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viernes, 3 de junio de 2011

Julio Verne Miguel Strogoff 2ªparte

SEGUNDA PARTE
1. Un campamento tártaro
2. Una actitud de Alcide Jolivet
3. Golpe por golpe
4. La entrada triunfal
5. ¡Abre bien los ojos! ¡ábrelos!
6. Un amigo en la gran ruta
7. El paso del Yenisei
8. Una liebre atraviesa el camino
9. En la estepa
10. El Baikal y el Angara
11. Entre dos orillas
12. Irkutsk
13. Un correo del Zar
14. La noche del 5 al 6 de octubre
15. Conclusión





. Julio Verne Miguel Strogoff
SEGUNDA PARTE
1
UN CAMPAMENTO TáRTARO
A una jornada de camino de Kolyvan, algunas verstas más allá de la aldea de
Diachinsk, se extiende una vasta planicie que dominan algunos árboles gigantescos,
principalmente pinos y cedros.
Esta parte de la estepa está ordinariamente ocupada, durante la estación estival, por
pastores siberianos, que encuentran en ella pasto suficiente para alimentar a sus
numerosos ganados; pero en estos días se hubiera buscado vanamente uno solo de estos
pobladores nómadas de la estepa.
Esto no quería decir que la planicie estuviera desierta. Por el contrario, presentaba
una gran animación.
Allí, efectivamente, se levantaban las tiendas de las tropas tártaras; allí acampaba
Féofar-Khan, el feroz Emir de Bukhara, y allí era adonde al día siguiente, 7 de agosto,
habían sido conducidos los prisioneros hechos por los tártaros en Kolyvan, después
del desastre sufrido por el pequeño cuerpo de ejército ruso.
De aquellos cerca de dos millares de soldados rusos que se habían enfrentado a las
dos columnas enemigas, apoyadas a la vez en Omsk y en Tomsk, no habían quedado
con vida más que unos pocos centenares.
Los acontecimientos iban, pues, de mal en peor, y el gobierno imperial parecía estar
verdaderamente comprometido más allá de la frontera de los Urales.
Momentáneamente, al menos, así era, pero era de esperar que las tropas rusas
respondieran, más pronto o más tarde, a la agresión de aquellas hordas invasoras.
De todas formas, la invasión había ya alcanzado el centro de Siberia y, a través de las
comarcas sublevadas, iba a extenderse, bien a las provincias del este, bien a las del
oeste. Irkutsk estaba ahora aislada y cortadas todas las comunicaciones con Europa. Si
las fuerzas de los gobiernos de Amur y de la provincia de Irkutsk no llegaban a tiempo
para reforzar a su reducida e insuficiente guarnición, esta capital de la Rusia asiática
caería irremisiblemente en manos de los tártaros y, antes de que hubiera podido ser recuperada,
el Gran Duque, hermano del Emperador, habría sido víctima de la venganza
de Ivan Ogareff.
¿Qué había sido de Miguel Strogoff? ¿Había al fin sucumbido bajo el peso de las
pruebas por las que había atravesado? ¿Se daba por vencido ante la serie de desgracias
que le habían ido siempre persiguiendo después de su aventura en Ichim? ¿Consideraba
perdida la partida, fallída su misión y en la imposibilidad de cumplir la orden que le
habían encomendado sus superiores?
Miguel Strogoff era uno de esos hombres que no se detienen mientras les quede vida.
Por el momento aún vivía y no había sido herido, conservaba la carta imperial y no
había sido descubierta su identidad. Se encontraba, sin duda, entre aquella innumerable
cantidad de prisioneros a los que los tártaros arrastraban tras de sí como si se tratase
de un vil rebaño; pero, al aproximarse a Tomsk, se iba también acercando a Irkutsk y,
fuera como fuese, iba siempre por delante de Ivan Ogareff.
«¡Llegaré! », se repetía.
Y desde los acontecimientos de Kolyvan, toda su vida estaba concentrada en este
único pensamiento: ¡Verse libre!
¿Cómo escaparía, sin embargo, de los soldados del Emir? Cuando llegase el
momento, ya vería.
El campamento de Féofar-Khan presentaba un soberbio espectáculo. Innumerables
tiendas, hechas de piel, de fieltro o de tela de seda, brillaban bajo los rayos del sol. Los
altos penachos que coronaban sus conicas cúpulas, se balanceaban entre una nube de
gallardetes y estandartes multicolores. De entre estas tiendas, las más ricas pertenecían
a los seides y a los khodjas, que son los personajes mas importantes del khanato. Un
pabellón especial, adornado con una cola de caballo cuyo mástil sobresalía por encima
de una serie de palos pintados de rojo y blanco, artísticamente conjuntados, indicaban
el alto rango de los jefes tártaros. Extendiéndose hasta el infinito se levantaban millares
de tiendas turcorromanas, que reciben el nombre de karaoy y que habían sido
transportadas a lomo de camellos.
El campo contenía al menos ciento cincuenta mil soldados, entre infantes y jinetes,
reunidos bajo la denominación común de alamanos. Entre ellos, y como tipos mas
principales del Turquestán, distingulanse inmediatamente aquellos tadjiks de regulares
rasgos, piel blanca, estatura elevada y ojos y cabellos negros que constituían el grueso
del ejército tártaro y cuyos khanatos de Khokhand y Kunduze, de donde eran
oriundos, habían aportado un contingente casi igual que el de Bukhara. Entre estos tadjiks
se mezclaban otros componentes de las diversas razas que residen en el
Turquestán, o que son originarios de los países lindantes, estos otros hombres eran
usbecks, de baja estatura y pelo rojizo, semejantes a los que se habían lanzado en
persecución de Miguel Strogoff, kirguises, de rostro achatado como el de los kalmucos,
revestidos con cotas de malla, armados unos con lanza, arco y flechas de fabricación
asiática y otros con un sable, fusil de mecha y el tchakan, pequeña hacha de mango
corto cuya herida es siempre mortal. Había mongoles de talla mediana, cabellos negros
y atados en una trenza que les caía sobre la espalda, cara redonda, tez curtida, ojos
hundidos y vivos y barbilampiños, que vestían ropas de mahón azul guarnecidas con
piel negra, ajustadas al cuerpo mediante cinturones de cuero con hebilla de plata,
calzados con botas adornadas con vistosas trencillas y cuya cabeza cubrían con gorros
de seda, adornados con tres cintas que ondeaban tras ellos. Por último, veíanse también
a los afganos, de piel curtida, árabes de tipo primitivo de las bellas razas semíticas, y
turcomanos, a cuyos ojos parecían faltarles los párpados. Todo este conglomerado estaba
alistado bajo la bandera del Emir; bandera de los incendiarios y devastadores.
Además de estos soldados libres, había también un cierto numero de soldados
esclavos, principalmente persas, que iban mandados por oficiales del mismo origen y
que, ciertamente, no eran los menos estimados en el ejército de Féofar-Khan.
Aparte de todos estos soldados, había numerosos judíos encargados de los servicios
domésticos, que llevaban la ropa ceñida al cuerpo con una cuerda y cubrían su cabeza
con pequeños bonetes de paño oscuro, porque tenían prohibido llevar el clásico
turbante. Mezclados con todos estos grupos de hombres, había unos centenares de los
llamados kalendarios, especie de religiosos mendicantes, que vestían ropas hechas
jirones, recubiertas con pieles de leopardo.
Con esta descripcion se puede tener una idea bastante completa de la enorme
aglomeración de tribus diversas, todas ellas comprendidas bajo la denominación de
ejército tártaro.
Cincuenta mil de esos soldados iban a caballo y los animales no ofrecían una menor
variedad que los hombres. Entre ellos, sujetos de diez en diez a dos cuerdas paralelas,
con la cola atada y la grupa cubierta por una red de seda negra, distinguíanse los
caballos turcomanos, de patas finas, cuerpo largo, pelo brillante y cuello elegante; los
usbecks, que son bestias de gran resistencia; los khokhandianos, que transportan,
además del jinete, dos tiendas y toda una batería de cocina; los kirguises, de colores claros,
llegados de las orillas del río Emba, donde son cazados a lazo por los tártaros, lazo
que recibe el nombre de arcane; y muchos otros, producto de los cruces de razas, que
eran de menor calidad.
Las bestias de carga contábanse por millares. Eran camellos de pequeña talla, pero
bien constituidos, pelo largo y crin espesa cayéndoles sobre el cuello; animales dóciles
y mucho más fáciles de aparejar que el dromedario; nars de una sola jiba, de pelaje rojo
como el fuego, ensortijado en forma de bucles, y asnos, rudos para el trabajo, cuyas
carnes son muy estimadas por los tártaros y forman parte de su alimentación.
Sobre todo aquel conjunto de hombres y bestias; sobre toda aquella inmensa
aglomeración de tiendas, grandes grupos de pinos y cedros proyectaban una sombra
fresca, atravesada aquí y allá por algunos rayos de sol. Nada más pintoresco que aquel
cuadro, en cuya realización el más violento de los coloristas hubiera empleado todos
los colores de su paleta.
Cuando los prisioneros que los tártaros hicieron en Kolyvan llegaron frente a las
tiendas de Féofar-Khan y de los grandes dignatarios del khanato, los tambores se
pusieron a batir, extendiendo sus sones por todo el campamento. Sonaron las
trompetas y a estos sonidos, ya de por sí ensordecedores, se mezclaron las descargas
de fusilería y de los cañones del calibre cuatro y seis, con sus graves detonaciones, que
formaban la artillería del Emir.
La instalación de Féofar-Khan era puramente militar, pues lo que pudiéramos llamar
su casa civil, su harén y el de sus aliados, había sido instalado en Tomsk, ahora ya en
poder de los tártaros.
Una vez levantado el campo, Tomsk iba a convertirse en la residencia del Emir hasta
el momento en que pudiera trasladarse a la capital de la Siberia oriental.
La tienda de Féofar-Khan dominaba a las vecinas. Revestida de amplias cortinas de
brillante seda, suspendidas de cordones con borlas de oro, y coronada con espesos
penachos que el viento agitaba, estaba situada en el centro de una amplia planicie,
cercada por una especie de valla de magníficos abedules y gigantescos pinos.
Delante de la tienda había una mesa de laca con incrustaciones de piedras preciosas,
y abierto encima de ella estaba el Corán, libro sagrado de los musulmanes, cada una de
cuyas hojas era una lámina de oro finamente labrada. Esta maravillosa obra de arte
ostentaba en su cubierta el escudo tártaro en el que campeaban las armas del Emir.
Alrededor de aquel espacio despejado, se elevaban en semicírculo las tiendas de los
altos funcionarios de Bukhara. En ellas residía el jefe de la caballeriza, que tenía el
honor de seguir a caballo al Emir hasta la entrada de su palacio; el halconero mayor; el
huscbbegui, portador del sello real; el toptschi-baschi, jefe supremo de la artillería; el
khodja, presidente del Consejo, que recibe el beso del príncipe y puede presentarse
ante él sin cinturón; el cheikh-ulislam, jefe de los ulemas, representante de los
sacerdotes; el cazi-askev, quien, en ausencia del Emir, juzga todas las diferencias que
se suscitan entre los militares y, finalmente, el jefe supremo de los astrólogos, cuya
misión es consultar a las estrellas cada vez que el Khan piensa trasladarse de un sitio a
otro.
Cuando los prisioneros llegaron al campamento, el Emir se encontraba en su tienda,
pero no se dejó ver. Esta circunstancia fue favorable, sin duda, porque una palabra
suya, un solo gesto, podía haber ocasionado una sangrienta ejecución.
Féofar-Khan se mantuvo retirado, en aquel tipo de aislamiento que forma parte del
majestuoso rito de los monarcas orientales, a quienes más se admira y sobre todo se
teme, cuanto menos se dejan ver.
En cuanto a los prisioneros, iban a ser encerrados en cualquier lugar, maltratados,
alimentados apenas y expuestos a todas las inclemencias del tiempo, en espera de que
Féofar-Khan resolviera.
Entre todos aquellos desgraciados, Miguel Strogoff era el más dócil y el más
paciente. Se dejaba conducir porque lo llevaban adonde él quería ir y por supuesto, en
mejores condiciones para su seguridad que si se encontrara libre en el camino de
Kolyvan a Tomsk. Escapar antes de haber llegado a esta ciudad era exponerse a caer
nuevamente en manos de los invasores, que eran dueños de la estepa. El límite más
oriental ocupado hasta entonces por los ejércitos enemigos no estaba situado más allá
del meridiano ochenta y dos, que pasa por Tomsk, y por tanto, cuando el correo del
Zar consiguiera franquear este meridiano, contaba con estar fuera de la zona invadida,
pudiendo atravesar el Yenisei sin peligro llegando a Krasnoiarsk antes de que Féofar-
-Khan invadiera la provincia.
«Una vez hayamos llegado a Tomsk -se repetía continuamente Miguel Strogoff para
reprimir algunos movimientos de impaciencia que a menudo le asaltaban-, en pocos
minutos me pondré fuera del alcance de la vanguardia tártara, y con solo doce horas
que gane a Féofar-Khan, serán doce horas ganadas también a Ivan Ogareff, que me
bastarán para llegar antes que éste a Irkutsk.»
Lo que Miguel Strogoff temía, por encima de todo, era encontrarse en presencia de
Ivan Ogareff en el campamento tártaro porque, además de que se exponía a ser
reconocido, presentía, por una especie de intuición, que a quien más le interesaba
tomar la delantera era a aquel traidor. Comprendía, además, que al reunirse las tropas
de Ivan Ogareff con las de Féofar-Khan, se completarían los efectivos del ejército
invasor y que, tan pronto como se llevase a cabo esta reunión, todas las fuerzas enemigas
marcharían masivamente contra la capital de la Siberia oriental.
Todos sus temores estaban, por tanto, dirigidos hacia ese lado y trataba de escuchar
con toda atención para ver si algún toque de trompeta anunciaba la llegada del
lugarteniente del Emir.
A estos pensamientos se unía el recuerdo de su madre y de Nadia, prisionera una en
Omsk y la otra transportada sobre una de las barcas del Irtyche y, sin duda, ahora una
cautiva más, como Marfa Strogoff. ¡Y no podía hacer nada por ellas! ¿Las volvería a
ver algún día? Ante esta pregunta, a la que no osaba responderse, se le oprimía
dolorosamente el corazón a Miguel Strogoff.
Harry Blount y Alcide Jolivet habían sido conducidos al campamento tártaro al
mismo tiempo que Miguel Strogoff y muchos otros prisioneros. Su compañero de
viaje en otros tiempos, hecho prisionero a la vez que ellos en la estación telegráfica,
sabía que estaban encerrados, como él, en aquel estrecho recinto vigilado por
numerosos centinelas, pero no había hecho intención de acercarse a ellos. En aquellos
momentos, al menos, le importaba muy poco lo que pudieran pensar de él después de
los sucesos de la parada de posta de Ichim. Por otra parte, quería estar solo para obrar
con entera libertad en caso necesario, por lo que procuró mantenerse retirado y
permanecer a la escucha.
Alcide Jolivet, desde que su compañero había caído herido a su lado, no había cesado
de prodigarle sus cuidados.
Durante el trayecto de Kolyvan hasta el campamento, es decir, durante varias horas
de marcha, Harry Blount, apoyado en su rival, había podido seguir al convoy de
prisioneros.
Habían querido hacer valer su calidad de súbditos francés e inglés, pero de nada les
sirvió frente a aquellos bárbaros que sólo respondían con golpes de lanza o de sable.
El periodista inglés tuvo, pues, que seguir la suerte de todos los demas y esperar a
reclamar más tarde para obtener satisfacciones sobre semejante trato.
El trayecto, de todas formas, fue doloroso para él porque su herida le hacía sufrir y,
sin la asistencia de Alcide Jolivet puede que no hubiera podido llegar al campamento.
El corresponsal francés, que no abandonaba nunca su filosofía práctica, había
reconfortado física y moralmente a su colega por medio de todos los recursos que tenía
a su alcance. Su primer cuidado, cuando se vio definitivamente encerrado en el
campamento, fue inspeccionar la herida de Harry Blount, despojándole hábilmente de
las ropas que le molestaban y comprobando, afortunadamente, que la metralla solamente
había rozado la espalda, provocando una herida superficial.
-No es nada -dijo-, una simple rozadura. Después de dos o tres curas, querido colega,
quedará como nuevo.
-¿Pero, esas curas ... ?
-Las haré yo mismo.
-¿Tiene usted algo de médico?
-¡Todos los franceses somos un poco médicos!
Hecha esta afirmación, Alcide Jolivet desgarró su pañuelo haciendo tiras con uno de
los pedazos y compresas con el otro, sacó agua de un pozo situado en el centro del
recinto, lavó la herida que, por fortuna, no era grave y sujetó hábilmente las tiras mojadas
en el hombro de Harry Blount.
-Le curaré con agua -dijo-. Este líquido es todavía el sedante más eficaz que se
conoce para el tratamiento de las heridas y el que más se emplea ahora. ¡Los médicos
han tardado seis mil años en descubrir esto! ¡Sí! ¡Seis mil años, en cifras redondas!
-Le estoy muy agradecido, señor Jolivet -respondió Harry Blount, tendiéndose sobre
un lecho de hojas secas que, a modo de cama, le había preparado su compañero.
-¡Bah! ¡No vale la pena! Usted, en mi lugar, habría hecho lo mismo por mi.
-Yo no sé nada... -respondió un poco ingenuamente Harry Blount.
-¡No bromee! ¡Todos los ingleses son generosos!
-Sin duda, pero los franceses...
-Pues sí, los franceses son buenos; un poco bestias, si usted quiere, pero se les
disculpa porque son franceses. Pero no hablemos de eso y, si quiere hacerme caso, no
hablemos de nada. El reposo le es ahora absolutamente necesario.
Pero Harry Blount no tenía ningún deseo de callarse. Si el herido debía, por
prudencia, guardar reposo, el corresponsal del Daily Telegraph no era hombre que se
limitase sólo a escuchar.
-Señor Jolivet -preguntó-. ¿Cree usted que nuestros últimos mensajes habrán podido
traspasar la frontera?
-¿Por qué no? -respondió Alcide Jolivet-. Le aseguro que en estos momentos, mi
bien amada prima sabe ya lo ocurrido en Kolyvan.
-¿Cuántos ejemplares de sus noticias tira su prima? -preguntó Harry Blount quien, por
primera vez, le hizo esta pregunta directa a su colega.
-¡Bueno! -respondió riendo Alcide Jolivet-. Mi prima es una persona muy discreta y
no le gusta que se hable de ella y se desesperaría si supiera que turbaba el sueño del
que tiene usted tanta necesidad.
-No quiero dormir -respondió Harry Blount-. ¿Qué debe de pensar su prima de los
acontecimientos de Rusia?
-Que, por el momento, parecen ir por mal camino. ¡Pero, bah! El gobierno moscovita
es poderoso y no puede ser verdaderamente inquietado por una invasión de bárbaros.
Siberia no se les escapará de las manos.
-¡La excesiva ambición ha perdido a los más grandes imperios! -sentenció Harry
Blount, que no estaba exento de unos ciertos «celos ingleses» hacia las pretensiones
rusas en Asia central.
-¡Oh! ¡No hablemos de política! -gritó Alcide Jolivet-. ¡Lo prohibe la Facultad de
Medicina! ¡No hay nada peor para las heridas de la espalda!... a menos que le sirva de
somnífero.
-Hablemos entonces de lo que tenemos que hacer -respondió Harry Blount-. Señor
Jolivet, yo no tengo ninguna intención de permanecer indefinidamente prisionero de
los tártaros.
-¡Ni yo, pardiez!
-¿Nos escaparemos a la primera ocasión?
-Sí, si no hay ningún otro medio de recuperar la libertad.
-¿Conoce usted algún otro medio? -preguntó Harry Blount, mirando a su compañero.
-¡Por supuesto! Nosotros no somos beligerantes, sino neutrales, y nos reclamarán
nuestros gobiernos.
-¿Reclamar a este bruto de Féofar-Khan?
-No, él no entendería nada. Pero sí su lugarteniente, el coronel Ivan Ogareff.
-¡Es un bribón!
-Sin duda, pero es un bribón ruso y sabe que no puede bromear con los derechos de
la gente, aparte de que no tiene ningún interes en retenernos, sino al contrario.
únicamente que pedirle cualquier cosa a ese caballero no me hace ninguna gracia.
-Pero ese caballero no está en el campamento Al menos yo no lo he visto -agregó
Harry Blount
-Vendrá. No puede faltar a la cita. Tiene necesidad de reunirse con Féofar-Khan.
Siberia está cortada en dos y seguramente el ejército del Emir no espera mas que
reunirse con Ivan Ogareff para lanzarse sobre la ciudad de Irkutsk.
-¿Qué haremos una vez que estemos libres?
-Una vez libres, continuaremos nuestra campaña siguiendo a los tártaros hasta el
momento en que los acontecimientos nos permitan pasar al bando opuesto. ¡No es
preciso abandonar la partida qué diablos! No hemos hecho mas que comenzar. Usted,
colega, ha tenido la suerte de ser herido al servicio del Daily Telegraph, mientras que
yo todavía no he recibido nada estando al servicio de mi prima. Vamos, vamos...
Bueno -murmuró Alcide Jolivet-, ya se está durmiendo. Varias horas de sueño y
algunas compresas de agua fresca y no será necesario nada más para poner de pie a un
inglés. ¡Esta gente está hecha de hojalata!
Y mientras Harry Blount dormía, Alcide Jolivet vigilaba su sueño, después de sacar
su bloc y cargarlo de notas, decidido a compartirlas con su colega para mayor
satisfacción de los lectores del Daily Telegrapb. Los acontecimientos les habían unido
y no tenían por qué envidiarse.
Así pues, lo que más temía Miguel Strogoff era lo que más deseaban precisamente
los dos periodistas con todo su vivo interés: la llegada de Ivan Ogareff
A los dos hombres podía, efectivamente, serles de utilidad, porque, una vez
reconocida su calidad de corresponsales inglés y francés, nada había mas probable que
el que fueran puestos en libertad. El lugarteniente del Emir haría entrar a éste en razón,
seguramente, aunque éste no hubiera dudado en tratar como simples espías a los dos
periodistas.
El interés de Alcide Jolivet y Harry Blount era, pues, contrario al del correo del Zar,
el cual había comprendido la situación y tenía otra razón que sumar a muchas otras de
las que tenía para evitar el encontrarse con sus anteriores compañeros de viaje. Por ello
tenía que arreglárselas de forma que no lo viesen.
Pasaron cuatro días durante los cuales no cambió el estado de la situación. Los
prisioneros no oyeron ni una sola palabra que hiciera alusión a un posible levantamiento
del campamento tártaro. Continuaban siendo severamente vigilados y si
hubiesen intentado escapar les hubiera sido imposible atravesar el cordón de infantes y
jinetes que les guardaban noche y día.
En cuanto a la comida que les daban, apenas era suficiente. Dos veces al día les
echaban un pedazo de intestino de cabra asado sobre carbones y unas porciones de ese
queso llamado krut, fabricado con leche agria de oveja, el cual, mojado con leche de burra,
constituye el plato kirguís conocido comúnmente con el nombre de kumyss. Y esto
era todo lo que comían.
Aparte de esto, el tiempo se puso detestable y se produjeron grandes perturbaciones
atmosféricas que amenazaban borrascas de lluvia.
Aquellos desgraciados, sin ningún abrigo, tuvieron que soportar aquellas
inclemencias malsanas sin que nada se hiciese para atenuar sus miserias. Alguno de los
heridos, mujeres y niños, murieron, y los mismos prisioneros tuvieron que enterrar sus
cadáveres porque los guardianes ni siquiera se molestaban en darles sepultura.
Durante estas duras pruebas, Alcide Jolivet y Miguel Strogoff se multiplicaron, cada
uno por un lado, prestando cuantos servicios podían prestar. Menos acobardados que
muchos otros, fuertes y vigorosos, resistían mejor la situación y con sus consejos y
sus cuidados, se hicieron imprescindibles para aquellos que sufrían y se desesperaban.
¿Cuánto iba a durar aquel estado de cosas? ¿Féofar-Khan, satisfecho de sus primeros
éxitos, quería esperar algún tiempo antes de lanzarse sobre Irkutsk?
Era de temer, pero no fue así como ocurrió.
El acontecimiento tan deseado por Alcide Jolivet y Harry Blount, y tan temido para
Miguel Strogoff, se produjo en la mañana del 12 de agosto.
Ese día sonaron las trompetas, doblaron los tambores y se oyeron descargas de
fusilería. Una enorme nube de polvo se levantó a lo largo de la ruta de Kolyvan.
Ivan Ogareff, seguido por varios millares de hombres, hizo su entrada en el
campamento tártaro.
2
UNA ACTITUD DE ALCIDE JOLIVET
Ivan Ogareff llevaba al Emir todo un cuerpo de ejército. Aquellos jinetes e infantes
formaban parte de la columna que se había apoderado de Omsk. Ivan Ogareff no había
podido reducir la ciudad alta, en la cual -según se recordará- habían buscado refugio el
gobernador de la provincia y su guarnición, por lo que estaba decidido a seguir
adelante, sin retrasar las operaciones que debían culminar con la conquista de la Siberia
oriental. Por eso, después de apostar una fuerte guarnición en Omsk y reunir las
hordas, que habían sido reforzadas en ruta por los vencedores de Kolyvan, vino a
reunirse con el ejército del Emir.
Los soldados de Ivan Ogareff quedaron en los puestos avanzados del campamento,
sin recibir orden de acampar. El proyecto de su jefe era, sin duda, no detenerse, sino
seguir adelante y alcanzar, en el menor plazo posible, la ciudad de Tomsk, centro
importante que estaba destinado a convertirse en el puesto de partida de las
operaciones futuras de los invasores.
Al mismo tiempo que sus soldados, Ivan Ogareff conducía un convoy de prisioneros
rusos y siberianos capturados en Omsk y en Kolyvan. Estos nuevos desgraciados no
fueron conducidos al encercado general porque era demasiado pequeño ya para los
prisioneros que contenía, por lo que quedaron en los puestos avanzados del
campamento, sin abrigo y casi sin comida.
¿Qué destino reservaba Féofar-Khan a estos infortunados? ¿Los internaría en Tomsk
para diezmarlos con una de esas sangrientas ejecuciones, tan familiares a los jefes
tártaros? Éste era uno de los secretos del caprichoso Emir.
Aquel cuerpo de ejército había salido de Omsk arrastrando tras de sí a la multitud de
mendigos, merodeadores, comerciantes y bohemios que forman la retaguardia de todo
ejército en marcha. Aquella gente vivía a costa del lugar que atravesaban y a sus espaldas
dejaban pocas cosas que saquear.
La necesidad de seguir adelante era para asegurar el aprovisionamiento de las
columnas expedicionarias, ya que toda la región comprendida entre los cursos del
Ichim y del Obl estaba terriblemente devastada y no ofrecía recurso alguno. Las tropas
tártaras dejaban tras de sí un auténtico desierto y los propios rusos tendrían que
atravesarlo con muchas dificultades.
Entre aquellos innumerables bohemios llegados de las provincias del oeste, figuraba
la tribu de gitanos que había acompañado a Miguel Strogoff hasta Perm y entre ellos
estaba Sangarra. Esta espía salvaje, alma condenada de Ivan Ogareff, no dejaba nunca a
su dueño. Se les ha visto a los dos preparando sus maquinaciones en la misma Rusia,
en el gobierno de Nijni-Novgorod; después de la travesía de los Urales, se habían
separado sólo por unos días, porque Ivan Ogareff tenía que llegar rápidamente a Ichim,
mientras que Sangarra y su tribu se dirigieron a Omsk por el sur de la provincia.
Se comprenderá fácilmente cuál era la ayuda que aportaba aquella mujer a Ivan
Ogareff. Con sus compañeras penetraba en todos los sitios, escuchaba y lo transmitía
todo. Ivan Ogareff estaba al corriente de todo cuanto ocurría hasta en el corazón de las
provincias invadidas. Eran cien ojos y cien oídos siempre abiertos para servir a su
casa. Ademas, pagaba con largueza aquel espionaje que le proporcionaba magnífico
provecho.
Sangarra estuvo una vez comprometida en un grave asunto y fue salvada por el
oficial ruso. Jamás olvidó cuanto le debía y por eso vivía entregada a él en cuerpo y
alma. Cuando Ivan Ogareff entró por la vía de la traición, había comprendido la misión
específica que podía desempeñar aquella mujer. Cualquier orden que se le diera, era
prontamente ejecutada por Sangarra. Un instinto inexplicable, mucho más fuerte que el
agradecimiento, la había impulsado a hacerse esclava del traidor, a quien venía ligada
desde los tiempos de su exilio en Siberia. Sangarra, confidente y cómplice, mujer sin
patria y sin familia, había puesto su vida vagabunda al servicio de los invasores que
Ivan Ogareff iba a lanzar sobre Siberia. A la prodigiosa astucia natural de su raza, unía
una feroz energía que no conocía ni el perdón ni la piedad. Era una salvaje digna de
compartir el wigwan de un apache o la choza de un andamíano,
Desde su llegada a Omsk con sus gitanas, ya no le había separado ni un instante de
Ivan Ogareff. Sabía la circunstancia que había enfrentado a Miguel y Marfa Strogoff y
estaba al corriente de los temores de Ivan Ogareff sobre el paso de un correo del Zar.
Los conocía y participaba de ellos, siendo capaz de torturar a la prisionera Marfa
Strogoff con todo el refinamiento de un piel roja para arrancarle su secreto.
Pero aún no había llegado la hora en que Ivan Ogareff quería enfrentarse a la vieja
siberiana. Sangarra debía aguardar, y esperaba, sin perder de vista a Marfa Strogoff,
fijándose en sus menores gestos, en sus palabras, observándola día y noche, buscando
escuchar que la palabra «híjo» se escapara de su boca, pero hasta entonces había sido
frustrada por la inalterable impasibilidad de Marfa Strogoff, la cual ignoraba que fuera
objeto de tal espionaje.
Mientras tanto, a los primeros toques de corneta, los jefes de la caballería del Emir y
de la artillería tártara, seguidos por una brillante escolta de jinetes usbecks, se
trasladaron a la entrada del campamento para recibir a Ivan Ogareff.
Llegados a su presencia, le rindieron los más grandes honores invitándole a que les
acompañara hasta la tienda de Féofar-Khan.
Ivan Ogareff, imperturbable como siempre, respondió fríamente a las deferencias de
que fue objeto por parte de los altos funcionarios enviados a su encuentro. Iba vestido
muy sencillamente, pero, por una especie de descarada bravata, lucía aún el uniforme
de oficial ruso.
En el momento en que tiraba de las riendas del caballo para obligarlo a atravesar el
recinto del campamento, Sangarra, pasando entre los jinetes de la escolta, se aproximó
a él y permaneció inmóvil.
-¿Nada? -preguntó Ivan Ogareff.
-Nada.
-Ten paciencia.
-¿Se acerca la hora en que obligarás a hablar a la vieja?
-Se acerca, Sangarra.
-¿Cuándo hablará la vieja?
-Cuando lleguemos a Tomsk.
-¿Y cuándo llegaremos?
-Dentro de tres días...
Los grandes ojos negros de Sangarra adquirieron un extraordinario brillo, retirándose
con paso tranquilo.
Ivan Ogareff oprimió los flancos de su caballo y, seguido por su estado mayor de
oficiales tártaros, se dirigió hacia la tienda del Emir.
Féofar-Khan esperaba a su lugarteniente. El Consejo, formado por el guardador del
sello real, el kodja y algunos otros altos funcionarios, había tomado ya asiento en la
tienda.
Ivan Ogareff descendió del caballo, entró y se encontró frente al Emir.
Féofar-Khan era un hombre de cuarenta años, alto de estatura, rostro bastante
pálido, ojos salientes y fisonomía feroz. Una barba negra, dividida en pequeños bucles,
caía sobre su pecho. Con su traje de campaña, cota de mallas de oro y plata; tahalí
cuajado de resplandecientes piedras preciosas; la vaina de su sable curvo como un
yatagán, cubierta de joyas brillantes; botas con espuelas de oro y casco coronado por
un penacho de diamantes que despedían mil fulgores, Féofar ofrecía a la vista el
aspecto, más extraño que imponente, de un Sardanápalo tártaro, soberano indiscutido
que dispone a su capricho de la vida y la hacienda de sus súbditos; cuyo poder no
tiene límites y al cual, por privilegio especial, se da en Bukhara la calificación de Emir.
En el momento en que aparecio Ivan Ogareff, los grandes dignatarios permanecieron
sentados sobre sus cojines festoneados de oro; pero Féofar-Khan se levantó del rico
diván que ocupaba en el fondo de la tienda, en donde el suelo desaparecía bajo una
espesa alfombra bukharlana.
El Emir se aproximó a Ivan Ogareff y le dio un beso, cuyo significado no dejaba lugar
a dudas, ya que con él le convertía en jefe del Consejo y le situaba temporalmente por
encima del kodja.
Después, Féofar, dirigiéndose a Ivan Ogareff, dijo:
-No tengo nada que preguntarte. Habla, pues, Ivan. Aquí no encontrarás más que
oídos dispuestos a escucharte.
-Takhsir -respondió Ivan Ogareff-, he aquí lo que tengo que comunicarte.
Ivan Ogareff se expresaba en tártaro y daba a sus frases esa enfática entonación que
distingue a las lenguas orientales.
-Takhstr, no hay tiempo para palabras inútiles. Lo que he hecho a la cabeza de tus
tropas, lo sabes de sobras. Las líneas del Ichim y del Irtyche están en nuestro poder y
los jinetes turcomanos pueden bañar sus caballos en esas aguas que ahora se han
convertido en tártaras. Las hordas kirguises se han sublevado ante la llamada de
Féofar-Khan y la principal ruta de Siberia te pertenece desde Ichim hasta Tomsk.
Puedes dirigir tus columnas tanto hacia el oriente, en donde se levanta el sol, como
hacia el occidente, en donde se pone.
-¿Y si marcho con el sol? -preguntó el Emir, el cual escuchaba sin que su mirada
traicionara ninguno de sus pensamientos.
-Marchar con el sol -respondió Ivan Ogareff- es lanzarte hacia Europa; es conquistar
rápidamente las provincias siberianas de Tobolsk hasta los Urales.
-¿Y si voy contra la dirección de la antorcha celeste?
-Significa someter a la dominación tártara, con Irkutsk, las más ricas comarcas del
Asia central.
-Pero ¿y los ejércitos del sultán de Petersburgo? -dijo Féofar-Khan, designando al
Emperador de Rusia con este caprichoso título.
-No tienes nada que temer ni por el levante ni por el poniente -respondió Ivan
Ogareff-. La invasión ha sido rápida y antes de que el ejército ruso haya podido acudir
en su socorro, Irkutsk o Tobolsk habrán caído en tu poder. Las tropas del Zar han sido
aplastadas en Kolyvan, como lo serán allá donde los tuyos luchen con los insensatos
soldados de occidente.
-¿Y qué consejo te inspira tu devoción a la causa tártara? -preguntó el Emir, después
de unos instantes de silencio.
-Mi consejo -respondió vivamente Ivan Ogareff- es que marchemos en dirección
contraria al sol. Que las hierbas de las estepas orientales sean pasto de los caballos
turcomanos. Mi consejo es que tomemos Irkutsk, la capital de las provincias del este
y, con ella, el rehén cuya posesión vale toda una comarca. Es preciso que, en defecto
del Zar, caiga en nuestras manos el Gran Duque, su hermano.
Aquél era el supremo resultado que perseguía Ivan Ogareff. Escuchándolo, se le
hubiera podido tomar por uno de esos crueles descendientes de Stepan Razine, el
célebre pirata que arrasó la Rusia meridional en el siglo XVIII. ¡Apoderarse del Gran
Duque y maltratarlo sin piedad, era la más plena satisfacción que podía dar a su odio!
Además, la caída de Irkutsk pondría inmediatamente bajo la dominación tártara a toda
la Siberia oriental.
-Así se hará, Ivan -respondió Féofar.
-¿Cuáles son tus órdenes, Takhsir?
-Hoy mismo, nuestro cuartel general será trasladado a Tomsk.
Ivan Ogareff se inclinó y, seguido por el huschbegui, se retiró para hacer ejecutar las
órdenes del Emir.
En el momento en que iba a montar a caballo, con el fin de alcanzar los puestos
avanzados del campamento, se produjo un tumulto a una cierta distancia, en la parte
del campo destinado a los prisioneros. Se dejaron oír unos gritos y sonaron algunos
tiros de fusil. ¿Era una tentativa de revuelta o de evasión que iba a ser rápidamente
reprimida?
Ivan Ogareff y el huschbegui dieron algunos pasos adelante y, casi inmediatamente,
dos hombres a los que los soldados no pudieron detener, aparecieron ante ellos.
El buschbegui, sin pedir información, hizo un gesto que era una orden de muerte, y la
cabeza de aquellos prisioneros iba a rodar por los suelos cuando Ivan Ogareff dijo
algunas palabras que detuvieron el sable que ya se levantaba sobre sus cráneos.
El ruso había comprendido que aquellos prisioneros eran extranjeros y dio orden de
que los acercaran a él.
Eran Harry Blount y Alcide Jolivet.
Desde la llegada de Ivan Ogareff al campamento, habían pedido ser conducidos a su
presencia, pero los soldados rechazaron su petición. De ahí la lucha, tentativa de fuga
y tiros de fusil que, afortunadamente, no alcanzaron a los dos periodistas, pero su
castigo no se hubiera hecho esperar de no haber sido por la intervención del
lugarteniente del Emir.
Éste examinó durante unos instantes a los dos prisioneros, los cuales le eran
absolutamente desconocidos. Sin embargo, estaban presentes en la escena que tuvo
lugar en la parada de posta de Ichim, en la cual Miguel Strogoff fue golpeado por Ivan
Ogareff; pero el brutal viajero no prestó atención a las personas que se encontraban
entonces en la sala de espera.
Harry Blount y Alcide Jolivet, por el contrario, le reconocieron perfectamente y el
francés dijo a media voz:
-¡Toma! Parece que el coronel Ogareff y aquel grosero personaje de Ichim son la
misma persona.
Y agregó al oído de su compañero:
-Expóngale nuestro asunto, Blount. Hágame ese favor, porque me disgusta ver un
coronel ruso en medio de estos tártaros y, aunque gracias a él mi cabeza está todavía
sobre mis hombros, mis ojos se volverían con desprecio si le mirase a la cara.
Dicho esto, Alcide Jolivet tomo una actitud de la más completa y altanera
indiferencia.
¿Ivan Ogareff comprendió lo que la actitud del prisionero tenía de insultante para él?
En cualquier caso, no lo dio a entender.
-¿Quiénes son ustedes, señores? -preguntó en ruso con un tono muy frío, pero
exento de su habitual rudeza.
-Dos corresponsales de periódicos, inglés y frances -respondió lacónicamente Harry
Blount.
-¿Tendrán, sin duda, documentos que les permitan establecer su identidad?
-He aquí dos cartas que nos acreditan, en Rusia, ante las cancillerías inglesa y
francesa.
Ivan Ogareff tomó las cartas que le entregó Harry Blount y las leyó con atención,
diciendo después:
-¿Piden autorización para seguir nuestras operaciones militares en Siberia?
-Pedimos la libertad, eso es todo –respondió secamente el corresponsal inglés.
-Son ustedes libres, señores -respondió Ivan Ogareff-, y siento curiosidad por leer
sus crónicas en el Daily Telegraph.
-Señor -contestó Harry Blount con su más imperturbable flema-, cuesta seis
peniques por numero, además del franqueo.
Y, dicho esto, Harry Blount se volvió hacia su compañero, el cual pareció aprobar
completamente su respuesta.
Ivan Ogareff no pestañeó y, montando en su caballo, se puso a la cabeza de su
escolta, desapareciendo enseguida en una nube de polvo.
-Y bien, señor Jolivet, ¿qué piensa de Ivan Ogareff, general en jefe de las fuerzas
tártaras? -preguntó Harry Blount.
-Pienso, querido colega, que ese huschbegui tuvo un gesto muy hermoso cuando
ordenó que no nos cortaran la cabeza.
Fuera cual fuese el motivo que hubiera tenido Ivan Ogareff para tratar de aquella
manera a los dos corresponsales, el caso es que estaban libres y que podían recorrer a
su gusto el teatro de la guerra. Así que su intención era no abandonar la partida.
Aquella especie de antipatía que les enfrentaba en otro tiempo se había convertido en
una amistad sincera. Unidos por las circunstancias, no deseaban ya separarse y las
mezquinas cuestiones de rivalidad profesional estaban enterradas para siempre. Harry
Blount no podía olvidar lo que debía a su compañero, el cual no se lo recordaba en
ninguna ocasión y, en suma, aquel acercamiento, al facilitar las operaciones necesarias
para los reportajes, redundaría en beneficio de sus lectores.
