después de un recorrido
de cerca de siete mil verstas.
En aquella época del año, que es la de la crecida de todos los ríos de la baja Siberia, el
nivel de las aguas del Irtyche era excesivamente alto. Por consiguiente, la corriente era
violenta, casi torrencial, y hacía que su paso fuese bastante difícil. Un nadador, por
bueno que fuera, no hubiera podido franquearlo, y la travesía en transbordador ofrecía
algunos peligros.
Pero estos peligros, como otros, no podían detenerlos ni un instante, y Miguel
Strogoff y Nadia estaban decididos a afrontarlos cualesquiera que fuesen.
Sin embargo, el correo del Zar propuso a su joven compañera intentar atravesar el río
él solo con el carruaje y los caballos, porque el peso de todo el atelaje convertiría el
transbordador en un poco peligroso, y después, una vez depositados los caballos y el
vehículo en la otra orilla, volvería a por Nadia.
Pero la joven rehusó porque esto significaba un retraso de una hora y no quería que
su seguridad personal fuera la causa de ningún retraso.
Las orillas estaban inundadas y el transbordador no podía acercarse demasiado, por
lo que el embarque del vehículo se hizo con muchas dificultades, pero después de
media hora de esfuerzos consiguieron embarcar la tarenta y los tres caballos. Miguel
Strogoff, Nadia y el yemschik se instalaron también y comenzaron la travesía.
Durante los primeros minutos todo fue bien. La corriente del Irtyche, cortada en la
parte superior por un largo entrante de la orilla, formaba un remanso que el
transbordador atravesó fácilmente. Los dos bateleros daban impulso con sus largos bicheros,
que manejaban con gran destreza; pero a medida que avanzaban, el lecho del río
se hacía más profundo y no podían apoyar las pértigas en su hombro para empujar,
porque apenas si sobresalían un palmo de la superficie del agua, lo cual hacía que su
empleo fuera penoso e insuficiente.
Miguel Strogoff y Nadia, sentados en la popa del transbordador, temiendo siempre
cualquier retraso, miraban con cierta inquietud la maniobra de los bateleros.
-¡Atención! -gritó uno de ellos a su compañero.
Este grito estaba motivado por la nueva dirección que tomaba el transbordador con
una excesiva velocidad; dominado por la corriente del río estaba descendiendo
rápidamente el curso. Era, pues, necesario, situarlo de forma que pudiera atravesar la
corriente, y para ello había que emplear los bicheros a todo rendimiento y, con este
propósito, apoyaron los extremos de éstos en una especie de escotaduras abiertas
debajo de las bandas, consiguiendo poner el transbordador en sentido oblicuo y fueron
ganando poco a poco la otra orilla.
Los dos bateleros, hombres vigorosos, estimulados además por la promesa de una
elevada paga, no dudaron en llevar a buen fin aquella difícil travesía del Irtyche.
Pero no contaban con un incidente que era difícil de predecir, y ni su celo ni su
habilidad podían hacer nada contra esta circunstancia.
El transbordador se encontraba en el centro de la corriente, a igual distancia de ambas
orillas, descendiendo con una velocidad de unas dos verstas por hora, cuando Miguel
Strogoff se levantó mirando corriente arriba.
Por la corriente bajaban varios barcos con gran rapidez, ya que a la acción de las
aguas se unía la fuerza de los remos con los que iban dotados.
El rostro de Miguel Strogoff se contrajo de golpe, escapándosele una exclamación.
-¿Qué sucede? -preguntó la joven.
Pero antes de que Miguel Strogoff hubiera tenido tiempo de responderle, uno de los
bateleros lanzó una exclamación de espanto:
-¡Los tártaros! ¡Los tártaros!
Eran, en efecto, barcas cargadas de soldados que descendían rápidamente por el
Irtyche y antes de que hubieran transcurrido varios minutos habrían alcanzado el
transbordador, demasiado pesado para huir de ellos.
Los bateleros, aterrorizados por esta aparición, lanzaron gritos de desespero,
abandonando los bicheros.
-¡Valor, amigos míos! -gritó Miguel Strogoff-. ¡Valor! ¡Cincuenta rublos para
vosotros si estamos en la orilla derecha antes de que nos alcancen esas barcas!
Los bateleros, reanimados por estas palabras, reemprendieron la maniobra y
continuaron luchando contra la corriente, pero era evidente que no podrían evitar el
abordaje de los tártaros.
¿Pasarían de largo sin inquietarlos? Era poco probable. Por el contrario, debía
temerse todo de estos salteadores.
-No tengas miedo, Nadia -dijo Miguel Strogoff-, pero prepárate a todo.
-Estoy preparada -respondió Nadia.
-¿Hasta a arrojarte al río cuando te lo diga?
-Cuando tú me lo digas.
-Ten confianza en mí, Nadia.
-Tengo confianza.
Las barcas tártaras no estaban más que a una distancia de unos cien pies. Llevaban
un destacamento de soldados bukharianos que iban a hacer un reconocimiento sobre
Omsk.
El transbordador se encontraba todavía a dos cuerpos de la orilla. Los bateleros
redoblaron sus esfuerzos. Miguel Strogoff se unió a ellos y cogio un bichero que
maniobraba con una fuerza sobrehumana. Si conseguían desembarcar la tarenta y
lanzarse a todo galope, tendrían muchas probabilidades de escapar de los tártaros, que
no tenían monturas.
¡Pero tantos esfuerzos debían resultar inútiles!
-¡Saryn na kitchu! -gritaron los soldados de la primera barca.
Miguel Strogoff reconoció el grito de guerra de los piratas tártaros, al cual debía
contestarse arrojandose boca abajo.
Pero como nadie obedeció esta intimación, los soldados hicieron una descarga de la
que resultaron mortalmente heridos dos caballos.
En aquel momento se produjo un choque. Las barcas habían abordado el
transbordador de través.
-¡Ven, Nadia! -gritó Miguel Strogoff, presto a lanzarse al río.
La joven iba a seguirle cuando Miguel Strogoff, herido por un golpe de lanza, fue
arrojado al agua. Lo arrastró la corriente, agitando la mano un instante por encima de
las aguas, y desapareció.
Nadia había lanzado un grito, pero antes de que hubiera tenido tiempo de arrojarse al
agua en seguimiento de Miguel Strogoff, fue apresada por los tártaros y depositada en
una de sus barcas.
Un instante después, los bateleros habían sido muertos a golpes de lanza y el
transbordador iba a la deriva, mientras los tártaros continuaban descendiendo el curso
del Irtyche.
14
MADRE E HIJO
Omsk es la capital oficial de la Siberia occidental, pese a que no es la ciudad más
importante del gobierno de ese mismo nombre, ya que Tomsk es más populosa y más
extensa, pero es en Omsk en donde reside el gobernador general de esta primera mitad
de la Rusia asiática.
Propiamente hablando, Omsk se compone de dos ciudades distintas, una que está
únicamente habitada por las autoridades y los funcionarios, y la otra en donde viven
especialmente los comerciantes siberianos, aunque es una ciudad poco comercial.
Consta de una población de diez a trece mil habitantes y está defendida por un
recinto fianqueado por bastiones, pero estas fortificaciones son de tierra y le prestan
una protección muy insuficiente. Esto lo sabían muy bien los tártaros, que intentaron
apoderarse de ella a viva fuerza, lo cual consiguieron después de varios días de asedio.
La guarnición de Omsk, reducida a dos mil hombres, había resistido valientemente,
pero superada por las tropas del Emir, había ido cediendo poco a poco la ciudad
comercial, para refugiarse en la ciudad alta.
Allí, el gobernador general, sus oficiales y soldados se habían atrincherado,
convirtiendo aquel barrio de Omsk en una ciudadela, después de haber almenado las
casas y las iglesias y, hasta entonces, se mantenían bien en esa especie de kremln improvisado,
sin gran esperanza de recibir refuerzos a tiempo.
En efecto, las tropas tártaras que descendían el curso del Irtyche recibían cada día
nuevos refuerzos y, lo que era más grave, estaban entonces dirigidos por un oficial
traidor a su país, pero hombre de gran valía y de una audacia a toda prueba.
Era el coronel Ivan Ogareff.
Este hombre, terrible como cualquiera de los jefes tártaros a los que impulsaba
adelante, era un militar instruido. Él mismo tenía en sus venas un poco de sangre
mongol por parte de su madre, que era de origen asiático, y amaba el engaño,
complaciéndose en imaginar estratagemas y no reparaba en medios cuando se trataba
de sorprender algún secreto o de tender alguna trampa.
Bribón por naturaleza, empleaba gustosamente los más viles artificios,
convirtiéndose en mendigo si se terciaba la ocasión, o adoptando con gran perfección
todas las formas y todos los modales. Además, era cruel y hubiera hecho de verdugo si
se presentara la oportunidad. Féofar-Khan tenía en él un lugarteniente digno de
secundarle en aquella salvaje guerra.
Cuando Miguel Strogoff llegó a las orillas del Irtyche, Ivan Ogareff era ya dueño de
Omsk y estrechaba el cerco de la ciudad alta ya que tenía prisa por reunirse en Tomsk
con el grueso de las fuerzas tártaras, que acababan de concentrarse allí.
Tomsk, en efecto, había sido tomada por Féofar-Khan hacía varios días, y desde allí,
los invasores, dueños ya de la Siberia central, debían marchar sobre Irkutsk.
Esta ciudad era el verdadero objetivo de Ivan Ogareff.
El plan del traidor era ganarse la confianza del Gran Duque bajo un nombre falso y,
cuando considerase llegado el momento, entregar la ciudad y el Gran Duque a los
tártaros.
Dueños de tal ciudad y de tal rehén, toda la Rusia asiática debía caer en manos de los
invasores.
Ahora bien, como ya se sabe, el Zar tenía conocimiento de ese complot y para
frustrarlo era por lo que había confiado a Miguel Strogoff la importante misión de que
era portador. De ahí las severas instrucciones que se le habían dado al joven correo
para que pasase las comarcas invadidas con el mayor incógnito.
Esta misión la había ejecutado fielmente hasta el momento, pero ¿podría llevarla
ahora adelante?
La herida que había recibido Miguel Strogoff no era mortal. Nadando, evitando ser
visto, alcanzó la orilla derecha del río en donde cayó desvanecido entre unos
cañaverales.
Cuando recobró el conocimiento se encontraba en la cabaña de un campesino que lo
había recogido y cuidado, y al cual debía él estar todavía vivo. Pero ¿cuánto tiempo
hacía que era huésped de aquel bravo siberiano? No lo podía decir. Cuando abrió los
ojos vio una bondadosa figura barbuda que le miraba compasivamente inclinada sobre
él. Iba a preguntarle dónde se encontraba cuando el campesino le previno, diciéndole:
-No hables, padrecito, no hables. Estás todavía demasiado débil. Yo te diré dónde
estás y todo lo que ha ocurrido desde que te recogí en mi cabaña.
Y el campesino le contó a Miguel Strogoff los diversos incidentes de la lucha que
había tenido lugar; el ataque de las barcas tártaras, el pillaje de la tarenta, la masacre de
los bateleros...
Miguel Strogoff ya no le escuchaba y llevó su mano a sus vestiduras, palpando la
carta imperial que aún conservaba consigo sobre su pecho.
Respiró tranquilizándose, pero no era eso todo:
-¡La joven que me acompañaba! -dijo.
