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lunes, 18 de abril de 2011

ÓSCAR ALFARO, PRÍNCIPE DE LA POESÍA PARA NIÑOS -- EL TRAJE ENCANTADO





EL TRAJE ENCANTADO
El pequeño príncipe era caprichoso y cruel. En todo había que darle gusto, para no
contrariar a su real padre, quien afirmaba que nada se debe negar al hijo de un rey. Un día
el príncipe ordenó:
—Que me traigan el arco y las flechas.
—¿Para qué? —preguntó su padre.
—Para hacer puntería sobre aquel pastor que está parado en la colina.
Y no hubo quién lo disuadiera de su propósito. Felizmente aquella tarde estaba de
muy mala puntería y después de varios intentos fallidos tiró las armas. Y los sirvientes
lanzaron un suspiro de alivio.
Pero al poco rato los ojos del príncipe se fueron tras el mago del reino, que entraba al
palacio con su traje brillante.
—¡Quiero ese traje! —Y corrió a darle alcance.
—Es muy grande para ti —contestó el mago, disculpándose.
—A mí no me importa. Dámelo ahora mismo o pediré otra cosa, que será peor para
ti.
—Pide más bien otra cosa.
—Pediré entonces tu piel, para hacerme unas botas.
—¿Qué dices?
—¡Te haré desollar y tendré unas botas de piel de hombre!...
El mago se puso pálido, pues sabía que el rey era capaz de complacer hasta en los
caprichos más locos a su vastago.
—Te daré mi traje —dijo, despojándose de él a toda velocidad.
Pero el príncipe ya no tenía interés en la prenda, sino que...
—¡Tendré las botas de piel de hombre! ¡Nada se le puede negar al hijo del rey! —Y
comenzó a dar unos gritos tan fuertes, que el soberano se presentó corriendo.
—¿Qué te ocurre ahora?
—Quiero la piel del mago para hacerme unas botas.
—Bueno, habrá que despellejarlo —dijo el rey con la mayor tranquilidad y tocó
una campana, llamando a los verdugos.
El mago no esperó más y escapó del palacio tirándose por una ventana. El susto le
puso alas en los pies y fue imposible darle alcance.
El príncipe tuvo una pataleta que casi lo llevó al otro mundo. Felizmente, a las
pocas horas, volvió a interesarse por la ropa del prófugo. Se la puso y aunque le quedaba
muy grande se paseó con ella por el corredor de los espejos, haciendo gestos de mago.
Pero, ¡cosa rara!, la ropa se estaba encogiendo. Fue en busca de su padre y le
comunicó su observación. El rey también se dio cuenta de que el traje se contraía
visiblemente.
—¡Quítatelo! No olvides que es el traje de un mago...
El príncipe tuvo miedo y trató de desvestirse, pero fue imposible. Su padre quiso
ayudarlo, pero tampoco pudo. Ahora el traje le ajustaba tanto que apenas lo dejaba
respirar. Y seguía encogiéndose. El príncipe comenzó a dar gritos. La extraña prenda se
había tornado de una dureza de acero. Y le penetraba ya en las carnes.
El rey, desesperado, tocó de nuevo la
campana. Llamó a los hombres más forzudos
de la guardia, y les ordenó desvestir al
príncipe, pero ninguno logró su intento.
—¡Rompan el traje! —gritó el rey.
Pero nadie fue capaz de romperlo.
—Yo lo rasgaré con mi espada —dijo un
oficial de la guardia. Pero la espada se hizo
pedazos y el traje continuó encogiéndose, sin sufrir ni una rasgadura. Finalmente el
príncipe cayó desmayado y la ropa siguió contrayéndose.
—¡Mi hijo se muere!... ¡Auxilio! —gritaba el rey, con lágrimas en los ojos.
Cuando todo parecía perdido, llegó el consejero del monarca y dijo:
—Hagan volver al mago. Es el único que puede salvarlo.
Mil servidores, montados a caballo, partieron entonces hacia los cuatro puntos
cardinales. No tardaron en dar alcance al fugitivo y lo trajeron encadenado al palacio.
—¡Maldito hechicero, quita ese traje al príncipe, o te haré cortar la cabeza!... —rugió
el rey.
Pero el traje se encogió más y el príncipe pareció lanzar su último suspiro.
—¡Trátame en otra forma, si no quieres ver morir a tu hijo! —respondió el mago
altivamente.
El rey se puso fuera de sí. Sacó su espada y apuntó con ella a la garganta del mago.
—¡Por las malas nada conseguirás! ¡Mira cómo se encoge el traje!...
En efecto, el traje se encogió tanto, que crujieron los huesos del príncipe.
—¡Piedad! —gritó el rey, al ver aquello—. ¡Salva a mi hijo y te haré el hombre más
rico del reino!...
—Está bien que cambies de tono —dijo el mago, sin inmutarse—. Pero las riquezas
que me ofreces no salvarán al príncipe.
—Di entonces, hombre cruel, ¿qué debo hacer para salvarlo?
—Debes remediar todo el daño que él hizo y las injusticias que tú cometiste por
complacerlo.
—Lo haré —dijo el rey—, pero sálvalo.
—Yo no puedo salvarlo, todo depende de ti —repuso el mago.
El rey llamó entonces a sus ministros.
—Ordeno que se reparen todos los daños que causó el príncipe a la gente del reino.
El traje dejó de encogerse, pero no volvió a su estado normal.
—¿Por qué no se estira, si ya ordené lo que pedías?
—Es que algunos males son irreparables.
—¿Entonces mi hijo morirá estrangulado por esa maldita prenda?
—No morirá. El traje se irá abriendo con cada buena obra que realices.


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