-Y ahora -preguntó Harry Blount-, ¿qué vamos a hacer de nuestra libertad?
-¡Abusar, pardiez! -respondió Alcide Jolivet-. Irnos tranquilamente a Tomsk a ver lo
que pasa.
-¿Hasta el momento, que espero sea pronto, en que podamos unirnos a cualquier
cuerpo de ejército ruso?
-¡Usted lo ha dicho, mi querido Blount! No es preciso tartarizarse demasiado. El
buen papel es todavía para aquellos cuyos ejércitos llevan la civilización, y es evidente
que los pueblos de Asia central lo tienen todo que perder y absolutamente nada que
ganar en esta invasión. Pero los rusos responderán bien. No es más que cuestión de
tiempo.
Sin embargo, la llegada de Ivan Ogareff, que acababa de dar la libertad a Alcide Jolivet
y Harry Blount, era, por el contrario, un grave peligro para Miguel Strogoff. Si el
destino ponía al correo del Zar en presencia de Ivan Ogareff, éste no dejaría de reconocerlo
como el viajero al que tan brutalmente había golpeado en la parada de posta
de Ichim y, aunque Miguel Strogoff no respondió al insulto como hubiera hecho en
cualquier otra circunstancia, atraería la, atención sobre él, todo lo cual dificultaba la
ejecución de sus proyectos.
Ahí estaba el aspecto desagradable que significaba la presencia de Ivan Ogareff.
No obstante, una feliz circunstancia que provocó su llegada fue la orden dada de
levantar aquel mismo día el campamento y trasladar a Tomsk el cuartel general.
Esto significaba el cumplimiento del más vivo deseo de Miguel Strogoff. Su
intención, como se sabe, era llegar a Tomsk confundido entre el resto de los
prisioneros; es decir, sin riesgo de caer en manos de los exploradores que hormigueaban
en las inmediaciones de aquella importante ciudad. Sin embargo, a causa de la llegada de
Ivan Ogareff y ante el temor de ser reconocido por él, debió de preguntarse si no le
convendría renunciar a aquel primer proyecto e intentar huir durante el viaje.
Miguel Strogoff iba, sin duda, a decidirse por esta segunda solución, cuando supo
que Féofar-Khan e Ivan Ogareff habían partido ya hacia la ciudad, al frente de algunos
millares de jinetes.
-Esperaré, pues -se dijo-, a menos que se me presente alguna ocasión excepcional
para huir. Las oportunidades malas son numerosas más acá de Tomsk, mientras que
más allá crecerán las buenas, ya que en varias horas habré traspasado los puestos más
avanzados de los tártaros hacia el este. ¡Tres días de paciencia aún y que Dios venga
en mi ayuda!
Efectivamente, era un viaje de tres días el que los prisioneros, bajo la vigilancia de un
numeroso destacamento de tártaros, debía hacer a través de la estepa. Ciento cincuenta
verstas separaban el campamento de la ciudad y el viaje era fácil para los soldados del
Emir, que tenían abundancia de todo, pero muy penoso para aquellos desgraciados,
debilitados ya por las privaciones. Más de un cadáver jalonaría aquella ruta siberiana.
A las dos de la tarde de aquel 12 de agosto, con una temperatura muy elevada y bajo
un cielo sin nubes, el toptschi-baschi dio la orden de partir.
Alcide Jolivet y Harry Blount, después de comprar dos caballos, habían tomado ya
la ruta de Tomsk, en donde la lógica de los acontecimientos iba a reunir a los
principales protagonistas de esta historia.
Entre los numerosos prisioneros que Ivan Ogareff había conducido al campamento
tártaro, había una anciana mujer cuya taciturnidad hasta parecia aislarla en medio de
todos aquellos que compartían su desgracia. Ni una sola queja salía de sus labios. Se
hubiera dicho que era la imagen del dolor. Aquella mujer, casi siempre inmóvil, más
estrechamente vigilada que ningún otro prisionero, era, sin que ella pareciera darse
cuenta, observada por la gitana Sangarra. Pese a su edad, había tenido que seguir a pie
al convoy de prisioneros, sin que nada atenuara sus miserias.
Sin embargo, algún providencial designio había situado a su lado a un ser valiente,
caritativo, hecho para comprenderla y asistirla. Entre sus compañeros de infortunio
había una joven, notable por su belleza y por su impasividad, que no cedía en nada a la
de la anciana siberiana, que parecía haberse impuesto la tarea de velar por ella. Ninguna
palabra habían cruzado las dos cautivas, pero la joven se encontraba siempre cerca de
la anciana, en todos los momento en que su ayuda podía serle útil.
Marfa Strogoff no había aceptado enseguida, sin desconfiar, los cuidados que le
prodigaba aquella desconocida. Sin embargo, poco a poco, la evidente rectitud de la
mirada de la joven, su reserva y la misteriosa simpatia que un dolor común establece
entre los que sufren iguales infortunios, habían hecho desvanecer la frialdad altanera de
Marfa Strogoff.
Nadia -porque era ella-, había podido así, sin conocerla, dar a la madre los cuidados y
atenciones que había recibido del hijo. Su instintiva bondad la había inspirado
doblemente porque al socorrer a la anciana, aseguraba a su juventud y belleza la protección
de la edad de la vieja prisionera. En medio de aquella multitud de infelices a los
que los sufrimientos habían agriado el carácter, el grupo silencioso que formaban las
dos mujeres, una de las cuales parecía la abuela y la otra la nieta, imponía a todos
cierto respeto.
Nadia, después de ser arrojada por los exploradores tártaros sobre una de sus barcas,
fue conducida a Omsk. Retenida como prisionera en la ciudad, participó de la suerte de
todos los que la columna de Ivan Ogareff había capturado hasta entonces y, por consecuencia,
de la propia suerte de Marfa Strogoff.
De no haber sido tan enérgica, Nadia hubiera sucumbido a aquel doble golpe que
acababa de recibir. La interrupción de su viaje y la muerte de Miguel Strogoff la habían,
a la vez, desesperado y enardecido. Alejada quizá para siempre de su padre, después
de tantos esfuerzos para hallarle y, para colmo de dolor, separada del intrépido
compañero al que el mismo Dios parecía haber puesto en su camino para conducirla
hasta el final, lo había perdido todo de repente y en un mismo golpe.
La imagen de Miguel Strogoff, cayendo ante sus ojos víctima de un golpe de lanza y
desapareciendo en las aguas del Irtyche, no abandonaba su pensamiento. ¿Cómo había
podido morir así un hombre como aquél? ¿Para quién reservaba Dios sus milagros si un
hombre tan justo, al que a ciencia cierta impulsaba un noble deseo, había podido ser
tan miserablemente detenido en su marcha? Algunas veces la cólera superaba a su dolor
y cuando le venía a la memoria la escena de la afrenta tan extrañamente sufrida por su
compañero en la parada de posta de Ichim, su sangre hervía a borbotones.
«¿Quién vengará a ese muerto que no puede vengarse a si mismo?», se decía.
Y, dirigiéndose a Dios con todo su corazón, exclamaba:
-¡Señor, haz que sea yo quien lo vengue!
¡Si al menos, antes de morir, Miguel Strogoff le hubiera confiado su secreto! ¡Si aun
siendo mujer, casi niña, ella hubiera podido llevar a buen fin la tarea interrumpida de
este hermano que Dios no hubiera debido darle, puesto que tan pronto se lo había
quitado ... !
Absorta en estos pensamientos, se comprende que Nadia se volviera insensible a las
miserias de su cautiverio.
Fue entonces cuando el azar, sin que ella lo hubiera sospechado, la había reunido con
Marfa Strogoff. ¿Cómo podía imaginar que aquella anciana mujer, prisionera como ella,
fuera la madre de su compañero, el cual no había sido nunca para ella más que el
comerciante Nicolás Korpanoff? Y, por su parte, ¿cómo Marfa Strogoff habría podido
adivinar que un lazo de gratitud unía a aquella joven con su hijo?
Lo que impresionó a Nadia y a Marfa Strogoff fue la especie de secreta conformidad
en la manera con que cada una, por su parte, soportaba su dura condición. Esa
indiferencia estoica de la vieja muj er hacia los dolores materiales de su vida cotidiana,
el desprecio por los sufrimientos corporales, Marfa no podía superarlos más que por
un dolor moral igual al suyo. Eso era lo que pensó Nadia y no se equivocó.
Fue, pues, una simpatía instintiva por aquella parte de sus miserias que Marfa
Strogoff no mostraba jamás, lo que impulsó enseguida a Nadia hacia ella. Esa forma de
soportar sus males iba en armonía con el alma valiente de la joven, por eso no le
ofreció sus servicios, sino que se los dio. Marfa no tuvo que rehusarlos ni aceptarlos.
En los trozos en que el camino se hacía difícil, allí estaba Nadia para ayudarla con
sus brazos. A las horas de la distribución de víveres, la anciana no se movía, pero la
joven compartía con ella su escaso alimento y fue así como aquel penoso viaje fue de
mutuo consuelo, tanto para una como para la otra.
Gracias a su joven compañera, Marfa Strogoff pudo seguir en el convoy de
prisioneros, sin ser atada al arzón de una silla como tantos otros desgraciados,
arrastrados así sobre ese camino de dolor.
-Que Dios te recompense, hija mía, de lo que haces por mis viejos años -le dijo una
vez Marfa Strogoff, y éstas fueron, durante algún tiempo, las únicas palabras que se
cruzaron entre las dos infortunadas mujeres.
Durante aquellos días (que les parecieron largos como siglos), la anciana y la joven
parecía lógico que se sintieran impulsadas a comentar entre ellas su recíproca situación.
Pero Marfa Strogoff, por una circunspección fácil de comprender, no había hablado, y
aun con mucha brevedad, más que sobre sí misma. No había hecho ninguna alusión ni a
su hijo ni al funesto encuentro que les había puesto cara a cara.
Nadia, por su parte, también permaneció, si no muda, sin pronunciar ninguna palabra
inútil. Sin embargo, un día, sintiendo que estaba delante de un alma sencilla y noble, su
corazón se desbordó y contó a la anciana, sin ocultar ningún detalle, todos los
acontecimientos, tal como habían sucedido desde su salida de Wladimir hasta la muerte
de Nicolás Korpanoff. Lo que dijo de su joven compañero interesó vivamente a la
anciana siberiana.
-¡Nicolás Korpanoff ! -dijo-. Háblame de ese Nicolás. No sé más que era un hombre,
uno sólo entre toda la juventud de estos tiempos, en el que no me extraña una conducta
tal. ¿Nicolás Korpanoff era su verdadero nombre? ¿Estás segura, hija mía?
-¿Por qué tenía que engañarme sobre este punto si no lo había hecho en ningún otro?
-respondió Nadia.
Sin embargo, impulsada por una especie de presentimiento, Marfa Strogoff dirigía a
Nadia pregunta tras pregunta.
-¿Dijiste que era intrépido, hija mía? ¡Has demostrado que lo era!
-¡Sí, intrépido! -respondió Nadia.
« ¡Así se hubiera portado mi hijo! », repetía Marfa Strogoff para sí.
Después continuó la conversación:
-Me has dicho también que nada le detenía, que nada le acobardaba, que era dulce en
su misma fortaleza, que tenías en él tanto como un hermano y que ha velado por ti
como una madre...
-¡Sí, sí! -dijo Nadia-. ¡Hermano, hermana, madre, lo ha sido todo para mí!
-¿También, un león defendiéndote?
-¡Un león de verdad! ¡Sí, un león, un héroe!
«Mi hijo, mi hijo», pensaba la anciana siberiana.
-Pero, sin embargo, me has dicho que soportó una terrible afrenta en esa casa de
postas de Ichim.
-La soportó -respondió Nadia bajando la cabeza.
-¿La soportó? -murmuró Marfa Strogoff estremeciéndose.
-¡Madre, madre! -gritó Nadia-. ¡No lo condene! ¡Tenía un secreto. Un secreto del
cual sólo Dios, a estas horas, es juez!
-¿Y en aquel momento de humillación, le despreciaste? -preguntó Marfa, levantando
la cabeza y mirando a Nadia como si hubiera querido leer hasta en lo más profundo de
su alma.
-¡Le admiré sin comprenderlo! -respondió la joven-. ¡Nunca le vi tan digno de
respeto!
La anciana calló unos instantes.
-¿Era alto? -preguntó después.
-Muy alto.
-Y muy guapo, ¿no es así? Vamos, habla, hija mía.
-Era muy guapo -respondió Nadia, enrojeciendo.
-¡Era mi hijo! ¡Te digo que era mi hijo! -grito la anciana abrazando a la joven.
-¡Tu hijo! ¡Tu hijo! -exclamó Nadia, confusa.
-¡Vamos! -dijo Marfa-. ¡Termina, hija mía! ¿Tu compañero, tu amigo, tu protector,
tenía madre? ¿No te habló nunca de su madre?
-¿De su madre? -replicó Nadia-. Me hablaba de su madre a menudo, como yo le
hablaba de mi padre; siempre, todos los días. ¡Él adoraba a su madre!
-¡Nadia, Nadia! ¡Acabas de contarme la historia de mi hijo! -dijo la anciana,
agregando impetuosamente-. ¿No debía ver en Omsk a esa madre a la que tanto dices
que adoraba?
-No -respondió la joven-, no debía verla.
-¿No? -gritó la anciana-. ¿Te atreves a decirme que no?
-Lo he dicho, pero me falta añadir que, por motivos muy poderosos que yo
desconozco, comprendí que Nicolás Korpanoff debía atravesar el país en el más
absoluto secreto. Para él era una cuestión de vida o muerte, más aún, un compromiso
de deber y de honor.
-Una cuestión de deber, en efecto; de imperioso deber -dijo Marfa Strogoff-, de esos
deberes a los que se sacrifica todo; de esos que, para llevarlos a cabo, se rechaza todo,
hasta la alegría de dar un beso, que puede ser el último, a su vieja madre. Todo lo que
no sabes, Nadia, todo lo que ni yo misma sabía, lo sé ahora. ¡Tú me lo has hecho
comprender todo! Pero la luz que has hecho penetrar hasta lo más profundo de las
tinieblas de mi corazon, esa luz, yo no puedo hacer que entre en el tuyo. El secreto de
mi hijo, Nadia, ya que él no te lo ha revelado, es preciso que yo se lo guarde.
¡Perdóname, Nadia! ¡El bien que me has hecho no te lo puedo devolver!
-Madre, yo no le pregunto nada -replicó Nadia.
Todo quedaba, de este modo, explicado para la vieja siberiana; todo, hasta la
inexplicable conducta de su hijo cuando la vio en el albergue de Omsk, en presencia de
los testigos de su encuentro. Ya no existía la menor duda de que el compañero de la joven
era Miguel Strogoff, al que una misión secreta, algún importante mensaje secreto
que tenía que llevar a través de las comarcas invadidas, le obligaba a ocultar su calidad
de correo del Zar.
«¡Ah, mi valeroso niño! -pensó Marfa Strogoff-. ¡No, note traicionaré y las torturas
no podrán arrancarme jamas que fue a ti a quien vi en Omsk!»
Marfa Strogoff habría podido, con una sola palabra, pagar a Nadia toda la devoción
que le había demostrado. Hubiera podido decirle que su compañero Nicolás Korpanoff
o, lo que era lo mismo, Miguel Strogoff, no había muerto entre las aguas del Irtyche, ya
que varios días después de aquel incidente, ella lo había encontrado y le había
hablado...
Pero se contuvo y guardó silencio, limitándose a decir:
-¡Espera, hija mía! ¡La desgracia no se cebará siempre sobre ti! ¡Tengo el
presentimiento de que verás a tu padre y, tal vez aquel que te dio el nombre de
hermana no haya muerto! ¡Dios no puede permitir que haya perecido tan noble
compañero ... ! ¡Espera, hija mía, espera! ¡Haz como yo! ¡El luto que llevo no es por
mi hijo!
3
GOLPE POR GOLPE
Tal era entonces la situación de Marfa Strogoff y de Nadia, la una junto a la otra. La
vieja siberiana lo había comprendido todo; y si la joven ignoraba que su añorado
compañero aún vivía, por lo menos sabía quién era la mujer a la que había tenido por
madre y le daba las gracias a Dios por haberle dado la alegría de poder reemplazar al
lado de la prisionera al hijo que había perdido.
Pero lo que ninguna de las dos podía saber es que Miguel Strogoff, cogido prisionero
en Kolyvan, formaba parte del mismo convoy y que le llevaban a Tomsk como a ellas.
Los prisioneros que trajera consigo Ivan Ogareff quedaron unidos a los que el Emir
tenía ya en el campamento tártaro. Esos desgraciados, rusos o siberianos, militares o
civiles, constituían varios millares y formaban una columna que se extendía sobre una
longitud de varias verstas. Entre ellos los había que eran considerados más peligrosos y
fueron esposados y sujetos a una larga cadena. Había también mujeres y niños atados
o suspendidos de los pomos de las sillas de montar, y despiadadamente arrastrados a
través del camino. Se les conducía como un rebaño. Los jinetes encargados de su
escolta les obligaban a guardar cierto orden y un ritmo de marcha, por lo que muchos
de los que quedaban rezagados caían para no levantarse más.
Como consecuencia de esta disposición en la marcha, resultó que Miguel Strogoff,
que iba en las primeras filas de los que habían salido del campamento tártaro, es decir,
entre los prisioneros hechos en Kolyvan, no podía mezclarse con los prisioneros
llegados de Omsk y situados en último lugar. De ahí que no podía suponer la presencia
de su madre y de Nadia en el convoy, como ellas no podían sospechar la suya.
El viaje desde el campamento a Tomsk, hecho en aquellas condiciones, bajo el látigo
de los soldados, mortal para muchos de los prisioneros, se hacía terrible para todos. Se
iba a atravesar la estepa por una ruta más polvorienta todavía, después del paso del
Emir y su vanguardia.
Se dio orden de marcha con rapidez y los descansos eran pocos y muy cortos.
Aquellas ciento cincuenta verstas que debían franquear bajo un sol abrasador, por muy
rápidamente que fueran recorridas, tenían que parecerles interminables.
La comarca que se extiende sobre la derecha del Obi hasta la base de las estribaciones
de los montes Sayansk, cuya orientación es de norte a sur, es una comarca muy estéril.
Apenas algunos raquíticos y abrasados arbustos rompen de vez en cuando la monotonía
de la inmensa planicie. No hay cultivos porque todo es secano y, sin embargo,
el agua es lo que más falta hacía a los prisioneros, sedientos por una marcha tan
penosa.
Para encontrar una corriente de agua hubiera sido necesario desviarse unas cincuenta
verstas hacia el este, hasta el pie mismo de las estribaciones, que determinan la
partición de las cuencas del Obi y el Yenisei. Allá discurre el Tom, pequeño afluente
del Obi, que pasa por Tomsk antes de perderse en una de las grandes arterias del norte.
Allí hubieran tenido agua abundante, una estepa menos árida y una temperatura menos
agobiante. Pero los jefes del convoy de prisioneros habían recibido órdenes estrictas de
dirigirse a Tomsk por el camino más corto, porque el Emir temía que algunas columnas
rusas que pudieran descender de las provincias del norte les atacasen por el flanco,
cortándoles el camino. La gran ruta siberiana no costea las orillas del Tom, al menos en
la parte comprendida entre Kolyvan y un pequeño pueblo llamado Zabediero, por lo
tanto, era preciso seguir esta gran ruta sin acercarse al sitio donde pudiera aplacarse la
sed.
Es inútil insistir sobre los sufrimientos de los desgraciados prisioneros. Varios
centenares de ellos cayeron sobre la estepa y sus cadáveres debían quedar allí hasta
que los lobos, llegado el invierno, devoraran sus últimos restos.
Del mismo modo que Nadia estaba siempre presta a socorrer a la anciana siberiana,
Miguel Strogoff, libre de movimientos, prestaba a sus compañeros de infortunio, más
débiles que él, todos los cuidados que la situación le permitía.
Daba ánimos a unos, sostenía a otros, se multiplicaba, iba y venía hasta qúe la lanza
de algún soldado le obligaba a volver al sitio que se le había asignado en la fila.
¿Por qué no intentaba la huida? Había decidido, después de pensarlo detenidamente,
no lanzarse por la estepa hasta que fuese segura para él, y se había empeñado en la
idea de ir hasta Tomsk a expensas del Emir y, decididamente, tenía razón. Viendo los
numerosos destacamentos que batían la llanura sobre ambos flancos del convoy, tanto
hacia el sur como hacia el norte, era evidente que no hubiese podido recorrer dos
verstas sin ser capturado de nuevo. Los jinetes tártaros pululaban por todas partes.
Muchas veces hasta parecía que salieran de la tierra semejantes a esos insectos dañinos
que la lluvia hace aparecer sobre el suelo como un hormiguero. Además, la huida en
esas condiciones hubiera sido extremadamente difícil, si no imposible, porque los
soldados de la escolta desplegaban una estrecha vigilancia, ya que se jugaban la cabeza
si escapaba alguno de los prisioneros.
Al fin, el 15 de agosto, a la caída de la tarde, el convoy llegaba al pueblecito de
Zabediero, a una treintena de verstas de Tomsk. A partir de aquel lugar, la ruta seguía
el curso del Tom.
El primer impulso de los prisioneros hubiera sido el precipitarse en las aguas del río,
pero los guardianes no les permitieron romper filas hasta que estuviera organizada la
parada. Pese a que la corriente del Tom era casi torrencial en esa época, podía favorecer
la huida de algunos audaces o desesperados, por lo que fueron tomadas las más
severas medidas de vigilancia. Con barcas requisadas en Zabediero se formó una
barrera de obstáculos imposible de franquear. En cuanto a la línea del campamento,
apoyada en las primeras casas del pueblo, quedaba guardada por un cordón de
centinelas igualmente impenetrable.
Miguel Strogoff, que en aquellos momentos habría podido pensar en lanzarse a la
estepa, comprendió, después de haber estudiado detenidamente la situación, que sus
proyectos de fuga eran casi inejecutables en aquellas condiciones y, no queriendo
comprometerse en nada, esperó.
Los prisioneros debían acampar la noche entera a orillas del Tom. Efectivamente, el
Emir había aplazado hasta el día siguiente la instalación de sus tropas en la ciudad de
Tomsk, decidiendo una fiesta militar que señalara la inauguración del cuartel general
tártaro en esta importante ciudad. Féofar-Khan ocupaba ya la fortaleza, pero su
ejército vivaqueaba en los alrededores, esperando el momento de hacer su entrada solemne.
Ivan Ogareff dejó al Emir en Tomsk, adonde ambos habían llegado la víspera,
volviendo al campamento de Zabediero. Desde este punto debía partir al día siguiente
la retaguardia del ejército tártaro. Tenía dispuesta una casa para que pasase la noche y,
al amanecer, al frente de sus jinetes e infantes, se dirigía hacia Tomsk, en donde el Emir
quería recibirle con la pompa que es habitual entre los soberanos asiáticos.
Cuando, por fin, quedó organizada la parada, los prisioneros, destrozados por los
tres días de viaje y víctimas de ardiente sed, pudieron apagarla y reposar un poco.
El sol ya se había ocultado, aunque el horizonte todavía estaba iluminado por las
luces del crepúsculo, cuando Nadia, sosteniendo a Marfa Strogoff, llegó a la orilla del
Tom. Hasta entonces ninguna había podido abrirse paso entre las filas de los que se
agolpaban para beber.
La vieja siberiana se inclinó sobre la fresca corriente y Nadia, con el cuenco de su
mano, llevó el agua a los labios de Marfa, bebiendo luego a su vez. La anciana y la
joven encontraron gran alivio con aquellas aguas bienhechoras.
De pronto, Nadia, en el momento en que iba a retirarse de la orilla, se enderezó y un
grito involuntario se escapó de sus labios.
¡Allí estaba Miguel Strogoff, a sólo unos pasos de ella! ¡Era él! ¡Todavía podía verle
bajo las últimas luces del crepúsculo!
El grito de Nadia hizo estremecer al correo del Zar... Pero tuvo bastante dominio
sobre sí mismo como para no pronunciar ni una sola palabra que pudiera
comprometerle.
¡Sin embargo, al mismo tiempo que a Nadia, había reconocido a su madre!
Miguel Strogoff, ante este inesperado encuentro, temiendo no ser dueño de sí mismo,
llevó la mano a los ojos y se alejó de aquel lugar en seguida.
Nadia se había lanzado instintivamente a su encuentro, pero la anciana murmuró
unas palabras a su oído:
-¡Quieta, hija mía!
-¡Es él! -respondió Nadia con la voz rota por la emoción-. ¡Vive, madre! ¡Es él!
-Es mi hijo -replicó Marfa Strogoff-, es Miguel Strogoff y ya ves que no he dado el
menor paso hacia él. ¡Imítame, hija mía!
Miguel Strogoff acababa de experimentar una de las más violentas emociones que le
fuera dado sentir a un hombre. Su madre y Nadia estaban allí... Las dos prisioneras que
casi se confundían en su corazón, Dios las había puesto una junto a la otra en este
común infortunio. ¿Sabía Nadia, pues, quién era él? No, porque había visto el gesto de
Marfa Strogoff deteniéndola en el momento en que iba a lanzarse hacia él. Su madre
había comprendido y guardaba el secreto.
Durante aquella noche Miguel Strogoff estuvo veinte veces tentado de reunirse con
su madre, pero comprendió que debía resistir a ese inmenso deseo de estrecharla entre
sus brazos, de apretar una vez más las manos de su joven compañera entre las suyas.
La menor imprudencia podía perderlo. Además, había jurado no ver a su madre... y no
la vería voluntariamente. Una vez que hubieran llegado a Tomsk, ya que no podía huir
aquella misma noche, se lanzaría a través de la estepa sin siquiera haber abrazado a los
dos seres que resumían toda su vida y a los cuales dejaba expuestos a todos los
peligros.
Miguel Strogoff esperaba, pues, que este nuevo encuentro en el campamento de
Zabediero no trajese funestas consecuencias ni para su madre ni para él. Pero no sabía
que ciertos detalles de esa escena, pese a lo rápidamente que se había desarrollado, fueron
captados por Sangarra, la espía de Ivan Ogareff.
La gitana estaba allí, a pocos pasos, espiando, como siempre, a la vieja siberiana sin
que ésta lo sospechara. No había podido ver a Miguel Strogoff, que ya había
desaparecido cuando ella se volvió; pero el gesto de la madre reteniendo a Nadia no le
había pasado desapercibido y un especial brillo de los ojos de Marfa se lo había dicho
todo.
No albergaba ninguna duda de que el hijo de Marfa Strogoff, el correo del Zar, se
encontraba en aquel momento en el campamento de Zabediero, entre los numerosos
prisioneros de Ivan Ogareff.
Sangarra no lo conocía, pero sabía que estaba allí. No intentó siquiera descubrirlo
porque hubiera sido imposible en las sombras de la noche y entre aquella multitud de
prisioneros.
En cuanto a continuar espiando a Nadia y Marfa Strogoff, era inútil, puesto que era
evidente que las dos mujeres se mantendrían alerta y sería imposible captarles
cualquier palabra o gesto que pudiera comprometer al correo del Zar.
La gitana no tuvo mas que un pensamiento: prevenir a Ivan Ogareff. Y, con esta
intención, abandonó enseguida el campamento.
Un cuarto de hora después llegaba a Zabediero y era introducida en la casa que
ocupaba el lugarteniente del Emir.
Ivan Ogareff la recibió inmediatamente.
-¿Qué deseas de mí, Sangarra? -le preguntó.
-El hijo de Marfa Strogoff está en el campamento -respondió Sangarra.
-¿Prisionero?
-Prisionero.
-¡Ah! --exclamó Ivan Ogareff-. Yo sabré...
-Tú no sabrás nada -le cortó la gitana-, porque ni siquiera lo conoces.
-¡Pero lo conoces tú! ¡Tú lo has visto, Sangarra!
-No lo he visto, pero su madre se ha traicionado con un movimiento que me lo ha
revelado todo.
-¿No te equivocas?
-No.
-Tú sabes la importancia que para mí tiene la detención del correo -dijo Ivan
Ogareff-. Si la carta que le entregaron en Moscú llegara a Irkutsk, si consigue llevarla al
Gran Duque, éste estará sobre aviso y no podré llegar hasta él. ¡Es preciso que consiga
esa carta a cualquier precio! ¡Ahora vienes a decirme que el portador de esa carta esta
en mi poder! ¡Te lo repito, Sangarra, ¿no te equivocas?!
Ivan Ogareff había hablado con gran vehemencia. Su emoción evidenciaba la gran
importancia que concedía a la posesión de la carta imperial, pero Sangarra no se sintió
turbada en ningun momento por la insistencia del lugarteniente del Emir al repetirle su
pregunta.
-No me equivoco, Ivan -respondió.
-¡Pero, Sangarra, en este campamento hay varios millares de prisioneros y tú dices
que no conoces a Miguel Strogoff !
-No -replicó la gitana, cuya mirada se impregno de una salvaje alegría-, yo no lo
conozco, pero su madre sí. Ivan, sera preciso hacerla hablar.
-¡Mañana hablará! -exclamó Ivan Ogareff.
Después, tendió su mano a la gitana, la cual la besó, sin que en este gesto de respeto,
habitual en las razas del norte, hubiera nada de servil.
Sangarra volvió al campamento para situarse junto al lugar que ocupaba Nadia y
Marfa Strogoff, y pasó la noche observando a ambas mujeres. La anciana y la joven no
pudieron dormir, pese a que la fatiga les abrumaba, porque las inquietudes las mantenían
desveladas ¡Miguel Strogoff había sido hecho prisionero como ellas! ¿Lo sabía
Ivan Ogareff y, si no lo sabía, no acabaría enterándose? Nadia no tenía otro
pensamiento que el de que su compañero, a quien había llorado como muerto, aún
vivía. Pero Marfa Strogoff veía más allá en el futuro y, si era sincera consigo mismo,
tenía sobrados motivos para temer por la seguridad de su hijo.
Sangarra, que, amparándose en las sombras se había deslizado hasta situarse justo
detrás de las dos mujeres, se quedó allí durante varias horas aguzando el oído. Pero
nada pudo oír, porque un instintivo sentimiento de prudencia hizo que Nadia y Marfa
no intercambiaran ni una sola palabra.
Al día siguiente, 16 de agosto, alrededor de las diez de la mañana, sonaron las
trompetas en los linderos del campamento» y los soldados tártaros se apresuraron a
tomar inmediatamente sus armas.
Ivan Ogareff, después de salir de Zabediero, llegaba al campamento en medio de su
numeroso estado mayor de oficiales tártaros. Su mirada era más sombría que de
costumbre y su gesto indicaba estar poseído de una sorda cólera que sólo buscaba una
oportunidad para estallar.
Miguel Strogoff, perdido entre un grupo de prisioneros, vio pasar a aquel hombre y
tuvo el presentimiento de que iba a producirse alguna catástrofe, porque Ivan Ogareff
sabía ya que Marfa Strogoff era madre de Miguel Strogoff, capitán del cuerpo de correos
del Zar.
Ivan Ogareff llegó al centro del campamento, descendió de su caballo y los jinetes de
su escolta formaron un amplio círculo a su alrededor.
En aquel momento, Sangarra se le acercó murmurándole:
-No tengo nada nuevo que decirte, Ivan.
Ivan Ogareff respondió dando una breve orden a uno de sus oficiales.
Enseguida, las filas de prisioneros fueron brutalmente recorridas por los soldados.
Aquellos desgraciados, estimulados a golpes de látigo o empujados a punta de lanza,
tuvieron que levantarse con toda rapidez y formar en la circunferencia del
campamento. Un cuádruple cordón de infantes y jinetes dispuestos tras ellos hacía
imposible cualquier tentativa de evasión.
Pronto se hizo el silencio y, a una señal de Ivan Ogareff, Sangarra se dirigió hacia el
grupo entre el cual se encontraba Marfa Strogoff.
La anciana la vio venir y comprendió lo que iba a pasar. Una sonrisa desdeñosa
apareció en sus labios; después, inclinándose hacia Nadia, le dijo en voz baja:
-¡Tú no me conoces, hija mía! Ocurra lo que ocurra y por dura que fuese la prueba,
no digas una palabra ni hagas ningún gesto. Se trata de él, y no de mí.
En ese momento, Sangarra, después de haberla mirado por unos instantes, puso su
mano sobre el hombro de la anciana.
-¿Qué quieres de mí? -le preguntó Marfa Strogoff.
-Ven -respondió Sangarra.
Y, empujándola con la mano, la condujo frente a Ivan Ogareff, en el centro de aquel
espacio cerrado.
Marfa Strogoff, al encontrarse cara a cara con Ivan Ogareff, enderezó el cuerpo,
cruzó los brazos y esperó.
-Tú eres Marfa Strogoff, ¿no es cierto? -preguntó el traidor.
-Sí -respondió la anciana con calma.
-¿Rectificas lo que me constestaste cuando te interrogué en Omsk, hace tres días?
-No.
-¿Asi pues, ignoras que tu hijo, Miguel Strogoff, correo del Zar, ha pasado por
Omsk?
-Lo ignoro.
-Y el hombre en el que creíste reconocer a tu hijo en la parada de posta ¿no era él?
¿No era tu hijo?
-No era mi hijo.
-¿Y no lo has visto después, entre los prisioneros?
-No.
Tras esta respuesta, que denotaba una inquebrantable resolución de no confesar
nada, un murmullo se levantó entre la multitud de prisioneros.
Ivan Ogareff no pudo contener un gesto de amenaza.
-¡Escucha! -gritó a Marfa Strogoff-. ¡Tu hijo está aquí y tú vas a señalarlo
inmediatamente!
-No.
-¡Todos estos hombres, capturados en Omsk y en Kolyvan, van a desfilar ante ti y
si no señalas a Miguel Strogoff recibirás tantos golpes de knut como hombres hayan
desfilado!
Ivan Ogareff había comprendido que, cualesquiera que fuesen sus amenazas y las
torturas a que sometiera a la anciana, la indomable siberiana no hablaría. Para descubrir
al correo del Zar contaba, pues, no con ella, sino con el mismo Miguel Strogoff. No
creía posible que cuando madre e hijo se encontraran frente a frente, dejara de
traicionarles algún movimiento irresistible.
Ciertamente, si sólo hubiera querido apoderarse de la carta imperial, le bastaba con
dar orden de que se registrara a todos los prisioneros; pero Miguel Strogoff podía
haberla destruido, no sin antes informarse de su contenido y, si no era reconocido,
podía llegar a Irkutsk, desbaratando los planes de Ivan Ogareff. No era únicamente la
carta lo que necesitaba el traidor, sino también a su mismo portador.
Nadia lo había oído todo y ahora ya sabía qué era Miguel Strogoff y por qué había
querido atravesar las provincias invadidas sin ser reconocido.
Cumpliendo la orden de Ivan Ogareff, los prisioneros desfilaron uno a uno por
delante de Marfa Strogoff, la cual permanecía inmóvil como una estatua y cuya mirada
expresaba la más completa indiferencia.
Su hijo se encontraba en las últimas filas y cuando le tocó el turno de pasar delante
de su madre, Nadia cerró los ojos para no verlo.
Miguel Strogoff permanecía aparentemente impasible, pero las palmas de sus manos
sangraban a causa de las uñas que se habían clavado en ellas.
¡Ivan Ogareff había sido vencido por la madre y el hijo!
Sangarra, situada cerca de él, no pronunció más que dos palabras:
-¡El knut!
-¡Sí! -gritó Ivan Ogareff, que no era dueño de sí mismo-. ¡El knut para esta vieja
bruja! ¡Hasta que muera!
Un soldado tártaro, llevando en la mano ese terrible instrumento de tortura, se acercó
lentamente a Marfa Strogoff.
El knut está compuesto por una serie de tíras de cuero, en cuyos extremos llevan
varios alambres retorcidos. Se estima que una condena a ciento veinte de estos
latigazos equivale a una condena de muerte. Marfa Strogoff lo sabía; pero sabía
también que ninguna tortura le haría hablar y estaba dispuesta a sacrificar su vida.
Marfa Strogoff, asida por dos soldados, fue puesta de rodillas. Su ropa fue rasgada
para dejar al descubierto la espalda y delante de su pecho, a solo unas pulgadas,
colocaron un sable. En el caso de que el dolor la hiciera flaquear, aquella afilada punta
atravesaría su pecho.
El tártaro que iba a actuar de verdugo estaba de pie a su lado.
Esperaba.
-¡Va! --dijo Ivan Ogareff.
El látigo rasgó el aire...
Pero antes de que hubiera golpeado, una poderosa mano lo había arrancado de las
manos del tártaro.
¡Allí estaba Miguel Strogoff! ¡Aquella horrible escena le había hecho saltar! Si en la
parada de Ichim se había contenido cuando el látigo de Ivan Ogareff lo había golpeado,
ahora, al ver que su madre iba a ser azotada, no había podido dominarse.
Ivan Ogareff había triunfado.
-¡Miguel Strogoff! -gritó.
Después, avanzando hacia él, dijo:
-¡Ah! ¡El hombre de Ichim!
-¡El mismo! -exclamó Miguel Strogoff.
Y levantando el knut, cruzó con él la cara de Ivan Ogareff.
-¡Golpe por golpe! -dijo.
-¡Bien dado! -gritó la voz de un espectador que, afortunadamente para él, se perdió
entre la multitud.
Veinte soldados se lanzaron sobre Miguel Strogoff con la intención de matarlo, pero
Ivan Ogareff, al que se le había escapado un grito de rabia y de dolor, los contuvo con
un gesto.
-¡Este hombre está reservado a la justicia del Emir! ¡Que se le registre!
La carta con el escudo imperial fue encontrada en el pecho de Miguel Strogoff, el cual
no había tenido tiempo de destruirla, y fue entregada a Ivan Ogareff.
El espectador que había pronunciado las palabras « ¡Bien dado! », no era otro que
Alcide Jolivet. Él y su colega se habían detenido en el campamento, siendo testigos de
la escena.
- ¡Pardiez! -dijo Alcide Jolivet-. ¡Estos hombres del norte son gente ruda! ¡Debemos
una reparación a nuestro compañero de viaje, porque Korpanoff, o Strogoff, la merece!
¡Hermosa revancha del asunto de Ichim!
-Sí, revancha -respondió Harry Blount-, pero Strogoff es hombre muerto. En su
propio interés hubiera hecho mejor no acordándose tan pronto.
-¿Y dejar morir a su madre bajo el knut?
-¿Cree usted que tanto ella como su hermana correran mejor suerte con su
comportamiento?
-Yo no creo nada; yo no sé nada -respondió Alcide Jolivet-. ¡únicamente sé lo que yo
hubiera hecho en su lugar! ¡Qué cicatriz! ¡Qué diablos, es necesario que a uno le hierva
la sangre alguna vez! ¡Dios nos habría puesto agua en las venas, en lugar de sangre, si
nos hubiera querido conservar siempre imperturbables ante todo!
-¡Bonito incidente para una crónica! -dijo Harry Blount-. Si Ivan Ogareff quisiera
comunicamos el contenido de la carta...
Ivan Ogareff, después de manchar la carta con la sangre que le cubría el rostro, había
roto el sello y la leyó y releyó largamente, como si hubiera querido penetrar todo su
contenido.
Terminada la lectura, dio órdenes para que Miguel Strogoff fuera estrechamente
agarrotado y conducido a Tomsk con los otros prisioneros, tomó el mando de las
tropas acampadas en Zabediero y, al ruido ensordecedor de los tambores y trompetas,
se dirigió hacia la ciudad donde esperaba el Emir.
4
LA ENTRADA TRIUNFAL
Tomsk, fundada en 1604, casi en el corazón mismo de las provincias siberianas, es
una de las más importantes ciudades de la Rusia asiática. Tobolsk, situada por encima
del paralelo sesenta, e Irkutsk, que se levanta más allá del meridiano cien, han visto crecer
Tomsk a sus expensas.
Sin embargo, Tomsk, como queda dicho, no es la capital de esta importante
provincia, sino que es en Omsk en donde reside el gobernador general y todos los
elementos oficiales.
Pese a ello, Tomsk es la ciudad más importante de este territorio, que limita con los
montes Altai, es decir, en la frontera china del país de los jalcas. Desde las pendientes
de estas montañas son incesantemente transportados hasta el valle del Tom
cargamentos de platino, oro, plata, cobre y plomo aurífero. Siendo tan rico el país, la
ciudad también lo es, porque es el centro de estas fructíferas explotaciones. De ahí el
lujo de sus mansiones, de sus mobiliarios y de sus costumbres, que puede rivalizar con
las más grandes capitales de Europa.
Es una ciudad de millonarios enriquecidos por el pico y la pala que, si no tiene el
honor de ser la residencia de los representantes del Zar, tiene el consuelo de contar con
los más importantes hombres de negocios que residen en la ciudad concesionaria de
minas más importantes del gobierno imperial.