-No la han matado -respondió el campesino, saliendo al paso de la inquietud que leía
en los ojos de su huésped-. La metieron en una de sus barcas y continuaron
descendiendo por el Irtyche. Es una prisionera que irá a reunirse con tantas otras que
han conducido a Tomsk.
Miguel Strogoff no pudo responder. Apoyó la mano sobre el pecho para frenar los
latidos de su corazón.
Pero, pese a tan duras pruebas, el sentimiento del deber dominaba su alma entera y
preguntó:
-¿Dónde estoy?
-Sobre la ribera derecha del Irtyche, a sólo cinco verstas de Omsk -respondió el
campesino.
-¿Qué clase de herida he recibido, que me ha postrado de este modo? ¿Ha sido un
disparo de arma de fuego?
-No, ha sido un golpe de lanza en la cabeza, que ya ha cicatrizado -respondió el
campesino-. Después de algunos días de reposo, padrecito, podrás continuar la ruta.
Caíste al río, pero los tártaros no te tocaron ni te registraron, y tu bolsa está todavía en
tu bolsillo.
Miguel Strogoff tendió la mano al campesino y después, con un supremo esfuerzo,
se enderezó en la cama diciéndole:
-Amigo, ¿cuánto tiempo llevo en tu cabaña?
-Desde hace tres días.
-¡Tres días perdidos!
-Tres días durante los cuales has estado sin conocimiento.
-¿Puedes venderme un caballo?
-¿Quieres partir?
-Al instante.
-No tengo caballo ni carruaje, padrecito. ¡Allí por donde los tártaros pasan no queda
nada!
-Bien, pues ire a pie hasta Omsk a buscar un caballo.
-Unas horas de reposo todavía y estarás en mejores condiciones para continuar el
viaje.
-Ni una hora.
-Vamos, entonces -respondió el campesino, comprendiendo que no podría luchar
contra la voluntad de su huésped-. Yo mismo te conduciré. Todavía hay un gran
número de rusos en Omsk y podrás pasar desapercibido.
-¡Amigo -le dijo Miguel Strogoff-, ¡que el cielo recompense todo lo que estás
haciendo por mí!
-¡Una recompensa! ¡Sólo los locos la esperan en la tierra! -respondió el campesino.
Miguel Strogoff abandonó la cabaña; pero cuando quiso iniciar la marcha sintió tal
desvanecimiento, que seguramente hubiera caído a tierra de no ser por la ayuda del
campesino, sin embargo su gran voluntad hizo que se recuperara prontamente.
Sentía en su cabeza el golpe de lanza que había recibido y que afortunadamente había
sido ámortiguado por el gorro de pieles con que se cubría, pero siendo poseedor de la
energía que le caracterizaba, no era hombre para dejarse abatir por tan poca cosa.
Un solo pensamiento cruzaba por su mente: aquella lejana Irkutsk a la que tenía
necesidad de llegar. Pero antes era preciso atravesar Omsk sin detenerse.
-¡Que Dios proteja a mi madre y a Nadia! -murmuró-. Ahora no tengo derecho a
pensar en ellas.
Miguel Strogoff y el campesino llegaron pronto al barrio comercial de Omsk y,
aunque estaba ocupado militarmente, no tuvieron dificultad de entrar en él.
La muralla de tierra había sido destruida por muchos sitios, por cuyas brechas
entraron los merodeadores que seguían a los ejércitos de Féofar-Khan.
En el interior de Omsk, por sus calles y plazas, había un verdadero hormiguero de
soldados tártaros; pero era fácil apreciar que una mano de hierro les imponía una
disciplina a la que no estaban acostumbrados. Efectivamente, no circulaban solos, sino
en grupos armados, prestos a repeler en todo momento cualquier agresion.
En la plaza mayor, transformada en campamento guardado por numerosos
centinelas, dos mil soldados tártaros vivaqueaban ordenadamente. Los caballos, sujetos
a estacas, permanecían siempre ensillados, dispuestos a partir a la primera orden.
Omsk no podía ser más que una parada provisional para esta caballería tártara que
debía sin duda preferir las ricas llanuras de la Siberia oriental, en donde las ciudades
son más opulentas, las campiñas más fértiles y, por consiguiente, el pillaje más
fructífero.
Por encima de la ciudad comercial se levantaba el barrio alto, el cual Ivan Ogareff
había intentado asaltar varias veces, siendo bravamente rechazado en todas las
ocasiones y no habiendo conseguido todavía reducirlo. Sobre sus aspilleradas murallas
ondeaba aún la bandera nacional con los colores de Rusia.
Miguel Strogoff y su guía saludaron esta bandera con legítimo orgullo.
El correo del Zar conocía perfectamente la ciudad de Omsk y, siempre en pos de su
guía, evitaba las calles más frecuentadas. No es que temiera ser reconocido, ya que en
toda la ciudad únicamente su madre podía llamarlo por su verdadero nombre, pero
había jurado no verla y no la vería. Por eso deseaba con todo su corazón que se
encontrara refugiada en algún tranquilo lugar de la estepa.
Afortunadamente, el campesino conocía a un encargado de posta el cual, pagándole
bien, no se negaría a alquilar o vender un carruaje o un caballo. Quedaba la dificultad de
abandonar la ciudad, pero las brechas practicadas en la muralla podían facilitar la salida
de Miguel Strogoff.
El campesino conducía, pues, a su huésped directamente a la parada cuando, en una
calle estrecha, Miguel Strogoff se detuvo de pronto y retrocedió hasta esconderse
detrás de una esquina.
-¿Qué te pasa? -le preguntó vivamente el campesino, sorprendido de aquel brusco
movimiento.
-¡Silencio! -se limitó a decir Miguel Strogoff, llevando un dedo a sus labios.
En aquel momento, un destacamento de tártaros desembocaba de la plaza mayor y
entraba en la calle por la que circulaban Miguel Strogoff y su compañero.
A la cabeza del destacamento, compuesto por una veintena de jinetes, marchaba un
oficial vestido con un simple uniforme. Pese a que su mirada iba de un lado a otro, no
podía haber visto a Miguel Strogoff, que se había batido rápidamente en retirada.
El destacamento iba a un buen trote por la estrecha calle sin que el oficial ni su
escolta hicieran caso de los habitantes del lugar, los cuales apenas tenían tiempo de
echarse a un lado, lanzando gritos medio ahogados a los que respondían
inmediatamente los soldados con golpes de lanza, por lo que la calle estuvo despejada
en un instante.
Cuando la escolta hubo desaparecido, Miguel Strogoff se volvió hacia el campesino,
Ireguntando:
-¿Quién es ese oficial?
Y mientras hacía esta pregunta su rostro se quedó pálido como el de un muerto.
-Es Ivan Ogareff -respondió el campesino con una voz baja que respiraba odio.
-¡Él! -gritó Miguel Strogoff, lanzando esta palabra con un tono de rabia que no pudo
disimular.
Acababa de reconocer en aquel oficial al viajero que le había humillado en la parada
de Ichim.
Pero repentinamente se iluminó su espíritu. Aquel viajero, al que apenas había
entrevisto, le recordaba al mismo tiempo al viejo gitano cuyas palabras había
sorprendido en el mercado de Nijni-Novgorod.
Miguel Strogoff no se equivocaba, aquellos dos hombres eran la misma persona.
Vestido de gitano y mezclado entre la tribu de Sangarra, Ivan Ogareff había podido
abandonar la provincia de Nijni-Novgorod, en donde había ido a buscar afiliados a su
maldita obra entre los numerosos extranjeros que del Asia central concurrían a la feria.
Sangarra y sus gitanas, verdaderos espías a sueldo, debían serle absolutamente fieles.
Era él quien por la noche, sobre el campo de la feria, había pronunciado aquella extraña
frase cuyo significado podía Miguel Strogoff comprender ahora. Era él quien viajaba a
bordo del Cáucaso con toda la tribu de gitanos y era también él quien, siguiendo otra
ruta de Kazan a Ichim a través de los Urales, había llegado a Omsk, convirtiéndose en
dueño de la ciudad.
Apenas debía de hacer tres días que Ivan Ogareff había llegado a Omsk, por lo que,
sin su funesto encuentro en Ichim y sin los acontecimientos que le retuvieron tres días
en la orilla del Irtyche, Miguel Strogoff le hubiera adelantado en la ruta de Irkutsk.
¡Quién sabe cuántas desgracias se hubieran podido evitar!
En todo caso, Miguel Strogoff debía evitar más que nunca el encuentro con Ivan
Ogareff para no ser reconocido. Cuando llegase el momento de encontrarse cara a cara,
ya sabría buscarlo, aunque se hubiera convertido en dueño de toda Siberia.
El campesino y él reemprendieron la marcha a través de la ciudad, llegando a la
parada de posta. Abandonar Omsk a través de una de las brechas de la muralla no iba a
ser muy difícil por la noche. En cuanto a encontrar un vehículo que reemplazase la
tarenta, fue imposible, ya que no había ninguno para alquilar ni vender. Pero ¿qué
necesidad tenía él ahora de un carruaje? Un caballo le era más que suficiente y,
afortunadamente, pudo agenciarse uno. Era un animal resistente, apto para soportar
grandes fatigas y al cual, Miguel Strogoff, que era un buen jinete, podía sacar buen
partido.
El caballo fue pagado a alto precio y algunos minutos más tarde estaba dispuesto
para la partida.
Eran entonces las cuatro de la tarde.
Miguel Strogoff, obligado a esperar a la noche para franquear la muralla pero no
queriendo dejarse ver por la ciudad, se quedó en la parada de posta haciéndose servir
algunos alimentos.
La sala común estaba abarrotada de gente. Igual que pasaba en las estaciones rusas,
los habitantes de estas ciudades, ansiosos de noticias, iban a buscarlas a las paradas de
posta. Se hablaba de la próxima llegada de un cuerpo de tropas moscovita, no a Omsk,
sino a Tomsk, destinado a reconquistar esta ciudad de las garras de Féofar-Khan.
Miguel Strogoff prestaba gran atención a todo cuanto se decía, pero sin mezclarse en
ninguna conversación.
De pronto, oyó un grito que le hizo estremecer; un grito que le llegó al alma, cuyas
dos palabras fueron lanzadas en su oído:
-¡Hijo mio.
¡Su madre, la vieja Marfa, estaba ante él! ¡Le sonreía, temblando de emoción, y
tendiendo sus brazos!
Miguel Strogoff se levantó e iba a arrojarse hacia ella cuando el pensamiento del
deber y el peligro que aquel lamentable encuentro encerraba para él y para su madre le
detuvieron enseguida, y tal fue su dominio de sí mismo, que ni un solo músculo de su
cara se contrajo.
Una veintena de personas se encontraban reunidas en la sala común y entre ellas
podía ser que hubiera algún espía, aparte de que en la ciudad se sabía de sobras que el
hijo de Marfa Strogoff pertenecía al cuerpo de correos del Zar.
Miguel Strogoff no se movió.
-¡Miguel! -gritó su madre.
-¿Quién es usted, mi buena señora? -preguntó Miguel Strogoff, balbuceando mas que
pronunciando las palabras.
-¿Quién soy, preguntas, hijo mío? ¿Es que no reconoces a tu madre?
-Se equivoca usted... -respondió Miguel Strogoff fríamente-. Quizás alguna
semejanza...
La vieja Marfa se acercó a él y mirándolo fijamente a los ojos le dijo:
-¿Tú no eres el hijo de Pedro y Marfa Strogoff
Miguel Strogoff hubiera dado su vida por pode estrechar fuertemente a su madre
entre sus brazos.. Pero si cedía era su fin, el de ella, de su misión y de su juramento...