Antiguamente Tomsk pasaba por estar situada en el fin del mundo, y si se quería ir a
ella había que hacer todo un largo viaje. Pero en la actualidad esto no es más que un
simple paseo, cuando el país no está hollado por las plantas de los invasores. Pronto
será construido el ferrocarril que la enlazará con Perm, atravesando la cadena de los
Urales.
¿Es bonita la ciudad? Hay que convenir en que los viajeros no están de acuerdo con
este punto de vista. La señora de Bourboulon, que permaneció varios días en ella
durante su viaje desde Shangai a Moscú, la describe como una ciudad poco pintoresca.
Si nos atenemos a su descripción, ésta es una ciudad insignificante, con viejas casas de
piedra y ladrillo, con calles estrechas y muy diferentes de las que se encuentran
ordinariamente en las ciudades siberianas más importantes; sucios barrios donde se
amontonan particularmente los tártaros y en los cuales pululan con toda tranquilidad
los borrachos, «cuya embriaguez es apática, como la de todos los pueblos del norte».
El viajero Henri Russel-Killough, sin embargo, se declara entusiasta admirador de
Tomsk. ¿Será a causa de que la visitó en pleno invierno, cuando la ciudad está bajo su
manto de nieve, y la señora Bourboulon la visitó durante el verano? Podría ser, lo cual
confirmaría la opinión de que ciertos países fríos no pueden apreciarse en toda su
belleza más que durante la estación fría, como ciertos países cálidos, durante la
estación calurosa.
Sea como fuere, el señor Russel-Killough afirmó positivamente que Tomsk no es
solamente la más hermosa ciudad de Siberia, sino una de las más hermosas ciudades del
mundo, con sus casas de columnas y peristilos, sus aceras de madera, sus calles largas
y regulares y sus quince magníficas iglesias que se reflejan en las aguas del Tom, más
largo que ningún río de Francia.
La verdad está seguramente en el término medio de las dos opiniones. Tomsk cuenta
con una población de veinticinco mil habitantes y está pintorescamente situada sobre
una amplia colina, cuyo declive es bastante áspero.
Pero la ciudad más hermosa del mundo se convierte en la más fea cuando se ve
ocupada por invasores. ¿Quién hubiera querido admirarla en esta epoca? Defendida
únicamente por varios batallones de cosacos a pie, que residen allí permanentemente,
no había podido resistir los ataques de las columnas del Emir. Una cierta parte de su
población, que es de origen tártaro, no había acogido desfavorablemente a esas hordas
de tártaros como ellos y, en estos momentos, Tomsk no parecía ser más rusa o más
siberiana que en el caso de que hubiera sido trasladada al centro de los khanatos de
Khokhand o de Bukhara.
Era, pues, en Tomsk donde el Emir iba a recibir a sus tropas victoriosas. Una fiesta
con cantos, danzas y fantasías, seguida de una ruidosa orgía, iba a celebrarse en honor
de estas tropas.
El teatro elegido para la ceremonia, dispuesto siguiendo el gusto asiático, era un
vasto anfiteatro situado sobre una parte de la colina, que domina a un centenar de pies
el curso del Tom. Todo este horizonte, con su amplia perspectiva de elegantes mansiones
y de iglesias con sus ventrudas cúpulas, los numerosos meandros del río y los
bosques sumergidos en la cálida bruma, aparecía todo dentro de un admirable cuadro de
verdor que le proporcionaban algunos soberbios grupos de pinos y de gigantescos
cedros.
A la izquierda del anfiteatro se había levantado una especie de brillante decorado,
representando un palacio de bizarra arquitectura -sin duda, imitaba algún espécimen de
esos monumentos bukharlanos, semimoriscos y semitártaros-, colocado provisionalmente
sobre anchas terrazas. Por encima de ese palacio, en la punta de los minaretes
de que estaba erizado por todas partes, entre las ramas más altas de los árboles que
daban sombra al anfiteatro, revoloteaban a centenares las cigüeñas domésticas que
habían llegado de Bukhara siguiendo al ejército tártaro.
Estas terrazas estaban reservadas para la corte del Emir, los khanes aliados suyos,
los grandes dignatarios de los khanatos y los harenes de cada uno de estos soberanos
del Turquestán.
De estas sultanas, cuya mayor parte no son más que esclavas compradas en los
mercados de Transcaucasia o Persia, unas tenían el rostro descubierto y otras llevaban
un velo que las ocultaba a todas las miradas, pero todas iban vestidas con un lujo extremo.
Sus elegantes túnicas, cuyas mangas recogidas hacia atrás anudábanse a la manera
del puf europeo, dejaban ver sus brazos desnudos, cuajados de brazaletes unidos por
cadenas de piedras preciosas, y sus diminutas manos, en cuyos dedos brillaban las
uñas pintadas con jugo de henneb. Al menor movimiento de sus túnicas, unas de seda,
comparables por su suavidad a las telas de araña, y otras de flexible aladja, que es un
tejido de algodón a rayas estrechas, percibíase el fru-fru tan agradable a los oídos de los
orientales. Bajo estos vestidos llevaban brillantes faldas de brocado que cubrían el
pantalón de seda, sujeto un poco más arriba de sus finas botas, de graciosas formas y
bordadas de perlas. Algunas de las mujeres que no iban cubiertas con velos mostraban
sus cabellos hermosamente trenzados, que escapaban de sus turbantes de colores
variados, ojos admirables, dientes magníficos y tez brillante, cuya belleza acrecentaba
la negrura de sus cejas, unidas por un ligero tinte artificial y sus párpados pintados con
lápiz.
Al pie de las terrazas, abrigadas por estandartes y orifiamas, vigilaba la guardia
personal del Emir, con su doble sable curvado pendiendo de la cadera, puñal en la
cintura y lanza de diez pies de longitud en la mano. Algunos de estos tártaros llevaban
bastones blancos y otros eran portadores de enormes alabardas, adornadas con cintas
de plata y oro.
En todo el contorno, hasta los últimos planos de este vasto anfiteatro, sobre los
escarpados taludes cuya base bañaba el Tom, se amontonaba una multitud
cosmopolita, compuesta por todos los elementos oriundos de Asia central. Allí
estaban los usbecks con sus grandes gorros de piel de oveja negra, su barba roja, sus
ojos grises y sus arkaluk, especie de túnica cortada a la moda tártara; allí se
encontraban los turcomanos, vestidos con su traje nacional, consistente en pantalón
ancho de color claro, dormán y manto de piel de camello, gorro rojo, cómco o plano,
botas altas de cuero de Rusia y el puñal suspendido de la cintura por medio de una
correa; allí, cerca de sus dueños, agrupábanse las mujeres turcomanas que, llevando en
los cabellos postizos de pelo de cabra en forma de trenzas, dejaban ver bajo la djuba rayada
en azul, púrpura y verde la camisa abierta, y mostraban sus piernas adornadas
con cintas de colores, entrecruzadas desde las rodillas hasta los chanclos de cuero; y,
como si todos los pueblos de la frontera ruso-china se hubiesen levantado a la voz del
Emir, veíanse también allí manchúes con la frente y las sienes rasuradas, los cabellos
trenzados, las túnicas largas, camisa de seda ajustada al cuerpo por medio de un
cinturón y gorros ovales de satén de color cereza, bordados en negro y con franjas
rojas, y, con ellos, los admirables tipos de las mujeres manchúes, coquetonamente
adornadas con flores artificiales prendidas con agujas de oro y mariposas delicadamente
posadas sobre sus negras cabelleras. Completaban aquella multitud invitada a la
fiesta tártara numerosos mongoles, bukharianos, persas y chinos del Turquestán.
Unicamente los siberianos faltaban a esta recepción dada por los invasores. Los que
no habían podido huir estaban confinados en sus casas, con el temor de que
Féofar-Khan ordenase el pillaje de la ciudad como digno remate a esta ceremonia
triunfal.
A las cuatro, el Emir hizo su entrada en la plaza, bajo el ensordecedor ruido de las
trompetas, de los tambores y las descargas de artillería y fusilería.
Féofar montaba sobre su caballo favorito, que ostentaba en la cabeza un penacho de
diamantes.
El Emir se había puesto su traje de guerra y a su lado marchaban los khanes de
Khokhand y de Kunduze, los grandes dignatarios de los khanatos y todo su numeroso
estado mayor.
En ese momento hizo su aparicion sobre la terraza la favorita de Féofar, la reina, si
esta calificación puede darse a los sultanes de los estados bukharianos. Pero, reina o
esclava, esta mujer de origen persa era admirablemente bella. Contrariamente a la
costumbre mahometana y, seguramente, por capricho del Emir, llevaba el rostro
descubierto. Su cabellera, Partida en cuatro partes, acariciaba sus hombros de brillante
blancura, apenas cubiertos con un velo de seda laminado en oro que, por detrás, iba sujeto
a un gorro recamado de piedras preciosas de incalculable valor. Bajo su falda de
seda azul, con anchas rayas de tonos más oscuros, caía el zir-djameh, de gasa de seda,
y por encima de la cintura sobresalía el pirahn, camisa del mismo tejido que se abría
graciosamente subiendo alrededor de su cuello; pero desde la cabeza a los pies,
calzados con pantuflas persas, era tal la profusión de joyas, tomanes de oro
enhebrados en hilos de plata, rosarios de turquesas firuzehs extraídas de las célebres
minas de Elburz, collares de cornalinas, de ágatas, de esmeraldas, de ópalos y de
zafiros que llevaba sobre su corpiño y su falda, que parecía que estas prendas estaban
tejidas con piedras preciosas. En cuanto a los millares de diamantes que brillaban en su
cuello, brazos, manos, cintura y pies, millones de rublos no hubieran bastado para
pagar su valor y, a la intensidad de los fulgores que despedían, se hubiera podido creer
que en el interior de cada uno de ellos, una corriente eléctrica provocaba un arco
voltalco hecho de rayo de sol.
El Emir y los khanes pusieron pie a tierra, al igual que los dignatarios que componían
su cortejo, ocupando todos ellos su sitio en una magnífica tienda elevada en el centro
de la primera terraza. Delante de la tienda, como siempre, el Corán estaba sobre la
mesa sagrada.
El lugarteniente de Féofar-Khan no se hizo esperar y, antes de las cinco, los sones de
las trompetas anunciaron su llegada.
Ivan Ogareff -el «cariacuchillado», como ya se le llamaba-, vistiendo esta vez
uniforme de oficial tártaro, llegó a caballo frente a la tienda del Emir. Iba acompañado
por una parte de los soldados del campamento de Zabediero, que situaron a los lados
de la plaza, en medio de la cual no quedaba más que el espacio justo reservado a los
espectáculos.
En el rostro del traidor se veía una ancha cicatriz que cruzaba oblicuamente su mejilla
de parte a parte.
Ivan Ogareff presentó al Emir a sus principales oficiales y Féofar-Khan, sin
apartarse de la frialdad que constituía el fondo de su rango, los acogió de manera que
quedaron satisfechos del recibimiento.
Esa fue, al menos, la impresión de Harry Blount y Alcide Jolivet, los dos
inseparables que ahora se habían asociado para la caza de noticias.
Después de haber dejado Zabediero, habían llegado a Tomsk con toda rapidez. Su
proyecto era abandonar cuanto antes la compañía de los tártaros y unirse a cualquier
cuerpo de ejército ruso lo más pronto posible y, si podían, llegar con ellos hasta Irkutsk.
Lo que habían visto de la invasión, sus incendios, pillaje y muertes, les había
horrorizado profundamente y sentían el deseo de encontrarse entre las filas del ejército
siberiano.
Sin embargo, Alcide Jolivet había hecho comprender a su colega que no podían
abandonar Tomsk sin tomar algunas notas sobre aquella entrada triunfal de las tropas
tártaras -aunque sólo fuera para satisfacer la curiosidad de su prima-, y Harry Blount
se decidió a quedarse durante unas horas; pero la misma tarde debían partir ambos para
volver sobre la ruta de Irkutsk y, bien montados como iban, esperaban adelantarse a
los exploradores del Emir.
Alcide Jolivet y Harry Blount estaban, pues, mezclados entre la multitud y miraban
la forma de no perderse ningún detalle de una fiesta que les proporcionaría motivo para
una buena crónica. Admiraron la magnificencia de Féofar-Khan, sus mujeres, sus
oficiales, su guardia y toda esa pompa oriental, de la que las ceremonias europeas no
pueden dar ni una ligera idea. Pero se volvieron con desprecio cuando Ivan Ogareff se
presentó ante el Emir y esperaron, con cierta impaciencia, a que la fiesta comenzase.
-Lo ve usted, mi querido Blount --dijo Alcide Jolivet-, hemos venido demasiado
pronto, como buenos burgueses que velan por su dinero. Todo esto no es mas que un
levantamiento de telón y hubiera sido de mejor gusto llegar en el momento que
comenzase el ballet.
-¿Qué ballet? -preguntó Harry Blount.
-¡El ballet obligatorio, pardiez! Pero creo que va a levantarse el telón.
Alcide Jolivet hablaba como si se encontrase en la ópera y, sacando sus gemelos se
preparó a observar, como buen entendido, a las primeras figuras de la troupe de
Féofar.
Pero una penosa ceremonia iba a proceder a las diversiones.
En efecto, el triunfo del vencedor no podía ser completo sin la humillación pública de
los vencidos, por lo que varios centenares de prisioneros, conducidos a latigazos por
los soldados, fueron obligados a desfilar delante de Féofar-Khan y sus aliados, antes de
ser encerrados con el resto de sus compañeros en la cárcel de la ciudad.
Entre aquellos prisioneros figuraba, en primera fila, Miguel Strogoff, que iba
especialmente custodiado por un pelotón de soldados. Su madre y Nadia estaban
también allí.
La vieja siberiana, siempre tan enérgica cuando se trataba de sus propios
sufrimientos, tenía ahora el rostro horriblemente pálido. Esperaba alguna horrible
escena, porque su hijo no había sido conducido ante el Emir sin una razón determinada.
Temía por él. Ivan Ogareff había sido golpeado públicamente con el knut que ya se
había levantado sobre ella y no era hombre que perdonase las ofensas. Su venganza no
tendría piedad. Algún insoportable suplicio, habitual en los bárbaros de Asia central,
amenazaba con certeza a Miguel Strogoff. Si Ivan Ogareff había impedido que lo
mataran los soldados que se habían lanzado sobre él, era porque sabía muy bien lo que
hacía reservándole a la justicia del Emir.
Además, madre e hijo no habían podido hablarse después de la funesta escena del
campamento de Zabediero, porque les mantenían implacablemente separados el uno
del otro. Esto agravaba aún más sus penas, las cuales se hubieran suavizado de haber
podido vivir juntos unos pocos días de cautiverio. Marfa Strogoff hubiera querido
pedir perdón a su hijo por todo el mal que le había causado involuntariamente, ya que
se acusaba a sí misma de no haber sabido dominar sus sentimientos maternales. ¡Si hubiera
sabido contenerse en Omsk, en aquella parada de posta, cuando se encontró cara
a cara con él, Miguel Strogoff hubiera pasado sin ser reconocido y cuántas desgracias
hubieran evitado!
Y Miguel Strogoff pensaba, por su parte, que si su madre estaba allí, era para que
sufriera también su propio suplicio. ¡Puede que, como a él, le estuviera reservada una
espantosa muerte!
En cuanto a Nadia, se preguntaba qué podía hacer para salvar a uno y otra; cómo
poder ayudar al hijo y a la madre. No sabía qué cosa imaginar, pero presentía
vagamente que antes que nada debía evitar llamar la atención sobre ella. ¡Era preciso
disimular, hacerse pequeña! Puede que entonces pudiera romper la red que aprisionaba
al león. En cualquier caso, si se le presentara cualquier ocasión, intentaría aprovecharla
aunque tuviera que sacrificar su vida por el hijo de Marfa Strogoff.
Mientras tanto, la mayor parte de los prisioneros acababa de desfilar por delante del
Emir y, al pasar por delante de él, cada uno de los cautivos había tenido que postrarse,
clavando la frente en el suelo en señal de servidumbre. ¡La esclavitud comenzaba por la
humillación! Cuando alguno de aquellos infortunados era demasiado lento al inclinarse,
las rudas manos de los guardias les lanzaban violentamente contra el suelo.
Alcide Jolivet y su compañero no podían presenciar parecido espectáculo sin
experimentar una verdadera indignación.
-¡Es infame! ¡Vámonos! -dijo Alcide Jolivet.
-¡No! -respondió Harry Blount-. ¡Es preciso verlo todo!
-¡Verlo todo ... ! ¡Ah! -gritó de pronto Alcide Jolivet, agarrando el brazo de su
compañero.
-¿Qué le pasa? -preguntó Harry Blount.
-¡Mire, Blount! ¡Es ellal
-¿Ella?
-¡La hermana de nuestro compañero de viaje! ¡Sola y prisionera! ¡Es preciso
salvarla!
-Conténgase -respondió Harry Blount fríamente-. Nuestra intervención en favor de
esta joven podría serle más perjudicial todavía.
Alcide Jolivet, que ya estaba presto para lanzarse, se detuvo, y Nadia, que no les
había visto porque llevaba el rostro medio velado por sus cabellos, pasó por delante
del Emir sin llamar su atención.
Después de Nadia llegó Marfa Strogoff y, como no se lanzó al suelo con suficiente
rapidez, los guardias la empujaron brutalmente.
Marfa Strogoff cayó al suelo.
Su hijo tuvo un movimiento tan terrible que los soldados que le guardaban apenas
pudieron dominarlo.
Pero la vieja Marfa se levantó y ya iba a retirarse cuando intervino Ivan Ogareff,
diciendo:
-¡Que se quede esta mujer!
En cuanto a Nadia, fue devuelta entre la multitud de prisioneros sin que la mirada de
Ivan Ogareff se posara sobre ella.
Miguel Strogoff fue entonces empujado delante del Emir y allí se quedó de pie, sin
bajar la vista.
-¡La frente a tierra! -le gritó Ivan Ogareff.
-¡No! -respondió Miguel Strogoff.
Dos guardias quisieron obligarle a inclinarse, pero fueron ellos los que se vieron
lanzados contra el suelo por la fuerza de aquel robusto joven.
Ivan Ogareff avanzó hacia Miguel Strogoff, diciéndole:
-¡Vas a morir!
-¡Yo moriré -respondió fieramente Miguel Strogoff-, pero tu rostro de traidor, Ivan,
llevará para siempre la infamante marca del knut!
Ivan Ogareff, al oír esta respuesta, palideció intensamente.
-¿Quién es este prisionero? -preguntó el Emir con una voz que por su calma era
todavía más amenazadora.
-Un espía ruso -respondió Iva'n Ogareff.
Al hacer de Miguel Strogoff un espía ruso, sabía que la sentencia dictada contra él
sería terrible.
Miguel Strogoff se había lanzado sobre Ivan Ogareff, pero los soldados lo retuvieron.
El Emir hizo entonces un gesto ante el cual se inclinó toda la multitud. Despues, a
una señal de su mano, le llevaron el Corán; abrió el libro sagrado y puso un dedo sobre
una de las páginas.
Para el pensamiento de aquellos orientales, era el destino, o mejor aún, el mismo
Dios, quien iba a decidir la suerte de Miguel Strogoff. Los pueblos de Asia central dan
el nombre de fal a esta práctica. Después de haber interpretado el sentido del versículo
que había tocado el dedo del juez, aplicaban la sentencia, cualquiera que fuese.
El Emir había dejado su dedo apoyado sobre la página del Corán. El jefe de los
ulemas, aproximándose, leyó en voz alta un versículo que terminaba con estas
palabras.
«Y no verá más las cosas de la tierra.»
-Espía ruso -dijo Féofar-Khan-, has venido para ver lo que pasa en un campamento
tártaro ¡Pues abre bien los ojos! ¡ábrelos!
5
«¡ABRE BIEN LOS OJOS! ¡ABRELOS!»
Miguel Strogoff, con las manos atadas, era mantenido frente al trono del Emir, al pie
de la terraza.
Su madre, vencida al fin por tantas torturas físicas y morales, se había desplomado,
no osando mirar ni escuchar nada.
«¡Abre bien los ojos! ¡ábrelos!», había dicho Féofar-Khan, tendiendo el amenazador
dedo hacia Miguel Strogoff.
Sin duda, Ivan Ogareff, que estaba al corriente de las costumbres tártaras, había
comprendido el significado de aquellas palabras, porque sus labios se habían abierto
durante un instante con una cruel sonrisa. Después, había ido a situarse tras Féofar--
Khan.
Un toque de trompetas se dejó oír enseguida. Era la señal de que comenzaba el
espectáculo.
- ¡He aquí el ballet! -dijo Alcide Jolivet a Harry Blount-, pero contrariamente a todas
las costumbres, estos bárbaros lo dan antes del drama.
Miguel Strogoff tenía la orden de mirar y miro.
Una nube de bailarinas irrumpió entonces en la plaza y empezaron a sonar los
acordes de diversos instrumentos tártaros. La dutara, especie de mandolina de mango
largo de madera de moral, con dos cuerdas de seda retorcida y acordadas por cuartas; el
kobize, violoncelo abierto en su parte anterior, guarnecido de crines de caballo, que un
arco hacía vibrar; la tschibizga, flauta larga, de caña, y trompetas, tambores y
batintines, unidos a la voz gutural de los cantores, formando una armonía extraña a la
que se agregaron también los acordes de una orquesta aérea, compuesta por una docena
de cometas que, suspendidas por cuerdas que partían de su centro, sonaban al impulso
de la brisa, como arpas eólicas.
Enseguida comenzaron las danzas.
Las bailarinas eran todas de origen persa y, como no estaban sometidas a esclavitud,
ejercían su profesión libremente. Antes figuraban con carácter oficial en las ceremonias
de la corte de Teherán, pero desde el advenimiento al trono de la familia reinante estaban
casi desterradas del reino y se veían obligadas a buscar fortuna en otras partes.
Vestían su traje nacional y, como adorno, llevaban profusión de joyas. De sus orejas
pendían, balanceándose, pequeños triángulos de oro con largos colgantes; aros de plata
con esmaltes negros rodeaban sus cuellos; sus brazos y piernas estaban ceñidos por
ajorcas, formadas por una doble hilera de piedras preciosas; y ricas perlas, turquesas y
coralinas pendían de los extremos de las largas trenzas de sus cabellos. El cinturón que
les oprimía el talle iba sujeto con un brillante broche, parecido a las placas de las
grandes cruces europeas.
Unas veces solas y otras por grupos, ejecutaron muy graciosamente varias danzas.
Llevaban el rostro descubierto pero, de vez en cuando, lo cubrían con un ligero velo, de
tal manera que hubiera podido decirse que una nube de gasa pasaba sobre todos
aquellos ojos brillantes, como el vapor por un cielo tachonado de luminosas estrellas.
Algunas de estas persas llevaban, a modo de echarpe, un tahalí de cuero bordado en
perlas, del que pendía un pequeño saco en forma triangular, con la punta hacia abajo,
que ellas abrían en determinados momentos para sacar largas y estrechas cintas de seda
de color escarlata y en las cuales podían leerse, en letras bordadas, algunos versículos
del Corán.
Estas cintas, que las bailarinas se pasaban de unas a otras, formaban un círculo en el
que penetraban otras bailarinas y, al pasar por delante de cada uno de los versículos,
practicaban el precepto que contenía, ya postrándose en tierra, ya dando un ligero
salto, como para ir a tomar asiento entre las huríes del cielo de Mahoma.
Pero lo más notable, que sorprendió a Alcide Jolivet, fue que aquellas persas se
mostraban, en lugar de fogosas, indolentes. Les faltaba entusiasmo y, tanto por el
género de las danzas como por su ejecución, recordaban más a las apacibles y
decorosas bayaderas de la India que a las apasionadas almeas de Egipto.
Terminada esta primera parte de la fiesta, oyóse una voz que, con grave entonacion,
dijo:
-¡Abre bien los ojos! ¡ábrelos!
El hombre que repetía las palabras del Emir era un tártaro de elevada estatura,
ejecutor de los altos designios de Féofar-Khan. Se había situado detrás de Miguel
Strogoff y llevaba en la mano un sable de hoja larga y curvada, una de esas hojas
damasquinadas, que han sido templadas por los célebres armeros de Karschi o de
Hissar.
Cerca de él, los guardias habían trasladado un trípode sobre el que se asentaba un
recipiente en donde ardían, sin producir humo, algunos carbones. La ligera ceniza que
los coronaba no era debida más que a la incineración de alguna sustancia resinosa y
aromática, mezcla de olíbano y benjuí, que, de vez en cuando, se echaba sobre su
superficie.
Mientras tanto, las persas fueron inmediatamente sustituidas por otro grupo de
bailarinas, de raza muy diferente, que Miguel Strogoff reconoció enseguida.
Y hay que creer que los dos periodistas también las reconocieron, porque Harry
Blound dijo a su colega:
-¡Son las gitanas de Nijni-Novgorod!
-¡Las mismas! -exclamó Alcide Jolivet-. Imagino que a estas espías deben de
reportarles más beneficios sus ojos que sus piernas.
Al considerarlas agentes al servicio del Emir, Alcide Jolivet no se equivocaba.
Al frente de las gitanas figuraba Sangarra, soberbia en su extraño y pintoresco
vestido, que realzaba más aún su belleza.
Sangarra no bailó, pero situóse como una intérprete de mímica en medio de sus
bailarinas, cuyos fantaslosos pasos tenían el ritmo de todos los países europeos que su
raza recorre: Bohemía, Egipto, Italia y España. Se animaban al sonido de los platillos
que repiqueteaban en sus brazos y a los aires de los panderos, especie de tambores que
golpeaban con los dedos.
Sangarra, sosteniendo uno de esos panderos en su mano, no cesaba de hacerlo sonar,
excitando a su grupo de verdaderas coribantes.
Entonces avanzó un gitanillo, de unos quince años, llevando en la mano una cítara,
cuyas dos cuerdas hacía vibrar por un simple movimiento de sus uñas, y empezó a
cantar. Una bailarina que se había colocado junto a él, permaneció inmóvil escuchando;
pero cuando el gitano entonó el estribillo de esta extraña canción de ritmo tan bizarro,
reemprendía su interrumpida danza, haciendo sonar cerca de él su pandero y sus
platillos.
Después del último estribillo, las bailarinas envolvieron al gitano en los mil
repliegues de su danza.
En ese momento, una lluvia de oro salió de las manos del Emir y de sus aliados, de
las manos de los oficiales de todo grado y, al ruido de las monedas que golpeaban los
cimbales de las danzarinas, se mezclaban todavía los últimos sones de las cítaras y los
tamboriles.
-¡Pródigos como ladrones! -dijo Alcide Jolivet al oído de su compañero.
Era, en efecto, dinero robado el que caía a puñados, porque mezclados con los
tomanes y cequies tártaros, llovían también los ducados y rublos moscovitas.
Después, se hizo el silencio durante un instante y la voz del ejecutor, poniendo su
mano en el hombro de Miguel Strogoff, repitió las palabras cuyo eco se volvía cada
vez más siniestro:
-¡Abre bien los ojos! ¡ábrelos!
Pero, esta vez, Alcide Jolivet observó que el ejecutor no tenía ya su sable en la mano.
Mientras tanto, el sol se abatía ya tras el horizonte y una penumbra comenzaba a
invadir la campiña. La mancha de pinos y cedros se iba haciendo más negra por
momentos, y las aguas del Tom, oscurecidas en la lejanía, se confundían con las primeras
brumas. La sombra no podía tardar en adueñarse del anfiteatro que dominaba la
ciudad.
Pero, en aquel instante, varios centenares de esclavos, llevando antorchas encendidas,
invadieron la plaza. Conducidas por Sangarra, las gitanas y las persas reaparecieron
frente al trono del Emir y dieron mayor realce, por el contraste, a sus danzas de tan
diversos géneros. Los instrumentos de la orquesta tártara se desataron en una salvaje
armonía, acompañada por los gritos guturales de los cantantes. Las cometas, bajadas a
tierra, reemprendieron el vuelo, elevándose en toda una constelación de luces
multicolores, y sus cuerdas, bajo la fresca brisa, vibraron con mayor intensidad en
medio de la aérea iluminación.
Después de esto, un escuadrón de tártaros vino a mezclarse a las danzarinas, con su
uniforme de guerra, para comenzar una fantasía pedestre que produjo el más extraño
efecto.
Los soldados, con sus sables desenvainados y empuñando largas pistolas, ejecutaron
una sarta de ejercicios, atronando el aire al disparar continuamente sus armas de fuego,
cuyas detonaciones apagaban los sonidos de los tambores, de los panderos y de las
cítaras. Las armas, cargadas con pólvora coloreada, según la moda china, con algún
ingrediente metálico, lanzaban llamaradas rojas, verdes y azules, por lo que habría
podido decirse que todo aquel grupo se agitaba en medio de unos fuegos de artificio.
En cierta manera, aquella diversión recordaba la cibística de los antiguos, especie de
danza militar cuyos corifeos maniobraban bajo las puntas de las espadas y puñales, y
cuya tradición es posible que haya sido legada a los pueblos de Asia central; pero la
cibística tártara era más bizarra aún a causa de los fuegos de colores que serpenteaban
sobre las cabezas de las bailarinas, las lentejuelas de cuyos vestidos semejaban puntos
ígneos. Era como un caleidoscopio de chispas, cuyas combinaciones variaban hasta el
infinito a cada movimiento de la danza.
Por avezado que estuviera un periodista par¡siense en los especiales efectos de la
decoración de los escenarios modernos, Alcide Jolivet no pudo reprimir un ligero
movimiento de cabeza que, entre Montmartre y la Madeleine, hubiera querido decir:
«No está mal, no está mal.»
Después, de pronto, como a una señal, apagáronse aquellos fuegos de fantasía,
cesaron las danzas y desaparecieron las bailarinas. La ceremonia había terminado y
únicamente las antorchas iluminaban el anfiteatro que unos instantes antes estaba
cuajado de luces.
A una señal del Emir, Miguel Strogoff fue empujado al centro de la plaza.
-Blount -dijo Alcide Jolivet a su compañero-. ¿Es que se queda usted a ver el final de
todo esto?
-Por nada del mundo -le respondió Harry Blount.
-¿Supongo que los lectores del Daily Telegraph no son aficionados a los detalles de
una ejecucion al estilo tártaro?
-No mas que su prima.
-¡Pobre muchacho! -prosiguió Alcide Jolivet, mirando a Miguel Strogoff-. ¡Este
valiente soldado merecía morir en el campo de batalla!
-¿Podemos hacer algo para salvarlo? -dijo Harry Blount.
-No podemos hacer nada.
Los dos periodistas se acordaban de la generosa conducta de Miguel Strogoff hacia
ellos, y ahora sabían por qué clase de pruebas había tenido que atravesar, siendo
esclavo de su deber y, sin embargo, entre aquellos tártaros que no conocen la piedad,
no podían hacer nada por él.
Poco deseosos de asistir al suplicio reservado a ese desafortunado, volvieron a la
ciudad.
Una hora más tarde, galopaban sobre la ruta de Irkutsk y entre las tropas rusas iban
a intentar seguir lo que Alcide Jolivet denominaba «la campaña de la revancha».
Mientras tanto, Miguel Strogoff estaba de pie, mirando altivamente al Emir o
despreciativamente a Ivan Ogareff. Esperaba la muerte y, sin embargo, se hubiera
buscado vanamente en él un síntoma de debilidad.
Los espectadores, que permanecían aún en los alrededores de la plaza, así como el
estado mayor de Féofar-Khan, para quienes el suplicio no era más que una atracción
más de la fiesta, esperaban a que la ejecución se cumpliese. Después, satisfecha su curiosidad,
toda esta horda de salvajes iría a sumergirse en la embriaguez.
El Emir hizo un gesto y Miguel Strogoff, empujado por los guardias, se aproximó a
la terraza y entonces, en aquella lengua tártara que el correo del Zar comprendía, dijo:
-¡Tú, espía ruso, has venido para ver! ¡Pero estás viendo por última vez! ¡Dentro de
un instante, tus ojos se habrán cerrado para toda luz!
¡No era, pues, a la muerte, sino a la ceguera, a lo que había sido condenado Miguel
Strogoff! ¡Perder la vista era, si cabe, mucho más terrible que perder la vida! El
desgraciado estaba condenado a quedar ciego.
Sin embargo, al oír la sentencia pronunciada por el Emir, Miguel Strogoff no mostró
ningún signo de debilidad. Permaneció impasible, con sus grandes ojos abiertos, como
si hubiera querido concentrar toda su vida en la última mirada. Suplicar a aquellos
feroces hombres era inútil y, además, indigno de él. Ni siquiera pasó por su
pensamiento. Su imaginación se concentró en su misión fracasada irrevocablemente, en
su madre, en Nadia, a las que no volvería a ver. Pero no dejó que la emoción que sentía
se exteriorizase.
Después, el sentimiento de una venganza por cumplir invadió todo su ser y
volviéndose hacia Ivan Ogareff, le dijo con voz amenazadora:
-¡Ivan! ¡Ivan el traidor, la última amenaza de mis ojos será para ti!
Ivan Ogareff se encogió de hombros.
Pero Miguel Strogoff se equivocaba; no era mirando a Ivan Ogareff como iban a
cerrarse para siempre sus ojos.
Marfa Strogoff acababa de aparecer frente a él.
.¡Madre mía! -gritó-. ¡Sí, sí! ¡Para ti será mi última mirada, y no para este miserable!
¡Quédate ahí, frente a mí! ¡Que vea tu rostro bienamado! ¡Que mis ojos se cierren
mirándote ... !
La vieja siberiana, sin pronunciar ni una palabra avanzó ...
.¡Apartad a esa mujer! -gritó Ivan Ogareff.
Dos soldados apartaron a Marfa Strogoff, la cual retrocedió, pero permaneció de pie,
a unos pasos de su hijo.
Apareció el verdugo. Esta vez llevaba su sable desnudo en la mano, pero este sable,
al rojo vivo, acababa de retirarlo del rescoldo de carbones perfumados que ardían en el
recipiente.
¡Miguel Strogoff iba a ser cegado, siguiendo la costumbre tártara, pasándole una
lámina ardiendo por delante de los ojos!
El correo del Zar no intentó resistirse. ¡Para sus ojos no existía nada más que su
madre, a la que devoraba con la mirada! ¡Toda su vida estaba en esta última visión!
Marfa Strogoff, con los ojos desmesuradamente abiertos, con los brazos extendidos
hacia él, lo miraba...
La lámina incandescente pasó por delante de los ojos de Miguel Strogoff.
Oyóse un grito de desesperación y la vieja Marfa cayó inanimada sobre el suelo.
Miguel Strogoff estaba ciego.
Una vez ejecutada su orden, el Emir se retiró con todo su cortejo. Pronto sobre la
plaza no quedaron más que Ivan Ogareff y los portadores de las antorchas.
¿Quería, el miserable, insultar todavía más a su víctima y, después del ejecutor, darle
el tiro de gracia?
Ivan Ogareff se aproximó a Miguel Strogoff, el cual, al oírlo que iba hacia él, se
enderezó.
El traidor sacó de su bolsillo la carta imperial, la abrió y, con toda su cruel ironía, la
puso delante de los ojos apagados del correo del Zar, diciendo:
-¡Lee ahora, Miguel Strogoff, lee, y ve a contar a Irkutsk todo lo que hayas leído! ¡El
verdadero correo del Zar es, ahora, Ivan Ogareff!
Dicho esto, cerró la carta, introduciéndola en el bolsillo y después, sin volverse,
abandonó la plaza, seguido por los portadores de las antorchas.
Miguel Strogoff se quedó solo, a algunos pasos de su madre inanimada, puede que
muerta.
A lo lejos, se podían oír los gritos, los cantos, todos los ruidos de la orgía que se
desarrollaba. Tomsk brillaba de lluminacion como una ciudad en fiesta.
Miguel Strogoff aguzó el oído. La plaza estaba silenciosa y como desierta.
Arrastrándose, tanteando, hacia el lugar en donde su madre había caído, encontró su
mano y se inclinó hacia ella, y aproximando su cara a la suya, escuchó los latidos de su
corazón. Después, parecía como si le hablase en voz baja.
¿Vivía la vieja Marfa todavía y entendió lo que le dijo su hijo?
En cualquier caso, no hizo ningún movimiento.
Miguel Strogoff besó su frente y sus cabellos blancos.
Después se levantó y, tanteando con los pies, intentaba también guiarse extendiendo
sus manos, caminando, poco a poco, hacia el extremo de la plaza.
De pronto, apareció Nadia.
Fue directamente hacia su compañero y con un puñal que llevaba consigo, cortó las
ligaduras que sujetaban los brazos de Miguel Strogoff.
Éste, estando ciego, no sabía quién le liberaba de sus ataduras, porque Nadia no había
pronunciado ninguna palabra.
Pero de pronto dijo:
-¡Hermano!
-¡Nadia, Nadia! -murmuró Miguel Strogoff.
-¡Ven, hermano! -respondió Nadia-. Mis ojos serán los tuyos a partir de ahora. ¡Yo
te conduciré a Irkutsk!
6
UN AMIGO EN LA GRAN RUTA
Media hora después, Miguel Strogoff y Nadia habían abandonado la ciudad de
Tomsk.
Un cierto número de prisioneros pudo escapar aquella noche de manos de los
tártaros, porque oficiales y soldados, embrutecidos por el alcohol, habían relajado
inconscientemente la severa viligancia mantenida en el campamento de Zabediero y
durante la marcha del convoy.
Nadia, después de ser conducida con los demás prisioneros, pudo huir y llegar al
anfiteatro en el momento en que Miguel Strogoff era conducido a presencia del Emir.
Allí, mezclada entre la multitud, lo había visto todo, pero no se le escapó un solo
grito cuando el sable, al rojo vivo, pasó ante los ojos de su compañero. Tuvo la fuerza
suficiente para permanecer inmovil y muda. Una providencial inspiración le dijo que
reservara su libertad para guiar al hijo de Marfa Strogoff a la meta que había jurado
alcanzar. Su corazon, por un momento, dejó de latir cuando la vieja siberiana cayó
desmayada, pero un pensamiento le devolvió toda su energía:
« ¡Yo seré el lazarillo de este ciego! », se dijo.
Después de la partida de Ivan Ogareff, Nadia permaneció escondida entre las
sombras. Había esperado a que la multitud desalojara el anfiteatro en el que Miguel
Strogoff, abandonado como un ser miserable del que nada puede temerse, había quedado
solo. Le vio arrastrarse hasta su madre, inclinarse hacia ella, besarle la frente y
después levantarse y huir tanteando...
Unos instantes después, ella y él, cogidos de la mano, habían descendido del
escarpado talud y, siguiendo la margen del Tom hasta el límite de la ciudad, habían
franqueado una brecha del recinto.
La ruta de Irkutsk era la única que se dirigía hacia el este. No podía equivocarse.
Nadia hacía caminar rápidamente a Miguel Strogoff porque era posible que al día
siguiente, después de algunas horas de orgía, los exploradores del Emir se lanzaran de
nuevo por la estepa, cortando toda comunicación. Interesaba, pues, adelantarse a ellos
y llegar a Krasnoiarsk, a quinientas verstas (533 kilómetros) de Tomsk y no abandonar
la gran ruta más que en caso imprescindible. Lanzarse fuera de la ruta trazada era
lanzarse hacia la incertidumbre y lo desconocido; era la muerte a breve plazo.
¿Cómo pudo Nadia soportar la fatiga de aquella noche del 16 al 17 de agosto? ¿Cómo
encontró la fortaleza física necesaria para recorrer tan larga etapa? ¿Cómo sus pies,
sangrando por una marcha forzada, pudieron conducirla? Es casi incomprensible. Pero
no es menos cierto que al día siguiente, doce horas después de su partida de Tomsk,
Miguel Strogoff y ella se encontraban en el villorrio de Semilowskoe, habiendo
recorrido cincuenta verstas.
Miguel Strogoff no había pronunciado ni una sola palabra. No era Nadia quien
sujetaba su mano, sino que era él quien retuvo la de su compañera durante toda la
noche; pero gracias a aquella mano que le guiaba únicamente con sus estremecimientos,
había podido marchar a paso ordinario.
Semilowskoe estaba casi enteramente abandonado. Los habitantes, temerosos de los
tártaros, habían huido a la provincia de Yeniseisk. Apenas dos o tres casas estaban
todavía habitadas. Todo lo que la cíudad podía contener de útil o valioso había sido
transportado sobre carretas.
Sin embargo, Nadia tenía necesidad de hacer allí un alto de algunas horas porque
ambos estaban necesitados de alimento y de reposo.
La joven condujo, pues, a su compañero hacia un extremo del pueblo, donde había
una casa vacía con la puerta abierta y entraron en ella. Un banco de madera se hallaba
en el centro de la habitación, cerca de ese fogón que es común en todas las viviendas siberianas,
y se sentaron en él.
Nadia miró entonces detenidamente la cara de su compañero ciego, como no la había
mirado nunca hasta ese momento. En su mirada habíamucho más que agradecimiento,
mucho más que piedad. Si Miguel Strogoff hubiera podido verla, habría leído en su
hermosa y desolada mirada la expresión de una devoción y una ternura infinitas.
Los párpados del ciego, quemados por la hoja incandescente, tapaban a medias sus
ojos, absolutamente secos. La esclerótica estaba ligeramente plegada y como encogida;
la pupila, singularmente agrandada; el iris parecía tener un azul más pronunciado que
anteriormente; las cejas y las pestañas habían quedado socarradas en parte; pero, al
menos en apariencia, la mirada tan penetrante del joven no parecía haber sufrido
ningún cambio. Si no veía, si su ceguera era completa, era porque la sensibilidad del
nervio óptico había sido radicalmente destruida por el calor del acero.
En ese momento, Miguel Strogoff extendió las manos preguntando:
-¿Estás aquí, Nadia?
-Sí -respondió la joven-, estoy a tu lado y no te dejaré nunca, Miguel.
Al oír su nombre, pronunciado por Nadia por primera vez, Miguel Strogoff se
estremeció. Comprendió que su compañera lo sabía todo; lo que él era y los lazos que
le unían a la vieja Marfa.
-Nadia –dijo-, va a ser necesario que nos separemos...
-¿Separarnos? ¿Y eso por qué, Miguel?
-No quiero ser un obstáculo en tu viaje. Tu padre te espera en Irkutsk y es necesario
que te reunas con él.
-¡Mi padre, Miguel, me maldeciría si te abandonara después de lo que has hecho por
mí!
-¡Nadia, Nadia! -respondió Miguel Strogoff, apretando la mano que la joven había
puesto sobre la suya-. ¿Quieres, pues, renunciar a ir a Irkutsk?
-Miguel -replicó la joven-, tú tienes más necesidad de mí que mi padre. ¿Renuncias
tú a ir a Irkutsk?
-¡Jamás! -gritó Miguel Strogoff con un tono que denotaba que no había perdido nada
de su energía.
-Pero, sin embargo, no tienes la carta...
-¡La carta que Ivan Ogareff me ha robado... ¡Pues bien! ¡Sabré pasar sin ella! ¿No me
han tratado ellos de espía? ¡Pues me comportaré como un espía! ¡Diré en Irkutsk todo
lo que he visto, todo lo que he oído y te juro por Dios vivo que el traidor me
encontrará un día cara a cara! Pero es preciso que llegue antes que él a Irkutsk.
-¿Y hablas de separarnos, Miguel?
-Nadia, aquellos miserables me han dejado sin nada.
-¡Me quedan algunos rublos y mis ojos! ¡Puedo ver por ti, Miguel, y te conduciré
allá, porque tú solo nunca llegarías!
-¿Y cómo iremos?
-A pie.
-¿Cómo viviremos?
-Mendigando.
-Partamos, Nadia.
-Vamos, Miguel.
Los dos jóvenes no se daban ya el nombre de hermano y hermana. En su miseria
común, se sentían mas estrechamente unidos uno al otro. Juntos dejaron la casa,
después de haber descansado unas horas. Nadia, recorriendo las calles del poblado, se
había procurado algunos pedazos de tchornekhleb, especie de pan hecho de cebada, y
un poco de esa aguamiel, conocida en Rusia con el nombre de meod.
Esto no le había costado nada, porque Nadia había comenzado su tarea de mendigo.
El pan y la aguamiel habían aplacado, bien que mal, el hambre y la sed de Miguel
Strogoff. Nadia le había reservado la mayor parte de esta insuficiente comida y Miguel
comía los pedazos de pan que su compañera le daba, uno tras otro, bebiendo en la
cantimplora que ella llevaba a sus labios.
-¿Comes tú, Nadia? -preguntó él varias veces.
-Sí, Miguel -respondía siempre la joven, que se contentaba con los restos que dejaba
su compañero.
Miguel y Nadia abandonaron Semilowskoe y reemprendieron el penoso camino hacia
Irkutsk. La joven resistía enérgicamente tanta fatiga, pero si Miguel Strogoff la hubiera
visto, puede que no hubiera tenido coraje para seguir adelante. Pero como Nadia no se
quejaba, ni lanzaba ningún suspiro, Miguel Strogoff marchaba con una rapidez que no
era capaz de reprimir. ¿Pero, por qué? ¿Podía esperar aún adelantarse a los tártaros?
Iba a pie, sin dinero y estaba ciego, y si Nadia, su único guía, le faltase, no tendría más
remedio que acostarse sobre uno de los lados de la ruta y morir miserablemente. Pero
si finalmente, a fuerza de energía llegaban a Krasnolarsk, aún no estaba todo perdido,
puesto que el gobernador, al que se daría a conocer, no dudaría en proporcionarle los
medios necesarios para llegar a Irkutsk.
Miguel Strogoff caminaba, pues, absorto en sus pensamientos y hablaba poco.
Teniendo cogida la mano de Nadia, ambos estaban en comunicación incesante. Les
parecía que no había necesidad de palabras para intercambiar sus pensamientos. De
vez en cuando Miguel Strogoff decía:
-Háblame, Nadia.
-¿Para qué, Miguel? ¿No son los mismos nuestros pensamientos? -respondía la
joven, procurando que su voz no delatara ninguna fatiga.
Pero algunas veces, como si su corazón dejase de latir por un instante, sus piernas se
debilitaban, su paso se hacía más lento, su brazo se estiraba y se quedaba atrás. Miguel
Strogoff se paraba entonces, y fijaba sus ojos sobre la pobre muchacha como si
intentase verla a través de la oscuridad que llevaba consigo. Su pecho se hinchaba y
sosteniendo más fuertemente a su compañera, continuaba adelante.
Sin embargo, en medio de las miserias que no les daban tregua, una circunstancia
afortunada iba a producirse, evitando a ambos muchas fatigas.
Hacía alrededor de dos horas que habían salido de Semilowskoe, cuando Miguel
Strogoff se paró preguntando:
-¿Está desierta la ruta?
-Absolutamente desierta -respondió Nadia.
-¿No oyes ningún ruido detrás de nosotros?
-Sí.
-Si son tártaros, es preciso que nos ocultemos Obsérvalo bien.
-¡Espera, Miguel! -respondió Nadia, retrocediendo un poco y situándose unos pasos
hacia la derecha.
Miguel Strogoff quedó solo por unos instantes escuchando atentamente.
Nadia volvio casi enseguida, diciendo:
-Es una carreta que va conducida por un joven
-¿Va solo?
-Solo.
Miguel Strogoff dudó por un momento. ¿Debía esconderse? ¿Debía, por el contrario,
intentar la suerte de encontrar sitio en ese vehículo, si no por él, por ella? Él se
contentaría con apoyar unicamente una mano en la carreta, incluso la empujaría en caso
de necesidad, porque sus piernas estaban muy lejos de fallarle, pero presentía que
Nadia, arrastrada a pie desde la travesía del Obi, es decir, desde hacía ocho días, había
llegado al final de sus fuerzas.
Esperó, pues.
La carreta no tardó en llegar al recodo de la ruta. Era un vehículo bastante
deteriorado, pero podía transportar tres personas, lo que en el país recibe el nombre de
kibitka.
Normalmente una kzbitka está tirada por tres caballos, pero aquélla era arrastrada
por uno solo, de largo pelo y larga cola, cuya sangre mongol le aseguraba vigor y
coraje.
La conducía un muchacho que tenía a su lado un perro.
Nadia reconoció que este joven era ruso. Tenía una expresión dulce y flemática que
inspiraba confianza y no parecía desde luego, el hombre más apresurado del mundo.
Iba a paso tranquilo, para no cansar al caballo, y, al verle, no se hubiera podido creer
que marchaba sobre una ruta que los tártaros podían cortar de un momento a otro.
Nadia, manteniendo a Miguel Strogoff cogido de la mano, se apartó a un lado del
camino.
La kibitka se detuvo y el conductor miró a la joven sonriendo.
-¿Adónde vais vosotros de esta manera? -preguntó, poniendo ojos redondos como
platos.
El sonido de aquella voz le era familiar a Miguel Strogoff y fue sin duda suficiente
para reconocer al conductor de la kibitka y tranquilizarse, ya que su frente se distendió
enseguida.
-¡Bueno! ¿Adónde vais? -repitió el joven, dirigiéndose más de lleno a Miguel
Strogoff.
-Vamos a Irkutsk -respondió éste.
-¡Oh! ¡No sabes, padrecito, que hay verstas y verstas todavía hasta Irkutsk!
-Lo sé.
-¿Y vas a pie?
-A pie.
-Tú, bueno, ¿pero la señorita ... ?
-Es mi hermana -dijo Miguel Strogoff, que creyó prudente devolver ese calificativo a
Nadia.
-¡Sí, tu hermana, padrecito! ¡Pero créeme que no podrá llegar jamás a Irkutsk!
-Amigo -respondió Miguel Strogoff aproximándose-, los tártaros nos han despojado
de todo cuanto teníamos y no me queda un solo kopek que ofrecerte; pero si quieres
poner a mi hermana a tu lado, yo te seguiré a pie, correré si es necesario y no te haré
perder ni una hora...
-¡Hermano! -gritó Nadia-. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Señor, mi hermano está ciego!
-¡Ciego! -respondió el joven, conmovido.
-¡Los tártaros le han quemado los ojos! -dijo, tendiendo sus manos como implorando
piedad.
-¿Quemado los ojos? ¡Oh! ¡Pobre padrecito! Yo voy a Krasnoiarsk. ¿Por qué no
montas con tu hermana en la kibitka? Estrechándonos un poco cabremos los tres.
Además, mi perro no pondrá inconveniente en ir a pie. Pero voy despacio para no cansar
a mi caballo.
-¿Cómo te llamas, amigo? -preguntó Miguel Strogoff.
-Me llamo Nicolás Pigassof.
-Es un nombre que no olvidaré nunca -respondió el correo del Zar.
-Bien, pues sube, padrecito ciego. Tu hermana estará cerca de ti, en la parte de atrás
de la carreta. Yo iré delante para conducir. Hay ahí un buen montón de corteza de
abedul y paja de cebada. Estaréis como en un nido. ¡Vamos, Serko, déjanos sitio!
El perro se apeó sin hacerse de rogar. Era un animal de raza siberiana, de pelo gris y
talla pequeña, con una gruesa y bondadosa cabeza, que parecía estar muy
compenetrado con su dueño.
Miguel Strogoff y Nadia, en un instante, estuvieron instalados en la kibitka y el
correo del Zar extendió sus manos como buscando las de Nicolás Pigassof.
-¡Aquí están mis manos, si quieres estrecharlas! -dijo Nicolás-. ¡Aquí están,
padrecito! ¡Estréchalas todo lo que te plazca!
La kibitka reanudó la marcha. El caballo, al que Nicolás no golpeaba nunca, iba a
paso de andadura. Si Miguel Strogoff no iba a ganar en rapidez, al menos le ahorraba a
Nadia nuevas fatigas.
Era tal el estado de agotamiento de la joven que, al sentirse balanceada por el
monótono movimiento de la kzbitka, cayó en una completa postración. Miguel
Strogoff y Nicolás la acostaron sobre el follaje de abedul, acomodándola lo mejor que
les fue posible.
El compasivo muchacho estaba profundamente conmovido por el estado de la joven,
y si Miguel Strogoff no derramó ninguna lágrima fue porque la hoja del sable al rojo
vivo le había quemado los lacrimales.
-Es muy linda --dijo Nicolás.
-Sí -respondió Miguel Strogoff.
-¡Quieren ser fuertes, padrecito, valientes, pero en el fondo, son tan frágiles estas
muchachas! ¿Venís de muy lejos?
-Sí.
-¡Pobres! ¡Debieron de hacerte mucho daño, los tártaros, cuando te quemaron los
ojos!
-Mucho daño -respondió el correo del Zar, volviéndose hacia Nicolás como si
hubiera querido verle.
-¿No lloraste?
-Sí.
-¡Yo también hubiera llorado! ¡Pensar que ya no verás más a los seres queridos!
¡Claro que ellos te ven a ti! ¡Esto siempre puede ser un consuelo!
-Sí, puede serlo. Díme, amigo. ¿No me has visto tú en ninguna parte? -preguntó
Miguel Strogoff.
-¿A ti, padrecito? No, jamás.
-Es que tu voz no me es desconocida.
-¡Veamos! -respondió Nicolás, sonriendo-. ¡Dices que conoces mi voz! ¡Puede que
lo que quieras saber es de dónde vengo! ¡Pues yo te lo diré! Vengo de Kolyvan.
-¿De Kolyvan? -dijo Miguel Strogoff-. Entonces fue allí donde nos encontramos.
¿No estabas tú en la estación telegráfica?
-Puede ser -respondió Nicolás-, yo estaba allí. Era el encargado de transmitir los
telegramas.
-¿Te quedaste hasta el último momento?
-¡Claro! ¡Es, sobre todo en esos momentos, cuando se debe estar!
-¿Estuviste el día en que un inglés y un francés se pelearon, dinero en mano, para
ocupar el primer puesto de la ventanilla, y que el inglés transmitió los primeros
versículos de la Biblia?
-Es posible, padrecito, pero no me acuerdo.
-¡Cómo! ¿No te acuerdas?
-Yo no leo nunca los telegramas que transmito. Mi deber es olvidarlos y, para ello, lo
mejor es ignorarlos.
Esta respuesta de Nicolás Pigassof lo definía.
Mientras tanto, la kibitka continuaba caminando a su aire lento, que Miguel Strogoff
hubiera querido hacer más rápido, pero Nicolás y su caballo estaban acostumbrados a
un ritmo de marcha que ni uno ni otro hubieran podido abandonar. El caballo andaba
durante tres horas seguidas y descansaba una. Y así, noche y día. Durante los altos en
el camino, el caballo pastaba y los viajeros comían en compañía del fiel Serko. El
carruaje estaba aprovisionado por lo menos para veinte personas y Nicolás, generosamente,
había puesto todas las reservas a disposición de sus dos huéspedes, a
quienes consideraba como hermanos.
Después de una jornada de reposo, Nadia recobró en parte sus fuerzas. Nicolás
velaba para que estuviera lo más cómoda posible. El viaje se hacía en unas condiciones
soportables, lentamente, sin duda, pero con regularidad. Ocurría a menudo que, durante
la noche, Nicolás se dormía y roncaba con tal convicción que ponía de manifiesto
la tranquilidad de su conciencia. En aquellas ocasiones, si hubiera podido ver, hubiese
visto las manos de Miguel Strogoff tomando las bridas del caballo y hacerle caminar a
paso más rápido, con gran asombro de Serko que, sin embargo, no decía nada.
Después, cuando Nicolás se despertaba, el trote se convertía inmediatamente en el
paso anterior, pero la kibitka ya había ganado al menos unas cuantas verstas sobre su
velocidad reglamentaria.
De este modo atravesaron el río Ichimsk, los pueblos de Ichimskoe, Berlkylskoe,
Kuskoe, el río Mariinsk, el pueblo del mismo nombre, Bogostowlskoe y, finalmente, el
Tchula, pequeño río que separaba la Siberia occidental de la oriental. La ruta discurría
tan pronto a través de inmensos paramos, que ofrecían un vasto horizonte a las
miradas, como a través de interminables y tupidos bosques de abetos, de los que
parecía que no iban a salir jamás.
Todo estaba desierto. Los pueblos habían quedado casi enteramente abandonados.
Los campesinos huyeron más allá del Yenisei, confiando en que este gran río pudiera
frenar el avance de los tártaros.
El 22 de agosto, la kibitka llegó al pueblo de Atchinsk, a trescientas ochenta verstas
de Tomsk. Les separaban aún de Krasnoiarsk ciento veinte verstas.
No se había presentado ningún incidente durante los seis días que viajaban los tres
juntos, durante los cuales cada uno había conservado su actitud; uno siempre con su
inalterable calma y los otros dos, inquietos, deseando que llegara el momento en que su
compañero se separase de ellos.
Puede decirse que Miguel Strogoff veía el paisaje por el que atravesaban, por los ojos
de Nicolás y Nadia. Ambos jóvenes se turnaban para explicarle los sitios por donde
pasaba la kibitka y siempre sabía si estaban en medio de un bosque o en una planicie,
si se veía alguna cabaña en la estepa, o si algún siberiano aparecía en el horizonte.
Nicolás no callaba ni un momento. Le gustaba conversar y, cualquiera que fuese su
manera de ver las cosas, era agradable escucharle.
Un día, Miguel Strogoff le preguntó qué tiempo hacía.
-Bastante bueno, padrecito -respondió-, pero son los últimos días de verano. El
otoño es corto en Siberia y muy pronto sufriremos los primeros fríos del invierno. ¿Es
posible que los tártaros piensen acantonarse durante la estación fría?
Miguel Strogoff movió la cabeza en señal de duda.
¿No lo crees, padrecito? -respondió Nicolás-. ¿Piensas que avanzarán hacia Irkutsk?
-
-Temo que así sea -respondió Miguel Strogoff.
-Sí... Tienes razón. Tienen con ellos un sujeto maldito que no les dejará que se
enfríen por el camino. ¿Has oído hablar de Ivan Ogareff?
-Sí.
-¿Sabes que no está bien eso de traicionar a su patria?
-No... No está bien... -respondió Miguel Strogoff, que deseaba permanecer
impasible.
-Padrecito -continuó Nicolás-, encuentro que te indignas bastante cuando hablo ante
ti de Ivan Ogareff. ¡Tu corazón de ruso debe de saltar cuando se pronuncia ese
nombre!
-Créeme, amigo, le odio yo más de lo que tú podrás odiarle nunca -dijo Miguel
Strogoff.
-¡Eso no es posible! -respondió Nicolás-. ¡No, no es posible! ¡Cuando pienso en
Ivan Ogareff, en el daño que ha hecho a nuestra santa Rusia, me domina la cólera, y si
lo tuviera delante de mí..
-¿Qué harías ... ?
-Yo creo que lo mataría.
-Estoy seguro -respondió tranquilamente Miguel Strogoff.
7
EL PASO DEL YENISEI
El 25 de agosto, a la caída de la tarde, la kibitka llegaba a la vista de Krasnoiarsk. El
viaje desde Tomsk había durado ocho días y si no pudo hacerse más rápidamente, pese
a los esfuerzos de Miguel Strogoff, era porque Nicolás había dormido poco. De ahí la
imposibilidad de activar la marcha del caballo, el cual, guiado por otras manos, no
hubiera tardado más de sesenta horas en hacer ese mismo recorrido.
Afortunadamente, todavía no se veía ningún tártaro. Los exploradores no habían
aparecido sobre la ruta que acababa de recorrer la kibitka, lo cual era bastante
inexplicable. Evidentemente, era preciso que algo grave hubiera ocurrido para impedir
que las tropas del Emir se lanzaran sin retardo sobre Irkutsk.
Esta circunstancia, efectivamente, se había producido. Un nuevo cuerpo de ejército
ruso, reunido a toda prisa en el gobierno de Yeniseisk, había marchado sobre Tomsk
con el fin de intentar recuperar la ciudad, pero eran unas fuerzas demasiado débiles
para enfrentarse contra todas las fuerzas que el Emir tenía allí concentradas, y se
habían visto obligados a batirse en retirada.
Féofar-Khan tenía bajo su mando, contando a sus propias tropas y las de los
khanatos de Khokhand y de Kunduze, doscientos cincuenta mil hombres, a los que el
gobierno ruso todavía no estaba en situación de oponer una resistencia eficiente. La
invasion, pues, no parecía que iba a ser detenida de inmediato y toda aquella masa de
tártaros podían marchar sobre Irkutsk.
La batalla de Tomsk había tenido lugar el 22 de agosto, lo cual ignoraba Miguel
Strogoff y explicaba por qué la vanguardia del Emir no había aparecido todavía por
Krasnoiarsk el día 25.
Pero, por otra parte, aunque Miguel Strogoff no podía conocer los últimos
acontecimientos que se habían desarrollado después de su partida, al menos sabía que
llevaba varios días de ventaja a los tártaros, por lo que no debía desesperar de llegar
antes que ellos a Irkutsk, todavía distante unas ochocientas cincuenta verstas (900
kilómetros).
Además, confiaba que en Krasnolarsk, población que contaba con unos doce mil
habitantes, no le iban a faltar los medios de transporte. Ya que Nicolás tenía que
quedarse en esta ciudad, sería preciso reemplazarlo por un guía y sustituir la kibitka
por otro vehículo más rápido.
Miguel Strogoff, después de dirigirse al gobernador de la ciudad y de haber
establecido su identidad -cosa que no le sería difícil-, no dudaba de que éste pondría a
su disposición los medios necesarios para llegar a Irkutsk lo más rápidamente posible.
En ese caso, no tendría otro deber que dar las gracias al valiente Nicolás Pigassof y
reanudar la marcha inmediatamente con Nadia, a la cual no quería dejar antes de haberla
puesto en manos de su padre.
Sin embargo, si Nicolás había resuelto quedarse en Krasnoiarsk era a condición, como
había dicho, de encontrar un empleo.
Efectivamente, este empleado modelo, después de haberse quedado en la estación
telegráfica hasta el último momento, intentaba ponerse de nuevo a disposición de la
Administración, repitiéndose a sí mismo que no quería tocar un sueldo que no hubiera
antes ganado.
Así que, en caso de que sus servicios no fueran útiles en Krasnoiarsk, caso de que
estuviera todavía en comunicación telegráfica con Irkutsk, se proponía desplazarse a la
estación de Udinsk o, en caso preciso, hasta la misma capital de Siberia. En este caso,
pues, continuaría el viaje con los dos hermanos, los cuales no podrían encontrar un
guía más seguro ni un amigo más devoto.
La kibitka se encontraba ya solamente a una media versta de Krasnoiarsk y a derecha
e izquierda se veían numerosas cruces de madera que se levantaban a ambos lados del
camino en las proximidades de la ciudad.
Eran las siete de la tarde y sobre el claro del cielo se perfilaban las siluetas de las
iglesias y de las casas construidas sobre la alta pendiente de las margenes del Yenisei.
Las aguas del río reflejaban las últimas luces del crepúsculo.
La kibitka se paro.
-¿Dónde estamos, hermana? -preguntó Miguel Strogoff.
-A una media versta de las primeras casas -respondió Nadia.
-¿Es ésta una ciudad dormida? -continuó Miguel Strogoff-----. No oigo ni un solo
ruido.
-Y yo no veo brillar ni una sola luz en las sombras, ni una sola columna de humo
elevarse en el aire -continuó Nadia.
-¡Singular ciudad! ¡No se oye ningún ruido y se acuesta temprano!
Miguel Strogoff tuvo un presentimiento de mal augurio. No había comunicado a
Nadia las esperanzas que había depositado sobre Krasnolarsk, en donde esperaba
encontrar los medios para proseguir con seguridad el viaje. ¡Temía tanto recibir, una
vez más, una decepción! Pero Nadia había adivinado su pensamiento, aunque no
comprendía del todo por qué su compañero tenía tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora
que no tenía en su poder la carta imperial. Un día, hasta le había preguntado sobre este
particular.
-He jurado ir a Irkutsk -se contentó responderle.
Pero, para cumplir su misión, aún tenía que encontrar un medio rápido de transporte
en Krasnolarsk.
-Bien, amigo -dijo a Nicolás-. ¿Por qué no avanzamos?
-Es que temo despertar a los habitantes de la ciudad, con el ruido de mi carreta.
Y, con un ligero golpe de látigo, Nicolás estimuló a su caballo. Serko lanzó algunos
ladridos y la kibitka recorrió al trote corto el camino que se adentraba en Krasnoiarsk.
Diez minutos después entraban en la calle principal.
¡La ciudad estaba desierta! En aquella «Atenas del norte», como la ha llamado la
señora Bourboulon, no había ni un solo ateniense; ni uno solo de sus carruajes, tan
brillantemente enjaezados, recorría las calles espaciosas y limpias; ni un solo paseante
andaba por las aceras, construidas en la base de las magníficas casas de madera, de
aspecto monumental. Ni un solo siberiano, vestido a la última moda francesa, se
paseaba por su admirable parque, levantado entre un bosque de abedules, que se
extiende hasta la orilla del Yenisei. La gran campana de la catedral estaba muda; los
esquilones de las demás iglesias guardaban silencio, siendo raro, sin embargo, que una
ciudad rusa no esté llena del sonido de sus campanas. Esto era el abandono completo.
¡No había un solo ser viviente en esta ciudad, poco antes tan animada!
El último mensaje que habíase recibido del gabinete del Zar antes de la interrupción
de las comunicaciones contenía la orden al gobernador, a la guarnición y habitantes,
cualquiera que fuese su raza y condición, de abandonar Krasnoiarsk, llevándose
consigo cualquier objeto que tuviera algún valor o que pudiera servir de alguna utilidad
a los invasores, yendo a refugiarse a Irkutsk. Y la misma orden había sido transmitida a
todos los pueblos de la provincia.
El gobierno moscovita quería dejar un desierto frente a los invasores. Estas órdenes,
a lo Rostopschin, nadie soñó en discutirlas ni un solo instante, siendo ejecutadas
inmediatamente, por lo que no había quedado ni un ser viviente en Krasnolarsk.
Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás recorrieron silenciosamente las calles de la ciudad,
experimentando una involuntaria sensación de estupor. Ellos solos producían los
únicos ruidos que se dejaban oír en aquella ciudad muerta. Miguel Strogoff no dejaba
traslucir los sentimientos que experimentaba en aquel instante; pero le fue imposible
dominar un movimiento de rabia por la mala suerte que le perseguía, haciendo que
fallasen una vez más sus esperanzas.
-¡Dios mío! -exclamó Nicolás-. ¡jamás ganaré mi sueldo en este desierto!
-Amigo -dijo Nadia-. Tendrás que reemprender la marcha con nosotros.
-Es preciso, realmente -respondió Nicolás-. El telégrafo debe de funcionar todavía
entre Udinsk e Irkutsk, y allí... ¿Nos vamos, padrecito?
-Esperemos a mañana -le respondió Miguel Strogoff.
-Tienes razón -respondió Nicolás-. Hemos de atravesar el Yenisei y es preciso ver...
-¡Ver! -murmuró Nadia, pensando en su compañero ciego.
Nicolás, comprendiendo el sentido de la expresión de Nadia se volvió hacia Miguel
Strogoff, diciéndole:
-Perdón, padrecito. ¡Ay! ¡Es verdad que para ti, la noche y el día son la misma cosa!
-No tienes nada que reprocharte, amigo -respondió Miguel Strogoff, pasando la
mano por sus ojos-, porque teniéndote a ti de guía puedo valerme aún. Tómate algunas
horas de descanso y que las aproveche también Nadia. ¡Mañana será otro día!
Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás no tuvieron que buscar mucho tiempo para
encontrar un sitio donde alojarse. Todas las puertas estaban abiertas, pero no
encontraron más que algunos montones de follaje. A falta de otra cosa mejor, el caballo
tuvo que contentarse con este escaso pienso. En cuanto a las provisiones de la kibitka,
todavía no se habían agotado y cada uno tomó su ración. Después de haber dicho sus
oraciones de rodillas, delante de un modesto icono de la Panaghia suspendida de la pared
e iluminada por los últimos destellos de una lámpara, Nicolás y la joven se
durmieron, mientras que Miguel Strogoff velaba porque no podía dormir.
Al día siguiente, 26 de agosto, antes del alba, la kibitka había sido atelada de nuevo y
atravesaba el parque de abedules que conducía a la orilla del Yenisei.
Miguel Strogoff estaba muy preocupado.¿Cómo se las apañarían para atravesar el río
si, como era lo más probable, habían sido destruidos todos los transbordadores y todas
las embarcaciones, con el fin de entorpecer la marcha de los tártaros? Él conocía el
Yenisei, porque lo había franqueado ya varias veces, y sabía que su anchura es muy
considerable y los rápidos son violentos en ese doble curso que ha abierto entre las
islas.
En circunstancias normales, mediante transbordadores especialmente equipados para
el transporte de viajeros, coches y caballos, el pasaje del Yenisei exige un lapso de tres
horas y únicamente con grandes dificultades, los transbordadores alcanzan la orilla
derecha. Ahora, en ausencia de toda clase de embarcación, ¿cómo podrá la kibitka llegar
de una orilla a otra?
« ¡Pasaré como sea! », se repetía Miguel Strogoff.
Comenzaba a clarear el día cuando llegaron a la orilla izquierda del río, en el mismo
sitio donde terminaba una de las grandes alamedas del parque. En aquel lugar, las
márgenes dominaban el Yenisei a un centenar de pies por encima de su curso y, por
tanto, se le podía observar en una vasta extensión.
-¿Veis alguna barca? -preguntó Miguel Strogoff, moviendo visiblemente sus ojos de
un lado a otro, empujado, sin duda, por la mecánica de la costumbre, como si hubiera
podido ver con ellos.
-Apenas es de día, hermano -dijo Nadia-. Sobre el río todavía hay una bruma espesa
y aún no pueden distinguirse las aguas.
-Pero las oigo rugir -respondió Miguel Strogoff.
Efectivamente, de las capas inferiores de aquella niebla, salía un sordo tumulto de
corrientes y contracorrientes que se entrechocaban. Las aguas, muy abundantes en esa
época del año, debían de discurrir con la violencia de un torrente. Los tres se pusieron
a escuchar, esperando a que desapareciera aquella cortina de brumas. El sol remontaba
con rapidez el horizonte y sus primeros rayos no tardarían en disipar aquellos
vapores.
-¿Bien? -preguntó Miguel Strogoff.
-Las brumas comienzan a disiparse, hermano, y la luz del día ya penetra en ellas.
-¿Todavía no ves el nivel de las aguas, hermana?
-Todavía no.
-Un poco de paciencia, padrecito --dijo Nicolás-. ¡Todo esto va a desaparecer! ¡Ya el
viento empieza a soplar y comienza a disipar la niebla! Las colinas altas de la orilla
derecha ya dejan ver sus hileras de árboles. ¡Todo se va! ¡Todo vuela! ¡Los hermosos
rayos de sol han condensado este montón de brumas! ¡Ah, qué hermoso espectáculo,
mi pobre ciego, y qué desgracia que no puedas contemplarlo!
-¿Ves alguna barca? -preguntó Miguel Strogoff.
-No veo ninguna -respondió Nicolás.
-¡Mira bien, amigo, tanto sobre esta orilla como sobre la opuesta, mira bien todo lo
lejos que pueda alcanzar tu vista, un barco, un transbordador, una cáscara de nuez!
Nicolás y Nadia se agarraron a los últimos árboles del acantilado, colgándose casi
sobre el curso del río, pero abarcando, de esta forma,-un inmenso campo de accion
para sus miradas. El Yenisei, en ese lugar, no mide menos de versta y media de ancho y
forma dos brazos casi de las mismas dimensiones cada uno, por los que circula el agua
con rapidez, y entre los cuales se levantan varias islas pobladas de sauces, olmos y
álamos, semejando otros tantos buques verdes anclados en el río. Más allá se dibujaban
las altas colinas de la orilla oriental, coronadas de bosques y cuyas cimas se
empurpuraban ahora con las luces del día. Hacia arriba y hacia abajo, el Yenisei se
escapaba hasta perderse de vista. Aquel admirable panorama ofrecíase a las miradas en
un perimetro de cincuenta verstas.
Pero no había una sola embarcación, ni sobre la orilla izquierda ni sobre la derecha, ni
en las márgenes de las islas. Ciertamente, si los tártaros no traían consigo el material
necesario para construir un puente de barcos, su marcha hacia Irkutsk se vería frenada
durante cierto tiempo, frente a esta barrera del Yenisei.
-Me acuerdo -le dijo entonces Miguel Strogoff-, que más arriba, junto a las últimas
casas de Krasnoiarsk, hay un pequeño embarcadero que sirve de refugio a las barcas.
Amigo, remontemos el curso del río y miráis si se han dejado olvidada alguna
embarcación sobre la orilla.
Nicolás se lanzó hacia la dirección señalada y Nadia, llevando a Miguel Strogoff de la
mano, lo guiaba a paso rápido. ¡Una barca, un bote lo suficientemente grande para
transportar la kibitka, cualquier cosa, ya que si había llegado hasta aquí, no dudaría en
intentar la travesía del río!
Veinte minutos después, los tres habían llegado al pequeño muelle del embarcadero,
en donde las últimas casas llegaban casi al nivel de las aguas. Aquello parecía una
especie de aldea situada por debajo de Krasnoiarsk.
Pero sobre la playa no había una sola embarcación, ni un bote en la estacada que
servía de embarcadero, ni siquiera había el material necesario para construir una balsa
que bastara para transportar tres personas.
Miguel Strogoff interrogó a Nicolás, pero el joven dio la descorazonadora respuesta
de que la travesía del río le parecía absolutamente impracticable.
-¡Pasaremos! -respondió Miguel Strogoff.
Y continuaron buscando, registrando las casas próximas que estaban asentadas sobre
la margen del río, abandonadas como todas las demás. No tenían otra cosa que hacer
mas que empujar la puerta, pero se trataba de cabañas de gente pobre, que estaban
enteramente vacías. Nicolás registraba una y Nadia otra, y hasta el mismo Miguel
Strogoff intentaba reconocer con el tacto cualquier objeto que pudiera serles de
utilidad.
Nicolás y la joven, cada uno por su lado, habían registrado vanamente y se disponían
a abandonar su búsqueda, cuando oyeron que les llamaban, alcanzando ambos la orilla
y viendo a Miguel Strogoff que les esperaba en el umbral de una puerta.
-¡Venid! -les gritó.
Nicolás y Nadia se apresuraron a ir hacia él yy seguidamente, entraron en la casa.
-¿Qué es esto? -preguntó Miguel Strogoff, tocando con la mano un montón de
objetos que estaban arrinconados en la cabaña.
-Son odres -respondió Nicolás-, y hay, a fe mía, media docena.
-¿Están llenos?
-Sí, llenos de kumyss, y nos vienen a propósito para renovar nuestras provisiones.
El kumyss es una bebida elaborada con leche de yegua o de camello, revitalizante y
hasta embriagadora, y Nicolás se felicitaba por haberla encontrado.
-Pon uno aparte y vacía todos los demás -le dijo Miguel Strogoff.
-Al instante, padrecito.
-He aquí lo que nos ayudará a atravesar el Yenisei.
-¿Y la balsa?
-Será la misma kibitka, que es bastante ligera para flotar. Además, la sostendremos
con los odres, así como al caballo.
-¡Bien pensado! -dijo Nicolás-, Y con la ayuda de Dios, llegaremos a buen puerto...
¡Aunque no en línea recta, porque la corriente es rápida!
-¡Qué importa! -le respondió Miguel Strogoff-. Lo primero es pasar. Después ya
encontraremos la ruta de Irkutsk en la otra parte del río.
-Manos a la obra --dijo Nicolás, que comenzó a vaciar los odres y a transportarlos
hasta la kibitka.
Reservaron un odre lleno de kumyss y los otros, después de vaciados, llenos de aire
de nuevo y cerrados cuidadosamente, los emplearon como flotadores. Dos de los odres
fueron atados a los flancos del caballo destinados a sostener al animal en la superficle
del agua y otros dos situados entre las barras y las ruedas, tenían por misión asegurar
la línea de flotación de la caja, la cual se transformaba, de esta forma, en una balsa.
La operación quedó pronto terminada.
-¿No tendrás miedo, Nadia? -preguntó Miguel Strogoff.
-No, hermano -respondió la joven.
-¿Y tú, amigo?
-¿Yo? -gritó Nicolás-. ¡Por fin realizo uno de mis sueños: navegar en carreta!
La orilla del río, en aquel lugar, formaba una pendiente suave, favorable para el
lanzamiento de la kibitka al agua. El caballo la arrastró hasta la misma orilla y pronto el
aparejo flotaba sobre la superficie del río. Serko se echó al agua valientemente,
siguiendo a nado a la carreta.
Los tres pasajeros, que se habían descalzado por precaución, se sostenían de pie
sobre la caja, pero gracias a los odres, el agua no les llegaba siquiera a los tobillos.
Miguel Strogoff llevaba las riendas del caballo y, según las indicaciones que le iba
suministrando Nicolás, dirigía oblicuamente al animal, pero sin exigirle grandes
esfuerzos, porque no quería hacerle luchar contra la corriente.
Mientras la kibitka siguió el curso de las aguas, todo fue bien y al cabo de varios
minutos habían dejado atrás los barrios de Krasnolarsk, pero cuando empezaron a
desviarse hacia el norte, se puso en evidencia que llegarían a la otra orilla muy alejados
de la ciudad. Pero esto importaba poco.
La travesía del Yenisei se hubiera realizado, pues, sin grandes dificultades, hasta con
aquel aparejo tan imperfecto, si la corriente hubiera sido regular. Pero,
desgraciadamente, aquellas tumultuosas aguas estaban cruzadas en su superficie por
muchos torbellinos y pronto la kibitka, pese al vigor que empleaba Miguel Strogoff
para hacer que se desviara, fue irremisiblemente arrastrada hacia uno de aquellos
vórtices.
El peligro se hizo mucho mayor porque la carreta ya no oblicuaba hacia la orilla
oriental, sino que daba vueltas con extrema rapidez, inclinándose hacia el centro del
torbellino como un jinete en la pista de un circo. Su velocidad era excesiva y el caballo
apenas podía mantener la cabeza fuera de la superficie del agua, corriendo el peligro de
morir ahogado. Serko se había visto obligado a subir a la kibitka para encontrar un
punto de apoyo.
Miguel Strogoff comprendió lo que pasaba, al sentirse empujado siguiendo una línea
circular que se estrechaba poco a poco y del que no podrían salir. No dijo ni una sola
palabra, pero sus ojos hubieran querido ver el peligro para evitarlo más fácilmente...
¡Pero no podían ver!
Nadia estaba también callada. Sus manos, asidas con fuerza al vehículo, la sostenían
contra los movimientos desordenados del aparato, el cual se inclinaba más y más hacia
el centro del vórtice.
En cuanto a Nicolás, ¿es que no comprendía la gravedad de la situación? ¿Era flema,
desprecio al peligro, coraje o indiferencia? ¿No tenía valor la vida para él y, siguiendo
la expresión de los orientales, pensaba que era una «parada de cinco días» que de grado
o por fuerza, hay que dejar al sexto? En cualquier caso, su risueño rostro no se nubló
ni un instante.
La kibitka estaba, pues, atrapada por aquel torbellino y el caballo había llegado al
final de sus fuerzas. De pronto, Miguel Strogoff, deshaciéndose de las ropas que
podían molestarle, se lanzó al agua; después, empuñando las riendas con brazo
vigoroso, le dio al caballo un impulso tal, que logró empujarlo fuera del radio de
atracción, recuperando, enseguida, el curso de la rápida corriente, derivando de nuevo
la kibitka con toda velocidad.
-¡Hurra! -gritó Nicolás.
Dos horas después de haber dejado el embarcadero, la kibitka había atravesado el
primer brazo del río y alcanzaba la orilla de una isla, unas seis verstas más abajo de su
punto de partida.
Allí, el caballo arrastró la carreta sobre tierra firme y dejaron que el valiente animal se
tomara una hora de reposo. Después, atravesando la isla en toda su anchura, a cubierto
de los hermosos abedules, la kibitka se encontró en el borde del otro brazo del río, algo
más pequeño que el anterior.
Esta travesía resultó mucho más fácil porque ningún torbellino rompía el curso de las
aguas en este segundo lecho, pero la corriente era tan rápida que no lograron alcanzar la
orilla derecha más que después de un recorrido de cinco verstas. Se habían desviado,
pues, un total de once verstas.
Estos grandes cursos de agua del territorio siberiano, sobre los cuales todavía no se
ha levantado ningún puente, son los más serios obstáculos con que se enfrentan las
comunicaciones. Todos ellos habían sido más o menos funestos para Miguel Strogoff.
Sobre el Irtyche, el transbordador que le conducía con Nadia había sido atacado por los
tártaros. En el Obi, después de morir su caballo, herido por una bala, había podido
escapar de milagro de los jinetes que le perseguían. En definitiva, el paso del Yenisei
era todavía el que se había realizado con mayor fortuna.
-¡Esto no hubiera sido tan divertido -exclamó Nicolás, cuando ya se encontraban
sobre la orilla derecha del río-, si no hubiese sido tan difícil!
-Lo que para nosotros no ha sido más que difícil, puede que sea imposible para los
tártaros.
8
UNA LIEBRE ATRAVIESA EL CAMINO
Miguel Strogoff podía, al fin, creer que la ruta hacia Irkutsk estaba libre. Se había
adelantado a los tártaros, retenidos en Tomsk, y cuando los soldados del Emir llegaran
a Krasnoiarsk, sólo encontrarían una ciudad totalmente abandonada y sin ningun medio
de comunicación inmediato entre las dos orillas del Yenisei, lo que retardaría unos días
más su partida, hasta que montasen un puente de barcas, lo cual era difícil, lento y
laborioso.