Dominándose completamente, cerró los ojos para no ver la irreprimible angustia que
reflejaba la mirada venerable de su madre y retiró sus manos para no tenderlas hacia
aquellas otras que le buscaban temblorosamente.
-Yo no sé, realmente, qué es lo que quiere usted decir, buena mujer -respondió
Miguel Strogoff, retrocediendo algunos pasos.
-¡Miguel! -gritó aún la mujer.
-¡Yo no me llamo Miguel! ¡No he sido nunca su hijo! ¡Yo soy Nicolás Korpanoff,
comerciante de Irkutsk!
Y bruscamente abandonó la sala, mientras re sonaban unas palabras pronunciadas
tras él por últi ma vez:
-¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
Miguel Strogoff, haciendo un esfuerzo supremo, se había marchado, sin ver a su vieja
madre que se dejaba caer casi inerte sobre un banco. Pero en el momento en que el
encargado se precipitó hacia ella para socorrerla, la anciana se levantó. Una súbita revelacian
había entrado en su espíritu. ¡Ella, renegada por su hijo! ¡Esto no era posible! En
cuanto a que ella pudiera equivocarse, era más imposible todavía. Era evidente que el
que acababa de ver era su hijo y si él no la había reconocido es que no había querido,
que no debía reconocerla, que tenía terribles razones para comportarse de aquella
manera. Entonces, reprimiendo sus sentimientos maternales, no tuvo más que un
pensamiento: «¿ Lo habré perdido sin querer?»
-¡Estoy loca! -dijo a los que la interrogaban-. ¡Mis ojos me han engañado! ¡Ese joven
no es mi hijo! ¡No tenía su voz! ¡No pensemos más en ello porque acabaré viéndolo en
todas partes!
Pero menos de diez minutos después, un oficial tártaro se presentaba en la parada de
posta.
-¿Marfa Strogoff ? -preguntó.
-Soy yo -respondió la anciana mujer, con tono calmoso y la mirada tan tranquila que
los testigos de la escena que acababan de presenciar no la hubieran reconocido.
-Ven conmigo -dijo el oficial.
Marfa Strogoff siguió con paso seguro al oficial tártaro, abandonando la casa de
postas.
Algunos minutos después se encontraba en el vivac de la plaza mayor, ante la
presencia de Ivan Ogareff, el cual tuvo inmediato conocimiento de todos los detalles de
la escena.
Ivan Ogareff, suponiendo la verdad, había querido interrogar él mismo a la anciana
siberiana.
-¿Tu nombre? -preguntó con tono rudo.
-Marfa Strogoff.
-¿Tú tienes un hijo?
-Sí.
-¿Es correo del Zar?
-Sí.
-¿Dónde está?
-En Moscú.
-¿Tienes noticias suyas?
-No.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace dos meses.
-¿Quién era, pues, aquel joven al que hace unos instantes has llamado hijo en la
parada de posta?
-Un joven siberiano al que he confundido con él -respondió Marfa Strogoff-. Es la
décima vez que creo encontrar a mi hijo desde que la ciudad está llena de extranjeros.
Creo verlo por todas partes.
-¿Así que aquel joven no es Miguel Strogoff?
-No es Miguel Strogoff.
-¿Sabes, vieja, que puedo hacerte torturar hasta que digas toda la verdad?
-He dicho la verdad y la tortura no hará cambiar en nada mis palabras.
-¿Ese siberiano no era Miguel Strogoff? -preguntó nuevamente Ivan Ogareff.
-¡No! ¡No era él! -respondió nuevamente también Marfa Strogoff-. ¿Cree que por
nada del mundo renegaría de un hijo como el que Dios me ha dado?
Ivan Ogareff miró malignamente a la anciana, la cual no bajó la vista. No dudaba que
había reconocido a su hijo en aquel siberiano y que si él había renegado de su madre
entonces, y su madre renegaba de él a su vez, era por un motivo gravisimo.
Para Ivan Ogareff, pues, no había ninguna duda de que el pretendido Nicolás
Korpanoff era Miguel Strogoff, correo del Zar camuflado bajo un nombre falso y
encargado de una mision cuyo conocimiento le era capital. Por ello dio la orden
inmediata de que se iniciara su persecución. Después, volviéndose hacia Marfa
Strogoff, dijo:
-Que esta mujer sea conducida a Tomsk.
Y mientras los soldados la apresaban con brutalidad, murmuró entre dientes:
-Cuando llegue el momento, ya sabré hacer hablar a esta vieja bruja.
15
LOS PANTANOS DE LA BARABA
Miguel Strogoff había obrado con acierto al abandonar tan bruscamente la parada,
porque las órdenes de Ivan Ogareff habían sido transmitidas enseguida a todos los
puntos de la ciudad, y sus señas enviadas a todos los encargados de las postas, con el
fin de que no pudiera salir de Omsk. Pero, en aquellos momentos, el correo del Zar
había ya franqueado una de las brechas de la muralla y su caballo corría por la estepa
y, si no era perseguido inmediatamente, tenía muchas probabilidades de escapar.
Era el 29 de julio, a las ocho de la tarde, cuando Miguel Strogoff abandonó Omsk.
Esta ciudad se encontraba a poco más de medio camino entre Moscú e Irkutsk, y, si
quería adelantarse a las columnas tártaras, tenía que llegar allí en menos de diez días.
Evidentemente, el deplorable azar que le había puesto en presencia de su madre había
revelado su identidad, e Ivan Ogareff no podía ignorar que un correo del Zar acababa de
atravesar Omsk dirigiéndose hacia Irkutsk. Los mensajes que llevaba este correo debían
ser de una importancia extrema y Miguel Strogoff sabía que harían todo lo posible por
apoderarse de él.
Pero lo que no podía saber es que Marfa Strogoff estaba en manos de Ivan Ogareff y
que era ella quien iba a pagar, puede que con su vida, el impulso que no había podido
detener al encontrarse de pronto en presencia de su hijo. Y afortunadamente no lo
sabía porque, ¿hubiera podido resistir esta nueva prueba?
Miguel Strogoff estimulaba a su caballo, comunicándole toda la impaciencia febril
que le devoraba y no le pedía más que una cosa, que le llevara rápidamente hasta la
próxima parada en donde pudiera obtener un caballo más rápido.
A medianoche había franqueado setenta verstas y llegaba a la estación de Kulikovo,
pero allí, tal como temía, no se encontraban caballos ni carruajes, porque algunos
destacamentos tártaros habían pasado por aquella gran ruta de la estepa y lo habían
robado y requisado todo, tanto en las poblaciones como en las casas de posta. Miguel
Strogoff apenas pudo conseguir algún alimento para él y para su caballo.
Le interesaba, por tanto, conservar y cuidar el que tenía, porque no sabía cuándo
podría reemplazarlo.
Mientras tanto, quería dejar la mayor distancia posible entre él y los jinetes que Ivan
Ogareff debía de haber lanzado en su persecución, por lo cual resolvió seguir adelante
y, después de una hora de reposo, reemprendió su carrera a través de la estepa.
Hasta entonces, afortunadamente, las condiciones atmosféricas habían favorecido el
viaje del correo del Zar. La temperatura era soportable y la noche, muy corta en esa
época, estaba iluminada por esa media claridad de la luna que, tamizándose a través de
algunas nubes, hacía la ruta muy practicable.
Miguel Strogoff iba, pues, adelante, sin ninguna duda, sin ninguna vacilación. Pese a
los dolorosos pensamientos que le obsesionaban, había conservado una extrema
lucidez de espíritu y marchaba hacia su objetivo, como si éste fuese visible en el
horizonte.
Cuando se detenía en algún recodo del camino, era para dejar tomar aliento durante
unos instantes a su caballo. Entonces, echando pie a tierra, libraba de su peso al animal
y aprovechaba para poner el oído en el suelo y escuchar si algún galope se propagaba
por la superficie de la estepa. Cuando se había asegurado de que no se oían ruidos
sospechosos, continuaba la marcha hacia delante.
¡Ah, si todas estas comarcas siberianas estuvieran invadidas por la noche polar, y
esa noche durara varios meses! ¡Lo deseaba con toda vehemencia porque podía
atravesarla con mucha mayor seguridad!
El 30 de julio, a las nueve de la mañana, pasó por la estación de Turumoff,
encontrándose con la region pantanosa de la Baraba.
Allí, las dificultades naturales podían ser extremadamente graves. Miguel Strogoff lo
sabía, pero también sabía que podría sobrellevarlas.
Estos vastos Pantanos de la Baraba se extienden de norte a sur desde el paralelo
sesenta al cincuenta y dos, y sirven de depósito a todas las aguas fluviales que no
encuentran salida ni hacia el Obi ni hacia el Irtyche. El suelo de esta vasta depresión es
totalmente arcilloso y, por consecuencia, permeable, de tal forma que las aguas se
acumulan, haciendo que esta region sea muy difícil de atravesar durante la estación
cálida.
No obstante, el camino hacia Irkutsk pasa por allí, en medio de estas lagunas,
estanques, lagos y pantanos, donde el sol provoca emanaciones malsanas que
convierten este camino, además de fatigoso, en terriblemente peligroso para el viajero.
En invierno, cuando el frío solidifica todo líquido; cuando la nieve ha nivelado el
suelo y condensado las míasmas, los trineos pueden deslizarse impunemente sobre la
dura corteza de la Baraba, y los cazadores frecuentan con asiduidad aquellas comarcas
tan abundantes en caza, a la busca de martas, cebellinas y esos preciosos zorros cuya
piel es tan buscada. Pero durante el verano, los pantanos se vuelven fangosos,
pestilentes y hasta impracticables cuando el nivel de las aguas ha crecido demasiado.
Miguel Strogoff lanzó su caballo en medio de una pradera de turba, en la que ya se
notaba la falta de la hierba baja de la estepa, de la que se alimentan exclusivamente los
inmesos rebaños siberianos. No se trataba de una pradera sin límites, sino una especie
de inmenso vivero de vegetales arborescentes.
La hierba se elevaba entonces a cinco o seis pies de altura e iba dejando su sitio a las
plantas acuáticas, a las cuales la humedad, ayudada por el calor estival daba
proporciones gigantescas.
Eran principalmente juncos y butomos, que formaban una red inextricable, una
impenetrable espesura adornada por miles de flores que llamaban la atención por la
viveza de su colorido, entre las cuales brillaban las azucenas y los lirios, cuyos
perfumes se mezclaban con las cálidas emanaciones que el sol evaporaba.
Miguel Strogoff, galopando entre aquella espesura de juncos, no podía ser visto
desde los pantanos que bordeaban el camino. Los grandes matorrales se elevaban por
encima de él y su paso únicamente estaba señalado por el vuelo de las innumerables
aves acuáticas que se levantaban sobre las orillas del camino y se extendían por las
profundidades del cielo en grupos escandalosos.
No obstante, la ruta estaba claramente trazada; aquí avanzaba directamente entre la
espesa maleza de plantas acuáticas; allá rodeaba las orillas sinuosas de grandes
estanques, algunos de los cuales tenían varias verstas de longitud y de anchura y casi
merecían el nombre de lagos. En otros lugares no era posible evitar las aguas
pantanosas y atravesaba el camino, no sobre puentes, sino sobre inseguras plataformas
apoyadas sobre lechos de arcilla, cuyos maderos temblaban como débiles planchas
colocadas sobre un abismo. Algunas de estas plataformas se prolongaban por espacio
de doscientos o trescientos pies y mas de una vez, los viajeros, al menos los de las
tarentas, habían experimentado un mareo parecido al que provoca la mar.