Por primera vez desde su funesto encuentro con Ivan Ogareff en Ichim, el correo del
Zar se sentía menos inquieto y podía esperar que ya no surgirían nuevos obstaculos
hasta el final del viaje.
La kibtika, después de circular oblicuamente hacia el sur durante una quincena de
verstas, encontró y volvió a tomar el largo camino abierto en la estepa.
La ruta era buena y esta parte entre Krasnoiarsk e Irkutsk, se considera como la
mejor de todo su recorrido. En ella hay menos baches y los viajeros disfrutan de las
extensas sombras que les protegen de los ardientes rayos del sol, gracias a los bosques
de pinos y de cedros que algunas veces cubren su recorrido por espacio de cien
verstas. Ésta no es la inmensa estepa cuya línea circular se confunde en el horizonte
con el cielo. Tan rico país estaba ahora vacío, y con todos sus pueblos abandonados.
No se veía ni un solo campesino siberiano, entre los cuales predomina la raza eslava.
Era un desierto; como se sabe, un desierto por orden superior.
El tiempo era bueno, y el aire ya era fresco durante las noches, que se hacía más
cálido, pero ya con muchas dificultades, bajo los rayos del sol. Efectivamente, llegaban
los primeros días de septiembre y en esta región, de latitud elevada, el arco descrito
por el sol se acorta visiblemente en el horizonte. El otoño es de poca duración, pese a
que esta porción del territorio siberiano no está situada más que por encima del
paralelo cincuenta y cinco, que es el mismo de Edimburgo y de Copenhague. Algunos
años, el invierno sucedía inopinadamente al verano y estos duros inviernos de la Rusia
asiática (en los que el termómetro baja hasta la temperatura de congelación del
mercurio) son tan rigurosos, que por aquellos lugares se considera una temperatura
soportable la que marca alrededor de los veinte grados centígrados bajo cero.
El tiempo favorecía, pues, a los viajeros. No había tormentas ni lluvias. El calor era
moderado y las noches frescas. La salud de Nadia y de Miguel Strogoff era perfecta y,
desde que habían dejado Tomsk, iban recuperándose poco apoco de sus fatigas
pasadas.
En cuanto a Nicolas Pigassof, jamás se había encontrado mejor. Para él aquello era un
paseo más que un viaje; una excursión agradable en la que empleaba sus vacaciones de
funcionario sin destino.
«¡Decididamente -se decía- esto es mucho mejor que permanecer doce horas diarias
sentado en una silla manejando el transmisor! »
Mientras tanto, Miguel Strogoff había conseguido de Nicolás que imprimiera un
paso más rápido a su caballo. Para hacerle llegar a este resultado, le había contado que
Nadia y él iban a reunirse con su padre, exiliado en Irkutsk, y que tenían grandes deseos
de llegar. Ciertamente, era preciso no cansar al caballo, porque lo más probable
era que no encontrasen otro con que cambiarlo; pero dejándole descansar
frecuentemente -por ejemplo, cada quince verstas-, podrían tranquilamente franquear
sesenta verstas cada veinticuatro horas. Además, el caballo era vigoroso y, por su
misma raza, muy apto para soportar grandes fatigas, y como el rico pasto no le faltaría
a lo largo de toda la ruta, porque la hierba era abundante y buena, había la posibilidad
de pedirle un mayor rendimiento en su trabajo.
Nicolás se rindió ante estas razones. Se había sentido emocionado por la situación de
aquellos dos jóvenes, que iban a compartir el exilio de su padre. Lo encontraba tan
patético que, con aquella sonrisa tan suya, dijo a Nadia:
-¡Bondad divina! ¡Qué alegría tendrá el señor Korpanoff cuando sus ojos os
contemplen y cuando sus brazos se abran para recibiros! ¡Si llego hasta Irkutsk, lo cual
me parece ya lo más probable, me prometéis que estaré presente en esta entrevista!
¿No es así?
Después, dándose un golpe en la frente, continuo:
-¡Pero, ahora que pienso, qué dolor experimentará también cuando vea que su hijo
mayor está ciego! ¡Ah! ¡Está todo bien complicado en este mundo!
Como consecuencia de todo esto, el resultado fue que la kibitka marchaba con mayor
velocidad y, cumpliéndose los cálculos de Miguel Strogoff, recorrían de diez a doce
verstas por hora.
Merced a esto, el 28 de agosto los viajeros pasaban por el poblado de Balaisk, a
ochenta verstas de Krasnoiarsk, y el 29, por el de Ribinsk, a cuarenta verstas de
Balaisk.
Al día siguiente, treinta y cinco verstas mas allá, llegaban a Kamsk, población ya
mucho más importante, bañada por el río que lleva su mismo nombre, pequeño
afluente del Yenisei que desciende de los montes Sayansk. Kamsk, sin embargo, no es
una gran ciudad, pero sí un pueblo importante cuyas casas de madera están
pintorescamente agrupadas alrededor de una plaza, dominada por el alto campanario
de su catedral, cuya cruz dorada resplandece bajo los rayos del sol.
Casas vacías, e iglesia desierta. Ni una parada, ni un albergue habitado, ni un caballo
en las cuadras, ni un animal doméstico suelto por la estepa. Las órdenes del gobierno
moscovita eran ejecutadas con absoluto rigor. Todo aquello que no había podido ser
transportado, fue destruido.
A la salida de Kamsk, Miguel Strogoff hizo saber a Nicolás y Nadia que sólo
encontrarían una pequeña ciudad de cierta importancia, Nijni-Udinsk, antes de llegar a
Irkutsk. Nicolás respondió que ya lo sabía, tanto más cuanto que esta pequeña ciudad
contaba con una estación telegráfica. Por eso, s, Nijni-Udinsk estaba abandonada como
Kamsk, no tendría más remedio que buscar trabajo en la capital de Siberia oriental.
La kibitka pudo vadear, sin demasiada dificultad, el pequeño río que corta la ruta más
allá de Kamsk y entre el Yenisei y uno de sus grandes tributarios, el Angara, que riega
Irkutsk, ya no había que temer el obstáculo de ningún gran curso de agua, más que, tal
vez, el Dinka. El viaje, pues, no podía experimentar retrasos por parte alguna.
Desde Kamsk al poblado más próximo, la etapa era muy larga, alrededor de ciento
treinta verstas.
No es preciso decir que las paradas reglamentarias se cumplieron religiosamente, «sin
lo cual --decía Nicolás-, el caballo hubiera reclamado justamente». Habían convenido
que este resistente animal descansaría cada quince verstas y en todos los contratos,
aunque sea con bestias, deben observarse sus cláusulas.
espués de haber franqueado el pequeño río Biriusa, la kibitka llegaba a Biriusinsk, en
la mañana del 4 de septiembre.
Allí, afortunadamente, Nicolás, que veía disminuir las provisiones, tuvo la suerte de
encontrar un horno abandonado con una docena de pogatchas, especie de bollos
preparados con grasa de carnero, y una gran cantidad de arroz cocido en agua. Estas
provisiones uniéronse a la reserva de kumyss encontrada en Krasniarsk y con ellas la
kibitka estaba suficientemente aprovisionada.
Después de un alto conveniente, reemprendieron la ruta al mediodía del 5 de
septiembre. La distancia hasta Irkutsk ya no era mas que de quinientas verstas y nada
señalaba detrás de ellos la llegada de la vanguardia tártara. Miguel Strogoff pensó, con
fundamento, que en lo sucesivo ya no encontraría más obstáculos en su viaje y que,
con ocho días más, estarla en presencia del Gran Duque.
A la salida de Biriusinsk, una liebre atravesó el camino, treinta pasos delante de la
carreta.
-¡Ah! --dijo Nicolás.
-¿Qué tienes, amigo? -preguntó Miguel Strogoff, como ciego al que el menor ruido
pone en guardia.
-¿No has visto ... ? -dijo Nicolás, cuyo sonriente rostro se había ensombrecido
súbitamente.
Después, continuó:
-¡Ah, no! ¡No has podido verlo y eso es una suerte para ti, padrecito!
-Yo tampoco he visto nada -dijo Nadia.
-¡Tanto mejor, tanto mejor! ¡Pero yo... yo sí lo he visto!
-¿Pero qué es lo que has visto? -preguntó Miguel Strogoff.
-¡Una liebre que acaba de cruzarse en nuestro camino! -respondió Nicolás.
En Rusia, cuando una liebre cruza la ruta de un viajero, la superstición popular ve en
ello la señal de una desgracia próxima.
Miguel Strogoff comprendió la agitación de su compañero, aunque él no compartía
de ninguna manera esta credulidad respecto a las desgracias que podían acarrear las
liebres cruzadas en el camino, por lo que intentó tranquilizarle diciéndole:
-No hay nada que temer, amigo.
-¡Nada para ti y para ella, ya lo sé, padrecito, pero sí para mí! -respondió Nicolás,
continuando-: ¡Es el destino!
Y volvió a poner al trote a su caballo.
Sin embargo, a despecho de tan malos augurios, la jornada transcurrió sin ningún
incidente.
Al día siguiente, 6 de septiembre, al mediodía, la kibitka hizo alto en el poblado de
Alsalevsk, tan desierto como toda la comarca de su alrededor.
Allí, en el suelo de una de las casas, Nadia encontró dos de esos cuchillos de hoja
sólida que sirven a los cazadores siberianos, y dio uno a Miguel Strogoff, guardándose
el otro para ella, escondiéndolo entre sus vestiduras.
La kibitka se encontraba sólo a unas setenta y cinco verstas de Nijni-Udinsk.
Nicolás, durante estas dos jornadas, no pudo recuperar su buen humor habitual. El
mal presagio le había afectado mucho más de lo que podía creerse, porque él, que hasta
entonces no había podido permanecer callado ni una hora, se encerraba a menudo en un
mutismo del que Nadia le sacaba con grandes esfuerzos. Estos síntomas eran,
verdaderamente, los de un espíritu muy apesadumbrado, lo cual se explica cuando se
trata de hombres pertenecientes a las razas del norte, cuyos supersticiosos
antepasados habían sido los fundadores de la mitología septentrional.
A partir de Ekaterinburgo, la ruta de Irkutsk sigue casi paralelamente al grado de
latitud cincuenta y cinco, pero al salir de Biriusinsk se inclina francamente hacia el
sudeste, cortando a través el meridiano cien, toma el camino más corto para llegar a la
capital de Siberia oriental, atravesando las últimas estribaciones de los montes
Sayansk, los cuales no son más que una derivación de la gran cordillera Altai, visible a
una distancia de doscientas verstas.
La kibitka corría sobre esta ruta. ¡Sí, corría! Lo cual manifestaba la prisa que tenía
Nicolás por llegar, ya que no evitaba el cansar a su caballo. Con toda su resignación
fatalista, no se creería seguro hasta encontrarse tras las murallas de Irkutsk. Muchos
rusos hubieran pensado como él y más de uno, tirando de las riendas de su caballo, lo
hubiera hecho volver atrás después del paso de la liebre por su misma ruta.
Sin embargo, algunas observaciones que hizo Nicolás, cuya exactitud comprobó
Nadia, transmitiéndoselas a Miguel Strogoff, hacían temer que sus dificultades no
habían terminado aún.
Efectivamente, el territorio atravesado desde Krasnoiarsk había sido respetado y sus
condiciones naturales estaban intactas, pero ahora los bosques tenían señales de fuego
y de hierro y las praderas que se extendían a los costados de la ruta estaban devastadas,
todo lo cual evidenciaba que un considerable ejército había pasado por allí.
Treinta verstas antes de llegar a Nijni-Udinsk, los indicios de la devastación reciente
no podían ser más claros y era imposible atribuirlos a otros que no fueran los tártaros.
No solamente los campos estaban hollados por los cascos de los caballos, sino que
los bosques se veían talados a golpe de hacha y las casas esparcidas a lo largo del
camino no solamente estaban vacías, sino que unas aparecían demolidas en parte y
otras medio incendiadas y en sus paredes podía verse el impacto de las balas.
Se concibe cuáles serían las inquietudes de Miguel Strogoff. No cabía duda de que
algún cuerpo de ejército tártaro había atravesado esta parte de la ruta y, sin embargo,
era imposible que fuesen soldados del Emir, porque no habrían podido adelantarse a él
sin que los hubiera localizado. Pero, entonces ¿quiénes eran estos nuevos invasores y a
través de qué camino perdido en la estepa habían alcanzado la ruta de Irkutsk? ¿A qué
nuevos enemigos iba a enfrentarse el correo del Zar?
Miguel Strogoff no comunicó sus temores a Nicolás ni a Nadia para no inquietarles.
Estaba resullto a continuar su ruta, mientras un obstáculo infranqueable no les
detuviera. Más tarde ya vería qué es lo que convenía hacer.
Durante la jornada siguiente, el paso reciente de un contingente importante de jinetes
e infantes se hacía cada vez más manifiesto. Unas humaredas se levantaban por encima
del horizonte. La kibitka iba con toda precaución porque algunas casas de los pueblos
abandonados ardían todavía y el incendio no parecía haber sido provocado más de
veinticuatro horas antes.
En la jornada del 8 de septiembre, la kzbitka se paró y el caballo se negaba a seguir
adelante. Serko ladraba escandalosamente.
-¿Qué ocurre? -preguntó l-iguel Strogoff.
-¡Un cadáver! -respondió Nicolás, lanzándose fuera de la carreta.
Era el cadáver de un mujik, horriblemente mutilado y frío ya.
Nicolás se santiguó y después, ayudado por Miguel Strogoff, trasladaron el cadáver
a un lado de la carretera. Hubieran querido darle sepultura decente, enterrarlo
profundamente con el fin de que los animales carnívoros de la estepa no pudieran devorar
sus miserables restos, pero Miguel Strogoff no quiso perder tiempo.
-¡Partamos, amigo, partamos! -exclamó-. ¡No podemos perder ni una sola hora!
Y la kibitka reanudó su marcha.
Además, si Nicolás hubiese querido rendir el postrer tributo a todos los cadáveres
que iban a encontrar a partir de entonces sobre la gran ruta siberiana, no le hubiera sido
posible hacerlo. En las proximidades de Nijni-Udinsk, fueron por veintenas los
cuerpos sin vida extendidos sobre el suelo.
Era preciso, por lo tanto, continuar su camino hasta el momento en que fuera
manifiestamente imposible no caer en manos de los invasores.
El itinerario, pues, no fue modificado y pudieron ver cómo la devastación y las
ruinas se acumulaban en cada pueblo. Todas estas aldeas, cuyos nombres indican que
han sido fundadas por exiliados polacos, eran víctimas de horribles pillajes e incendios.
La sangre de las víctimas aún chorreaba, pero no podía saberse en qué condiciones se
habían desarrollado aquellos lamentables acontecimientos, porque no quedaba un solo
ser vivo para contarlo.
Aquel día, hacia las cuatro de la tarde, Nicolás señaló hacia el horizonte los altos
campanarios de las iglesias de Nijni-Udinsk, que estaban coronados por altas columnas
de vapor, que no eran precisamente nubes.
Nicolás y Nadia miraban y comunicaban a Miguel Strogoff el resultado de sus
observaciones. Era preciso tomar una decisión. Si la ciudad estaba abandonada, podían
atravesarla sin riesgo, pero si por alguna causa inexplicable estaba ocupada por los tártaros,
se imponía un rodeo al precio que fuera.
-Avancemos con prudencia -dijo Miguel Strogoff-, pero avancemos.
Recorrieron todavía una versta.
-¡No son nubes, son humaredas! -gritó Nadia- ¡Hermano, han incendiado la ciudad!
Efectivamente, el incendio era demasiado visible. Las llamaradas aparecían entre
vapores de humo y los torbellinos de fuego se hacían cada vez más espesos al elevarse
hacia el cielo. Sin embargo, no se veían fugitivos. Era probable que los incendiarios
encontrasen la ciudad abandonada y la estaban incendiando. Pero ¿se trataba de tropas
tártaras? ¿Serían rusos que obedecían las órdenes del Gran Duque? ¿Había querido el
Gobierno del Zar que desde Krasnoiarsk y el Yenisei ninguna ciudad ni pueblo pudiera
ofrecer cobijo a los invasores? En lo que concernía a Miguel Strogoff, ¿qué debía hacer,
detenerse o continuar la ruta?
Estaba indeciso pero, no obstante, después de haber sopesado los pros y los
contras, pensó que cualesquiera que fuesen las fatigas de un viaje, por la estepa, sin un
camino trazado, era preferible que arriesgarse a caer por segunda vez en manos de los
tártaros. Iba, pues, a proponer a Nicolás abandonar la gran ruta y, si no era
absolutamente preciso, no recuperarla hasta haber franqueado Nijni-Udinsk, cuando se
oyó un disparo, proveniente de la derecha. Silbó una bala y el caballo, herido en la
cabeza, cayó muerto.
En el mismo instante, una docena de jinetes se lanzaron al galope por la ruta,
rodearon la carreta y Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás, sin que tuvieran tiempo de
darse cuenta de lo que pasaba, fueron hechos prisioneros y conducidos rápidamente
hacia Nijni-Udinsk.
Miguel Strogoff, pese a este inesperado ataque, no había perdido su sangre fría. No
pudiendo ver a sus enemigos, tampoco podía soñar en defenderse, pero aunque
hubiese podido usar sus ojos, no lo hubiera intentado, porque significaba ir hacia una
muerte cierta. Pero, si no veía, oía, o podía escuchar lo que decían los soldados y
comprenderlos.
Efectivamente, por la lengua en que hablaban, reconocio que eran tártaros y, según
sus palabras, procedían del ejército de invasores.
Lo que Miguel Strogoff supo, tanto por la conversacion que mantenían en aquel
momento ante él, como por los fragmentos de frases que pudo captar más tarde, era
que estos soldados no estaban directamente bajo las órdenes del Emir, detenido más
allá del Yenisei, sino que formaban parte de una tercera columna, especialmente
compuesta por tártaros de los khanatos de Khokhand y de Kunduze, con la cual el
ejército de Féofar-Khan debía reunirse en los alrededores de Irkutsk.
Por consejo de Ivan Ogareff, y con el fin de asegurar el éxito de la invasión en las
provincias del este, esta columna, después de haber franqueado la frontera del gobierno
de Semipalatinsk y pasando por el sur del lago Balkach, había costeado la base de los
montes Altai. Saqueando y asolando, bajo el mando de un oficial del khanato de
Kunduze, había llegado al curso alto del Yenisei. Allí, previendo la orden que el Zar
diera a Krasnolarsk, para facilitar la travesía del río a las tropas del Emir, este oficial
había lanzado a la corriente del Yenisei una flotilla que, bien como embarcaciones o
bien como material para un puente, permitirían a Féofar-Khan lanzarse sobre la ruta de
Irkutsk en la margen derecha del río.
Después, esta tercera columna había descendido hasta el valle del Yenisei, siguiendo
la falda de las montañas, y volvió a alcanzar la ruta a la altura de Alsalevsk. De ahí que,
a partir de esta pequeña ciudad, se acumulasen aquella espantosa cantidad de ruinas
que era el telón de fondo de todas las guerras de los tártaros.
Nijni-Udinsk acababa de sufrir la suerte común y aquella columna de cincuenta mil
tártaros la había ya abandonado para ir a tomar posiciones frente a Irkutsk. El ejército
del Emir no debería tardar en darles alcance.
Tal era, por esas fechas, la grave situación frente a la que se encontraba esta parte de
la Siberia oriental, completamente aislada, y los defensores de su capital, relativamente
poco numerosos.
Esto fue, pues, lo que averiguó Miguel Strogoff: la llegada frente a Irkutsk de una
tercera columna de invasores y su próxima reunión con las tropas del Emir y de Ivan
Ogareff. Por consiguiente, el asedio de Irkutsk y, seguidamente, su rendición, no era
más que cuestión de tiempo, quizá de un corto plazo.
Se comprende los graves pensamientos que asaltaban a Miguel Strogoff, el cual
desistiría de su empeño si a lo largo de tantas vicisitudes hubiera perdido todo su
coraje y todas sus esperanzas. Pero nada de eso había ocurrido, sino que sus labios no
murmuraron otra palabra que la siguiente:
-¡Llegaré!
Media hora después del ataque de los jinetes tártaros, Miguel Strogoff, Nicolás y
Nadia entraban en Nijni-Udinsk. El fiel perro les seguía de lejos. Pero los tres
prisioneros no debían permanecer en esta ciudad, que estaba en llamas y abandonada
por todos sus moradores.
Fueron obligados a montar sobre caballos y conducidos con rapidez; Nicolás,
resignado como siempre; Nadia, siempre con la confianza puesta en Miguel Strogoff y
éste, aparentemente indiferente, pero presto a aprovechar la primera ocasión que se
presentara para escapar.
Los tártaros se habían dado cuenta de que uno de los prisioneros era ciego y su
natural barbarie les sugirió la idea de burlarse del desafortunado. Para ello iban a todo
galope, pero como el caballo de Miguel Strogoff no iba guiado por nadie más que por
él, iba al albur, haciendo falsos movimientos que llevaban el desorden al destacamento,
prodigando contra el correo del Zar injurias y brutalidades que herían el corazón de la
joven y llenaban de indignación a Nicolás. Pero nada podían hacer, porque no hablaban
la lengua tártara y, además, cualquier intervención suya hubiera sido brutalmente
reprimida.
Esos soldados, pronto encontraron un refinamiento para su crueldad y tuvieron la
idea de cambiar el caballo de Miguel Strogoff por otro que estuviera ciego. La excusa
para el cambio la dieron las palabras de uno de los jinetes, al cual Miguel Strogoff había
oído decir:
-¡Puede que no esté ciego, este ruso!
Esto sucedía a sesenta verstas de Nijni-Udinsk, entre los pueblos de Tatán y
Chibarlinskos.
Montaron, pues, a Miguel Strogoff sobre otro caballo y poniendo irónicamente las
riendas en sus manos, excitaron al caballo a golpes de látigo, pedradas y gritos hasta
que le lanzaron al galope.
El animal, no pudiendo ver porque estaba ciego como su jinete, al no ser mantenido
en línea recta, tan pronto tropezaba contra un árbol como se lanzaba fuera de la ruta,
pudiendo producirse un choque o una caída que tuviera funestas consecuencias.
Miguel Strogoff no protestaba ni dejó escapar una sola queja. Su caballo se cayó y
esperó tranquilamente a que vinieran a volverlo a montar. Efectivamente, le pusieron
en la silla, continuando aquel juego sangriento.
Nicolás, ante aquellos malos tratos, no pudo contenerse y quiso correr en socorro de
su compañero, pero fue detenido brutalmente.
El juego se hubiera prolongado por largo tiempo, con gran jolgorio de los tártaros, si
un accidente más grave no le hubiera puesto fin.
En cierto momento, en la jornada del 10 de septiembre, el caballo ciego se desbocó y
corrió derecho hacia un precipicio, de una profundidad de treinta a cuarenta pies, que
bordeaba la ruta.
Nicolás quiso lanzarse en su seguimiento, pero fue detenido. El caballo iba sin guia y
se precipitó en el barranco con su jinete.
Nadia y Nicolás dieron un grito de espanto... Debieron de creer que su desgraciado
compañero se había destrozado en la caída.
Cuando acudieron a levantarle, Miguel Strogoff pudo ponerse de pie sin ninguna
herida, pero el desafortunado caballo se había roto dos piernas y estaba fuera de
servicio.
Los tártaros lo dejaron morir allí mismo, sin siquiera darle el tiro de gracia. Miguel
Strogoff fue atado a la silla de uno de los jinetes, teniendo que seguir a pie al
destacamento.
¡Aun así, no salió de sus labios una sola queja ni una protesta! Marchó con paso
rápido, casi sin notar los tirones de la cuerda que le sujetaba al caballo. Era siempre el
«hombre de hierro» del que el general Kissof había hablado al Zar.
Al día siguiente, 11 de septiembre, el destacamento franqueaba la población de
Chibarlinskoe.
Entonces se produjo un incidente que debía traer graves consecuencias.
Había llegado ya la noche y los jinetes tártaros, habiendo hecho un alto, bebieron
bastante encontrándose más o menos borrachos cuando fueron a reanudar la marcha.
Nadia, que hasta entonces y como por un milagro, había sido respetada por los
soldados tártaros, fue insultada de pronto y sin que mediara ninguna palabra por uno
de ellos.
Miguel Strogoff no había podido ver ni oír nada, pero Nicolás vio todos los
pormenores.
Entonces, con toda la tranquilidad que le caracterizaba y sin haber reflexionado el
alcance de su acción, Nicolás fue derecho hacia el soldado y, antes de que éste pudiera
hacer ningún movimiento para detenerlo, se apoderó de una pistola que llevaba en las
cartucheras de la silla y la descargó a bocajarro contra el soldado que acababa de
insultar a la joven.
Al ruido de la detonación, el oficial que mandaba el destacamento se apresuró a
acudir enseguida.
Los jinetes iban a hacer pedazos al desgraciado Nicolás, pero entre ellos y la víctima
se interpuso el oficial, el cual dio orden de que se le agarrotase. Así lo hicieron y,
poniéndole atravesado sobre su caballo partió al destacamento al galope.
La cuerda que ataba a Miguel Strogoff había sido roída por él y, al recibir el
inesperado tirón que dio el caballo tártaro, guiado por un jinete medio borracho, se
rompió, sin que el soldado lanzado a una rápida carrera, se diera cuenta.
Miguel Strogoff y Nadia se encontraron solos en medio de la ruta.
9
EN LA ESTEPA
Miguel Strogoff y Nadia estaban, pues, libres y solos una vez más, como lo
estuvieron durante el trayecto desde Perm hasta las orillas del Irtyche. ¡Pero cómo
habían cambiado las condiciones del viaje! Entonces, una confortable tarenta con sus
caballos frecuentemente cambiados y abundantes paradas de posta bien surtidas les
aseguraban la rapidez del viaje. Ahora iban a pie y ante toda imposibilidad de
procurarse medios de locomoción, sin recursos e ignorando de qué modo podrían
subvenir a sus más elementales necesidades. ¡Y todavía les quedaban cuatrocientas
verstas de viaje! Además, Míguel Strogoff no veía más que a través de los ojos de
Nadia.
En cuanto a ese amigo que les había dado el destino, acababan de perderle en las más
funestas circunstancias.
Miguel Strogoff se había dejado caer sobre uno de los lados del camino y Nadia, de
pie, esperaba una palabra de él para reemprender la marcha.
Eran las diez de la noche y hacía tres horas y media que el sol se había ocultado tras el
horizonte. No había a la vista ni una casa, ni una choza. Los últimos tártaros se
perdían ya en la lejanía. Miguel Strogoff y Nadia estaban, pues, absolutamente solos.
-¿Qué harán con nuestro amigo? -gritó la joven-. ¡Pobre Nicolás! ¡Nuestro encuentro
le ha sido fatal!
Miguel Strogoff no respondió.
-Miguel -continuó Nadia-. ¿No sabes que te ha defendido cuando se burlaban de ti
los tártaros, y arriesgó su vida por mí?
Miguel Strogoff permanecía callado, inmóvil, con la cabeza apoyada sobre las manos.
¿En qué pensaba? ¿Aunque no le respondía, había oído las palabras de la joven?
Sí, las había oído, puesto que cuando Nadia dijo:
-¿Adónde he de llevarte, Miguel?
-¡A Irkutsk! -respondió.
-¿Por la gran ruta?
-Sí, Nadia.
Miguel Strogoff seguía siendo el hombre que había jurado llegar hasta el final de su
viaje. Seguir la gran ruta era ir por el camino más corto. Si la vanguardia de
Féofar-Khan aparecía, tendría tiempo de lanzarse a través de la estepa.
Nadia tomó la mano de Miguel Strogoff y emprendieron el camino.
Al día siguiente por la mañana, 12 de septiembre, hacían una corta parada los dos
jóvenes, veinte verstas más lejos del lugar de los recientes sucesos en el pueblo de
Tulunovskoe. La villa estaba incendiada y desierta.
Durante toda la noche, Nadia intentó encontrar el cadáver de Nicolás, por si acaso
había sido abandonado sobre la ruta, pero fue en vano que buscase entre los cadáveres
que encontraban por el camino, porque su desafortunado amigo no apareció.
¿No le tendrían reservado aquellos bárbaros algún cruel suplicio cuando llegasen a
Irkutsk?
Nadia se encontraba agotada por el hambre, así como su compañero, pero tuvo la
buena suerte de encontrar, en una casa de la villa, una cierta cantidad de carne seca y de
sukbaris, pedazos de pan que, secos por la evaporación pueden conservar indefinidamente
sus cualidades nutritivas. Miguel Strogoff y la joven cargaron con todo lo que
podían transportar, asegurando así la comida para varias jornadas y, en cuanto al agua,
no tenían por qué preocuparse en aquellas comarcas regadas por mil pequeños afluentes
del Angara.
Se pusieron otra vez en camino. Miguel Strogoff iba siempre a paso regular, regulado
por el paso lento de su compañera. Nadia, no queriendo quedarse atrás, forzaba su
marcha. Afortunadamente, su compañero no podía ver el estado miserable en que se encontraba
reducida.
Sin embargo, Miguel Strogoff lo presentía.
-Estás al cabo de tus fuerzas, mi pobre niña -le decía de vez en cuando.
-No -respondía ella.
-Cuando ya no puedas más, yo te llevaré, Nadia.
-Sí, Miguel.
Durante aquel día fue preciso atravesar el Oka, pero su curso era vadeable y no
ofrecía ninguna dificultad.
El cielo estaba encapotado y la temperatura era soportable; pero era de temer que
lloviese, lo cual hubiera aumentado sus miserias.
Efectivamente, cayeron algunos chaparrones, pero por fortuna fueron de poca
duración.
Caminaban siempre igual, cogidos de la mano y hablando poco. Se detenían dos
veces al día y reposaban durante seis horas por la noche. En unas cabañas
abandonadas, Nadia encontró algunos pedazos más de esa carne seca, tan abundante en
el país, que no cuesta más que a dos kopeks y medio la libra.
Pero contrariamente a lo que podía ser la esperanza de Miguel Strogoff, no había una
sola bestia de carga en toda la comarca. Los caballos y camellos fueron muertos o
transportados a otros lugares. No tenían más remedio que continuar a pie la travesía de
esta interminable estepa.
Las huellas de la tercera columna tártara que se dirigía hacia Irkutsk eran bien
visibles. Aquí un caballo muerto, allá un carruaje abandonado. Los cadáveres de los
desdichados siberianos iban jalonando también la ruta, principalmente a la entrada y
salida de las poblaciones. Nadia, dominando su repugnancia, revisaba todos los
cadáveres.
Pero, en suma, el peligro no estaba delante, sino atrás. La vanguardia del más
importante ejercito del Emir, mandado por Ivan Ogareff, podía a ecer de un momento a
otro. Las barcas transportadas al Yenisei inferior debían de haber llegado ya a
Krasnoiarsk y habrían servido para atravesar rápidamente el río. El camino, a partir de
allí, estaba ya libre para los invasores, porque ningun cuerpo de ejército ruso podía
barrerlos entre Krasnoiarsk y el lago Baikal. Miguel Strogoff, pues, esperaba la llegada
de los exploradores tártaros.
Nadia, en cada parada, subía a algún promontorio o a cualquier sitio elevado y miraba
atentamente hacia el oeste, pero ninguna nube de polvo señalaba todavía la aparición
de tropas a caballo.
Después, reanudaban la marcha y cuando Miguel Strogoff notaba que era él quien
arrastraba a Nadia, hacía más lento su paso. Hablaban poco y únicamente Nicolás era
el objeto de sus conversaciones. La joven recordaba todo lo que había significado para
ellos aquel compañero de unos días.
Cuando le respondía, Miguel Strogoff intentaba dar a Nadia alguna esperanza, de la
que no había trazas en si mismo, porque sabía perfectamente que el infortunado
muchacho no podía escapar a una muerte cierta.
Un día, Miguel Strogoff dijo a la joven.
-No me hablas nunca de mi madre, Nadia.
¡Su madre! ¡Nadia no quería hablarle de ella! ¿Por qué aumentar su dolor? ¿Había
muerto la vieja siberiana? ¿No había dado su hijo el último beso al cadáver de su madre,
caído sobre el anfiteatro de Tomsk?
-¡Háblame de ella, Nadia! -suplicó, sin embargo, Miguel Strogoff- ¡Me dará tanta
dicha!
Entonces, Nadia hizo lo que ni siquiera había intentado hasta entonces. Le contó
todo lo que les había sucedido a Marfa y a ella desde su encuentro en Omsk, donde
ambas se habían visto por primera vez, explicando cómo un extraño instinto la había
impulsado hacia la anciana prisionera, sin conocerla, prodigándole sus cuidados y
recibiendo de la vieja siberiana una mayor firmeza para afrontar la situación. Miguel
Strogoff, para ella, en aquella época, era todavía Nicolás Korpanoff.
-¡Lo que hubiera debido ser siempre! -respondió Miguel Strogoff con la frente
ensombrecida.
Y al cabo de un rato, agrego:
-¡He faltado a mi promesa, Nadia! ¡Había jurado que no verla a mi madre!
-¡Pero tú no has intentado verla, Miguel! -respondió Nadia-. ¡Fue el azar quien te
puso en su presencia!
-Había jurado que, ocurriera lo que ocurriese, no me descubriría!
-¡Miguel, Miguel! ¿Viendo el látigo levantado sobre Marfa Strogoff, cómo podías
resistirlo? ¡No! ¡No hay promesa ni juramento alguno que pueda impedir a un hijo
ayudar a su madre!
-He faltado a mi juramento, Nadia -insistió Miguel Strogoff-. ¡Que Dios y el Padre
me perdonen!
-Miguel -dijo entonces la joven-, tengo que hacerte una pregunta. No me respondas,
si crees que no debes responderme. De ti nada puede herirme.
-Habla, Nadia.
-¿Por qué, ahora que la carta del Zar no está en tu poder, tienes tanta prisa por llegar
a Irkutsk?
Miguel Strogoff apretó más fuertemente la mano de su compañera, pero no contestó.
-¿Conocías el contenido de la carta antes de abandonar Moscú? -siguió preguntando
Nádia.
-No, no lo conocía.
-¿Debo pensar, Miguel, que te empuja a Irkutsk únicamente el deseo de dejarme en
manos de mi padre?
-No, Nadia -respondió con gravedad Miguel Strogoff-. Te engañaría si te dejara creer
que es así. Voy allí porque mi deber me ordena ir. En cuanto a conducirte a Irkutsk,
¿no eres tú quien me conduce a mí ahora? ¿No veo por tus ojos? ¿No es tu mano la que
me guía? ¿ No has devuelto centuplicados los servicios que te haya podido hacer?
Ignoro si la mala suerte dejará de abrumarnos, pero si algún día tú me das las gracias
por haberte dejado en manos de tu padre, yo te las daré por haberme conducido a
Irkutsk.
-¡Pobre Miguel! -respondió Nadia emocionada-. ¡No hables así! ¡Ésta no es la
respuesta que yo te pido! Miguel, ¿por qué tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?
-Porque es preciso que esté allí antes de que Ivan Ogareff se haga llamar Miguel
Strogoff.
-¿Pese a todo?
-¡Pese a todo, llegaré!
Al pronunciar estas últimas palabras, Miguel Strogoff no hablaba únicamente así por
odio al traidor. Pero Nadia comprendió que su compañero no se lo decía todo porque
no se lo podía decir.
El 15 de septiembre, tres días más tarde, ambos llegaron a la aldea de Kuitunskoe, a
sesenta verstas de Tulunovskoe. La joven caminaba con grandes sufrimientos,
sostenida apenas por sus doloridos pies. Pero resistía y no tenía más que un
pensamiento:
«Puesto que no puede verme, seguiré caminando hasta que me caiga.»
Por otra parte, ningún obstáculo se les había presentado en esta parte de su viaje;
ningún peligro tuvieron que afrontar esos últimos días de la ruta, desde la partida de
los tártaros. únicamente muchas fatigas.
Así transcurrieron esos tres días, en los que se hizo bien patente que la tercera
columna de invasores avanzaban rápidamente hacia el este, lo cual era fácilmente
reconocible por las ruinas que dejaban tras su paso, las cenizas que ya no humeaban y
los cadáveres descompuestos que yacían esparcidos por el suelo.
Nada se veía aún hacia el oeste. La vanguardia del Emir no aparecia por parte alguna.
Miguel Strogoff llegó a hacerse las más inverosímiles suposiciones para explicar ese
retraso. ¿Los rusos, con un contingente suficiente, amenazaban recuperar Tomsk o
Krasnolarsk? ¿Aislada de las otras, la tercera columna estaba en peligro de verse
cortada? Si era así, le sería fácil al Gran Duque defender Irkutsk, y el tiempo ganado en
una invasión era camino adelantado para rechazarla.
Miguel Strogoff se dejaba llevar por esas esperanzas, pero bien pronto comprendía
que eran quiméricas, y no contaba mas que consigo mismo, como si la seguridad del
Gran Duque hubiera estado únicamente en sus manos.
Sesenta verstas separaban Kultunskoe de Kimiteiskoe, pequeña población situada a
poca distancia del Dinka, tributarlo del Angara. El correo del Zar pensaba con cierto
temor en el obstáculo que significaba este afluente, de cierta importancia, situado en su
camino. Ni soñar encontrarse con algún transbordador o alguna barca, y se acordaba,
por haberlo atravesado en otros tiempos más afortunados, que era muy difícil de
vadear. Pero una vez franqueado aquel obstáculo, ningún río y ningún afluente
interponíase ya en su camino y, después de recorrer otras doscientas treinta verstas, se
hallarían en Irkutsk.
Fueron precisos tres días para llegar a Kimilteiskoe. Nadia no podía ya con sus
piernas. Cualquiera que fuese su fortaleza moral, su fuerza física iba a derrumbarse.
Pero Miguel Strogoff no se daba perfecta cuenta de esto.
Si no hubiera estado ciego, Nadia le hubiera dicho:
-Vete, Miguel, déjame en cualquier cabaña y llega a Irkutsk, cumple con tu misión.
Ve a ver a mi padre y dile dónde estoy, dile que le espero y los dos juntos sabréis
encontrarme. Vete. No tengo miedo.
Me esconderé de los tártaros. Me conservaré para ti y para él. Vete, Miguel, ya no
puedo más...
Varias veces, Nadia había tenido que detenerse y entonces Miguel Strogoff la tomaba
en sus brazos y, no teniendo que preocuparse de la fatiga de la joven, desde el
momento en que la llevaba él, andaba más rápidamente con su infatigable paso.
El 18 de septiembre, a las diez de la noche, llegaron por fin a Kimilteiskoe. Desde lo
alto de una colina, Nadia percibió en el horizonte una línea menos oscura que el resto
del paisaje. Era el Dinka, en cuyas aguas se reflejaban algunos relámpagos sin trueno
que iluminaban de vez en cuando el cielo.
Nadia condujo a su compañero a través de la arruinada población. Las cenizas de las
hogueras estaban ya frías y era lógico pensar que los tártaros habían pasado por allí
por lo menos cinco o seis días antes.
Al llegar a las últimas casas, Nadia se dejó caer sobre un banco de piedra.
-¿Hacemos un alto ahora? -le preguntó Miguel Strogoff.
-Ya es de noche, Miguel -respondió Nadia-. ¿No quieres descansar un poco?
-Hubiese querido atravesar antes el Dinka -respondió Miguel Strogoff-. Hubiera
querido dejar entre nosotros y la vanguardia del Emir este río, ¡pero tú no puedes ya ni
arrastrarte, pobre Nadia!
-Vamos, Miguel -respondió Nadia, tomando la mano de su compañero y siguiendo
adelante.
A dos o tres verstas de allí, el Dinka cortaba la ruta de Irkutsk. Este último esfuerzo
que le pedía su compañero no podía la joven dejar de llevarlo a cabo; marcharon, pues,
ambos, a la luz de los relámpagos. Atravesaban entonces un desierto sin límites, en
medio del cual se perdía el pequeño río. Ni un árbol, ni un montículo sobresalían en
esta vasta planicie, en donde recomenzaba la gran estepa siberiana.
No soplaba la más ligera brisa y la calma era tan absoluta que el más leve ruido
hubiera podido propagarse a una distancia infinita.
De pronto, Miguel Strogoff y Nadia se detuvieron, como si sus pies se hubieran
quedado aprisionados en alguna grieta del suelo.
-¿Has oído? -preguntó Nadia.
Después, un lamento se dejó oír. Era un grito desesperado, como la última llamada a
la vida de un ser humano agonizante.
-¡Nicolás, Nicolás! -gritó la joven, impulsada por algún siniestro pensamiento.
Miguel Strogoff, que escuchaba, movió la cabeza.
-¡Ven, Miguel, ven! -dijo Nadia.
Y la joven, que hacía un momento apenas podía arrastrar sus pies, encontró que de
pronto sus fuerzas volvían a ella bajo el empuje de a violenta excitación.
-¿Hemos salido del camino? -preguntó Miguel Strogoff, al sentir bajo sus pies una
tupida hierba, en lugar del polvoriento camino.
-Sí... Sí, es preciso... -respondió Nadia-. ¡El grito ha partido de allá, de la derecha!
Unos minutos después estaban solo a una media versta de la orilla del río.
Dejóse oír un ladrido que, aunque más débil, venía, ciertamente, de muy cerca.
Nadia se detuvo.
-¡Si! -dijo Miguel Strogoff-. ¡Es Serko quien ladra! ¡Ha seguido a su dueño!
-¡Nicolás! -gritó la joven.
Pero su llamada no obtuvo respuesta.
únicamente algunas aves de rapiña tendieron el vuelo y desaparecieron en las alturas.
Miguel aguzaba el oído y Nadia miraba tratando de penetrar en las sombras de esta
planicie, impregnada de efluvios luminosos, que centelleaban como hielo, pero no vio
nada ni a nadie.
Y, sin embargo, se oyó nuevamente una voz que esta vez gritaba con tono lastimoso:
«¡Miguel! »...
Inmediatamente, un perro ensangrentado saltó hacia Nadia. Era Serko.
¡Nicolás no podía estar lejos! ¡Solamente él había podido murmurar el nombre de
Miguel! ¿Dónde estaba? Nadia ya no tenía ni fuerzas para llamarlo.
Miguel Strogoff, arrastrándose por el suelo, buscaba con la mano.
De pronto, Serko lanzó un nuevo ladrido y se precipitó sobre una gigantesca ave que
se había posado en tierra.
Era un buitre que, cuando Serko se lanzó sobre él, levantó el vuelo, pero casi
inmediatamente volvió a la carga, atacando al perro... ¡Éste ladró todavía al buitre...
Pero un formidable picotazo se abatió sobre su cabeza y, esta vez, Serko cayó sin vida
sobre el suelo!
Al mismo tiempo, un grito de horror se escapó de la garganta de Nadia.
-¡Allí... Allí!
¡Una cabeza sobresalía del suelo! La joven hubiera tropezado con ella de no ser por
la intensa claridad que el cielo proyectaba sobre la estepa.
Nadia cayó arrodillada al lado de aquella cabeza.
Nicolás, enterrado hasta el cuello según la atroz costumbre de los tártaros, había sido
abandonado en la estepa para que muriera de hambre y sed, o víctima de las
dentelladas de los lobos o de los picotazos de las aves de rapiña. Era un suplicio
horrible para la víctima, que estaba aprisionada en el suelo, cuya tierra había sido
apretada a su alrededor, no pudiéndola remover porque sus brazos estaban atados al
cuerpo, como los de un cadáver en su ataúd. Vivía en un molde de arcilla que no podía
romper y no podía hacer otra cosa que implorar la llegada de la muerte, que tardaba
demasiado en venir.
Allí era donde los tártaros habían enterrado a su prisionero hacía ya tres días... Tres
días llevaba Nicolás esperando aquel socorro que llegaba demasiado tarde.
Los buitres habían distinguido esta cabeza destacarse a ras del suelo y el perro había
tenido que defender a su dueño contra las feroces aves.
Miguel Strogoff, valiéndose de su cuchillo, empezó a remover la tierra para
desenterrar a aquel vivo.
Los ojos de Nicolás, cerrados hasta aquel momento, se abrieron.
Reconociendo a Miguel y a Nadia, murmuró:
-¡Adiós, amigos! ¡Estoy contento de haberos vuelto a ver! ¡Rezad por mí ... !
Éstas fueron sus últimas palabras.
Miguel Strogoff continuó removiendo el suelo que, al haber sido tan fuertemente
apretado, tenía la dureza de la roca, consiguiendo al fin retirar el cuerpo del
infortunado. Comprobó si su corazón aún latía... Pero ya había dejado de existir.
Quiso entonces enterrarlo, para que no quedase expuesto sobre la estepa, en aquel
agujero en donde había estado enterrado en vida, y lo alargó y amplió, de manera que
pudiera ser enterrado muerto. El fiel Serko sería colocado al lado de su dueño...
En aquel momento se produjo un gran tumulto sobre la gran ruta, a una distancia de
media versta.
Miguel Strogoff escuchó.
Por el ruido, había reconocido que un destacamento de jinetes avanzaba hacia el
Dinka.
-¡Nadia, Nadia! -dijo en voz baja.
Al oír su voz, Nadia dejó de rezar y se enderezó.
-¡Mira, mira! -le dijo el joven.
-¡Los tártaros! -murmuró Nadia.
Era, en efecto, la vanguardia del Emir, que desfilaba con toda rapidez hacia Irkutsk.
-¡No me impedirán que lo entierre! --dijo Miguel Strogoff en tono resuelto.
Y continuó su trabajo.
Muy pronto, el cuerpo de Nicolás, con las manos cruzadas sobre el pecho, fue
acostado en la tumba.
Miguel Strogoff y Nadia, arrodillados, rezaron durante media hora por aquel pobre
muchacho, inofensivo y bueno, que había pagado con la vida su devoción hacia ellos.
-¡Ahora -dijo Miguel Strogoff, acabando de apretar la tierra sobre el cadáver-, los
lobos de la estepa ya no podrán devorarlol
Después extendió su mano amenazadora hacia la tropa de jinetes que pasaba,
diciendo:
-¡En marcha, Nadia!
Miguel Strogoff no podía seguir caminando por la gran ruta, que estaba ya ocupada
por los tártaros, y tenía que andar a través de la estepa, dando un rodeo para llegar a
Irkutsk.
No tenía ya que preocuparse por la travesía del Dinka.
Nadia no podía dar un paso, pero podía ver por él, así que, tomándola en sus brazos,
se adentró hacia el sudoeste de la provincia.
Le quedaban todavía por recorrer doscientas verstas. ¿Cómo las anduvo? ¿Cómo no
sucumbió a tantas fatigas? ¿Cómo pudieron alimentarse en ruta? ¿Con qué
sobrehumana energía llegó a remontar las primeras estribaciones de los montes
Sayansk? Ni Nadia ni él hubieran podido decirlo.
Sin embargo, doce días después, el 2 de octubre, a las seis de la tarde, una inmensa
lámina de agua se extendía a los pies de Miguel Strogoff.
Era el lago Baikal.
10
EL BAIKAL Y EL ANGARA
El lago Baikal está situado a mil setecientos pies por encima del nivel del mar. Tiene
una longitud de alrededor de novecientas verstas y una anchura de cien. Su
profundidad es desconocida. Según la señora Bourboulon, aseguran los marineros que
navegan por este lago que quiere que se le llame «señora mar», porque cuando se oye
llamar «señor lago», se enfurece enseguida.
Sin embargo, según una leyenda que corre por esta comarca, ningún ruso se ha
ahogado jamás en sus aguas.
Este inmenso depósito de agua dulce, alimentado por más de trescientos ríos, está
encerrado en un magnífico circuito de montañas volcánicas. No tiene otra salida para
sus aguas que el río Angara, que después de pasar por Irkutsk, va a desembocar en el
Yenisei, un poco más arriba de la ciudad de Yeniseisk.
En cuanto a los montes que lo circundan, son un brazo de los Tunguzes, que derivan
del vasto sistema orográfico de la cordillera Altai.
En esta época los fríos ya se dejan sentir. En cuanto llega a este territorio, sometido a
unas condiciones climatológicas tan particulares, el otoño parece que queda anulado
por un precoz invierno.
Eran los primeros días de octubre y el sol ya se escondía por detrás del horizonte a
las cinco de la tarde, bajando la temperatura de las largas noches por debajo de los cero
grados. Las primeras nieves, que no desaparecerían hasta el verano, ya teñían de blanco
las cimas vecinas del Baikal. Durante el invierno siberiano, este mar interior, con una
capa de hielo de varios pies de espesor, se veía cruzado continuamente por los trineos
de los correos y de las caravanas.
Bien sea porque se le falta al respeto llamándole «señor lago», o por cualquier otra
razón más meteorológica, el Baikal está sujeto a violentas tempestades y sus olas,
rápidas como las de todos los mediterráneos, son muy temidas por las balsas, los
barcos y los vapores que lo atraviesan durante el verano.
Miguel Strogoff acababa de llegar al extremo sudoeste del lago, llevando a Nadia, de
la que podía decirse que toda su vida se concentraba en los ojos. ¿Qué podían
esperarlos dos en aquella parte salvaje de la provincia, como no fuera morir de
agotamiento y de inanición? Y, sin embargo, ¿qué quedaba por recorrer de aquel largo
camino de seis mil verstas, para que el correo del Zar llegase a su destino? Nada más
que sesenta verstas desde el lago hasta la desembocadura del Angara y ochenta verstas
desde allí hasta Irkutsk. En total, ciento cuarenta verstas que significaban tres días de
recorrido a pie para un hombre fuerte y vigoroso.
-Era todavía Miguel Strogoff ese hombre?
Sin duda, el cielo no quería someterlo a esta prueba y la fatalidad que se cernía sobre
él parecía querer abandonarlo por un instante. Ese extremo del Balkal, esa porción de la
estepa que crecía desierta y que, en realidad, lo era en todo tiempo, no lo estaba
entonces.
Unos cincuenta individuos se encontraban reunidos en el ángulo que forma el
extremo sudoeste del lago.
Cuando Miguel Strogoff desembocó por el desfiladero de las montañas llevando en
brazos a Nadia, ésta los había visto enseguida.
La joven debió de temer por un instante que fuera un destacamento de tártaros
enviado para patrullar las orillas del lago Balkal, en cuyo caso, la huida seria imposible.
Pero se tranquilizó pronto y gritó:
-¡Rusos!
Después de este último esfuerzo, los párpados de la joven se cerraron y su cabeza
cayó sobre el pecho de Miguel Strogoff.
Habían sido vistos y varios de aquellos rusos corrían hacia ellos, conduciendo al
ciego y a la joven a la orilla de una pequeña playa en la que había amarrada una balsa.
La balsa iba a partir.
Estos rusos eran fugitivos de diversa condición, a los que un interés común había
reunido en esta parte del Baikal. Empujados por los tártaros, intentaban refugiarse en
Irkutsk y, no pudiendo llegar por tierra, ya que los invasores habían tomado posiciones
frente a la ciudad, en las dos orillas del Angara, esperaban llegar descendiendo el
curso del río, que atravesaba Irkutsk.
Este proyecto hizo estremecer el corazón de Miguel Strogoff. Iba a jugar su última
carta; pero tuvo la suficiente fortaleza para disimular, porque quería guardar su
incógnito más severamente que en ninguna ocasion.
El plan de los fugitivos era muy sencillo. Utilizarían la corriente de la orilla superior
del Baikal hasta la desembocadura del Angara, para llegar a la salida del lago y desde
ese punto hasta Irkutsk serían arrastrados por la rápida corriente del río, que discurre
con una velocidad de diez a doce verstas por hora, pudiendo estar a las puertas de la
ciudad en día y medio.
En aquel lugar no se encontraba ni una sola embarcación y fue preciso suplirla por
una balsa o, mejor dicho, por un tren de troncos que construyeron, parecido a los que
descienden habitualmente por los ríos siberianos. Un bosque de pinos que se elevaba
sobre la orilla les había proporcionado el material necesario para aquel aparejo flotante.
Los troncos, atados entre sí con ramas de mimbre, formaban una plataforma sobre la
que podían aposentarse cómodamente cien personas.
A esta balsa fueron conducido Nadia y Miguel Strogoff.
La joven había vuelto ya en sí y, después de comer junto con su compañero las
provisiones que les proporcionaron aquellos fugitivos, se acostó sobre un lecho de
hojarasca, quedando enseguida profundamente dormida.
Miguel Strogoff no dijo nada de lo ocurrido en Tomsk a los que le interrogaron,
haciéndose pasar por un habitante de Krasnoiarsk que no había podido llegar a Irkutsk
antes de que las tropas del Emir se hicieran dueñas de la orilla izquierda del Dinka;
agregando que muy probablemente el grueso de las fuerzas tártaras ya había tomado
posiciones frente a la capital de Siberia.
No podían, pues, perder ni un instante. Además, el frío se hacía cada vez más
intenso y la temperatura, durante la noche, caía por debajo de los cero grados,
habiéndose formado ya algunos hielos sobre la superficie del Baikal. La balsa podía
maniobrar fácilmente sobre las aguas del lago, pero no ocurriría lo mismo en la
corriente del Angara, en el caso de que los tempanos comenzaran a entorpecer su
curso.
Por toda esta serie de razones, era preciso que los fugitivos iniciaran la marcha
cuanto antes.
A las ocho de la tarde se largaron amarras y, bajo la acción de la corriente, la balsa
siguió la línea del litoral. Grandes pértigas manejadas por aquellos robustos mujiks
bastaban para rectificar su rumbo cuando era preciso.
Un viejo marinero del Baikal había tomado el mando. Era un hombre de unos sesenta
y cinco años, curtido por las brisas del lago, con una espesa y larga barba blanca
cayéndole sobre el pecho; cubría su cabeza, de aspecto grave y austero, con un gorro
de piel, y vestía una larga y amplia hopalanda ajustada a la cintura, que le llegaba hasta
los tacones.
El taciturno anciano, sentado a popa, daba las órdenes por señas y no pronunció ni
diez palabras en diez horas. Por otra parte, toda maniobra se reducía a mantener la
balsa dentro de la corriente que bordeaba el lago a lo largo del litoral, sin adentrarse en
su interior.
Se ha dicho ya que en la balsa se encontraban rusos de distinta condición.
Efectivamente, a los campesinos indígenas, hombres, mujeres, ancianos y niños, se
habían unido tres peregrinos, sorprendidos por la invasión durante su viaje, algunos
monjes y un pope.
Los peregrinos llevaban su báculo y su calabaza colgando de la cintura e iban
salmodiando con voz plañidera. Uno venía de Ukrania, otro del mar Amarillo y un
tercero de las provincias de Finlandia. Este último, de avanzada edad, llevaba un
pequeño cepillo, cerrado con un candado, colgando de la cintura, como si hubiera
estado sujeto al pilar de una iglesia. De las limosnas que recogiera durante su largo y
fatigoso viaje, nada era para él, que ni siquiera poseía la llave de ese candado, el cual no
se abriría hasta su vuelta.
Los monjes venían del norte del Imperio. Hacía tres meses que salieron de la ciudad
de Arkhangel, a la que ciertos viajeros, han atribuido el aspecto de cualquier ciudad
oriental. Habían visitado ya las Islas Santas, cerca de la costa de Carelia; el convento de
Solovetsk; el convento de Troitsa y los de San Antonio y San Teodosio en Kiev, la
antigua ciudad favorita de los jagallones; el monasterio de Simeonof, en Moscú; el de
Kazan, así como su iglesia de los Viejos Creyentes, y volvían a Irkutsk con su hábito,
su capuchón y los vestidos de sarga.
En cuanto al pope, era un sencillo cura de aldea; uno de esos seiscientos mil pastores
del pueblo con que cuenta el Imperio ruso. Iba tan miserablemente vestido como los
propios campesinos, y es que, en verdad, no era más acomodado que cualquiera de
ellos, porque no teniendo ni rango ni poder en la Iglesia, precisaba trabajar como
cualquiera de ellos su pedazo de tierra, aparte de bautizar, casar y enterrar. Había
podido sustraer a su mujer e hijos de las brutalidades de los tártaros, enviándolos a las
Provincias del norte. Él había quedado en su parroquia hasta el último momento;
después se vio obligado a huir, pero al encontrar cerrada la ruta de Irkutsk no le quedó
más remedio que dirigirse al lago Baikal.
Estos religiosos, agrupados en la proa de la balsa, rezaban a intervalos regulares,
elevando la voz en medio de la silenciosa noche y, al final de cada versículo de sus
oraciones, sus labios entonaban el Slava Bogu (Gloria a Dios).
Durante esta parte de la navegación no se produjo ningún incidente. Nadia había
quedado sumergida en un profundo sopor y Miguel Strogoff velaba su sueño al lado de
la joven. Sólo a largos intervalos le asaltaba el sueño y, aun así, su pensamiento estaba
siempre despierto.
Al llegar el día, la balsa, frenada por una violenta brisa contraria a la dirección de la
corriente, se encontraba todavía a cuarenta verstas de la desembocadura del Angara.
Probablemente no podrían llegar allí antes de las tres o las cuatro de la tarde. Pero eso
no constituía ningun inconveniente, antes al contrario, porque los fugitivos
descenderían por el río durante la noche y, ocultos entre las sombras, podrían pasar
mas fácilmente desapercibidos y llegar a Irkutsk.
El único temor que manifestó varias veces el viejo marinero era el relativo a la
formación de bloques de hielo sobre la superficie de las aguas. La noche había sido
extremadamente fría y se veian numerosos tempanos deslizarse hacia el oeste bajo el
impulso del viento. Éstos no eran de temer porque no podían desviarse hacia el
Angara, ya que habían sobrepasado su desembocadura. Pero cabía pensar que si se
originaban en las partes orientales del lago, podrían venir arrastrados por la corriente y
deslizarse entre las dos orillas del río. Esto podía acarrearles dificultades y posibles
retrasos; puede que hasta algún insuperable obstáculo detuviera la balsa.
Miguel Strogoff tenía, pues, un inmenso interés en saber cuál era el estado del lago y
si los témpanos aparecían en gran número. Nadia se había ya despertado y contestaba
a las incesantes preguntas del correo del Zar, dándole cuenta de cuanto ocurría sobre la
superficie de las aguas.
Pero mientras el intenso frío iba formando bloques de hielo, otros curiosos
fenómenos se producían en la superficie del Balkal. Unos magníficos surtidores de
agua hirviente brotaban de algunos de esos pozos arteslanos que la naturaleza había
abierto en el mismo lecho del río. Los chorros de agua caliente se elevaban a gran altura,
empenachándose de vapores irisados por los rayos del sol, que el frío condensaba casi
al instante. Este curioso espectáculo hubiera ciertamente maravillado a cualquier turista
que hubiese viajado en plena paz y por puro placer sobre las aguas de este mar
siberiano.
A las cuatro de la tarde, el viejo marinero señaló la desembocadura del Angara, entre
las altas rocas graníticas del litoral. Podía distinguirse sobre la orilla derecha el pequeño
puerto de Livenitchnaia, su iglesia y unas pocas casas edificadas sobre la orilla.
Pero para agravar las circunstancias, los primeros hielos procedentes del este
derivaban ya entre las orillas del Angara y, por consecuencia, descendían hacia Irkutsk.
Sin embargo, su número no podía ser todavía lo suficientemente capaz como para
obstruir el río, ni el frío lo bastante intenso como para aumentar su tamaño.
La balsa llegó al pequeño puerto y se detuvo. El viejo marinero había decidido hacer
un alto de una hora con el fin de realizar algunas operaciones indispensables. Los
troncos estaban desunidos y amenazaban separarse, por lo que era imprescindible
volverse a atar sólidamente a fin de que pudieran resistir la rápida corriente del Angara.
Durante el verano, el puerto de Livenitchnala es una estación de llegada Y salida para
los viajeros del Baikal, según se dirijan a Klakhta, última ciudad de la frontera
ruso-china, o regresen de ella.
Es, pues, un puerto muy frecuentado por los buques de vapor y por los pequeños
barcos de cabotaje del lago.
Pero en estos momentos Livenitchnaia estaba abandonada. Sus habitantes no podían
quedarse allí porque se exponían a las depredaciones de los tártaros, que recorrian ya
las dos orillas del Angara. Habían enviado a Irkutsk la flotilla de barcos que pasan
ordinariamente el invierno en su puerto y, cargados con todo lo que podían
transportar, se habían refugiado a tiempo en la capital de Siberia oriental.
El viejo marinero, pues, no esperaba recoger nuevos fugitivos en el puerto de
Livenitchnaia,'sin embargo, en el momento en que se aproximaban a la orilla, dos
individuos salieron corriendo de una casa deshabitada, con toda la rapidez que les
permitían sus piernas.
Nadia, sentada en popa, miraba distraídamente.
De pronto se le escapó un grito y tomó la mano de Miguel Strogoff que, al notar el
sobresalto de la muchacha, levantó la cabeza.
-¿Qué tienes, Nadia? -preguntó.
-Nuestros dos compañeros de viaje, Miguel.
-¿El inglés y el francés que encontramos en el desfiladero de los Urales?
-Sí.
Miguel Strogoff se estremeció, porque corría peligro de ser desvelado el severo
incógnito del que no quería salir.
Efectivamente, no era a Nicolás Korpanoff a quien Alcide Jolivet y Harry Blount
iban a ver ahora, sino al verdadero Miguel Strogoff, correo del Zar.
Desde que se separaron en la parada de Ichim, se había tropezado dos veces con los
periodistas. La primera en el campamento de Zabediero, cuando cruzó la cara de Ivan
Ogareff con un golpe de knut, y la segunda en Tomsk, cuando fue condenado por el
Emir. Sabían, por consiguiente, a qué atenerse respecto a su verdadera personalidad.
Miguel Strogoff tomó rápidamente una decisión.
-Nadia -dijo-, cuando hayan embarcado los dos extranjeros, ruégales que se sitúen a
mi lado.
Eran, efectivamente, Harry Blount y Alcide Jolivet, a quienes no el azar, sino la
fuerza de los acontecimientos, había empujado hasta Livenitchnala, como había
empujado también a Miguel Strogoff y a Nadia.
Dijeron que, después de haber asistido a la entrada de los tártaros en Tomsk,
marcharon de allí antes de la salvaje ejecución con que iba a terminar la fiesta. No
dudaban, pues, que su antiguo compañero de viaje había sido condenado a muerte e
ignoraban que la sentencia del Emir había sido que le quemaran los ojos.
Los dos personajes se habían agenciado sendos caballos, saliendo de Tomsk aquella
misma tarde, con el bien decidido propósito de fechar sus proximas crónicas desde los
campamentos rusos de la Siberia oriental.
Alcide Jolivet y Harry Blount se dirigieron a marchas forzadas hacia Irkutsk.
Esperaban tomarle la suficiente ventaja a Féofar-Khan y, ciertamente, lo hubiesen
conseguido de no impedírselo la inopinada aparición de esa tercera columna, llegada de
las comarcas del sur por el valle del Yenisei. Como Miguel Strogoff y Nadia,
encontraron el camino cortado antes de llegar al río Dinka, viéndose en la necesidad de
desviarse hasta el Baikal.
Cuando llegaron a Livenitchnaia encontraron el puerto completamente abandonado,
pero como era imposible entrar en Irkutsk por ningún otro camino, porque la ciudad
estaba completamente rodeada por el ejército tártaro, cuando llegó la balsa ya llevaban
allí tres embarazosos días, sin saber qué decisión tomar.
Los fugitivos les comunicaron sus proyectos y como ciertamente tenían bastantes
probabilidades de que pudieran pasar desapercibidos durante la noche hasta llegar a
Irkutsk, intentaron la aventura.
Alcide Jolivet se puso inmediatamente en contacto con el viejo marinero y le pidió
pasaje para él y para su compañero, ofreciéndole pagar el precio que se les exigiera,
fuera cual fuese.
-Aqui no se paga -le respondió con gravedad el marinero-, se arriesga la vida. Eso es
todo.
Los dos periodistas embarcaron y Nadia les vio dirigirse hacia la proa de la balsa.
Harry Blount era siempre el inglés frío que apenas le dirigió la palabra durante todo
el tiempo que estuvieron juntos en la travesía de los montes Urales.
Alcide Jolivet parecía estar un poco mas serio que de costumbre. Hay que convenir
que su seriedad estaba sobradamente justificada por las circunstancias.
El francés se había ya instalado en la proa de la balsa cuando notó que una mano se
apoyaba en su hombro. Se volvió y reconoció a Nadia, la hermana de aquel que era, no
Nicolás Korpanoff, sino Miguel Strogoff, correo del Zar.
Iba a escapársele un grito de sorpresa cuando la joven llevó un dedo a sus labios,
indicándole silencio.
-Vengan -les dijo Nadia.
Y, con aire de indiferencia, haciendo a Harry Blount una señal para que le siguiera, se
fueron tras la joven.
Pero si la sorpresa de los periodistas había sido grande al encontrarse con Nadia
sobre la balsa, su asombro no tuvo límites cuando reconocieron a Miguel Strogoff, al
que no creían vivo.
Cuando se le aproximaron, el correo del Zar permaneció completamente inmóvil.
Alcide Jolivet se volvió hacia la joven.
-No les puede ver, señores --dijo Nadia-. Los tártaros le quemaron los ojos. Mi
pobre hermano está ciego.
Un vivo sentimiento de piedad se reflejó en los rostros de Alcide Jolivet y su
com-pañero.
Segundos después estaban ambos sentados junto a Miguel Strogoff, estrechando su
mano y esperando a que hablara.
-Señores -dijo Miguel Strogoff en voz baja-, ustedes no deben saber quién soy ni qué
he venido a hacer en Siberia. Les pido que mantengan mi secreto. ¿Me lo prometen?
-Por mi honor -respondió Alcide Jolivet.
-Por mi fe de caballero -agregó Harry Blount.
-¿Podemos serle útiles en algo? -preguntó el francés-. ¿Quiere usted que le ayudemos
a cumplir su misión?
-Prefiero llevarla a cabo solo -respondió Miguel Strogoff.
-¡Pero esos miserables le han quemado los ojos! ---dijo Alcide Jolivet.
-Tengo a Nadia y sus ojos me bastan.
Media hora más tarde, la balsa, después de haber largado amarras del puerto de
Livenitchnaia, se introducía en el río.
Eran las cinco de la tarde y estaba cerrándose la noche. Sería una noche muy oscura
y, sobre todo, muy fría, porque la temperatura estaba ya por debajo de los cero
grados.
Alcide Jolivet y Harry Blount habían prometido guardar el secreto a Miguel
Strogoff, pero, sin embargo, no le abandonaron. Estuvieron conversando en voz baja y
el ciego completó las noticias que tenía con las que pudieron proporcionarle los dos
periodistas, con lo que pudo hacerse una idea bastante exacta de la situación.
Era cierto que los tártaros rodeaban Irkutsk y que las tres columnas invasoras se
habían reunido ya. No podía dudarse de que el Emir e Ivan Ogareff estuvieran frente a
la capital.
Pero ¿por que mostraba el correo del Zar tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora que
ya no podía entregar al Gran Duque la carta imperial y el hermano del Zar ni siquiera le
conocía?
Alcide Jolivet y Harry Blount no comprendieron esto más de lo que lo comprendía
Nadia.
Por lo demás, no se habló del pasado hasta el momento en que Alcide Jolivet creyó
que era un deber decir a Miguel Strogoff:
-Nosotros le debemos nuestras excusas por no haberle estrechado la mano cuando
nos despedimos en la parada de Ichim.
-Estaban en su derecho al creerme un cobarde.
-En cualquier caso -agregó Alcide Jolivet-, azotó usted magníficamente la cara de ese
miserable. ¡Llevará la marca mucho tiempo!
-No, no mucho tiempo -contestó sencillamente Miguel Strogoff.
Media hora después de la salida de Livenitchnaia, Alcide Jolivet y Harry Blount
estaban al corriente de las duras pruebas por las que habían tenido que atravesar
Miguel Strogoff y su supuesta hermana. No Podían hacer otra cosa que admirar sin
reservas aquella energía y aquel valor, que únicamente quedaban igualados por la
devoción de la muchacha.
Pensaron de Miguel Strogoff exactamente lo mismo que había dicho de él el Zar, en
Moscú: «En verdad, es un hombre.»
La balsa se deslizaba con rapidez entre los bloques de hielo que arrastraba la
corriente del Angara.
Un panorama móvil se desplazaba lateralmente sobre las dos orillas del río y por una
ilusión óptica parecía que era aquel aparejo flotante el que estaba inmóvil ante la
sucesión de pintorescas vistas. Aquí las altas fallas graníticas, extrañamente perfiladas;
allá abruptos desfiladeros por donde discurría algún río torrencial; algunas veces, un
largo portalón con una ciudad humeante todavía; después, unos amplios bosques de
pinos que proyectaban brillantes llamaradas. Pero si los tártaros habían dejado huellas
de su paso por todas partes, no se les veía aún, ya que esperaban agruparse más
estrechamente en los alrededores de Irkutsk.
Durante este tiempo los peregrinos continuaron rezando en voz baja y el viejo
marinero, esquivando los bloques de hielo que se les echaban encima, mantenía
imperturbable la balsa en el centro de la rápida corriente.
11
ENTRE DOS ORILLAS
Tal como era de prever, dado el estado del tiempo, una profunda oscuridad envolvía
toda la comarca a las ocho de la tarde. Era luna nueva y, por tanto, el disco dorado no
aparecía en el horizonte. Desde el centro del río las orillas eran invisibles y los acantilados
se confundían a poca altura con las espesas nubes que apenas se desplazaban.
Algunas ráfagas de aire, que venlan a veces del este, parecían expirar en el estrecho
valle del Angara.
La oscuridad favorecía en gran medida los proyectos de los fugitivos. En efecto,
aunque los puestos avanzados de los tártaros estuvieran escalonados sobre ambas
orillas, la balsa tenía muchas probabilidades de pasar desapercibida.
Tampoco era verosímil que los asediadores hubieran bloqueado el río más arriba de
Irkutsk, porque sabían que los rusos no podían recibir ninguna ayuda proveniente del
sur de la provincia.
No obstante, dentro de poco sería la misma naturaleza la que estableciera esa barrera,
cuando el frío cimentase los hielos acumulados entre las dos orillas.
A bordo de la balsa reinaba un absoluto silencio.
Las voces de los peregrinos no se habían dejado oír desde que se adentraron en el
curso del río. Todavía rezaban, pero sus rezos sólo eran murmullos que en forma
alguna podían llegar hasta la orilla.
Los fugitivos, tendidos sobre la plataforma, apenas rompían con sus cuerpos la línea
horizontal del agua. El viejo marinero, acostado en proa cerca de sus hombres, se
ocupaba únicamente de apartar los bloques de hielo, maniobra que hacía en el más completo
silencio.
Estos bloques a la deriva, si no llegaban más adelante a constituir un obstáculo
infranqueable, favorecían a los fugitivos. Efectivamente, el aparejo, aislado sobre las
aguas libres del río, hubiera corrido un serio peligro, caso de ser localizado incluso a través
de la espesa oscuridad, mi ntras que de esta forma podía confundirse con esas
masas móviles de todos los tamaños y formas, y el rumor que producía la rotura de los
bloques al chocar entre ellos cubría cualquier otro ruido sospechoso.
A través de la atmósfera se propagaba un frío que hacía sufrir cruelmente a los
fugitivos, quienes sólo podían abrigarse con unas cuantas ramas de abedul. Se
apretaban unos contra otros con el fin de soportar mejor la baja temperatura, que
durante aquella noche llegaría a los diez grados bajo cero. El poco viento que soplaba,
enfriado al atravesar las montañas del este, mordía las carnes.
Miguel Strogoff y Nadia, tendidos en popa, soportaban los crecientes sufrimientos
sin formular una queja. Alcide Jolivet y Harry Blount, situados junto a ellos, resistían
como mejor podían aquellos primeros asaltos del invierno siberiano. Ni unos ni otros
hablaban ahora, ni siquiera en voz baja. Por lo demás, la situación les absorbía por
completo. A cada instante podía producirse un incidente, sobrevenir un peligro, hasta
una catástrofe de la que no saldrían indemnes.
Miguel Strogoff, siendo un hombre que esperaba llegar pronto al final de su largo
viaje, parecía estar singularmente tranquilo. Además, hasta en las más graves
coyunturas, su energía no le había abandonado jamás. Entreveía ya el momento en que
podría, por fin, permitirse pensar en su madre, en Nadia y en sí mismo. No temía más
que una última desgracia: que la balsa fuese totalmente detenida por una barrera de
hielo antes de haber llegado a Irkutsk. No pensaba más que en esto pero, por lo demás,
estaba absolutamente decidido, si no había más remedio, a intentar cualquier supremo
golpe de audacia.
Nadía, gracias al efecto bienhechor de varias horas de reposo, había recuperado sus
fuerzas físicas, que el sufrimiento había podido quebrantar algunas veces, sin haber
nunca abatido su energia moral. Pensaba también que en el caso de que Miguel Strogoff
hiciera un nuevo esfuerzo para llegar a su meta, ella tenía que estar con él para guiarle.
Pero, a medida que iban acercándose a Irkutsk, la imagen de su padre se dibujaba con
mayor nitidez en su espíritu. Lo veía en la ciudad sitiada, lejos de los seres queridos,
pero -y de esto Nadia no abrigaba ninguna duda- luchando contra los invasores con
todo el ardor de su patriotismo.
Por fin, si el cielo les favorecía, dentro de pocas horas estaría en sus brazos,
transmitiéndole las últimas palabras de su madre, y ya nada les separaría jamás. Si el
exilio de Wassili Fedor no había de acabarse, su hija se quedaría exiliada con él. Pero,
por un impulso natural irreprimible, el pensamiento de Nadia se volvió hacia aquel al
que ella debía el poder ver a su padre, a ese generoso compañero, ese «hermano» el
cual, una vez rechazados los tártaros, regresaría a Moscú y puede que ya no volviera a
verlo... En cuanto a Alcide Jolivet y Harry Blount, no tenían más que un mismo y
unico pensamiento: que la situación era extremadamente dramática y que, bien descrita,
les iba a proporcionar una de las crónicas más interesantes.
El inglés pensaba, pues, en los lectores del Daily Telegraph, y el francés en los de su
prima Magdalena, pero en el fondo, ambos estaban visiblemente emocionados.
«¡Tanto mejor! -pensaba Alcide Jolivet-. ¡Es necesario conmoverse para conmover!
¡Creo que hay un célebre verso a proposito para esto, pero, al diablo si sé ... !
Y sus ejercitados ojos trataban de penetrar las sombras que envolvían el río.
Sin embargo, grandes resplandores rompían a veces las tinieblas e iluminaban los
grandes macizos de las orillas, dándoles un fantástico aspecto. Se trataba de algún
bosque en llamas o de alguna ciudad todavía ardiendo, siniestra representación de los
cuadros del día en contraste con la noche.
El Angara se iluminaba entonces de una margen a la otra y los hielos se convertían en
otros tantos espejos que reflejaban la luz de las llamas en todas direcciones y de todos
los colores, desplazándose siguiendo los caprichos de la corriente.
La balsa, confundida con uno de esos cuerpos flotantes, pasaba desapercibida.
El peligro no estaba allí.
Pero un peligro de otra naturaleza amenazaba a los fugitivos. Éstos no podían
preverlo y, sobre todo, no podían hacer nada por evitarlo.
Fue a Alcide Jolivet a quien el azar eligio para localizarlo; véase en qué
circunstancias:
El periodista estaba acostado sobre la parte derecha de la balsa, habiendo dejado que
su mano rozase la superficie del agua. De pronto, fue sorprendido por la impresión
que le produjo el contacto de la corriente en su superficie. Parecía ser de consistencia
viscosa, como si se tratase de aceite mineral.
Alcide Jolivet, corroborando con el olfato lo que había sentido con el tacto, ya no se
equivocaba. ¡Era, con seguridad, una capa de nafta líquida que la corriente arrastraba
sobre la superficie del agua!
¿Flotaba realmente la balsa sobre esta sustancia tan eminentemente combustible?
¿De dónde procedía la nafta? ¿Había sido derramada en la superficie del Angara por un
fenómeno natural, o debía servir como ingenio destructor puesto en práctica por los
tártaros? ¿Querían incendiar Irkutsk por unos medios que las leyes de la guerra no
justificaban jamás entre naciones civilizadas?
Tales fueron las preguntas que se hizo Alcide Jolivet, pero creyó que no debía poner
al corriente de este incidente a nadie más que a Harry Blount, y ambos estuvieron de
acuerdo en que no debían alarmar a sus compañeros de viaje revelándoles el nuevo
peligro que les amenazaba.
Como se sabe, el subsuelo de Asia central es como una esponja impregnada de
hidrocarburos líquidos. En el puerto de Bakú, sobre la frontera persa; en la península
de Abcheron, sobre el mar Caspio; en Asia Menor; en China; en Yug-Hyan y en el Birman,
los yacimientos de aceites minerales brotan a millares en la superficie de los
terrenos. Es el «país del aceite», parecido al que lleva ese mismo nombre en
Norteamérica.
Durante ciertas fiestas religiosas, principalmente en Bakú, los indígenas, adoradores
del fuego, lanzan a la superficie del mar la nafta líquida, que flota gracias a que tiene
una densidad inferior a la del agua. Después, una vez que llega la noche, cuando la mancha
mineral se ha esparcido por el Caspio, la inflaman para admirar aquel incomparable
espectáculo de un océano de fuego ondulado a impulsos de la brisa.
Pero lo que en Bakú no es mas que una diversión, en las aguas del Angara sería un
mortal desastre si, intencionadamente o por imprudencia, una chispa inflamara el
aceite, el incendio se propagaría más allá de Irkutsk.
En cualquier caso, sobre la balsa no era de temer ninguna imprudencia pero sí que
había que temer los incendios que se propagaban por las dos orillas del Angara, porque
bastaba que una brasa o una chispa cayera en el río para incendiar aquella corriente de
nafta.
Se comprende los temores de Alcide Jolivet y Harry Blount, los cuales, en presencia
de aquel nuevo peligro se preguntaban si no sería preferible acercar la balsa a una de las
orillas, desembarcar y esperar los acontecimientos.
-En cualquier caso -dijo Alcide Jolivet-, cualquiera que sea el peligro, yo sé de uno
que no va a desembarcar.
Al decir esto aludía a Miguel Strogoff.
Mientras tanto, la balsa se deslizaba rápidamente entre los bloques de hielo, cuyo
número aumentaba cada vez más.
Hasta entonces no habían divisado ningún destacamento tártaro sobre las márgenes
del Angara, lo que indicaba que la balsa no había llegado todavía a la altura de los
puestos más avanzados. Sin embargo, hacia las diez de la noche, Harry Blount creyó
distinguir numerosos cuerpos negros que se movian en la superficie de los témpanos.
Aquellas sombras saltaban de un bloque a otro y se aproximaban rápidamente.
-¡Tártaros! -pensó.
Y deslizándose hacia el viejo marinero, situado en proa, le mostró aquel sospechoso
movimiento.
-No son más que lobos --dijo-. Los prefiero a los tártaros, pero será preciso que nos
defendamos, y sin hacer ruido.
En efecto, los fugitivos tuvieron que luchar contra esos feroces carniceros a los que el
hambre y el frío lanzaban a través de la provincia. Los lobos habían olido a los
fugitivos de la balsa y pronto los atacaron.
Se veían precisados a luchar contra esas bestias, pero no podían emplear armas de
fuego, porque las posiciones tártaras podían encontrarse muy cerca de allí. Las mujeres
y los niños se agruparon en el centro de la balsa, y los hombres, unos armados con
pértigas, otros con cuchillos y la mayor parte con palos, se vieron obligados a rechazar
a los asaltantes. Ellos no dejaban oír un solo grito, pero los aullidos de los lobos
desgarraban el aire.
Miguel Strogoff no había querido permanecer inactivo y se había tendido en el
costado de la balsa atacado por la jauría de carniceros. Sacando su cuchillo, cada vez
que un lobo se ponía a su alcance, su mano sabía hundirle la hoja en la garganta.
Harry Blount y Alcide Jolivet no permanecieron pasivos y desplegaron una gran
actividad, secundados con todo coraje por sus compañeros balsistas.
Toda esta matanza de lobos se desarrollaba en silencio, aunque varios de los
fugitivos no habían podido evitar graves mordeduras de los atacantes.
Sin embargo, la lucha no parecía tener un final inmediato. La jauría de lobos se
renovaba sin cesar, por lo que era preciso que la orilla derecha del Angara estuviera
infestada de esos animales.
-¡Esto no terminará nunca! -dijo Alcide Jolivet.
Y, de hecho, media hora después del comienzo del asalto, los lobos corrían a
centenares por encima de los bloques de hielo.
Los fugitivos, extenuados por el cansancio, se debilitaban visiblemente y estaban
perdiendo la batalla. En ese momento, un grupo de diez lobos de gran tamaño,
enfurecidos por la cólera y el hambre, con los ojos brillantes como ascuas en la sombra,
invadieron la plataforma de la balsa. Alcide Jolivet y su compañero se lanzaron en
medio de aquellos temibles animales, y Miguel Strogoff, arrastrándose hacia ellos, iba
ya a intervenir en la desigual lucha cuando, de pronto, se produjo un cambio de frente.
En varios segundos, los lobos hubieron abandonado, no sólo la balsa, sino también
los bloques de hielo esparcidos por el río. Todos, aquellos cuerpos negros se
dispersaron y pronto se hizo patente que habían alcanzado la orilla derecha del río a
toda velocidad.
Es que los lobos necesitan las tinieblas para actuar y en aquel momento, una intensa
claridad iluminaba todo el curso del Angara.