Miguel Strogoff corría siempre, sobre suelo duro o sobre suelo que temblaba bajo sus
pies; corría sin detenerse nunca, saltando por encima de la brechas abiertas en la
podrida madera; pero por rápidos que fueran, caballo y jinete no podían protegerse de
las picaduras de los mosquitos que infestaban aquel pantanoso país.
Los viajeros que se ven obligados a atravesar la Baraba durante el verano tienen la
precaución de proveerse de caretas de crin, a las cuales va unida una cota de malla de
un alambre muy fino que les cubre los hombros. Pero pese a estas precauciones, es
raro que consigan atravesar los pantanos sin tener la cara, el cuello y las manos
acribillados por puntitos rojos. La atmósfera parece estar allí erizada de agujas y hasta
podría creerse que una de aquellas antiguas armaduras de caballero no sería suficiente
para protegerse contra los dardos de aquellos dípteros. Es aquél un funesto país que el
hombre disputa, pagando alto precio, a las tipulas, a los mosquitos, a los maringuinos,
a los tábanos e incluso a millares y millares de insectos microscópicos que no son
visibles a simple vista, pero cuyas intolerables picaduras, a las que nunca se
acostumbraban los cazadores siberianos mas endurecidos, se hacen sentir claramente.
El caballo de Miguel Strogoff, asaeteado por estos venenosos insectos, saltaba como
si le clavasen en los ijares las puntas de mil espuelas y, acometido por una furiosa
rabia, se encabritaba y se lanzaba a toda velocidad, devorando verstas y más verstas
con la rapidez de un tren expreso, sacudiendo sus flancos con su cola y buscando en la
rapidez de su carrera un alivio para tal suplicio.
Era necesario ser tan buen jinete como Miguel Strogoff para no ser derribado por las
reacciones del caballo, con sus bruscas paradas y los saltos que daba para librarse de
los aguijones de los insectos.
Pero el correo del Zar se había vuelto, por así decirlo, insensible al dolor físico, como
si se encontrase bajo la influencia de una anestesia permanente, no viviendo más que
para el deseo de llegar a su meta, costara lo que costase, y no veía más que una cosa en
aquella carrera insensata: que la ruta iba quedando rápidamente detrás de él.
¿Quién hubiera podido creer que en aquellos lugares de la Baraba, tan malsanos
durante la estación calurosa, pudiera encontrar refugio población alguna?
Sin embargo, así era. Algunos caseríos siberianos aparecían de tarde en tarde entre los
juncos gigantescos. Hombres, mujeres, niños y viejos, cubiertos con pieles de animales
y ocultando el rostro bajo vejigas untadas de pez, guardaban sus rebaños de
enflaquecidos carneros; pero para preservar a estos animales de los ataques de los
insectos, los resguardaban bajo el humo de hogueras de madera verde, que alimentaban
noche y día y cuyo acre olor se propagaba lentamente por encima de la inmensa
marisma.
Cuando Miguel Strogoff notaba que su caballo estaba rendido de fatiga, a punto de
abatirse, se paraba en uno de estos miserables caseríos y allí, olvidándose de sus
propias fatigas, frotaba él mismo las picaduras del pobre animal con grasa caliente,
según la costumbre siberiana; después, le daba una buena ración de forraje, y sólo
cuando lo había curado y alimentado, se preocupaba un poco de sí mismo, reponiendo
sus fuerzas comiendo un poco de pan y carne acompañado con algunos vasos de
kwais. Una hora más tarde, dos a lo sumo, reemprendía a toda velocidad la
interminable ruta hacia Irkutsk.
De esta forma, Miguel Strogoff franqueó noventa verstas desde Turumoff, insensible
a toda fatiga, llegaba a Elamsk a las cuatro de la tarde del 30 de julio.
Allí fue necesario darle una noche de reposo al caballo, porque el vigoroso animal no
hubiera podido continuar por más tiempo el viaje.
En Elamsk, como en todas partes, no existía ningun medio de transporte, por la
misma razón que en los pueblos precedentes faltaba toda clase de caballos y carruajes.
Esta pequeña ciudad, que los tártaros no habían visitado todavía, estaba casi
enteramente despoblada, ya que era fácil que fuese invadida por el sur y, sin embargo,
era muy difícil que recibiera refuerzos por el norte. Así, parada de posta, oficina de
policía y residencia del gobernador habían sido abandonadas por orden de la
superioridad, y los funcionarios por su parte y los habitantes por otra, todos los
vecinos que estaban en condiciones de emigrar habían decidido refugiarse en Kamsk, en
el centro de la Baraba.
Miguel Strogoff tuvo, pues, que resignarse a pasar la noche en Elamsk, para dar reposo
a su caballo durante unas doce horas. Se acordaba de las instrucciones que se le habían
dado en Moscú: «Atravesar Siberia de incógnito, llegar cuanto antes a Irkutsk, pero
con precaución, sin sacrificar el resultado de la misión a la rapidez del viaje.» Por
consiguiente, tenía que conservar el único medio de transporte que le quedaba.
Al día siguiente dejó Elamsk en el momento en que, diez verstas más atrás, en el
camino de la Baraba, aparecían los primeros exploradores tártaros, por lo que se lanzó
de nuevo a través de aquella pantanosa
La ruta era llana, lo cual hacía más fácil la marcha, pero muy sinuosa, lo que
prolongaba el camino; sin embargo, era imposible dejarla para correr en línea recta a
través de aquella infranqueable red de estanques y pantanos.
Al otro día, primero de agosto, Miguel Strogoff pasó, al mediodía, por la aldea de
Spaskoë, ciento veinte verstas más allá, y dos horas más tarde se detenía en la de
Pokrowskoë.
Allí tuvo que perder también, por un reposo que era forzoso, todo el resto del día y
la noche entera; pero reemprendió la marcha al día siguiente por la mañana, corriendo
siempre a través de aquel suelo inundado, y el 2 de agosto, a las cuatro de la tarde,
después de una etapa de setenta y cinco verstas, llegaba a Kamsk.
El país había cambiado. Esta pequeña ciudad de Kamsk es como una isla, habitable y
sana, en medio de tan inhóspitas comarcas. Ocupa el centro mismo de la Baraba y
merced a los saneamientos realizados y a la canalización del río Tom, afluente del
Irtyche que pasa por Kamsk, las pestilentes marismas se habían transformado en ricos
terrenos de pasto. Sin embargo, aquellas mejoras no habían conseguido desarraigar por
completo las fiebres que, sobre todo en otoño, hacían peligrosa la estancia en la ciudad.
Pero así y todo, era un refugio para los habitantes de la Baraba cuando las fiebres
palúdicas les arrojaban del resto de la provincia.
La emigracion provocada por la invasión tártar-a no había despoblado todavía la
pequeña ciudad de Kamsk. Sus habitantes creían probablemente estar seguros en el
centro de la Baraba o, al menos, pensaban tener tiempo de huir si se encontraban
directamente amenazados.
Miguel Strogoff, pese a sus deseos, no pudo obtener ninguna noticia en aquel lugar.
Antes al contrario, hubiera sido el gobernador el que se hubiese dirigido a él para
conocer nuevas noticias, de haber sabido cuál era la verdadera identidad del pretendido
comerciante de Irkutsk. Kamsk, en efecto, por su misma situacion, parecia encontrarse
al margen del mundo siberiano y de los graves acontecimientos que se desarrollaban.
Miguel Strogoff no se dejó ver ni poco ni mucho. Pasar desapercibido no le bastaba:
hubiera querido ser invisible. La experiencia del pasado le volvía más desconfiado para
el presente y el porvenir. Así pues, se mantuvo apartado, poco deseoso de recorrer las
calles del lugar, no queriendo abandonar el albergue en el cual habíase detenido.
Habría podido encontrar un vehículo en Kamsk que fuera más cómodo que el caballo
que llevaba desde Omsk; pero después de pararse a reflexionar, temió que la compra de
una tarenta atrajase la atención hacia él y, hasta que hubiera traspasado las líneas
ocupadas ahora por los tártaros, que cortaban Siberia siguiendo el valle del Irtyche, no
quería arriesgarse a provocar sospechas.
Además, para llevar a cabo la difícil travesía de la Baraba; para huir a través de los
pantanos, en caso de que algún peligro le amenazara directamente; para distanciarse de
los jinetes lanzados en su persecución; para arrojarse, si era necesario, entre la más
densa espesura de los juncos, un caballo era, evidentemente, mejor que un carruaje.
Más allá de Tomsk, en el mismo Krasnoiarsk, aquel importante centro de la Siberia
occidental, Miguel Strogoff ya vería lo que convenía hacer.
En cuanto a su caballo, ni siquiera había tenido el pensamiento de cambiarlo por otro.
Se había acostumbrado ya a aquel valiente animal y sabía lo que podía dar de sí. Había
tenido mucha suerte al comprarlo en Omsk, y el campesino que le había conducido a la
parada de postas le había hecho un gran servicio.
Pero si Miguel Strogoff se había ya acostumbrado al caballo, éste parecía que poco a
poco iba acostumbrándose a las fatigas de semejante viaje, y a condición de que se le
reservara algunas horas de reposo, su jinete podía esperar que le conduciría más allá de
las provincias invadidas.
Durante la tarde y la noche del 2 al 3 de agosto, Miguel Strogoff permaneció
confinado en su albergue, sito en la entrada de la ciudad, por lo que era poco
frecuentado y estaba al abrigo de inoportunos curiosos.
Rendido por la fatiga, se acostó después de haber cuidado de que a su caballo no le
faltase nada; pero no pudo dormir más que con un sueño intermitente. Demasiados
recuerdos, demasiadas inquietudes le asaltaban a la vez. Las imágenes de su anciana
madre y de su joven e intrépida compañera, que habían quedado detrás de él, sin
protección, pasaban alternativamente por su mente y se confundían a menudo en un
solo pensamiento.
Después su recuerdo volvía a la misión que había jurado cumplir, y cuya importancia
iba haciéndose cada vez más patente desde su salida de Moscú. La invasión era
extremadamente grave y la complicidad de Ivan Ogareff la hacía más temible todavía.
Cuando su mirada se posaba sobre la carta revestida con el sello imperial -aquella
carta que sin duda contenía el remedio para tantos males; la salvación de aquel país
desolado por la guerra-, Miguel Strogoff sentía en su interior un deseo feroz de lanzarse
a través de la estepa; de franquear a vuelo de pájaro la distancia que le separaba
de Irkutsk; de ser un águila para elevarse por encima de los obstáculos; de ser un
huracan para atravesar el aire con una velocidad de cien verstas a la hora; de llegar, al
fin, frente al Gran Duque y gritarle: «Alteza, de parte de Su Majestad, el Zar.»
Al día siguiente por la mañana, a la seis, Miguel Strogoff reemprendió el camino con
intención de recorrer en esta jornada las ochenta verstas que separan Kamsk de la aldea
de Ubinsk. Al cabo de unas veinte verstas, encontró de nuevo los pantanos de la
Baraba que ninguna derivación desecaba ya y el suelo quedaba a menudo sumergido
bajo un pie de agua. El camino era allí difícil de reconocer, pero gracias a su extrema
prudencia, ningún incidente interrumplo su marcha.
Miguel Strogoff llegó a Ubinsk y dejó reposar a su caballo durante toda la noche,
porque quería, en la jornada siguiente, recorrer sin desmontar las cien verstas que
separan Ubinsk de lkulskoë. Partió, pues, al alba, pero, desgraciadamente, en esta
parte de la Baraba el suelo era cada vez más detestable.
Efectivamente, entre Ubinsk y Kamakova, las lluvias, muy copiosas unas semanas
antes, habían depositado las aguas en aquella estrecha depresión como sobre una
cuenca impermeable. No había solución de continuidad en aquellos estanques, pantanos
y lagos. Uno de estos lagos -lo suficientemente considerable como para merecer
esa denominación geográfica-, el Chang -nombre chino-, tuvo que bordearlo Miguel
Strogoff a lo largo de veinte verstas y a costa de grandes esfuerzos y dificultades extremas,
lo cual ocasionó retrasos que toda la impaciencia del correo del Zar no podía
impedir. Había hecho bien en no tomar un vehículo en Kamsk, porque su caballo
pasaba por lugares por los que ningún carruaje hubiera podido pasar.
A las nueve de la tarde, Miguel Strogoff llegaba a lkulskoë, en donde se detuvo toda
la noche. En esa aldea perdida en la Baraba no se tenía absolutamente ninguna noticia
sobre la guerra y es que, por su misma naturaleza, esta parte de la provincia quedaba
dentro de la bifurcación que formaban las dos columnas tártaras que avanzaban una
sobre Omsk y la otra sobre Tomsk, por eso había escapado hasta aquel momento de
los horrores de la invasión.
Pero las dificultades de aquella inhospita naturaleza iban, al fin, a terminarse, ya que
si no sobrevenía ningún retraso, al día siguiente acabaría de atravesar la Baraba, y
después de las ciento veinticinco verstas que aún le separaban de Kolyvan, volvería a
encontrar una ruta mucho más practicable.
Al llegar a esta importante aldea, se encontraría a igual distancia de Tomsk y,
posiblemente, siguiendc el consejo de las circunstancias, se decidiría por rodear esta
ciudad que, si las noticias eran exactas, estaba ocupada por Féofar-Khan.
Pero si aquellas aldeas, tales como Ikulskoë y Karguinsk, que atravesaría al día
siguiente, estaban tranquilas gracias a que su situación geográfica nc era apropiada para
que pudieran maniobrar las columnas tártaras, ¿podía temer Miguel Strogoff que en las
ricas margenes del Obi, si no tenía que enfrentarse con las dificultades de la naturaleza,
tendría que enfrentarse con el hombre? Era verosímil.
No obstante, si era necesario, no dudaría en lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk y
viajar entonce, a través de la estepa, con evidente riesgo de encontrarse sin recursos, ya
que por allí, efectivamente, nc habían caminos trazados, ni ciudades, ni aldeas. Apenas
si se encuentran algunas aldeas perdidas o simples cabañas habitadas por gente muy
pobre y muy hospitalaria, sin duda, pero que apenas posee lo necesario Sin embargo,
no dudaría ni un instante.
Al fin, hacia las tres y media de la tarde, después de haber pasado la estación de
Kargatsk, Miguel Strogoff dejó las últimas depresiones de la Baraba y el suelo duro y
seco del territorio siberiano sonaba de nuevo bajo los cascos de su caballo.
Había dejado Moscú el 15 de julio. Aquel día pues, 5 de agosto, habían transcurrido
ya veinte jornadas desde su partida, incluyendo las setenta hora,, perdidas en las
orillas del Irtyche.
Mil quinientas verstas le separaban todavía de Irkutsk.
16
EL úLTIMO ESFUERZO
Miguel Strogoff tenía razón al temer algún mal encuentro en aquellas planicies que se
prolongaban más allá de la Baraba, porque los campos, hollados por los cascos de los
caballos, mostraban claramente que los tártaros habían pasado por allí, y de aquellos
bárbaros podía decirse lo mismo que se dice de los turcos: «Por allá por donde pasa el
turco, no vuelve a crecer la hierba.»
El correo del Zar debía, pues, tomar las más minuciosas precauciones para atravesar
aquellas comarcas. Algunas columnas de humo que se elevaban por encima del
horizonte indicaban que todavía ardían las aldeas y los caseríos. Aquellos incendios
¿habían sido provocados por la vanguardia de las fuerzas tártaras, o el ejército del Emir
había llegado ya a los últimos limites de la provincia? ¿Se encontraba Féofar-Khan
personalmente en el gobierno del Yeniseisk? Miguel Strogoff no lo sabía y no podía
decidir nada mientras no estuviera seguro sobre este punto. ¿Estaba el país tan
abandonado que no encontraría un solo siberiano a quien dirigirse?
Miguel Strogoff anduvo dos verstas sobre una ruta absolutamente desierta, buscando
con la mirada, a derecha e izquierda, alguna casa que no hubiera sido abandonada, pero
todas las que visitó estaban completamente vacías.
Finalmente distinguió una cabaña entre los árboles que todavía humeaba y, al
aproximarse, vio, a algunos pasos de los restos de la casa, a un anciano rodeado de
niños que lloraban y una mujer, joven todavía, que sin duda debía de ser su hija y
madre de los pequeños, arrodillada sobre el suelo y contemplando con mirada
extraviada aquella escena de desolación. Estaba amamantando a un niño de pocos
meses, al que pronto le faltaría hasta la leche. ¡Todo eran ruinas y miseria alrededor de
esta desgraciada familia!
Miguel Strogoff se dirigió hacia el anciano con voz grave:
-¿Puedes responderme?
-Habla -contestó el viejo.
-¿Han pasado por aquí los tártaros?
-Sí, puesto que mi casa está ardiendo.
-¿Eran un ejército o un destacamento?
-Un ejército, puesto que por lejos que alcance tu vista, todos los campos están
devastados.
-¿Iba comandado Por el Emir?
-Por el Emir, puesto que las aguas del Obi se han teñido de rojo.
-¿Y Féofar-Khan ha entrado en Tomsk?
-Sí.
-¿Sabes si los tártaros se han apoderado de Kolyvan?
-No, puesto que Kolyvan no está ardiendo.
-Gracias, amigo. ¿Puedo hacer algo por ti y por los tuyos?
-Nada.
-Hasta la vista.
-Adiós.
Y Miguel Strogoff, después de depositar veinticinco rublos sobre las rodillas de la
desgraciada mujer, que ni siquiera tuvo fuerzas para dar las gracias, montó de nuevo
sobre su caballo y reemprendió la marcha que por un instante había interrumpido.
Ahora ya sabía que debía evitar pasar a todo trance por Tomsk. Dirigirse a Kolyvan,
adonde los tártaros aún no habían llegado, todavía era posible y lo que debía hacer en
esta ciudad era reavituallarse para una larga etapa y lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk,
dando un rodeo para no pasar por Tomsk, después de haber franqueado el Obi. No
había otro camino a seguir.
Una vez decidido este nuevo itinerario, Miguel Strogoff no dudó ni un instante, e
imprimiendo a su caballo una marcha rápida y regular, siguió la ruta directa que le
llevaba a la orilla izquierda del Obi, del que le separaban aún cuarenta verstas.
¿Encontraría un transbordador para poder atravesar el río, o los tártaros habrían
destruido todo tipo de embarcaciones, viéndose obligado a atravesar el río a nado? Ya
lo resolvería.
En cuanto al caballo, muy agotado ya, después de pedirle que empleara el resto de
sus fuerzas en esta etapa, Miguel Strogoff intentaría cambiarlo por otro en Kolyvan.
Sentía el que dentro de poco el pobre animal se quedaría sin su dueño.
Kolyvan debía ser, pues, como un nuevo punto de partida, porque a partir de esta
ciudad su viaje se efectuaría en unas nuevas condiciones. Mientras recorriese el país
devastado, las dificultades serían grandes todavía, pero si después de evitar Tomsk
podía reemprender la marcha por la ruta de Irkutsk a través de la provincia de
Yeniseisk, que los invasores no habían desolado todavía, esperaba llegar al final de su
viaje en pocos días.
Después de una calurosa jornada, llegó el atardecer y, a medianoche, una profunda
oscuridad envolvía la estepa. El viento, que había desaparecido al ponerse el sol, dejaba
la atmósfera en una calma absoluta. únicamente dejaban oírse sobre la desierta ruta el
galope del caballo y algunas palabras con las que su dueño le animaba. En medio de
aquellas tinieblas era preciso poner una atención extrema para no lanzarse fuera del
camino, bordeado de estanques y de pequeñas corrientes de agua, tributarias del Obi.
Miguel Strogoff avanzó tan rápidamente como le era posible, pero con una cierta
circunspeccion, confiando tanto en su excelente vista, que penetraba las sombras,
como en la prudencia de su caballo, cuya sagacidad le era sobradamente conocida.
En aquel momento, Miguel Strogoff, habiendo puesto pie a tierra para cerciorarse de
la dirección exacta que tomaba el camino, creyo oir un murmullo confuso que procedía
del oeste. Era como el ruido de una cabalgata lejana sobre la tierra reseca. No había
duda. A una o dos verstas detrás de él se producía una cierta cadencia de pasos que
golpeaban regularmente el suelo.
Miguel Strogoff escuchó con mayor atención, después de haber puesto su oído en el
eje mismo del camino.
-Es un destacamento de jinetes que vienen por la ruta de Omsk -se dijo-. Marchan a
paso rápido, porque el ruido aumenta. ¿Serán rusos o tártaros?
Miguel Strogoff escuchó todavía.
-Sí, estos jinetes vienen a todo galope. ¡Estarán aquí antes de diez minutos! Mi
caballo no podrá mantener la distancia. Si son rusos, me uniré a ellos, pero si son
tártaros, es preciso evitarlos. ¿Pero cómo? ¿Donde puedo esconderme en esta estepa?
Miguel Strogoff miró a su alrededor y su penetrante mirada descubrió una masa
confusamente perfilada en las sombras, a un centenar de pasos delante de él, a la
derecha del camino.
-Allí hay una espesura -se dijo-, aunque buscar refugio es exponerme a ser apresado
si los jinetes la registran; no tengo elección. ¡Aquí están! ¡aquí están!
Instantes después, Miguel Strogoff, llevando a su caballo por la brida, llegaba a un
pequeño bosque de maleza, al cual tuvo acceso por una vereda. Aquí y allá,
completamente desprovista de árboles, discurría aquella senda entre barrancos y
estanques, separados por matas de juncos y brezos nacientes. A ambos lados, el
terreno era absolutamente impracticable y el destacamento debía pasar forzosamente
por delante de aquel bosquecillo, ya que seguía la gran ruta hacia Irkutsk.
Miguel Strogoff buscó la protección de la maleza, pero apenas se había internado
unos cuarenta pasos cuando se vio detenido por una corriente de agua que encerraba la
espesura en un recinto semicircular.
Las sombras eran tan espesas que el correo del Zar no corria ningún peligro de ser
visto, a menos que el bosquecillo fuera minuciosamente registrado. Condujo, pues, su
caballo hasta la orilla del riachuelo y, después de atarlo a un árbol, volvió al lindero del
bosque para cerciorarse de a qué bando pertenecían los jinetes.
Apenas acababa de agazaparse detrás de la maleza, cuando un resplandor bastante
confuso, del que se destacaban aquí y allá algunos puntos brillantes, apareció entre las
sombras.