Se trataba de la iluminación de un inmenso incendio. La villa de Poshkavsk ardía
enteramente. Esta vez los tártaros estaban allí, rematando su obra. A partir de aquel
punto, ocupaban las dos orillas del río hasta Irkutsk.
Los fugitivos llegaban, por tanto, a la zona más peligrosa de su travesía, y todavía se
encontraban a treinta verstas de la capital.
Eran las once y medía de la noche y la balsa continuaba deslizándose en medio de los
hielos, con los cuales se confundía totalmente; pero de vez en cuando llegaban hasta
ella grandes chorros de luz, por lo que los fugitivos tuvieron que aplastarse contra la
plataforma, no permitiéndose el menor movimiento que pudiera traicionarlos.
El incendio del pueblecito se operaba con una violencia extraordinaria. Sus casas,
hechas de madera de pino, ardían como teas y eran ciento cincuenta las que ardían a la
vez. A las crepitaciones del incendio se mezclaban los aullidos de los tártaros. El viejo
marinero, tomando como punto de apoyo los témpanos cercanos a la balsa, había
conseguido acercarla hacia la orilla derecha, separándola a una distancia de tres o
cuatrocientos pies de las playas encendidas de Poshkavsk.
Sin embargo, los fugitivos eran muchas veces iluminados por las llamas, y podían ser
localizados si los incendiarios no hubiesen estado tan absortos en la destrucción de la
villa. Pero se comprenderá cuáles debían de ser los temores de Alcide Jolivet y Harry
Blount, cuando pensaban en aquel líquido combustible sobre el que flotaba la balsa.
Porque, efectivamente, grandes haces de chispas salían disparadas de las casas, cada
una de las cuales era un verdadero horno ardiendo. En medio de las columnas de humo,
las chispas se remontaban en el aire hasta alturas de quinientos o seiscientos pies.
Sobre la orilla derecha, expuesta de frente a esta hoguera, los árboles y los acantilados
aparecían como inflamados. Por tanto, bastaba que una chispa cayera sobre la
superficie del Angara, para que el incendio se propagase sobre las aguas y llevara el
desastre de una a otra orilla. Esto significaba, en breve plazo, la destrucción de la balsa
y la muerte de quienes transportaba.
Pero, afortunadamente, la débil brisa de la noche no era suficientemente fuerte de ese
lado, sino que soplaba con más fuerza del este y proyectaba las llamas y las chispas
hacia la parte izquierda. Era, pues, posible que los fugitivos lograran escapar a este nuevo
peligro.
Efectivamente, dejaron atrás la población en llamas. Poco a poco fue desapareciendo
el estallído del incendio y disminuyó el ruido de las crepitaciones, ocultándose las
últimas luces por detrás de los altos acantilados que se elevaban en una brusca curva
del Angara.
Era alrededor de medianoche las sombras espesas volvieron a proteger la balsa. Sobre
las dos orillas del río iban y venían los tártaros, a los que no podían ver, pero sí oír.
Las hogueras de los puestos avanzados brillaban extraordinariamente.
Sin embargo, cada vez se hacía más necesario maniobrar con precisión en medio de
los hielos que se iban estrechando.
El viejo marinero se puso de pie y los campesinos tomaron sus pértigas. Todos
tenían alguna tarea que realizar porque la conducción de la balsa se volvía más difícil
por momentos, al obstruirse visiblemente el curso del río.
Miguel Strogoff se deslizó hasta la proa.
Alcide Jolivet le siguió.
Ambos hombres escucharon lo que decían el viejo marinero y sus hombres:
-¡Vigila por la derecha!
.¡Los hielos se condensan a la izquierda!
-¡Aguanta! ¡Aguanta con la pértiga!
-¡Antes de una hora estaremos bloqueados...
-¡Dios no lo quiera! -respondió el viejo marinero-. Contra su voluntad no hay nada
que hacer
-¿Ha oído usted? -preguntó Alcide Jolivet.
-Sí -respondió Miguel Strogoff-, pero Dio está con nosotros.
Sin embargo, la situación se agravaba cada vez más. Si la balsa quedaba detenida por
el camino, los fugitivos no solamente no llegarían a Irkutsk, sino que se verían
obligados a abandonar el aparejo flotante, el cual, aplastado por los témpanos no
tardaría en desaparecer bajo sus pies. Las cuerdas de mimbre se romperían, los troncos
de pino, separados violentamente se incrustarían bajo aquella dura costra y los
desgraciados no tendrían otro refugio que los mismos bloques de hielo. Después, una
vez que llegase el día, serían localizados por los tártaros y masacrados sin piedad.
Miguel Strogoff volvió a popa en donde Nadia le esperaba y, aproximándose a la
joven, tomó su mano y le hizo la eterna pregunta:
-¿Estás dispuesta, Nadia?
A la cual ella respondió, como siempre:
-Estoy dispuesta.
Durante algunas verstas todavía, la balsa continuó deslizándose en medio de los
hielos flotantes. Si el Angara se estrechaba, se formaría una barrera y,
consecuentemente, sería imposible seguir deslizándose por la corriente. La deriva ya se
hacía muy lentamente, porque a cada instante se producían choques o tenían que dar
rodeos; aquí tenían que evitar un abordaje y allá pasar por una estrechura, todo lo cual
significaba inquietantes retrasos.
Efectivamente, no quedaba más que algunas horas de oscuridad y si los fugitivos no
estaban en Irlutsk antes de las cinco de la madrugada, debían perder todas las
esperanzas de llegar jamás.
Pero, pese a cuantos esfuerzos se realizaron, a la una y media la balsa chocó contra
una barrera y se detuvo definitivamente. Los bloques de hielo que arrastraba el agua se
precipitaban sobre la balsa, aprisionándola contra aquel obstáculo, y la inmovilizaron
como si hubiera encallado en un arrecife.
En aquel lugar el Angara se estrechaba y su lecho quedaba reducido a la mitad de la
anchura normal. Allí, los hielos se habían acumulado poco a poco, soldándose unos a
otros bajo la doble influencia de la presión, que era muy considerable, y del frío, que
había redoblado su intensidad.
Quinientos pasos más adelante, el lecho del río se ensancha de nuevo y los bloque,
desprendiéndose lentamente de aquel campo helado, continuaban derivando hacia
Irkutsk. Es probable, pues, que sin ese estrechamiento de las orillas no se formara la
barrera y la balsa hubiese podido continuar descendiendo por la corriente. Pero la
desgracia era irreparable y los fugitivos debían abandonar toda esperanza de llegar a su
meta.
Si hubieran tenido a su disposición los útiles que emplean ordinariamente los
balleneros para abrirse canales a través de los hielos; si hubieran podido cortar ese
campo helado hasta el punto donde se ensancha de nuevo el río, es posible que aún
hubiera llegado a tiempo. Pero no tenían sierras, ni picos, ni herramienta alguna que les
permitiera romper aquella corteza, dura como el cemento.
¿Qué partido tomar?
En ese momento se oyeron descargas de fusil procedentes de la orilla derecha del
Angara y una lluvia de balas alcanzó la balsa.
Evidentemente, los desgraciados fugitivos habían sido localizados, porque otras
detonaciones comenzaron a tronar desde la orilla izquierda.
Los fugitivos, cogidos entre dos fuegos, se convirtieron en el blanco de los tártaros y
algunos de ellos fueron heridos, pese a que en medio de la oscuridad, las armas tenían
que ser disparadas necesariamente al albur.
-Ven, Nadia -murmuró Miguel Strogoff al oído de la joven.
Sin hacer observación alguna, «dispuesta a todo», Nadia tomó la mano de Miguel
Strogoff.
-Se trata de atravesar la barrera -le dijo en voz baja-, pero que nadie nos vea
abandonar la balsa.
Nadia obedeció. Miguel Strogoff y ella se deslizaron con rapidez por la superficie
helada del rio, amparándose en la profunda oscuridad que reinaba, únicamente rota en
algunos puntos por los disparos de los tártaros.
La joven se arrastraba delante del correo del Zar. Las balas hacían impacto alrededor
de ellos, como una violenta granizada que crepitaba sobre el hielo, cuya superficie
escabrosa y erizada de vivas aristas les dejaba las manos ensangrentadas, pero ellos
continuaban avanzando.
Diez minutos más tarde llegaban al extremo inferior de la barrera, en donde las aguas
del Angara volvían a discurrir libremente. Algunos bloques se desprendían, poco a
poco, reemprendiendo el curso del río, y deslizándose hacia Irkutsk.
Nadia comprendió lo que quería intentar Miguel Strogoff y se dirigió a uno de
aquellos bloques que sólo estaba unido a la barrera por una estrecha lengua.
-Ven --dijo Nadia.
Miguel Strogoff y Nadia oían los disparos, los gritos de desesperación, los aullidos
de los tártaros, que se dejaban oír río arriba. Después, poco a poco, aquellos gritos de
profunda angustia y de feroz alegría, se fueron apagando en la lejanía.
-¡Pobres compañeros! -murmuró Nadia.
Durante media hora, la corriente arrastró rápidamente el bloque de hielo que
transportaba a Miguel Strogoff y Nadia. A cada momento temían que se hundiera bajo
ellos, pero aquella improvisada balsa seguía en la superficie, deslizándose por el centro
de la corriente, de forma que no les sería necesario imprimirle una dirección oblicua
hasta que tuvieran que acercarse a los muelles de Irkutsk.
Miguel Strogoff, con los dientes apretados y el oído atento, no pronunciaba una sola
palabra. ¡Nunca había estado tan cerca del objetivo y presentía que iba a alcanzarlo ... !
A la derecha brillaban las luces de Irkutsk y a la izquierda las hogueras del
campamento tártaro.
Miguel Strogoff no se encontraba más que a media versta de la ciudad.
-¡Por fin! -murmuró.
Pero, de pronto, Nadia lanzó un grito.
Al oírlo, Miguel Strogoff se enderezó sobre el bloque, haciéndolo balancearse. Su
mano señaló hacia lo alto del curso del Angara; su rostro, iluminado por reflejos
azulados, adquirió un siniestro aspecto y, entonces, como si sus ojos se hubieran
abierto de nuevo a la luz, gritó:
-¡Ah! ¡Dios mismo está contra nosotros!
12
IRKUTSK
Irkutsk, capital de Siberia oriental, es una ciudad que, en tiempos normales, está
poblada por unos treinta mil habitantes. Una margen bastante alta que se levanta sobre
la orilla derecha del Angara sirve de asiento a sus iglesias, a las que domina una
catedral, y sus casas, dispuestas en un pintoresco desorden.
Contemplada a cierta distancia, desde lo alto de las montañas que se elevan a una
veintena de verstas sobre la gran ruta siberiana, con sus cúpulas, sus campanarios, sus
agujas, esbeltas como minaretes, y sus domos, ventrudgs como tibores japoneses, la
ciudad tiene aspecto un tanto oriental.
Pero a los ojos del viajero, esta impresión desaparece desde el mismo instante en que
traspasa la entrada de la ciudad. Entonces, Irkutsk, mitad bizantina, mitad china, se
convierte en totalmente europea, con sus calles pavimentadas con macadán, bordeadas
de aceras atravesadas por canales y sombreadas por gigantescos abedules; por sus
casas de piedra y de madera, algunas de las cuales tienen varios pisos; por los
numerosos carruajes que circulan por ella, no sólo tarentas y telegas, sino berlinas y
calesas; y, en fin, por toda la categoría de sus habitantes, muy al corriente de todos los
progresos de la civilización, a los que no resultan extrañas las más modernas modas
procedentes de París.
En esta época, Irkutsk estaba abarrotada de gente a causa de todos los refugiados
siberianos de la provincia, aunque abuntiaban las reservas de todo tipo, por el depósito
de los innumerables mercaderes que realizan sus intercambios comerciales entre China,
Asia central y Europa. No había, pues, nada que temer al admitir a los campesinos del
valle del Angar, a los mongoles-kalkas, a los tunguzes y a los burets, dejando un
desierto entre los invasores y la ciudad.
Irkutsk es la residencia del gobernador general de Siberia oriental. Por debajo de él se
encuentra el gobierno civil, en cuyas manos se concentra la administración de la
provincia, el jefe de policía, muy atareado siempre en una ciudad en la que abundan los
exiliados políticos, y, finalmente, el alcalde, jefe de los mercaderes, persona muy
considerada por su inmensa fortuna y por la influencia que ejerce sobre sus
administrados.
La guarnición de Irkutsk estaba compuesta entonces por un regimiento de cosacos a
pie, que contaba alrededor de dos mil hombres, y por un cuerpo permanente de
gendarmes, que llevan casco y un¡forme azul con galones plateados.
Además, como ya se sabe, a causa de unas especiales circunstancias, el hermano del
Zar se encontraba en la ciudad desde el comienzo de la invasión.
Vamos a precisar estas circunstancias.
Un viaje de importancia política había llevado al Gran Duque a esas lejanas
provincias de Asia central.
El Gran Duque, después de haber recorrido las principales ciudades siberianas,
viajando más como militar que como príncipe, sin ningún aparato oficial, acompañado
de sus oficiales y escoltado por un destacamento de cosacos, se había trasladado hasta
las comarcas que están más allá del Baikal. Nikolaevsk, la última ciudad rusa situada en
el litoral del mar de Okhotsk, había sido honrada con su visita.
Una vez llegado hasta los confines del inmenso Imperio, el Gran Duque regresaba a
Irkutsk, desde donde contaba con reemprender la ruta de regreso a Europa, cuando
llegaron las noticias de la invasión tan amenazadora como inesperada. Se dio prisa por
llegar a la ciudad, pero cuando llegó, las comunicaciones con Rusia iban a quedar
inmediatamente interrumpidas. Recibió todavía algunos mensajes de Petersburgo y de
Moscú, y hasta pudo contestarlos, pero después el hilo quedó cortado en las circunstancias
que ya conocemos.
Irkutsk estaba aislada del resto del mundo.
El Gran Duque no podía hacer otra cosa que organizar la resistencia, a cuya tarea se
entregó con la seguridad y la sangre fría de las que había dado muestra en innumerables
ocasiones.
Las noticias de la caída de Ichim, Omsk y Tomsk, sucesivamente, habían llegado a
Irkutsk. Era preciso, pues, salvar de la ocupación, al precio que fuera, a la capital de la
Siberia oriental.
No se podía confiar en recibir refuerzos inmediatos. Las escasas tropas diseminadas
por las provincias del Amur y el gobierno de Irkutsk no podían llegar en suficiente
número para detener a las columnas tártaras. Por lo tanto, era necesario poner la ciudad
en condiciones de resistir un sitio de cierta duración.
Los trabajos comenzaron el día en que Tomsk cayo en manos de los invasores y, al
mismo tiempo que recibía esta noticia, el Gran Duque supo que el Emir de Bukhara,
junto con los khanatos aliados, dirigía personalmente el movimiento; pero lo que
ignoraba era que el lugarteniente del cabecilla de aquellos bárbaros fuera Ivan Ogareff,
un oficial ruso al que él mismo había degradado y al que no conocía personalmente.
Inmediatamente, tal como queda dicho, los habitantes de la provincia de Irkutsk,
recibieron la orden de abandonar pueblos y ciudades. Los que no se refugiaron en la
capital, tuvieron que trasladarse a la parte opuesta del lago Balkal, donde
probablemente no llegarían los estragos de la invasión.
Fueron requisadas las cosechas de trigo y de forrajes, con destino al abastecimiento
de la capital, y este último baluarte del poderío moscovita en el Extremo Oriente quedó
en condiciones para resistir el asedio durante algún tiempo.
Irkutsk, fundada en 1611, está situada en la confluencia del Irkut y del Angara, sobre
la orilla derecha de este río. Dos puentes de madera suspendidos sobre pilotes,
dispuestos de forma que se abrían a toda la anchura del canal para facilitar las necesidades
de la navegación, unen la ciudad con los suburbios que se levantan sobre la orilla
izquierda.
Por este lado, la defensa era fácil. Los suburbios fueron desalojados por sus
habitantes y los puentes destruidos. El paso del Angara, muy ancho en ese lugar, no
hubiera sido posible bajo el fuego de los sitiados.
Pero el río podía ser franqueado más arriba y más abajo de la ciudad y, por
consiguiente, Irkutsk corría el riesgo de ser atacada por la parte este, donde no se
levanta ninguna muralla que la proteja.
Todos los brazos disponibles se ocuparon, noche y día, en los trabajos de
fortificación. El Gran Duque se encontró con una población dedicada ardorosamente a
esta tarea y que más tarde derrochó coraje en la defensa de la ciudad. Soldados, comerciantes,
exiliados y campesinos, todos se entregaron a la tarea de salvacion común, y
ocho días antes de que los tártaros aparecieran sobre el Angara, quedaban levantadas
unas murallas de tierra y cavada una fosa que fue inundada por las aguas del Angara,
cruzándose entre la escarpa y la contraescarpa. La ciudad ya no podía ser conquistada
por un simple golpe de mano, sino que era necesario atacarla y asediarla.
La tercera columna tártara, que había llegado remontando el valle del Yenisei,
aparecio frente a Irkutsk el 24 de septiembre, ocupando inmediatamente los suburbios
abandonados, cuyas casas habían sido demolidas con el fin de que no dificultasen la
acción de la artillería del Gran Duque que, por desgracia, era insuficiente.
Los tártaros se organizaron, pues, mientras esperaban la llegada de las otras dos
columnas, mandadas por el Emir y sus aliados.
La reunión de los distintos cuerpos se operó el 25 de septiembre en el campamento
del Angara, y todo el ejército, salvo las guarniciones dejadas en las principales ciudades
conquistadas, se concentró bajo e mando de Féofar-Khan.
El paso del Angara fue considerado por Ivan Ogareff como impracticable, al menos
frente a Irkutsk; pero una buena parte de las tropas atravesaron el río varias verstas
más abajo, sobre puentes de barcas dispuestas al efecto. El Gran Duque no intentó
siquiera oponerse, porque no hubiera conseguido otra cosa que entorpecer la
operación, pero no impedirla, al no tener a su disposición artillería de campaña. Con
mucho sentido de la prudencia, pues, quedó encerrado en el interior de Irkutsk.
Los tártaros ocuparon la orilla derecha del río; después se remontaron hacia la
ciudad, incendiando a su paso la residencia veraniega del gobernador general, situada en
unos bosques que dominan el curso del Angara desde lo alto de la margen. Los
invasores fueron a tomar definitivamente sus posiciones para el asedio, después de
haber rodeado completamente Irkutsk.
Ivan Ogareff, hábil ingeniero, era, ciertamente, capaz de dirigir las operaciones de un
asedio regular; pero tenía escasez de medios materiales necesarios para operar con
rapidez. Por eso había confiado sorprender Irkutsk, meta de todos sus esfuerzos.
Las cosas, como se ve, se le habían puesto de forma muy diferente a como contaba
que se presentasen. Por una parte, la batalla de Tomsk había retrasado la marcha del
ejército; por otra, la rapidez que el Gran Duque imprimió a los trabajos de defensa.
Estas dos razones eran suficientes para hacer tambalear sus proyectos al encontrarse
en la necesidad de plantear un asedio en toda regla.
Sin embargo, por inspiración suya, el Emir intentó por dos veces tomar la ciudad a
costa de un gran sacrificio de hombres, lanzando en masa a sus soldados contra los
puntos que consideraba más débiles de las fortificaciones improvisadas. Pero ambos
asaltos fueron rechazados con coraje.
El Gran Duque y sus oficiales no dejaron de exponerse en esta ocasión, poniéndose a
la cabeza de la población en las murallas, donde burgueses y campesinos cumplieron
admirablemente con su deber.
En el segundo asalto los tártaros consiguieron forzar una de las puertas del recinto,
teniendo lugar una lucha cuerpo a cuerpo en el comienzo de la gran calle Bolchaia, de
dos verstas de longitud, que va a desembocar en la orilla del Angara; pero los cosacos,
los gendarmes y los ciudadanos civiles, les opusieron tan tenaz resistencia, que los
tártaros se vieron obligados a volver a sus posiciones y esperar otra oportunidad.
Fue entonces cuando Ivan Ogareff pensó lograr, apelando a la traición, lo que no
había podido conseguir por la fuerza.
Se sabe que su proyecto era penetrar en la ciudad, llegar hasta el Gran Duque,
captarse su confianza y, llegado el momento, abrir una de las puertas a los sitiadores.
Una vez hecho esto, saciaría su venganza en el hermano del Zar.
La gitana Sangarra, que le había seguido hasta e campamento del Angara, le impulsó a
que pusiera en ejecución su proyecto.
Efectivamente, decidió llevarlo a cabo sin retraso. Las tropas rusas del gobierno de
lakutsk marchaban ya sobre Irkutsk. Estas tropas estaban concentradas en el curso
superior del río Lena, desde donde remontaban el valle del Angara. Antes de seis días
habrían llegado a las puertas de la ciudad, por lo que antes de ese plazo, Irkutsk tenía
que haber sido tomada a traición.
Ivan Ogareff ya no dudó.
La noche del 2 de octubre se celebró un consejo de guerra en el palacio del
gobernador general, donde residía el Gran Duque.
Este palacio, levantado en un extremo de la calle Bolchala, domina el curso del río en
un amplio sector de su recorrido. A través de las ventanas de la fachada principal, se
percibía perfectamente todo el movimiento del campamento tártaro. Una artillería de
mayor alcance que la de los tártaros hubiera hecho inhabitable este palacio.
El Gran Duque, el general Voranzoff, gobernador de la ciudad y el alcalde y jefe de
los comerciantes, a los que se sumaba un cierto número de oficiales de alta graduación,
acababan de adoptar diversas resoluciones.
-Señores -dijo el Gran Duque-, ustedes conocen exactamente nuestra situación.
Abrigo la firme esperanza de que podremos mantenernos firmes hasta que lleguen las
tropas de Iakutsk. Entonces rechazaremos perfectamente a las hordas tártaras y no
seré yo quien impida que paguen cara la invasión del territorio moscovita.
-Vuestra Alteza sabe que puede contar con toda la población de Irkutsk -dijo el
general Voranzoff.
-Sí, general -respondió el Gran Duque-, y rindo homenaje a su patriotismo. Gracias a
Dios todavía no ha sido víctima de los horrores de la epidemía y el hambre y creo que
conseguirá escapar; pero mientras tanto sólo puedo admirar su coraje en la defensa de
las murallas. Recuerde bien mis palabras, señor alcalde, porque quiero que las
transmita literalmente.
-Doy las gracias a Vuestra Alteza, en nombre de la ciudad -respondió el alcalde,
continuando-. Me atrevo a preguntar a Vuestra Alteza qué plazo máximo de tiempo
concede hasta la llegada de las tropas de socorro.
-Seis días como máximo, señores -respondió el Gran Duque-. Esta mañana ha
conseguido entrar en la ciudad un hábil y valiente emisario y me ha comunicado que
cincuenta mil rusos avanzan a marchas forzadas bajo las órdenes del general Kisselef.
Hace dos días estaban en las orillas del Lena, en Kirensk, y ahora, ni el frío ni la nieve
les impedirán llegar. Cincuenta mil hombres pertenecientes a tropas escogidas,
atacando a los tártaros por el flanco, nos librarán pronto del asedio.
-Agregaré --dijo el alcalde- que el día en que Vuestra Alteza ordene una salida,
estaremos preparados para ejecutar sus órdenes.
-Bien, señores. Esperemos a que la vanguardia de nuestras fuerzas aparezca por las
alturas y aplastaremos a los invasores --dijo el Gran Duque, volviéndose después hacia
el general Voranzoff, añadiendo-: Mañana visitaremos los trabajos de la orilla derecha.
El Angara baja lleno de témpanos que no tardarán en cimentarse, en cuyo caso los
tártaros puede que consiguieran pasar el río.
-Permltidme Vuestra Alteza que haga una observación --dijo el alcalde.
-Hacedla, señor.
-He visto más de una vez bajar la temperatura a treinta o cuarenta grados bajo cero y
el Angara siempre ha arrastrado trozos de hielo, sin congelarse enteramente. Esto se
debe, sin duda, a la rapidez de su curso. Si los tártaros no disponen de otros medios
para franquear el río, yo puedo garantizar a Vuestra Alteza que ellos no entrarán así en
Irkutsk.
El gobernador general confirmó las palabras de alcalde.
-Es una afortunada circunstancia --dijo el Grar Duque-. No obstante, estaremos
preparados par, afrontar cualquier eventualidad.
Volviéndose entonces hacia el jefe de policía, le preguntó:
-¿No tiene usted nada que decirme, señor...?
-He de hacer llegar a Vuestra Alteza una súplica que se le dirige por mediación mía.
-¿Dirigida por ... ?
-Los exiliados, de los que, como Vuestra Alteza sabe, hay quinientos en la ciudad. ,
Los exillados políticos, repartidos por toda la provincia, quedaban concentrados en
Irkutsk desde el comienzo de la invasión. Obedeciendo la orden de refugiarse en la
ciudad, abandonando los lugares donde ejercían diversas profesiones, unos de médicos,
otros de profesores, bien en el Instituto, en la Escuela Japonesa o en la Escuela de
Navegación. Desde el primer momento el Gran Duque, confiando como el Zar en su
patriotismo, los había armado, encontrando en ellos unos valientes defensores.
-¿Qué piden los exiliados? -preguntó el Gran Duque.
-Piden la autorización de Vuestra Alteza para formar un cuerpo de elite, que sea
situado a la cabeza de la primera salida -repondió el jefe de policía.
-Sí -dijo el Gran Duque, embargado por una emocion que no intentó disimular-.
¡Estos exilados son rusos y tienen derecho a luchar por su país!
-Creo poder afirmar -agregó el gobernador general- que Vuestra Alteza no tendrá
mejores soldados.
-Pero necesitan un jefe. ¿Quién va a ser? -preguntó el Gran Duque.
-Les gustaría que Vuestra Alteza nombrase a uno de ellos que se ha distinguido en
diversas ocasiones.
-¿Es ruso?
-Sí, de las provincias bálticas.
-¿Se llama ... ?
-Wassili Fedor.
Este exiliado era el padre de Nadia.
Como se sabe, Wassili Fedor ejercía en Irkutsk su profesión de médico. Era un
hombre bondadoso e instruido, dotado de un gran valor y del más sincero patriotismo.
Todo el tiempo que le dejaba libre su dedicación a los enfermos y heridos lo empleaba
en organizar la resistencia. Fue él quien unió a sus compañeros de exilio en una acción
común. Los exiliados, hasta entonces mezclados entre las filas de la población, se
habían comportado de tal forma que llamaron la atención del Gran Duque. En varias
salidas habían pagado con su sangre la deuda contraída con la santa Rusia.
¡Santa, en verdad, y amada por sus hijos!
Wassili Fedor se había portado heroicamente y su nombre había sido citado en varias
ocasiones, pero nunca pidió gracias ni favores y cuando los ex¡liados de Irkutsk
tuvieron el pensamiento de formar un cuerpo de elite, él mismo ignoraba que tuvieran
la intención de elegirle su jefe.
Cuando el jefe de policía hubo pronunciado el nombre, el Gran Duque respondió que
no le era desconocido.
-En efecto --dijo el general Voranzoff-, Wassili Fedor es un hombre con gran valor y
coraje. Es muy grande la influencia que ejerce entre sus compañeros.
-¿Desde cuándo está en Irkutsk?
-Desde hace dos años.
-¿Y su conducta ... ?
-Su conducta -dijo el jefe de policía-, es la de un hombre sometido a las leyes
especiales que lo rigen.
-General --dijo el Gran Duque-, ¿quiere presentármelo inmediatamente?
Las órdenes del Gran Duque fueron ejecutadas enseguida, y no había transcurrido ni
media hora cuando Wassili Fedor era introducido en su presencia.
Era un hombre de unos cuarenta años a lo sumo, de fisonomía severa y triste. Se
notaba en él que toda su vida se resumía en una palabra: lucha, y que había luchado y
sufrido. Sus rasgos recordaban extraordinariamente los de Nadia Fedor.
A él, más que a ningun otro, la invasion tartara lo había herido en su más querido
afecto y arruinado su suprema esperanza de padre, exiliado a ocho mil verstas de su
ciudad natal.
Una carta le había llevado la noticia de la muerte de su esposa y, al mismo tiempo, la
partida de su hija, que había obtenido autorización para reunirse con él en Irkutsk.
Nadia debía haber salido de Riga el 10 de julio y la invasión se produjo el 15. Si en
esa época Nadia había pasado la frontera. ¿Qué podía haber sido de ella en medio de
los invasores? Se concibe que este desgraciado padre estuviera devorado por la inquietud,
ya que desde aquellas fechas no tenía ninguna noticia de su hija.
Wassili Fedor, una vez en presencia del Gran Duque, se inclinó y esperó a ser
interrogado.
-Wassili Fedor -le dijo el Gran Duque-, tus compañeros de exilio han pedido formar
un cuerpo de elite. ¿Ignoran que en esta clase de cuerpos es preciso saber morir hasta
el último hombre?
-No lo ignoran -respondió Wassili Fedor.
-Te quieren a ti por jefe.
-¿A mí, Alteza?
-¿Consientes ponerte al frente de ellos?
-Sí, si el bien de Rusia lo precisa.
-Comandante Fedor -dijo el Gran Duque-, tu ya no eres un exiliado.
-Gracias, Alteza, pero ¿puedo mandar a los que todavía lo son?
-¡Ya no lo son!
¡Lo que acababa de otorgar el hermano del Zar era el perdón para sus compañeros de
exilio, ahora ya sus compañeros de armas!
Wassili Fedor estrechó con emoción la mano que le tendió el Gran Duque y salió de
palacio.
Éste, volviéndose hacia sus oficiales, dijo sonriendo:
-El Zar no dejará de aceptar la letra de perdón que he girado a su cargo. Nos hacen
falta héroes que defiendan la capital de Siberia y acabo de hacerlos.
Era, efectivamente, un acto de justicia y de buena política este perdón tan
generosamente otorgado a los exiliados de Irkutsk.
La noche había llegado ya, y a través de las ventanas del palacio del gobernador
general brillaban las hogueras del campamento de los tártaros, que con sus
resplandores iluminaban más allá de la orilla del Angara.
El río arrastraba numerosos bloques de hielo, algunos de los cuales quedaban
detenidos en su deslizarse sobre las aguas por los pilotes de los antiguos puentes de
madera.
Los que la corriente mantenía en el canal derivaban con extrema rapidez. Era
evidente, como había observado el alcalde, que el Angara difícilmente se helaría en toda
su superficie. El peligró, pues, estaba conjurado por aquella parte, no debiendo
preocupar a los defensores.
Acababan de dar las diez de la noche y ya iba el Gran Duque a despedir a sus
oficiales, retirándose a sus habitaciones, cuando se produjo un revuelo fuera de palacio.
Casi al instante, se abrió la puerta del salón, apareciendo un ayudante de campo del
Gran Duque, el cual, dirigiéndose hacia él, le dijo:
-¡Alteza, un correo del Zar!
13
UN CORREO DEL ZAR
Un movimiento simultáneo impulsó a todos los miembros del Consejo hacia la
puerta entreabierta del salón: ¡Un correo del Zar había llegado a Irkutsk!
Si los oficiales hubieran reflexionado por un instante la improbabilidad de este hecho,
lo hubieran tomado, ciertamente, como por un imposible.
El Gran Duque se dirigió con impaciencia hacia su ayudante de campo, diciéndole:
-¡El correo!
Entró un hombre. Tenía el aspecto de estar abrumado por la fatiga. Llevaba un
vestido de campesino siberiano, usado, hecho jirones, y en el cual se apreciaban
agujeros practicados por el impacto de las balas. Un gorro moscovita le cubría la
cabeza y una cuchillada, mal cicatrizada aún, le cruzaba la mejilla. Este hombre,
evidentemente, había hecho un largo y penoso camino. Su calzado, completamente
destrozado, indicaba que había tenido que recorrer a pie una parte del viaje.
-¿Su Alteza, el Gran Duque? -preguntó al entrar.
El Gran Duque fue hacia él.
-¿Tú eres correo del Zar? -preguntó.
-Sí, Alteza.
-¿Vienes...?
-De Moscú.
-¿Cuándo saliste de Moscú?
-El 15 de julio.
-¿Cómo te llamas?
-Miguel Strogoff.
Era Ivan Ogareff. Había usurpado el nombre y la condición de aquel al que creía
reducido a la impotencia. Ni el Gran Duque ni nadie le conocía en Irkutsk y ni siquiera
había tenido necesidad de cambiar sus rasgos, y como estaba en condiciones de poder
probar su pretendida personalidad, nadie dudaría de él.
Venía, pues, a precipitar el desarrollo del drama de la invasión apelando a la traición
y al asesinato.
Después de la respuesta de Ivan Ogareff, el Gran Duque hizo un gesto y todos sus
oficiales se retiraron.
El falso Miguel Strogoff y él quedaron solos en el salón.
El Gran Duque miró a Ivan Ogareff durante algunos instantes, con extrema atención.
Después le preguntó:
-¿Estabas en Moscu el 15 de julio?
-Sí, Alteza , y en la noche del 14 al 15, vi a su Majestad, el Zar, en el Palacio Nuevo.
-¿Traes una carta del Zar?
-Aquí está.
Ivan Ogareff entregó al Gran Duque la carta imperial, reducida a dimensiones casi
microscópicas.
-¿Esta carta la recibiste en tal estado? -preguntó el Gran Duque, extrañado.
-No, Alteza, pero tuve que romper el sobre con el fin de ocultarla mejor a los
soldados del Emir.
-¿Has estado prisionero de los tártaros?
-Sí, Alteza, durante varios días -respondió Ivan Ogareff-, por eso, habiendo salido de
Moscú el 15 de julio, no he llegado a Irkutsk hasta el 2 de octubre, después de setenta
y nueve días de viaje.
El Gran Duque tomó la carta, la desplegó y reconoció la firma del Zar, precedida de
la fórmula sacramental escrita de su propia mano. No había, pues, ninguna duda sobre
la autenticidad de la carta ni sobre la identidad del correo. Si su feroz fisonomía había
inspirado, de pronto, desconfianza en el Gran Duque, esta desconfianza desapareció
enseguida.
El Gran Duque permaneció callado durante algunos instantes, leyendo atentamente la
carta con el fin de captar perfectamente todo su sentido.
A continuación, tomó de nuevo la palabra.
-Miguel Strogoff, ¿conoces el contenido de esta carta? -preguntó.
-Sí, Alteza. Podía verme forzado a destruirla para que no cayera en manos de los
tártaros y, si llegaba ese caso, quería transmitir su texto exacto a Vuestra Alteza.
-¿Sabes que esta carta nos conmina a morir antes que rendir la ciudad?
-Lo sé.
-¿Sabes también que en ella se indican los movimientos de tropas que han sido
combinados para detener la invasión?
-Sí, Alteza, pero esos movimientos no han tenido éxito.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que Ichim, Omsk, Tomsk, por no citar más que las ciudades
importantes de las dos Siberias, han sido sucesivamente ocupadas por los soldados de
Féofar-Khan.
-¿Pero ha habido combates? ¿Se han enfrentado nuestros cosacos con los tártaros?
-Varias veces, Alteza.
-¿Y han sido rechazados?
-Eran unas fuerzas insuficientes.
-¿Dónde han tenido lugar esos encuentros?
-En Kolyvan, en Tomsk...
Hasta aquí, Ivan Ogareff no había dicho más que la verdad, pero con la intención de
desmoralizar a los defensores de Irkutsk, exagerando las ventajas obtenidas por las
tropas del Emir, añadió:
-Y por tercera vez en Krasnolarsk.
-¿Y en esta última escaramuza ... ? -preguntó el Gran Duque, apretando los dientes
tan fuertemente que apenas dejó salir las palabras.
-Fue mucho más que una escaramuza, Alteza, fue una batalla -respondió Ivan
Ogareff.
-¿Una batalla?
-Veinte mil rusos, llegados de las provincias fronterizas y del gobierno de Tobolsk,
lucharon contra ciento cincuenta mil tártaros y, pese a su valor, fueron aniquilados.
-¡Mientes! -gritó el Gran Duque, intentando vanamente contener su cólera.
-¡Digo la verdad, Alteza! -respondió fríamente Ivan Ogareff-- ¡Estuve presente en la
batalla de Krasnolarsk y fue allí donde caí prisionero!
El Gran Duque consiguió calmarse y con una seña dio a entender a Ivan Ogareff que
no dudaba de la veracidad de sus palabras.
-¿Qué día tuvo lugar la batalla de Krasnoiarsk?
-El 22 de septiembre.
-¿Y ahora, todas las fuerzas tártaras están concentradas alrededor de Irkutsk?
-Todas.
-¿En cuánto las valoras?
-En unos cuatrocientos mil hombres.
Nueva exageración de Ivan Ogareff, al evaluar los efectivos de los tártaros, que
pretendía el mismo fin.
-¿No debo esperar refuerzos de las provincias del oeste? -preguntó el Gran Duque.
-No, Alteza, al menos antes de que finalice el invierno.
-¡Pues bien, Miguel Strogoff, escucha esto: aunque no me llegue ninguna ayuda del
este ni del oeste y aunque esos bárbaros fuesen seiscientos mil, jamás rendiré Irkutsk!
Ivan Ogareff entornó ligeramente los párpados, como si el traidor quisiera decir que
el hermano del Zar no contaba con la traición.
El Gran Duque, de temperamento nervioso, apenas había conseguido conservar la
calma al conocer tan desastrosas noticias. Iba y venía por el salón, bajo la mirada de
Ivan Ogareff, que le contemplaba como a presa reservada para su venganza.
Se detenía delante de las ventanas, miraba hacia las hogueras del campamento tártaro,
intentaba percibir los sonidos, cuya mayor parte provenía de los choques de los
bloques de hielo arrastrados por la corriente del Angara.
Se pasó así un cuarto de hora, sin formular ninguna pregunta. Después, volviendo a
desplegar la carta, releyó un pasaje y dijo:
-¿Sabes, Miguel Strogoff, que en esta carta se habla de un traidor del que tengo que
prevenirme?
-Sí, Alteza.
-Ha de intentar entrar en Irkutsk bajo un disfraz, captar mi confianza y después,
llegado el momento, entregar la ciudad a los tártaros.
-Sé todo eso, Alteza, y también sé que Ivan Ogareff ha jurado vengarse
personalmente del hermano del Zar.
-Pero ¿por qué?
-Se dice que este oficial fue condenado por Vuestra Alteza a una humillante
degradación.
-Sí... ya me acuerdo... ¡Pero lo merecía, ese miserable, que ahora ha traicionado a su
país conduciendo una invasión de bárbaros!
-Su Majestad, el Zar -respondió Ivan Ogareff- quería, por encima de todo, que
Vuestra Alteza fuera advertido de los criminales proyectos de Ivan Ogareff contra
vuestra persona.
-Sí... La carta me informa...
-Su Majestad me dijo personalmente que durante mi viaje por Siberia tenía que
desconfiar, sobre todo, de ese traidor.
-¿Has tropezado con él?
-Sí, Alteza, después de la batalla de Krasnoiarsk. Si hubiera podido sospechar que
era portador de una carta dirigida a Vuestra Alteza en la que se descubrían sus
proyectos, no me habría perdonado.
-¡Sí, hubieras estado perdido! -respondió el Gran Duque-. ¿Y cómo has podido
escapar?
-Lanzándome al Irtyche.
-¿Cómo has entrado en Irkutsk?
-Gracias a una salida que se ha efectuado esta misma noche para rechazar a un
destacamento tártaro. Me he mezclado entre los defensores de la ciudad y he podido
darme a conocer, haciendo que se me condujera inmediatamente ante Vuestra Alteza.
-Bien, Miguel Strogoff -respondió el Gran Duque-. Has mostrado valor y celo en
esta difícil misión. No te olvidaré. ¿Quieres pedirme algún favor?
-Ninguno, Alteza, a no ser el de batirme a vuestro lado -respondió Ivan Ogareff.
-Sea, Miguel Strogoff. Quedas desde hoy agregado a mi persona y te alojarás en
Palacio.
-¿Y si, conforme a su intención, Ivan Ogareff se presenta ante Vuestra Alteza con
nombre falso?
-Le desenmascararemos gracias a ti y haré que muera a golpes de knut. Puedes
retirarte.
Ivan Ogareff acababa de desempenar con éxito su indigno papel. El Gran Duque le
había dado plena y enteramente su confianza; podía abusar de ella donde y cuando le
conviniera. Habitaría en el mismo palacio y estaría al corriente del secreto de las
operaciones de defensa. Tenía, pues, la situación en sus manos. Nadie en Irkutsk le
conocía; nadie podía arrancarle su máscara. Estaba resuelto a poner manos a la obra sin
retraso.
En efecto, el tiempo apremíaba, porque era preciso que la ciudad cayera antes de la
llegada de las tropas rusas del norte y del este, lo cual era cuestión de pocos días.
Una vez dueños de Irkutsk, los tártaros no la perderían fácilmente y, en caso de
verse obligados a abandonar la ciudad, no sería sin antes haberla arrasado hasta los
cimientos y sin que rodara la cabeza del Gran Duque a los pies de Féofar-Khan.