-¡Antorchas! -se dijo.
Y retrocedió vivamente, deslizándose como un felino, hasta ocultarse en la parte más
densa de la espesura.
A medida que iban aproximándose al bosquecillo, el paso de los caballos comenzaba
a hacerse más lento. ¿Registrarían aquellos jinetes la ruta, con la intención de observar
hasta los más pequeños detalles?
Miguel Strogoff debió de temerlo y retrocedió hasta la orilla del curso de agua,
dispuesto a sumergirse si era preciso.
El destacamento, al llegar a la altura de aquella espesura, se detuvo. Los jinetes
descabalgaron. Eran alrededor de una cincuentena y diez de ellos llevaban antorchas
que iluminaban la ruta en una amplia extensión.
Por ciertos preparativos, Miguel Strogoff se dio cuenta de que por una fortuna
inesperada, el destacamento no iba a registrar la espesura, sino que iba a vivaquear en
aquel lugar para dar reposo a los caballos y permitir a los hombres que tomaran algún
alimento.
Efectivamente, los caballos fueron desensillados y comenzaron a pastar por la
espesa hierba que tapizaba el suelo. En cuanto a los jinetes, se tendieron a lo largo del
camino y comenzaron a repartirse la comida que llevaban en sus mochilas.
Miguel Strogoff conservaba toda su sangre fría y deslizándose entre los matorrales,
intentó ver y oír.
Era un destacamento que procedía de Omsk y estaba compuesto por jinetes usbecks,
raza dominante en Tartaria, cuyo tipo se asemeja sensiblemente al mongol. Estos
hombres, bien constituidos, de una talla superior a la media, de rasgos duros y salvajes,
estaban cubiertos con un talpak, especie de gorro de piel de carnero negra, e iban
calzados con botas amarillas de tacón alto, cuyas puntas se dirigían hacia arriba, como
los zapatos de la Edad Media. Su pelliza era de indiana y estaba guateada con algodón
crudo, sujetándola a la cintura mediante un cinturón de cuero con pintas rojas. Sus
armas defensivas eran un escudo y las ofensivas estaban constituidas por un sable
curvo, un largo cuchillo y un fusil de mecha suspendido del arzón de la silla. Una capa
de fieltro de colores brillantes cubría sus espaldas.
Los caballos, que pastaban con toda libertad por los linderos de la espesura, eran de
raza usbecka, como los jinetes que los montaban. Esta circunstancia podía distinguirse
perfectamente a la luz de las antorchas que proyectaban una viva claridad sobre el
ramaje de la maleza.
Estos animales, un poco más pequeños que el caballo turcomano, pero dotados de
una notable fortaleza, son bestias de fondo que no conocen otro tipo de marcha que el
galope.
El destacamento estaba mandado por un pendjabaschi, es decir, un comandante de
cincuenta hombres, que tenía bajo sus órdenes a un deh-baschzi, simple jefe de diez
hombres. Estos dos oficiales llevaban un casco y una media cota de malla y el
distintivo que indicaba su grado eran unas pequeñas trompetas colgadas del arzón de
su silla.
El pendja-baschi había tenido que dejar reposar a sus hombres, que estaban fatigados
a causa de una larga marcha. Conversando con su subordinado mientras iban y venían,
fumando sendos cigarrillos de beng, hoja de cáñamo que constituye la base del hachís,
del que los asiáticos hacen tan gran uso, paseaban por el bosque, de manera que Miguel
Strogoff, sin ser visto, podía captar su conversación y comprenderla, ya que se
expresaban en lengua tártara.
Ya desde las primeras palabras que llegaron a los oídos del fugitivo, la atención de
Miguel Strogoff se sobreexcitó.
Efectivamente, era a él a quien se estaban refiriendo.
-Este correo no puede habernos sacado tanta ventaja -decía el pendja-baschi- y, por
otra parte, es absolutamente imposible que haya tomado otra ruta que la de la Baraba.
-¿Quién sabe si ni siquiera ha abandonado Omsk? -respondió el deb-bascbi-. Puede
ser que todavía esté escondido en alguna casa de la ciudad.
-Se dice que es natural del país; un siberiano y, por tanto, debe de conocer estas
comarcas; puede que haya salido de la ruta de Irkutsk para volver a ella más tarde.
-Pero entonces le habremos adelantado -respondió el pendja-baschi- porque hemos
salido de Omsk menos de una hora después de su partida y hemos seguido el camino
más corto con los caballos a todo galope. Por tanto, o se ha quedado en Omsk o
llegaremos a Tomsk antes que él para cortarle la retirada y, en cualquiera de los dos
casos, no llegará a Irkutsk.
-¡Es una mujer fuerte, aquella vieja siberiana que es, evidentemente, su madre! --dijo
el deh-baschi.
Al oír esta frase, el corazón de Miguel Strogoff aceleró sus latidos y pareció que
fuera a romperse.
-Sí -respondió el pendja-baschi-, continúa sosteniendo que aquel pretendido
comerciante no es su hijo, pero ya es demasiado tarde. El coronel Ogareff no se ha
dejado engañar y, tal como ha dicho, ya sabrá hacer hablar a esa vieja bruja cuando
llegue el momento.
Cada una de estas palabras era como una puñalada que se asestara a Miguel Strogoff.
¡Había sido identificado como correo del Zar! ¡Un destacamento de caballería, lanzado
en su persecución no podia dejar de cortarle la ruta! Y, ¡supremo dolor!, ¡su madre
estaba en manos de los tártaros y el cruel Ivan Ogareff se vanagloriaba de que la haría
hablar cuando quisiera!
Miguel Strogoff sabía perfectamente que la enérgica siberiana no hablaría nunca y eso
le costaría la vida.
No creía ya que pudiera odiar a Ivan Ogareff más de lo que lo había odiado hasta
aquel instante, pero, sin embargo, una nueva oleada de odio le subió al corazón.
¡El infame que había traicionado a su país, amenazaba ahora con torturar a su madre!
Los dos oficiales continuaron conversando y Miguel Strogoff creyó entender que en
los alrededores de Kolyvan era inminente un enfrentamiento entre las tropas tartaras y
las moscovitas, que habían llegado procedentes del norte.
Un pequeño cuerpo del ejército ruso, compuesto por unos dos mil hombres, había
aparecido sobre el curso inferior del Obi, dirigiéndose hacia Tomsk a marchas forzadas.
Si era cierto, este cuerpo de tropas gubernamentales iba a encontrarse con el grueso
de las fuerzas de Féofar-Khan y sería inevitablemente aniquilado, quedando toda la
ruta de Irkutsk en poder de los invasores.
En cuanto a lo que se refería a él mismo, por algunas palabras del pendja-baschi,
Miguel Strogoff supo que habían puesto precio a su cabeza y que se había dado orden
de capturarlo, vivo o muerto.
Tenía, pues, necesidad imperiosa de adelantar al destacamento de jinetes usbecks
sobre la ruta de Irkutsk y dejar de por medio el río Obi. Pero para ello era necesario
huir antes de que levantaran el campamento.
Tomada esta resolución, Miguel Strogoff se preparó para ejecutarla.
El alto en el camino del destacamento no podía prolongarse mucho porque el
pendja-baschi no tenía intención de permitir a sus hombres más de una hora de
descanso, aunque sus caballos no pudieran ser cambiados en Omsk por otros de
refresco y debían de estar, por tanto, tan fatigados como el de Miguel Strogoff, por las
mismas razones de tan largo viaje.
No había, pues, ni un instante que perder.
Era la una de la madrugada y necesitaba aprovechar la oscuridad de la noche, que
pronto sería invadida por las luces del alba, para abandonar el bosquecillo y lanzarse
de nuevo sobre la ruta.
Pero aunque le favoreciera la noche, el éxito de la huida, en aquellas condiciones,
parecía casi imposible.
Miguel Strogoff no quería dejar ningún cabo suelto. Tomó el tiempo necesario para
reflexionar y sopesar minuciosamente los factores que tenía en contra con el fin de
mejorar las condiciones a su favor.
De la disposición del terreno sacó las siguientes conclusiones: no podía escapar por
la parte de atrás del soto, formado por un arco de maleza cuya cuerda era el camino
principal; el curso de agua que rodeaba este arco era, no solamente profundo, sino
bastante ancho y muy fangoso; grandes matas de juncos hacían absolutamente
impracticable el paso de este curso; bajo aquellas turbias aguas se presentía un fondo
cenagoso sobre el que los pies no podían encontrar ningun punto de apoyo; además,
más allá del curso de agua, el suelo estaba cubierto de matorrales y difícilmente se
prestaba a las maniobras de una rápida huida; una vez dada la alarma, Miguel Strogoff
sería perseguido tenazmente y pronto rodeado, cayendo irremisiblemente en manos de
los jinetes tártaros.
No había, pues, mas que un camino practicable; uno sólo, y éste era la gran ruta.
Lo que Miguel Strogoff debía intentar era llegar hasta ella rodeando el lindero del
bosque y, sin llamar la atención, franquear un cuarto de versta antes de ser descubierto,
pidiendo a su caballo que empleara lo que le quedaba de energía y vigor y que no
cayera muerto de agotamiento antes de llegar a la orilla del Obi; después, bien con una
barca, o a nado si no había ningún otro medio de transporte, atravesar este importante
río.
Su energía y su coraje se decuplicaban cuando se encontraba cara al peligro. Con
aquella huida iba su vida, la misión que se le había encomendado, el honor de su país y
puede que la salvación de su propia madre.
No podía dudar y puso manos a la obra.
El tiempo apremíaba porque ya se producían ciertos movimientos entre los hombres
del destacamento. Algunos jinetes iban y venían por el camino, frente al lindero del
bosque; otros estaban todavía echados al pie de los árboles, pero los caballos iban
reuniéndose poco a poco en la parte central del soto.
Miguel Strogoff tuvo, en principio, la intención de apoderarse de algunos de aquellos
caballos, pero se dijo, con razón, que debían de estar tan cansados como el suyo y que,
por tanto, más valía confiar en éste, que tan seguro era y tan buenos servicios le había
prestado hasta aquel momento.
El enérgico animal, escondido tras altas malezas de brezo, había escapado a las
miradas de los jinetes usbecks, ya que éstos no se habían adentrado hasta el límite
extremo del bosquecillo.
Miguel Strogoff, deslizándose sobre la hierba, se aproximó a su caballo, que estaba
acostado sobre el suelo. Le acarició con la mano y le habló con dulzura para hacer que
se levantara sin ruido alguno.
En aquel momento se produjo una circunstancia favorable: las antorchas,
completamente consumidas, se apagaron, y la oscuridad se hizo aún mas profunda,
sobre todo en aquellos lugares que estaban cubiertos de maleza.
Después de ponerle el bocado al caballo, aseguró la cincha de la silla, apretó la correa
de los estribos y comenzó a llevar al caballo de la brida con toda lentitud.
El inteligente animal, como si hubiera comprendido lo que de él se esperaba, siguió a
su dueño dócilmente, sin que se le escapase el más ligero relincho, pese a lo cual,
algunos caballos usbecks, levantaron sus cabezas y se dirigieron, poco a poco, hacia
los linderos de la espesura.
Miguel Strogoff llevaba su revólver en la mano derecha, presto a volarle la cabeza al
primer jinete tártaro que se le aproximara. Pero, afortunadamente, no fue dada la
alarma y pudo alcanzar el ángulo que formaba el bosque por la parte derecha, encontrándose
de nuevo sobre el duro suelo de la ruta.
La intención de Miguel Strogoff, para evitar ser visto, era no montar sobre el caballo
hasta que se encontrara a una prudente distancia de la espesura; cuando hubiese
conseguido llegar a una curva del camino que se encontraba a unos doscientos pasos de
allí.
Desgraciadamente, en el momento en que Miguel Strogoff iba a franquear el lindero
del bosque, el caballo de alguno de los jinetes, al olfatearlo, relinchó y se lanzó al
galope por el camino.
Su propietario se precipitó en su seguimiento para detenerle, pero al percibir una
silueta que se destacaba con las primeras luces del amanecer, gritó:
-¡Alerta!
Al oír este grito, todos los hombres del destacamento se precipitaron sobre sus
caballos para lanzarse a la ruta. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que montar y
lanzarse a todo galope.
Los dos oficiales se pusieron a dar órdenes, gritando y arengando a sus hombres,
pero en aquel momento el correo del Zar ya había iniciado su carrera.
Se oyó entonces una detonación y Miguel Strogoff sintió que una bala atravesaba su
pelliza.
Sin volver la cabeza ni responder al ataque, picó espuelas y, franqueando el lindero
del bosquecillo de un formidable salto, se lanzó a rienda suelta en dirección al Obi.
Los caballos de los jinetes usbecks estaban desensillados y podía, por tanto, tomar
una cierta ventaja sobre sus perseguidores; pero no podían tardar mucho en lanzarse
tras sus pasos. Efectivamente, menos de dos minutos después de haber abandonado el
bosquecillo, oyó el galope de varios caballos que, poco a poco, iban ganando terreno.
La luz del alba comenzaba a clarear el día y los objetos se hacían visibles en un radio
mayor.
Miguel Strogoff, volviendo la cabeza, se apercibió de que un jinete se le iba
acercando rápidamente.
Se trataba del deh-baschi. Este oficial, contando con un magnífico caballo, iba a la
cabeza de los perseguidores y amenazaba con alcanzar al fugitivo.
Sin pararse, Miguel Strogoff dirigió hacia él su revólver y mirándole sólo un instante,
con pulso seguro, apretó el gatillo.
El oficial usbeck, alcanzado en pleno pecho, rodó por el suelo.
Pero los otros jinetes le seguían de cerca y, sin prestar atención al estado del
deh-baschi, excitados por sus propias vociferaciones, hundiendo las espuelas en los
flancos de sus caballos, iban acortando poco a poco la distancia que les separaba de
Miguel Strogoff.
Durante una media hora, sin embargo, el correo del Zar pudo mantenerse fuera del
alcance de las armas tártaras, pero notaba que su caballo se agotaba por momentos y, a
cada instante, temía que tropezara con cualquier obstáculo y cayera para no levantarse
más.
El día era ya bastante claro, aunque el sol no había aparecido por encima del
horizonte.
A una distancia de poco más de dos verstas, se distinguía una pálida línea bordeada
por árboles bastante espaciados entre sí. Era el Obi, que discurría de sudoeste a
noreste casi al mismo nivel del suelo, cuyo valle estaba formado por la misma estepa siberiana.
Los jinetes tártaros dispararon varias veces sus fusiles contra Miguel Strogoff, pero
sin alcanzarle, y varias veces también el correo del Zar se vio obligado a descargar su
revólver contra algunos de los jinetes que se acercaban demasiado a él. Cada vez que su
revólver vomitó fuego, un usbeck rodó por el suelo, en medio de los gritos de rabia de
sus compañeros.
Pero esta persecución no podía acabar más que con desventaja para Miguel Strogoff,
porque su caballo estaba ya reventado.
Sin embargo, consiguió llevar a su jinete hasta la orilla del río.
Sobre el Obi, absolutamente desierto, no había una sola barca ni un transbordador
que le pudiera servir para atravesar la corriente.
-¡Valor, mi buen caballo! -gritó Miguel Strogoff-. ¡Vamos! ¡Un último esfuerzo!
Y se precipitó al río, que en aquel lugar debía de tener una media versta de anchura.
Aquella corriente tan rápida era extremadamente difícil de remontar y el caballo de
Miguel Strogoff no hacía pie en ninguna parte. Sin ningún punto de apoyo, no había
más remedio que atravesar a nado aquellas aguas, tan rápidas como las de un torrente.
Afrontarlas era, por parte de Miguel StrogOff, un verdadero alarde de valor.
Los jinetes se habían parado en la orilla, dudando en adentrarse en la corriente.
En ese momento, el pendja-baschi, tomando su fusil, miro con rencor al fugitivo, que
se encontraba ya en medio de la corriente, y disparo contra él.
El caballo de Miguel Strogoff, herido en un flanco, se hundió bajo su dueño.
Éste no tuvo más que el tiempo justo de desembarazarse de los estribos en el mismo
momento en que el pobre animal desaparecía bajo las aguas del río. Después,
sumergiéndose para evitar la lluvia de balas que hendían el agua a su alrededor,
consiguió llegar a la orilla derecha del río, desapareciendo entre los cañaverales que
crecían en la margen del Obi.
17
VERSOS Y CANCIONES
Miguel Strogóff se encontraba ya relativamente seguro, aunque su situación
continuaba siendo terrible.
Ahora que aquel valiente animal que tan fielmente le había servido acababa de
encontrar la muerte entre las aguas del río, ¿cómo podría él continuar el viaje?
Tenía que proseguir a pie, sin víveres, en un país arruinado por la invasión, batido
por los exploradores del Emir y encontrándose todavía a una distancia considerable del
final de su viaje.
-¡Por el Cielo! -gritó, haciendo desaparecer todas las razones de desánimo que
acababan de embargar su espíritu-. ¡Llegaré! ¡Dios proteja a la santa Rusia!
Miguel Strogoff se encontraba entonces fuera del alcance de los jinetes tártaros.
Éstos no se habían atrevido a perseguirle a través del río y, por tanto, debían de creer
que se había ahogado porque, tras su desaparición bajo las aguas, no habían podido
verle llegar a la orilla derecha del Obi.
Pero el correo del Zar, deslizándose entre los gigantescos cañaverales de la orilla,
había alcanzado la parte más elevada de la margen, aunque con muchas dificultades, ya
que un espeso limo depositado durante la época de los desbordamientos de las aguas la
hacía poco practicable.
Una vez sobre terreno más sólido, Miguel Strogoff se paró para meditar lo que le
convenía hacer.
Lo que quería, en primer lugar, era evitar la localidad de Tomsk, ocupada por los
tártaros, no obstante, le era preciso llegar a algún caserío o alguna casa de postas para
agenciarse algún caballo. Una vez en posesión del animal, se lanzaría fuera de los
caminos controlados por las fuerzas tártaras y no volvería a recuperar la ruta de
Irkutsk hasta llegar a los alrededores de Krasnoiarsk.
A partir de este punto, si se apresuraba, podía aún encontrar el camino libre y
descender hacia el sudeste por las provincias del lago Balkal.
A continuación, Miguel Strogoff comenzó a buscar una orientación.
Dos verstas más adelante, siguiendo el curso del Obi, se veía una pequeña ciudad,
pintorescamente elevada sobre un ligero promontorio del suelo, y algunas iglesias con
cúpulas bizantinas, pintadas de verde y oro, perfilaban sus siluetas sobre el fondo gris
del cielo.
Era Kolyvan, adonde iban a refugiarse durante el verano los funcionarios y
empleados de Kamsk y otras ciudades, para huir del clima malsano de la Baraba.
Kolyvan, según las noticias que el correo del Zar había podido conseguir, no debía de
estar aún en manos de los invasores. Las tropas tártaras, divididas en dos columnas,
habíanse dirigido por la izquierda hacia Omsk y por la derecha hacia Tomsk,
descuidando la parte del país que quedaba entre ambas.
El propósito, simple y lógico, de Miguel Strogoff, era llegar a Kolyvan antes que los
jinetes tártaros, que, remontando la orilla izquierda del Obi, hubieran alcanzado la
ciudad. Allí, pagando diez veces su valor, se procuraría nuevas ropas y un caballo y
volvería sobre la ruta de Irkutsk, a través de la estepa meridional.
Eran las tres de la madrugada y los alrededores de Kolyvan, en una calma absoluta,
parecían completamente abandonados.
Evidentemente, la población campesina, huyendo de los invasores, a los que no
podían oponerse, habían emigrado hacia el norte, refugiándose en las provincias del
Yeniseisk.
Miguel Strogoff se dirigía a paso rápido hacia Kolyvan, cuando llegaron hasta él
lejanas detonaciones.
Se paró, distinguiendo netamente unos sordos ruidos que atravesaban las capas de la
atmósfera y una crepitación cuyo origen no podía escapársele al correo del Zar.
-¡Son cañones! ¡Y descargas de fusilería! -se dijo-. ¿El pequeño cuerpo de ejército
ruso se enfrenta ya con los tártaros? ¡Quiera el Cielo que llegue antes que ellos a
Kolyvan!
Miguel Strogoff no se equivocaba.
Muy pronto se fue acentuando poco a poco el ruido de las detonaciones, y tras él,
sobre la parte izquierda de Kolyvan, los vapores se condensaban por encima del
horizonte; y no eran nubes de humo, sino las grandes columnas blanquecinas muy claramente
perfiladas que producen las descargas de artillería.
Sobre la izquierda del Obi, los jinetes usbecks que perseguían a Miguel Strogoff se
detuvieron a esperar el resultado de la batalla entre aquellas desiguales fuerzas.
Por esta parte, Miguel Strogoff no tenía nada que temer, de manera que apresuró su
marcha hacia la ciudad.
Sin embargo, las detonaciones se intensificaban, aproximándose sensiblemente. No se
trataba de un ruido confuso, sino de cañonazos disparados uno tras otro. Al mismo
tiempo la humareda, empujada por el viento, se elevaba en el aire, haciendo evidente
que los combatientes se desplazaban con rapidez hacia el sur.
Kolyvan iba a ser, con toda seguridad, atacada por su parte septentrional.
Pero ¿intentaban las tropas rusas defenderla contra los tártaros o, por el contrario, lo
que pretendían era recuperarla porque estaba en manos de las fuerzas de Féofar-Khan?
Era imposible saberlo, y ello sumergía a Miguel Strogoff en un mar de dudas.
No se encontraba más que a una media versta de Kolyvan cuando una gran llamarada
se produjo entre las casas de la ciudad y el campanario de una iglesia se derrumbó en
medio de un torrente de polvo y llamas.
¿Se desarrollaba la batalla dentro del mismo Kolyvan?
Así debió de creerlo Miguel Strogoff y, siendo evidente que rusos y tártaros estaban
batiéndose por las calles de la ciudad, se detuvo un instante.
¿No era mejor, aunque tuviera que ir a pie, dirigirse hacia el sur y el este, llegar a
cualquier pueblecito, como Diachinsk, u otro cualquiera, y agenciarse allí a cualquier
precio un caballo?
Era la única salida que tenía y, enseguida, abandonando la orilla del Obi, Miguel
Strogoff se dirigió rapidamente hacia la derecha de la ciudad de Kolyvan.
En ese momento, las detonaciones eran extremadamente violentas. Muy Pronto las
llamas se elevaron por encima de la parte izquierda de la ciudad y el incendio devoraba
todo un barrio.