Ivan Ogareff, teniendo toda clase de facilidades para ver, observar y disponer, se
preocupó al día siguiente de visitar las defensas.
Por todas partes fue acogido con cordiales felicitaciones por parte de oficiales,
soldados y civiles. Para ellos, el correo del Zar era como el lazo que había venido a
atarles al Imperio.
Ivan Ogareff contó, con ese aplomo que nunca le faltaba, las falsas peripecias de su
viaje. Después, hábilmente y sin insistir demasiado al principio, habló de la gravedad
de la situación, exagerando los éxitos de los tártaros, tal como había hecho ante el Gran
Duque, así como el número de las fuerzas de que disponían aquellos bárbaros.
De dar crédito a sus palabras, los refuerzos que se esperaban, si llegaban, serían
insuficientes, y era de temer que una batalla librada bajo los muros de Irkutsk tuviera
resultados tan funestos como las de Kolyvan, Tomsk y Krasnoiarsk.
Ivan Ogareff no prodigaba estas aviesas insinuaciones, sino que tenía buen cuidado
de hacer que penetraran poco a poco en el ánimo de los defensores de Irkutsk. Daba la
impresión de que no respondía más que cuando se le apremíaba a preguntas y como si
fuera a pesar suyo. En todo caso, siempre añadía que era preciso defenderse hasta el
último hombre y hacer volar la ciudad antes que rendirla.
Con esta labor de zapa, hubiera podido causar mucho daño de no ser porque la
guarnición y la población de Irkutsk eran demasiado patriotas para dejarse amilanar.
De entre aquellos soldados y aquellos ciudadanos, cercados en una ciudad aislada en el
extremo del mundo asiático, no hubo uno solo que pensara en la capitulación. El
desprecio de los rusos por aquellos bárbaros no tenía límites.
De todas formas le supuso el papel odioso que estaba desempeñando Ivan Ogareff,
porque nadie podía adivinar que el pretendido correo del Zar fuese un traidor.
Las naturales circunstancias hicieron que desde su llegada a Irkutsk se establecieran
frecuentes contactos entre Ivan Ogareff y uno de los más valientes defensores de la
ciudad, Wassili Fedor.
Se sabe qué inquietudes devoraban a aquel desgraciado padre. Si su hija, Nadia Fedor,
había abandonado Rusia en la fecha señalada, en su última carta enviada desde Riga,
¿qué le habría ocurrido? ¿Estaba todavía intentando atravesar las comarcas invadidas, o
ya había caído prisionera hacía tiempo? Wassili Fedor no encontraba tregua en su dolor
más que cuando tenía ocasión de batirse con los tártaros, pero, con gran disgusto suyo,
las ocasiones'no se presentaban muy frecuentemente.
Por lo tanto, cuando se enteró de la inesperada llegada del correo del Zar, tuvo el
presentimiento de que éste podría darle noticias de su hija. Probablemente no era mas
que una esperanza quimerica, pero se agarró a ella. ¿No había estado el correo del Zar
prisionero de los tártaros como probablemente lo estaba Nadia?
Wassill Fedor fue al encuentro de Ivan Ogareff, el cual aprovechó la ocasión para
entrar en franco contacto con el comandante. ¿Pensaba el renegado explotar esa
circunstancia? ¿Juzgaba a todos los hombres por el mismo rasero? ¿Creía que un ruso
incluso un exiliado político, podía ser lo bastante miserable como para traicionar a su
país?
Sea como fuere, Ivan Ogareff respondió con una cortesía hábilmente fingida a los
intentos del acercamiento del padre de Nadia. Éste, al día siguiente de la llegada del
pretendido correo, se dirigió al palacio del gobernador general y allí dio a conocer a
Ivan Ogareff las circunstancias en las cuales su hija había debido de salir de la Rusia
europea, exponiéndole cuáles eran sus inquietudes.
Ivan Ogareff no conocía a Nadia, pese a que se habían encontrado en la parada de
postas de Ichim el día en que ella iba todavía con Miguel Strogoff. Pero entonces había
prestado tan poca atención a la joven como a los dos periodistas que se encontraban
también allí. No podía, pues, dar a Wassili Fedor ninguna noticia de su hija.
-¿En qué época -preguntó Ivan Ogareff debió de salir su hija del territorio ruso?
-Casi al mismo tiempo que usted -respondió Wassili Fedor.
-Yo salí de Moscú el 15 de julio.
-Nadia debió de salir también por esas fechas. Su carta me lo aseguraba formalmente.
-¿Estaba en Moscú el 15 de julio?
-En esa fecha, seguramente sí.
-Pues bien... -respondió Ivan Ogareff; y después, recapacitando, agregó-: Pero no...
Me equivoco... Iba a confundir las fechas. Desgraciadamente es muy probable que
haya podido traspasar la frontera y no le queda a usted mas que una esperanza, y es
que se haya quedado esperando noticias de la invasión.
Wassili Fedor bajó la cabeza. Conocía a Nadia y sabía perfectamente que nada le
impediría continuar.
Ivan Ogareff, con aquellas palabras, acababa de cometer gratuitamente un acto de
verdadera crueldad. Con otras palabras, podía haber tranquilizado a Wassili Fedor,
pese a que Nadia había pasado la frontera en las circunstancias que conocemos; Wassili
Fedor, al relacionar la fecha en que su hija se encontraba en Nijni-Novgorod con la del
decreto que prohibía la salida, hubiera llegado, sin duda, a la conclusión de que Nadia
no había podido quedar expuesta a los peligros de la invasion porque, pese a ella,
continuaba todavía en el territorio europeo del Imperio.
Ivan Ogareff, obedeciendo a su naturaleza de hombre que no se conmovía por los
sufrimientos ajenos, podía haber dicho estas otras palabras, pero no las dijo...
Wassili Fedor, con el corazón partido, se retiró. Después de aquella entrevista se
había disipado su última esperanza.
Durante los dos días que siguieron, el 3 y 4 de octubre, el Gran Duque interrogó
varias veces al pretendido Miguel Strogoff, haciéndole repetir todo lo que se había
hablado en el gabinete imperial del Palacio Nuevo. Ivan Ogareff se había preparado
para afrontar cualquier cuestión que se le planteara, por lo que respondió a todo sin
vacilación alguna.
No ocultó, intencionadamente, que el Gobierno del Zar había sido sorprendido
completamente por la invasion y que la sublevación fue preparada en el mayor secreto;
que los tártaros eran ya dueños de la línea del Obi cuando llegaron a Moscú las
primeras noticias de la invasión y que, finalmente, nada se había decidido en las
provincias rusas para mandar a Siberia las tropas necesarias para rechazar a los invasores.
Después, Ivan Ogareff, enteramente libre de movimientos, comenzó a estudiar
Irkutsk, el estado de las fortificaciones y sus puntos débiles, con el fin de aprovechar
ulteriormente sus observaciones, en el caso de que cualquier eventualidad le impidiera
consumar su traición.
Se detuvo a examinar particularmente la puerta de Bolchaia, que era lo que quería
librar a las fuerzas tártaras.
Por la noche se acerco por dos veces a la explanada de la puerta y, sin temor a ser
descubierto por los sitiadores, cuyos puestos más avanzados se hallaban a menos de
una versta de las murallas, se paseó por el glacis. Sabía perfectamente que no se exponía
a ningún peligro y que hasta había sido reconocido, porque distinguió una
sombra que se deslizaba hasta el pie de las murallas.
Sangarra, arriesgando su vida, venía a ponerse en comunicación con Ivan Ogareff.
Los sitiados, por otra parte, desde hacía dos días gozaban de una tranquilidad a la
que no les habían acostumbrado los tártaros desde el comienzo del asedio.
Era por orden de Ivan Ogareff. El lugarteniente de Féofar-Khan había querido que se
suspendiera toda tentativa de tomar la ciudad por asalto. Por eso desde su llegada a
Irkutsk, la artillería había quedado completamente muda. Esperaba, además, que así se
relajaría la estrecha vigilancia de los sitiados. En cualquier caso, en los puestos
avanzados, varios millares de tártaros se mantenían preparados para lanzarse contra la
puerta, que estaría desguarnecida de defensores en el instante en que Ivan Ogareff les
diera la señal de actuar.
Sin embargo, no podía demorarse ese momento, porque era preciso terminar el asedio
antes de que las tropas rusas llegaran a la vista de Irkutsk.
Ivan Ogareff tomó su decisión y aquella misma noche, desde lo alto del glacis, cayó
un papel en manos de Sangarra.
El traidor había resuelto entregar Irkutsk la noche siguiente, 5 de octubre, a las dos de
la madrugada.
14
LA NOCHE DEL 5 AL 6 DE OCTUBRE
El plan de Ivan Ogareff había sido combinado con el mayor cuidado y, salvo
circunstancias imponderables, debía tener éxito. Era preciso que la puerta de Bolchaia
estuviera libre de defensores en el momento en que la abriera. Por lo tanto, era
indispensable que en aquel momento, la atención de los mismos se dirigiera hacia otro
punto de la ciudad. Para ello había combinado con el Emir una serie de acciones que
dispersaran la atención de los defensores.
Estas acciones debían llevarse a cabo por el lado de los suburbios de Irkutsk, hacia
arriba y hacia abajo del río, sobre su orilla derecha.
El ataque contra los dos puntos debía realizarse con la mayor meticulosidad y, al
mismo tiempo, se llevaría a cabo una tentativa de atravesar el Angara sobre la orilla
izquierda. La puerta de Bolchaia, probablemente, quedaría casi abandonada, mientras
que los puestos avanzados simularían levantar el campo.
Era el 5 de octubre. Antes de veinticuatro horas, la capital de Siberia oriental debía
caer en manos del Emir y el Gran Duque, en poder de Ivar Ogareff.
Durante el día se produjo un movimiento desacostumbrado en el campamento tártaro
del Angara. Desde las ventanas del palacio y desde las casas de la orilla derecha,
podían distinguirse perfectamente los importantes preparativos que se estaban
llevando a cabo en la orilla opuesta. Numerosos destacamentos tártaros convergían
hacia el campamento y venían a reforzar las tropas del Emir. Eran los ataques
convenidos que se estaban preparando de manera ostensible.
Además, Ivan Ogareff no ocultó al Gran Duque que era de temer un ataque por ese
lado. Sabía, según dijo, que se llevaría a cabo un asalto por arriba y por abajo de la
ciudad, aconsejando al Gran Duque reforzar esos dos puestos más directamente amenazados.
Los preparativos observados venían en apoyo de las recomendaciones hechas por
Ivan Ogareff y era urgente tenerlas en cuenta. Así que, después de un consejo de guerra
que se reunió con urgencia en el palacio, se dieron órdenes de que se concentrara la
defensa sobre la orilla derecha del Angara y en los extremos de la ciudad, en donde las
murallas de tierra iban a apoyarse sobre el río.
Era esto precisamente lo que quería Ivan Ogareff. Evidentemente, no cojitaba con
que la puerta de Bolchaia quedara completamente desguarnecida de defensores, pero
confiaba en que sólo hubiera un pequeño número de ellos. Además, iba a imprimir a los
asaltos una importancia tal que el Gran Duque se vería obligado a oponerles todas las
fuerzas disponibles.
En efecto, un incidente de una gravedad excepcional, imaginado por Ivan Ogareff,
debía ayudar poderosamente a la ejecución de sus proyectos.
Aunque Irkutsk no fuera atacada por los dos puntos alejados de la puerta de
Bolchaia y por la orilla derecha del Angara, este incidente hubiera sido suficiente, por
si solo, para emplear a fondo a todos los defensores, precisamente allá en donde Ivan
Ogareff quería atraerlos, porque iba a provocar una espantosa catástrofe.
Por tanto, todas las precauciones quedaban tomadas para que a la hora indicada, la
puerta de Bolchaia estuviera libre de defensores, entregándola a los millares de tártaros
que esperaban cubiertos en los espesos bosques del este.
Durante esta jornada, la guarnicion y la población civil de Irkutsk se mantuvieron
constantemente alerta.
Estaban tomadas todas las medidas que exigía un ataque inminente en los puntos
respetados hasta entonces. El Gran Duque y el general Voranzoff visitaron los puestos
que, por orden suya, habían sido reforzados.
El cuerpo especial de Wassili Fedor ocupaba el norte de la ciudad, pero con la orden
de acudir allí donde el peligro fuera más inminente. La orilla derecha del Angara
quedaba reforzada con la poca artillería de que se disponía.
Con estas medidas, tomadas a tiempo gracias a las recomendaciones de Ivan Ogareff,
hechas tan oportunamente, se esperaba que el ataque no tuviera éxito. En ese caso, los
tártaros, momentáneamente desmoralizados, tardarían varios días en hacer cualquier
otra tentativa de asaltar la ciudad. Entretanto, las tropas que el Gran Duque esperaba
podían llegar de un momento a otro. La salvación o la pérdida de Irkutsk estaban,
pues, pendientes de un hilo.
Ese día, el sol, que había salido a las seis y veinte de la mañana, se ponía a las cinco y
cuarenta de la tarde, después de haber trazado su arco diurno por encima del horizonte
durante once horas. El crepúsculo se resistiría a dejar paso a la noche durante dos
horas todavía. Después, el espacio se llenaría de tinieblas porque grandes nubes se
inmovilizarían en el aire, no permitiendo que la luna hiciera su aparicion.
Esta profunda oscuridad iba a favorecer los proyectos de Ivan Ogareff.
Desde hacía varios días, un frío extremado preludiaba los rigores del invierno
siberiano y, aquella noche, se dejaba sentir más intensamente todavía.
Los soldados apostados sobre la orilla derecha del Angara, forzados a no revelar su
presencia, no habían podido encender hogueras, por lo que sufrían cruelmente con este
terrible descenso de la temperatura. Varios pies por debajo de ellos pasaban los hielos
que eran arrastrados por la corriente del río. Durante el día se les había visto, en hileras
apretadas, derivar rápidamente entre las dos orillas.
Esta circunstancia observada por el Gran Duque y sus oficiales había sido
considerada como favorable, porque era evidente que si el lecho del río se obstruía, el
paso se haría impracticable, porque los tartaros no podrían maniobrar con balsas ni
barcas. En cuanto a admitir que pudieran atravesar el río sobre el hielo, era de todo
punto imposible, pues la barrera recientemente formada no ofrecería suficiente
consistencia al paso de una columna de asalto.
Esta favorable circunstancia para los defensores de Irkutsk hubiera debido ser
indeseable para Ivan Ogareff. Pero no era asi, porque el traidor sabía perfectamente
que los tártaros no intentarían pasar el Angara y que, al menos por ese lado, la
tentativa no sería más que un simulacro.
No obstante, hacia las diez de la noche, se modificó sensiblemente el estado del río,
con gran sorpresa de los asediados, y ahora en desventaja para ellos. El paso,
impracticable hasta aquel momento, de golpe se hizo posible. El lecho del Angara
quedo libre; Los hielos que se deslizaban en número creciente desde hacía varios días
desaparecieron aguas abajo y apenas cinco o seis bloques quedaron ocupando entonces
el espacio comprendido entre las dos orillas. Pero no presentaban la estructura de los
bloques que se forman en condiciones normales y bajo la influencia de un frío intenso.
No eran más que simples pedazos arrancados a algún glaciar, cuyas aristas, netamente
cortadas, no presentaban rugosidades.
Los oficiales rusos que constataron esta modificación en las condiciones del río, la
dieron a conocer al Gran Duque.
Aquello no tenía otra explicación de que en alguna parte, más arriba, en una zona más
estrecha del Angara, los hielos debían de haberse acumulado hasta formar una barrera.
Ya se sabe que así era, efectivamente.
El paso del Angara estaba, pues, abierto a los asaltantes, viéndose los rusos en la
necesidad de estrechar la vigilancia más que nunca.
Hasta medianoche no se produjo ningún incidente. Por la parte este, más allá de la
puerta de Bolchaia, la calma era absoluta. Ni una sola hoguera había encendida en los
frondosos bosques que en el horizonte se confundían con las nubes.
En el campamento del Angara había una gran agitación que era atestiguada por el
continuo desplazamiento de luces.
A una versta por arriba y por abajo del punto donde la escarpa iba a apoyarse sobre
la margen del río, se podía oír un sordo murmullo que probaba que los tártaros estaban
de pie, esperando una señal cualquiera para entrar en accion.
Todavía transcurrió una hora sin que se produjera la nueva novedad.
Iban a dar las dos de la madrugada en las campanas de la catedral de Irkutsk y ningún
movimiento había mostrado aún las intenciones hostiles de los asaltantes.
El Gran Duque y sus oficiales se preguntaban si no habían sido inducidos a error y si
realmente entraba en los planes de los tártaros el intentar sorprender la ciudad. Las
noches precedentes no habían gozado, ni mucho menos, de tanta tranquilidad. Las
descargas estallaban frecuentemente en dirección a los puestos avanzados y los obuses
rasgaban el aire. Sin embargo, esti noche no ocurría nada.
El Gran Duque, el general Voranzoff y su ayudante de campo, pues, esperaban,
dispuestos a dar las órdenes según las circunstancias.
Se sabe que Ivan Ogareff ocupaba una habitación del palacio. Era una amplia sala
situada en el piso bajo, cuyas ventanas daban a una terraza lateral. Bastaba cruzar esa
terraza para dominar el curso del Angara.
Una profunda oscuridad reinaba en la sala.
Ivan Ogareff, de pie, cerca de una ventana, esperaba que llegase el momento de
actuar. Evidentemente, la señal no podía darla nadie más que él. Una vez dada, cuando
la mayor parte de los defensores de Irkutsk hubieran sido llamados a los puntos
abiertamente atacados, tenía el proyecto de salir del palacio para ir a cumplir su obra.
Esperaba, pues, en las tinieblas, como una fiera dispuesta a lanzarse sobre su presa.
Sin embargo, algunos minutos antes de las dos, el Gran Duque pidió que Miguel
Strogoff -era el unico nombre que podía darle a Ivan Ogareff- fuese llevado a su
presencia. Un ayudante de campo se acercó a la habitación cuya puerta estaba cerrada
y llamó...
Ivan Ogareff, inmóvil cerca de la ventana e invisible en las sombras, se guardó muy
bien de responder.
El ayudante comunicó al Gran Duque que el correo del Zar no se encontraba en
Palacio en aquel momento.
Dieron las dos. Era el momento de iniciar el asalto convenido con los tártaros, los
cuales estaban ya preparados.
Ivan Ogareff abrió la ventana de su habitación, cruzó la terraza y fue a apostarse en
el ángulo norte de la misma.
Por debajo de él, entre las sombras, pasaban las agua del Angara, que rugían al chocar
contra las aristas de los pilares.
Ivan Ogareff sacó un fósforo del bolsillo, lo encendió y prendió fuego a un puñado
de estopa impregnado en pólvora, el cual lanzó al agua.
¡Los torrentes de aceite mineral que flotaban sobre la superficie del Angara habían
sido arrojados por orden de Ivan Ogareff!
Más arriba de Irkutsk, entre el pueblo de Poshkarsk y la ciudad, estaban en
explotación varios yacimientos de nafta. Ivan Ogareff había decidido emplear este
terrible medio para llevar el incendio a la capital, por lo que se apoderó de las
incalculables reservas acumuladas en los depósitos de combustible líquido que había
allí, siendo suficiente demoler un muro para que se derramara a borbotones.
Esto había sido realizado durante la noche, varias horas antes, y es por lo que la
balsa que transportaba al verdadero correo del Zar, a Nadia y los demás fugitivos,
flotaba sobre una corriente de aceite mineral.
A través de las brechas abiertas en los depósitos que contenían rmllones de metros
cúbicos, la nafta se había precipitado como un torrente y, siguiendo la pendiente
natural del terreno, se había esparcido sobre la superficie del río, donde su densidad le
permitía flotar.
¡Así era como entendía la guerra Ivan Ogareff!
Aliado de los tártaros, se comportaba como ellos. ¡Y contra sus propios
compatriotas!
La estopa cayó sobre las aguas del Angara y, en un instante, como si la corriente
hubiera sido de alcohol, todo el río se inflamó arriba y abajo con la rapidez de un rayo.
Volutas de llamas azuladas se retorcían, deslizándose entre las dos orillas. Espesos
vapores de humo negro se elevaban por encima de ellas. Los pocos témpanos que iban
a la deriva, rodeados por el fuego, se fundían como la cera sobre la superficie de un
horno, y el agua, vaporizada, se escapaba en el aire con un silbido ensordecedor.
En ese mismo momento estalló el fuego de fusilería en el norte y en el sur de la
ciudad. Las baterías del campamento del Angara disparaban sin tregua. Varios millares
de tártaro se lanzaron al asalto de las fortificaciones. Las balsas de la orilla, hechas de
madera, ardían por todas partes. Una inmensa claridad disipó las sombras de la noche.
-¡Al fin! ---dijo Ivan Ogareff.
Tenía motivos para aplaudirse. El asalto que había sido imaginado era terrible. Los
defensores de Irkutsk se encontraban entre el ataque de los tártaros y el desastre del
incendio. Sonaron las campanas y toda persona que estuviera en condiciones se dirigió
a los puntos atacados y a las casas que devoraba el fuego y que amenazaba con
extenderse por toda la ciudad.
La puerta de Bolchaia estaba casi libre. Apenas si habían quedado algunos defensores
que, por inspiración del traidor y para que los acontecimientos que iban a producirse
pudieran ser explicados dejándole a él al margen (siendo atribuidos al odio político),
esos pocos defensores habían sido escogidos entre el pequeño cuerpo de exiliados.
Ivan Ogareff volvió a entrar en su habitación, ahora brillantemente iluminada por las
llamas del Angara, que sobrepasaban la balaustrada de la terraza, disponiéndose a
abandonar el palacio.
Pero, apenas había abierto la puerta, cuando una mujer, con las ropas destrozadas y
el cabello en completo desorden, se precipitó dentro de la habitación.
-¡Sangarra! -gritó Ivan Ogareff en el primer momento de sorpresa, no imaginando que
aquella mujer pudiera ser otra que la gitana.
Pero no era Sangarra, sino Nadia.
En el momento en que, estando refugiada sobre el bloque de hielo, la joven había
lanzado un grito al ver propagarse el incendio sobre la corriente del Angara, Miguel
Strogoff la había tomado en sus brazos y se había lanzado con ella al agua para buscar
en las profundidades del río un abrigo contra las llamas.
Como se sabe, el bloque de hielo que los transportaba no se encontraba mas que a
una treintena de brazas del primer muelle, más arriba de Irkutsk.
Después de haber nadado bajo las aguas, Miguel Strogoff consiguió llegar al muelle
con Nadia.
¡Al fin había llegado al final de su viaje! ¡Estaba en Irkutsk!
-¡Al palacio del gobernador! -dijo a Nadia.
Menos de diez minutos después, ambos llegaban a la entrada del palacio, cuyos
asientos de piedra eran lamidos por las llamas del Angara que, sin embargo, no podían
incendiarlo.
Más allá ardían las casas situadas cerca de la orilla.
Miguel Strogoff y Nadia entraron sin ninguna dificultad en el palacio, abierto a todo
el mundo. En medio de la confusión general, nadie reparaba en ellos, pese a que su
aspecto era lamentable.
Una multitud de oficiales acudía en busca de órdenes y los soldados corrían a
ejecutarlas, llenando la gran sala del piso bajo. Allí, Miguel Strogoff y la joven, en un
brusco remolino de la multitud, se vieron separados.
Nadia, perdida, corrió a través de las salas bajas, llamando a su compañero y
pidiendo ser conducida ante el Gran Duque.
Frente a ella se abrió una puerta que daba a una habitación inundada de luz. Entró en
ella y se encontró, inopinadamente, cara a cara con aquel que había visto en Ichim y
más tarde en Tomsk; cara a cara con aquel que un instante más tarde, con su mano
criminal, entregaría la ciudad a los invasores.
-¡Ivan Ogareff ! -gritó Nadia.
Al oír pronunciar su nombre, el miserable se estremeció, porque si alguien le conocía,
todos sus planes se vendrían abajo. No tenía más que una cosa por hacer: matar a
quien acababa de pronunciar su nombre, fuera quien fuese.
Ivan Ogareff se lanzó sobre Nadia, pero la joven con un cuchillo en la mano, se
apoyó contra la pared decidida a defenderse.
-¡Ivan Ogareff! -gritó de nuevo Nadia, sabiendo perfectamente que este nombre
atraería en su socorro a quien lo oyese.
-¡Ah! ¡Te callarás! --dijo el traidor.
-¡Ivan Ogareff! -gritó por tercera vez la intrépida joven, con una voz a la que el odio
redoblaba la potencia.
Ebrio de furia, Ivan Ogareff sacó un puñal de su cintura, lanzándose sobre Nadia,
acorralándola en una esquina de la sala.
Se disponía a asesinarla cuando el miserable, levantado del suelo por una fuerza
irresistible, fue a rodar por tierra.
-¡Miguel! -gritó Nadia.
Era Miguel Strogoff.
El correo del Zar había oído las llamadas de Nadia. Guiado por su voz había llegado
hasta la habitación, entrando por la puerta que permanecía entreabierta.
-¡No temas, Nadia! -dijo, interponiéndose entre ella e Ivan Ogareff.
-¡Ah! -gritó la joven-. ¡Ten mucho cuidado, hermano! ¡El traidor está armado y ve
claro ... !
Ivan Ogareff se había levantado, y creyendo que podía dar buena cuenta del ciego, se
lanzó sobre Miguel Strogoff.
Pero, con una mano, el ciego asió el brazo del traidor y con la otra desvió su arma,
lanzándolo de nuevo al suelo.
Ivan Ogareff, pálido de furor y de rabia, se acordó que llevaba una espada y,
desenvainándola, volvió a la carga.
Había reconocido también a Miguel Strogoff. ¡Un ciego! ¡Se enfrentaba, en suma, con
un ciego! ¡Tenía la partida ganada!
Nadia, espantada por el peligro que amenazaba a su compañero en una lucha tan
desigual, se lanzó hacia la puerta en busca de ayuda.
-¡Cierra la puerta, Nadia! -dijo Miguel Strogoff-. ¡No llames a nadie y déjame hacer!
¡El correo del Zar no tiene hoy nada que temer de ese miserable! ¡Que venga a mí, si se
atreve, lo espero!
Mientras tanto, Ivan Ogareff, que se había revuelto sobre sí mismo como un tigre, no
pronunció ninguna palabra. Hubiera querido sustraer al oído del ciego el ruido de sus
pasos, hasta el de su respiración. Quería abatirle antes de que hubiera advertido su
proximidad. El traidor no buscaba la lucha, sino que iba a asesinar a aquel al que había
robado el nombre.
Nadia, aterrorizada y confiada a la vez, contemplaba con una muda admiración la
terrible escena. Parecía que la calma de Miguel Strogoff la hubiera tranquilizado
súbitamente.
Por toda arma el correo del Zar no tenía más que su cuchillo siberiano, y no veía a su
adversario, armado con una espada. Esto era cierto. ¿Pero, por qué gracia del cielo
parecía dominar al traidor desde una altura increíble? ¿Cómo, casi sin moverse, hacía
siempre frente a la punta de la espada?
Ivan Ogareff espiaba con visible ansiedad a su extraño adversario. Esa calma
sobrehumana lo intimidaba. En vano hacía llamadas a su razón repitiéndose que en un
combate tan desigual toda la ventaja estaba de su parte. Esa inmovilidad del ciego le
helaba. Había escogido con la mirada el sitio donde iba a herir a su víctima... y lo había
encontrado. ¿Qué le impedía terminar de una vez?
Finalmente, dio un salto, dirigiendo una estocada al pecho del correo del Zar.
Un movimiento imperceptible del cuchillo del ciego paro el golpe. Miguel Strogoff
no había sido tocado y, fríamente, sin mostrar desafío, espero un segundo ataque.
Un sudor helado rodaba por la frente de Ivan Ogareff. Retrocedió un paso y se lanzó
de nuevo al ataque. Pero obtuvo el mismo resultado que la primera vez. Un simple
movimiento del largo cuchillo bastó para desviar la inútil espada del traidor.
Éste, ciego de rabia y de terror en presencia de aquella estatua viviente, fijó su
aterrorizada mirada en los ojos totalmente abiertos del ciego. Esos ojos parecían leer
hasta el fondo de su alma y, sin embargo, no veían, no podían ver; esos ojos ejercían
sobre él una espantosa fascinación.
De pronto, Ivan Ogareff dio un grito. Inesperadamente, la luz se había hecho en su
cerebro.
-¡Ve! -gritó-. ¡Ve!
Y como una fiera que trata de volver a su cubil, paso a paso, aterrorizado, retrocedió
hasta el fondo de la sala.
Entonces, la estatua viviente se animó; el ciego marchó directamente hacia Ivan
Ogareff y, situándose frente a él, dijo:
-¡Sí, veo! ¡Veo la señal con la que te marqué, cobarde traidor! ¡Veo el sitio en donde
voy a hundirte el cuchillo! ¡Defiende tu vida! ¡Es un duelo lo que me digno ofrecerte!
¡El cuchillo me basta contra tu espada!
-¡Ve! -se dijo Nadia-. Dios misericordioso, ¿es esto posible?
Ivan Ogareff se vio perdido. Pero con un esfuerzo de voluntad, recobró valor y se
lanzó, con la espada por delante, contra su impasible enemigo.
Las dos hojas se cruzaron, pero el cuchillo de Miguel Strogoff, manejado por esa
mano de cazador siberiano, hizo volar la espada en dos pedazos y el miserable, con el
corazón atravesado, cayó sin vida al suelo.
En ese momento se abrió la puerta, empujada desde fuera, y el Gran Duque,
acompañado por varios oficiales, entró en la estancia que había pertenecido a Ivan
Ogareff.
-¿Quién ha matado a este hombre? -preguntó.
-Yo -respondió Miguel Strogoff.
Uno de los oficiales apoyó su revólver contra la sien del correo del Zar, dispuesto a
hacer fuego.
-¿Tu nombre? -preguntó el Gran Duque, antes de dar la orden de que se le volara la
cabeza.
-Alteza -respondió Miguel Strogoff-. ¿Por que no preguntáis antes el nombre del que
está tendido a vuestros pies?
-¡A este hombre le conozco yo! ¡Es un servidor de mi hermano, un correo del Zar!
-¡Este hombre, Alteza, no es un correo del Zar! ¡Es Ivan Ogareff!
-¿Ivan Ogareff? -gritó el Gran Duque.
-¡Sí, Ivan el traidor!
-Entonces ¿quién eres tú?
-Miguel Strogoff.
15
CONCLUSION
Miguel Strogoff no estaba, no había estado nunca ciego. Un fenómeno puramente
humano, a la vez físico y moral, había neutralizado la acción de la lámina incandescente
que el ejecutor de Féofar-Khan había pasado por delante de sus ojos.
Se recordará que en el momento del suplicio, Marfa Strogoff estaba allí, tendiendo las
manos hacia su hijo. Miguel Strogoff la miraba como un hijo puede mirar a su madre
cuando es por última vez.
Subiéndole del corazón a los ojos, las lágrimas que su valor trataba en vano de
reprimir se habían acumulado bajo sus párpados y, al volatilizarse sobre la córnea, le
habían salvado la vista. La capa de vapor formada por sus lágrimas, al interponerse entre
el sable al rojo vivo y sus pupilas, había sido suficiente para anular la acción del
calor. Es un efecto idéntico al que se produce cuando un obrero fundidor, después de
haber mojado en agua su mano, la hace atravesar impunemente un chorro de metal
fundido.
Miguel Strogoff comprendió inmediatamente el peligro que corría si daba a conocer
su secreto, fuera a quien fuese. Presentía el partido que, por el contrario, podía sacar a
esta situación para lograr el cumplimiento de sus proyectos.
Le dejaron libre porque lo creían ciego. Era preciso, pues, ser ciego, serlo para todos,
incluso para Nadia, y que ningún gesto, en ningún momento, hiciera dudar de la
veracidad de su ceguera. Su resolución estaba tomada y hasta debía arriesgar la misma
vida para dar a todo el mundo la prueba de esta ceguera. Ya se sabe cómo la arriesgó.
únicamente su madre conocía la verdad, porque él se lo había dicho al oído en la
misma plaza de Tomsk cuando, inclinado sobre ella en la oscuridad, la cubría de besos.
Se comprende, pues, que cuando Ivan Ogareff con ironía situó la carta delante de sus
ojos, que creía ciegos, Miguel Strogoff la había podido leer, descubriendo los odiosos
proyectos del traidor. De ahí la energía que desplegaba durante la segunda parte del
viaje; y por tanto, esa indestructible voluntad de llegar a Irkutsk y transmitir el
mensaje de viva voz. ¡Sabía que la ciudad iba a ser entregada y que la vida del Gran Duque
estaba amenazada! La salvación del hermano del Zar y de Siberia estaba, pues,
todavía en sus manos.
En pocas palabras contaron toda esta historia al Gran Duque y Miguel Strogoff dijo
también -¡y con qué emoción!-, la parte que Nadia había desempeñado en los
acontecimientos.
-¿Quién es esta joven? -preguntó el Gran Duque.
-La hija del exiliado Wassili Fedor -respondió Miguel Strogoff.
-La hija del comandante Fedor ha dejado de ser la hija de un exiliado -dijo el Gran
Duque-. ¡Ya no hay exiliados en Irkutsk!
Nadia, menos fuerte en la alegría de lo que había sido en el dolor, cayó de rodillas
delante del Gran Duque, el cual la levantó con una mano, mientras tendía la otra a
Miguel Strogoff.
Una hora después, Nadia estaba en brazos de su padre.
Miguel Strogoff, Nadia y Wassili Fedor estaban reunidos y unos y otros pudieron
expansionar su felicidad.
Los tártaros fueron rechazados en su doble ataque contra la ciudad. Wassili Fedor,
con su pequeña tropa, había aplastado a los primeros asaltantes que se presentaron
ante la puerta de Bolchaia, confiando en que les sería abierta. El padre de Nadia, por un
instintivo presentimiento, se había obstinado en quedarse entre los defensores.
Al mismo tiempo que los tártaros eran rechazados, los asediados habían dominado el
incendio porque la nafta líquida se había consumido rápidamente sobre la superficie del
Angara, y las llamas, concentradas en las casas de la orilla, habían respetado los otros
barrios de la ciudad.
Antes de que se hiciera de día, las tropas de Féofar-Khan habían regresado a sus
campamentos, dejando gran número de muertos alrededor de las fortificaciones.
Entre esos muertos estaba la gitana Sangarra, que había intentado vanamente reunirse
con Ivan Ogareff.
Durante dos días los sitiadores no intentaron ningun nuevo asalto. Estaban
desmoralizados por la muerte de Ivan Ogareff. Este hombre era el alma de la invasión y
únicamente él, con sus intrigas urdidas durante largo tiempo, había tenido bastante
influencla sobre los khanes y sus hordas para lanzarlos a la conquista de la Rusia
asiática.
Sin embargo, los defensores de Irkutsk permanecieron en guardia porque el asedio
continuaba.
Pero el 17 de octubre, desde las primeras luces del alba, retumbó un tiro de cañón
desde las alturas que rodean Irkutsk.
Era el ejército de socorro que llegaba a las órdenes del general Kisselef y, de esta
forma, señalaba al Gran Duque su presencia.
Los tártaros no esperaron mucho tiempo. No querían tentar la suerte en una batalla
que se librase bajo los muros de Irkutsk y levantaron inmediatamente el campamento
del Angara.
Por fin, Irkutsk había sido salvada.
Con los primeros soldados rusos llegaron dos amigos de Miguel Strogoff. Eran los
inseparables Blount y Jolivet. Lograron llegar a la orilla derecha del Angara
deslizándose por la barrera de hielo, pudiendo escapar, así como los otros fugitivos,
antes de que las llamas del río llegaran a la balsa, lo cual fue reflejado por Alcide Jolivet
en su bloc, de esta forma:
«Nos faltó poco para acabar como un limón en una ponchera.»
Su alegría fue grande al encontrar sanos y salvos a Nadia y Miguel Strogoff y, sobre
todo, cuando supieron que su antiguo compañero no estaba ciego, lo cual indujo a
Harry Blount a escribir en su bloc de notas la observación siguiente:
«El hierro al rojo vivo puede ser insuficiente para eliminar la sensibilidad del nervio
óptico. ¡Hay que modificar el sistema! »
Después, los dos corresponsales, bien instalados en Irkutsk, se ocuparon en poner
en orden sus impresiones del viaje. Como consecuencia, se enviaron a Londres y París
dos interesantes crónicas relativas a la invasión tártara y que, cosa rara, no se
contradecían en nada mas que en pequeños detalles sin importancia.
Por lo demás, la campaña fue funesta para el Emir y sus aliados. Esta invasión, inútil
como todas las que intentan atacar al coloso ruso, les dio malos resultados. Pronto se
encontraron cortados por las tropas del Zar, que recuperaron sucesivamente todas las
ciudades ocupadas. Además, el invierno fue terrible y de esas hordas, diezmadas por el
frío, sólo una pequena parte consiguió volver a las estepas de Tartaria.
La ruta de Irkutsk a los montes Urales estaba, pues, libre. El Gran Duque tenía
deseos de volver a Moscú, pero retrasó su viaje para asistir a una tierna ceremonia que
tuvo lugar varios días después de la entrada de las tropas rusas.
Miguel Strogoff había ido al encuentro de Nadia y delante de su padre le dijo:
-Nadia, todavía eres mi hermana; cuando dejaste Riga para venir a Irkutsk, ¿dejaste
atrás algún otro recuerdo que no fuera el de tu madre?
-No -respondió Nadia-, ninguno y de ninguna clase.
-Así, ¿ninguna parte de tu corazón quedó allí?
-Ninguna, hermano.
-Entonces, Nadia -dijo Miguel Strogoff-, yo no creo que Dios, al hacer que nos
conociéramos y que atravesaramos juntos tan duras pruebas, haya querido otra cosa
que el que nos uniéramos para siempre.
-¡Ah! -exclamó Nadia, cayendo en los brazos de Miguel Strogoff.
Y volviéndose hacia Wassill Fedor, dijo enrojeciendo:
-¡Padre mío!
-Nadia -respondió Wassili Fedor-, mi mayor alegría será llamaros a los dos hijos
míos.
La ceremonia del casamiento tuvo lugar en la catedral de Irkutsk. Fue muy sencilla en
sus detalles y hermosa por la concurrencia de toda la población, tanto militar como
civil, que quería testimoniar su profundo agradecimiento a los dos jovenes, cuya odisea
ya se había convertido en legendaria.
Alcide Jolivet y Harry Blount asistían, naturalmente, al casamiento, del cual querían
dar cuenta a sus lectores.
-¿No experimenta usted deseos de imitarles? -preguntó Alcide Jolivet a su colega.
-¡Pche ... ! -respondió Harry Blount-. ¡Si tuviera, como usted, una prima ... !
-¡Mi prima no está en condiciones de casarse! -respondió riendo Alcide Jolivet.
-Tanto mejor -agregó Harry Blount-, porque se habla de las dificultades que van a
surgir entre Londres y Pekín. ¿Es que no tiene usted deseos de saber qué pasa por allá?
-¡Pardiez, mi querido Blount! ¡Iba a proponérselo! -gritó Alcide Jolivet.
Y así fue como los dos inseparables se fueron a China.
Algunos días después de la ceremonia, Miguel y Nadia Strogoff, acompañados por
Wassili Fedor, reemprendieron la ruta de Europa. El camino de dolor de la ida fue un
camino de felicidad a la vuelta. Viajaban con extrema velocidad en uno de esos trineos
que se deslizan como expresos sobre las estepas heladas de Siberia.
Sin embargo, cuando llegaron a las orillas del Dinka, antes de Birskoe, se detuvieron
un día entero.
Miguel Strogoff encontró el sitio en donde habían enterrado al pobre Nicolás.
Plantaron una cruz en la tumba y Nadia rezó por última vez sobre los restos del
humilde y heroico amigo al que ninguno de los dos olvidaría jamás.
En Omsk, la vieja Marfa les esperaba en la pequena casa de los Strogoff y la anciana
apretó con pasión entre sus brazos a aquella que en su interior había ya llamado hija
cientos de veces. La valiente siberiana tuvo, aquel día, el derecho de reconocer a su hijo
y de mostrarse orgullosa de él.
Después de pasar algunos días en Omsk, Miguel y Nadia Strogoff regresaron a
Europa y, como Wassili Fedor fijó su residencia en San Petersburgo, ni su hijo ni su
hija volvieron a separarse de él más que cuando iban a visitar a su vieja madre.
El joven correo fue recibido por el Zar, el cual lo agrego especialmente a su escolta y
le impuso la Cruz de San Jorge.
Más adelante, Miguel Strogoff llegó a una alta situación en el Imperio. Pero no es la
historia de sus éxitos, sino la de sus sufrimientos, la que merecía ser contada.
FIN

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