Miguel Strogoff corría a través de la estepa, buscando la protección de los árboles
diseminados por el campo, cuando un destacamento de caballería tártara apareció por
la derecha.
Era evidente que no podía continuar huyendo en aquella dirección, porque los jinetes
avanzaban rapidamente hacia la ciudad y le hubiera sido imposible escapar.
De pronto, en un ángulo de un frondoso grupo de árboles, vio una casa aislada, a la
cual le era posible llegar antes de ser descubierto.
Miguel Strogoff, pues, no tenía otra cosa que hacer mas que correr, esconderse, y
pedir que le proporcionaran algún alimento, pues sus fuerzas estaban agotadas y tenía
necesidad de reponerlas.
Se dirigió precipitadamente hacia la casa, que estaba a una media versta de distancia,
y al aproximarse la identificó como una estación telegráfica. Dos cables se extendían en
dirección oeste-este y un tercero estaba tendido hacia Kolyvan.
Era de suponer que, en aquellas circunstancias, la estación estaría abandonada, pero
al menos Miguel Strogoff podría refugiarse en ella y esperar la caída de la noche, si no
tenía más remedio, para lanzarse de nuevo a través de la estepa, batida por los
exploradores tártaros en toda su extensión.
Lanzose, pues, hacia la puerta, abriéndola de un violento empujón.
Sólo una persona se hallaba en la sala donde se hacían las transmisiones telegráficas.
Era un empleado calmoso, flemático, indiferente a todo cuanto sucedía fuera de allí.
Fiel a su estación, esperaba detrás de su ventanilla a que el público llegase a solicitar
sus servicios.
Miguel Strogoff, al verlo, corrió hacia él, preguntándole con voz apagada por la
fatiga:
-¿Qué sabe usted?
-Nada -respondió el empleado, sonriendo.
-¿Son los rusos y los tártaros quienes combaten?
-Eso se dice.
-Pero ¿quiénes son los vencedores?
-Lo ignoro...
Tanta tranquilidad en medio de aquellas terribles circunstancias, tanta indiferencia,
apenas podía creerse.
-¿No está cortada la comunicación? -preguntó Miguel Strogoff.
-Está cortada entre Kolyvan y Krasnoiarsk, pero todavía funciona entre Kolyvan y
la frontera rusa.
-¿Para el Gobierno?
-Para el Gobierno cuando lo juzga conveniente. Para el público cuando paga... Son
diez kopeks por palabra. Cuando quiera, señor...
Miguel Strogoff iba a gritarle a este extraño empleado que él no tenía ningún mensaje
que transmitir, que no pedía más que un poco de pan y agua, cuando la puerta de la
casa se abrió violentamente.
Miguel Strogoff, creyendo que la estación había sido invadida por los tártaros, se
apresuró a saltar por la ventana, cuando vio que en la sala solamente habían entrado
dos hombres que no tenían ninguna semejanza con los soldados tártaros.
Uno de ellos llevaba en la mano un despacho escrito a lápiz y, adelantándose al otro,
se precipitó hacia la ventanilla del impasible empleado de telégrafos.
En aquellos dos hombres Miguel Strogoff reconoció, con la sorpresa que es de
suponer, a los dos personajes en quienes menos pensaba y a los que no creía encontrar
ya nunca más.
Eran los corresponsales Harry Blount y Alcide Jolivet, que ya no eran compañeros
de viaje, sino enemigos, ahora que operaban sobre el campo de batalla.
Habían salido de Ichim solamente unas horas después de la partida de Miguel
Strogoff, y si habían llegado a Kolyvan antes que él era porque había perdido tres días
a orillas del Irtyche.
Ahora, después de haber presenciado ambos la batalla que acababan de librar rusos y
tártaros frente a la ciudad, saliendo de Kolyvan en el momento en que la lucha se
extendía por sus calles, se habían precipitado hacia la estación telegráfica, con el fin de
enviar a Europa sus mensajes rivales, disputándose uno al otro la primacía de los
acontecimientos.
Miguel Strogoff se apartó de en medio, retirándose a un rincón en sombras, desde
donde, sin ser visto, podría escuchar, porque era evidente que los periodistas le
proporcionarían noticias que le eran necesarias para saber si debía entrar en Kolyvan o
no.
Harry Blount, más rápido que su colega, había tomado posesión de la ventanilla y
tendía su mensaje al empleado, mientras Alcide Jolivet, contrariamente a su costumbre,
pateaba de impaciencia.
-Son diez kopeks por palabra -dijo el empleado al tomar el despacho del inglés.
Harry Blount depositó sobre el pequeño mostrador un puñado de rublos, bajo la
mirada estupefacta de su colega.
-Bien -dijo el empleado.
Y con la mayor sangre fría del mundo, comenzó a telegrafiar el siguiente despacho:
Daily Telegraph, Londres.
De Kolyvan, gobierno de Omsk, Siberia, 6 de agosto.
Enfrentamiento de las tropas rusas y tártaras...
Esta lectura era hecha en alta voz, por lo que Miguel Strogoff oyó perfectamente lo
que el corresponsal inglés transmitía a un periódico londinense.
Tropas rusas rechazadas con grandes pérdidas. Tártaros entrado hoy mismo en
Kolyvan...
Con estas palabras terminaba el mensaje.
-¡Me toca a mí ahora! -gritó Alcide Jolivet, que quería transmitir el despacho dirigido
a su prima en el faubourg Montmartre.
Pero el periodista inglés no tenía intención de abandonar la ventanilla, para poder ir
transmitiendo las noticias a medida que se desarrollaban los acontecimientos. Por
tanto, no cedió el sitio a su colega.
-¡Pero usted ya ha terminado! -gritó Alcide Jolivet.
-No he terminado aún -respondió tranquilamente Harry Blount.
Y continuó escribiendo una serie de frases que iba entregando al empleado con toda
rapidez, mientras leía en voz alta sin perder su impasibilidad.
Al principio, Dios creó el Cielo y la Tierra...
Harry Blount telegrafiaba los versículos de la Biblia, para dejar pasar el tiempo sin
tener que ceder el sitio a su rival. Aquello costaría a su periódico sus buenos millares
de rublos, pero seria el primero en estar informado de los acontecimientos. ¡Que esperase
Francia!
Se concibe el furor de Alcide Jolivet, que en cualquier otra circunstancia hubiera
encontrado que aquélla era una buena jugada, pero en aquella ocasión incluso quería
obligar al empleado de telégrafos a aceptar su mensaje, con preferencia al de su colega.
-El señor está en su derecho -respondió tranquilamente el empleado, señalando a
Harry Blount y sonriendo con aires de la mayor amabilidad.
Pero continuó transmitiendo al Daily Telegraph los primeros versículos de las
Sagradas Escrituras.
Mientras el empleado operaba, Harry Blount se acercaba tranquilamente a la ventana
y observaba con los prismaticos cuanto ocurría en los alrededores de Kolyvan, con el
fin de completar sus informaciones.
Dos iglesias están ardiendo. El incendio parece
extenderse hacia la derecha. La Tierra era
informe y estaba desnuda; las tinieblas cubrían
la faz del abismo...
Alcide Jolivet sentía un feroz deseo de estrangular al honorable corresponsal del
Daily Telegraph.
Interpeló nuevamente al empleado, el cual, siempre impasible, le respondió:
-Está en su derecho, señor... Está en su derecho... A diez kopeks por palabra.
Y telegrafió la siguiente noticia que le fue facilitada por Harry Blount:
Fugitivos rusos huyen de la ciudad. Y Dios dijo:
hágase la luz. Y la luz fue hecha...
Alcide Jolivet estaba literalmente rabiando.
Mientras tanto, Harry Blount había vuelto junto a la ventana, pero esta vez,
distraído sin duda por el interés del espectáculo que tenía ante sus ojos, prolongó su
observación demasiado tiempo y cuando el empleado de telégrafos hubo transmitido el
tercer versículo de la Biblia, Alcide Jolivet se apresuró a llegar hasta la ventanilla, sin
hacer ruido y, tal como había hecho su colega, después de depositar nuevamente un
respetable fajo de rublos sobre la tablilla, entregó su despacho, el cual el empleado leyó
en voz alta:
Madeleine Jolivet,
10, Faubourg-Montmartre (París)
De Kolyvan, gobierno de Omsk, Siberia, 6 de agosto.
Fugitivos huyendo de la ciudad. Rusos derrotados. Persecución
encarnizada de la caballería tártara...
Y cuando Harry Blount volvió de la ventana, oyó a Alcide Jolivet que completaba su
telegrama, tarareando con voz burlona:
Hay un hombrecito,
vestido todo de gris,
en París...
Pareciéndole una irreverencia el mezclar lo sagrado con lo profano, como había hecho
su colega, Alcide Jolivet sustituía los versículos de la Biblia por un alegre refrán de
Beranger.
-¡Ah! -gritó Harry Blount.
-Es la vida... -respondió Alcide Jolivet.
Mientras tanto, la situación se agravaba en los alrededores de Kolyvan. La batalla se
aproximaba y las detonaciones estallaban con extrema violencia.
En aquel momento, una explosión conmocionó la estación telegráfica; un obús
acababa de hacer impacto en uno de los muros, derribándolo en medio de nubes de
polvo que invadieron la sala de transmisiones.
Alcide Jolivet acababa entonces de escribir sus versos:
rechoncho como una manzana,
que, sin contar con un ochavo...
pero se paró, se precipitó sobre un obús y, tomándolo con las dos manos, lo lanzó
por la ventana antes de que estallase, volviendo tranquilamente a ocupar su sitio
delante de la ventanilla. Ésta fue tarea que realizó en cuestión de segundos.
Cinco segundos más tarde, el obús estalló fuera de la estación telegráfica.
Pero, continuando transmitiendo su mensaje con la mayor sangre fría del mundo.
Alcide Jolivet escribió:
Obús del seis ha hecho saltar la pared de la
estación telegráfica. Esperamos otros del mismo
calibre...
Para Miguel Strogoff no existía ninguna duda de que los rusos habían sido derrotados
por los tártaros. Su último recurso era, pues, lanzarse a través de la estepa meridional.
Pero en aquel momento se oyó una terrible descarga de fusilería, disparada de muy
cerca de la estación telegráfica, y una lluvia de balas hizo añicos los cristales de la
ventana.
Harry Blount, herido en la espalda, se desplomó.
Alcide Jolivet iba, en aquel momento, a transmitir una noticia suplementaria:
Harry Blount, corresponsal del Daily Telegraph, caído a mi lado,
herido por casco de metralla...
cuando el impasible empleado le dijo con su inalterable calma:
-Señor, la comunicación está cortada.
Y, abandonando su ventanilla, tomó tranquilamente su sombrero, limpiándolo con la
manga y, siempre sonriente, salió por una pequeña puerta que Miguel Strogoff no
había visto.
La estación telegráfica fue entonces invadida por soldados tártaros, sin que el correo
del Zar ni los periodistas tuvieran tiempo de batirse en retirada.
Alcide Jolivet, con su inútil mensaje en la mano, se había precipitado hacia Harry
Blount, tendido en el suelo y, con todo su noble coraje, lo había cargado sobre su
espalda, con la intención de salir huyendo con su compañero.
¡Pero era ya demasiado tarde!
Ambos cayeron prisioneros y, al mismo tiempo que ellos, Miguel Strogoff,
sorprendido de improviso en el momento en que iba a saltar por la ventana, cayó en
manos de los tártaros

No hay comentarios: